Descubriendo el sexo con mamá

En una noche lujuriosa descubro el sexo de y con mi madre.

Me llamo Eduardo, mi padre murió cuando yo tenía dos años así que mi madre tuvo que encargarse de educarme. Gracias a un seguro de vida que tenía nunca nos faltó el dinero y ella no tuvo que buscar un trabajo.

Mi madre me crió cómo pudo. Sé que desde la muerte de papá su vida cambió radicalmente. Desde entonces vestía de negro, su vida social era prácticamente nula limitándose a relacionarse con nuestros familiares más cercanos.

Recuerdo que desde muy pequeño todos los domingos íbamos a misa, por las noches había que rezar pidiendo por el alma de papá y por todos nuestros queridos familiares. Me crió siendo un niño temeroso de Dios.

Hasta los dieciséis años aproximadamente, los fines de semanas se componían de visita a los abuelos los sábados. Los domingos, después de ir a la obligada misa, dábamos un paseo por el parque y de nuevo a la clausura de nuestro hogar. Siendo como era, el tema sexual fue algo que tuve que descubrir por mi cuenta, cosa difícil pues era solitario en mi niñez.

Pero llegados a esa edad, los dieciséis años, mi cuerpo estaba cambiando. Había crecido hasta portar un metro ochenta más o menos. Aquella estatura era herencia de mis progenitores, ella era alta, sobre el metro setenta y según me contaba, mi padre estaba cerca de los dos metros.

Pero con aquella edad mi cuerpo cambiaba casi a diario, mis hormonas circulaban revueltas por mi cuerpo haciéndome sentir necesidades que nunca antes había tenido y transformando mi cuerpo con cada latido de mi corazón.

Mi gran cambio lo recuerdo como algo traumático. Aún tengo la sensación de haberme transformado en una sola noche. Recuerdo que un día me levanté y mi pene ya no era igual. Aquel día al orinar, al agarrar mi miembro parecía que no era el mío, algo había cambiado. Ahora me parecía mucho mayor que cuando me acosté. Y así era, no es que hubiese crecido en una noche tantísimo, no, pero poco a poco creció sin que yo lo percibiera y aquella mañana fui consciente de que mi pene ahora no era el de un niño, era el de un persona adulta.

Pasó el tiempo y cuando casi había cumplido los dieciocho años, mi cuerpo se había desarrollado por completo. Así fue, mi cuerpo era el de un hombre fornido que además portaba un buen pene. Pero tenía un problema, mi mente aún no había alcanzado la edad de mi cuerpo y había cosas que no conseguía entender, sensaciones y sentimientos que no comprendía y que un padre enseña a un hijo consciente o inconscientemente.

Por aquellos entonces yo empecé mis estudios en la universidad. Para colmo todos los colegios en los que recibí mi educación desde la infancia habían sido de chicos, con lo que al entrar en la universidad pública me produjo otro trauma tener que relacionarme con las chicas. No es que no fuera capaz de hablar con ellas, pero ver aquellos jóvenes cuerpos me despertaba instintos primitivos que mi madre había sepultado con su cristianas enseñanzas.

Fue un año difícil para mí, a mis sentimientos encontrados con mi estricta educación y mi imposibilidad de relacionarme con el sexo contrario, había que sumar el fracaso escolar que estaba sufriendo. De ser un niño que todo lo aprobaba con buenas notas, ahora era un hombre que no daba pie con bola en sus estudios.

En el tema de las chicas no me faltaron oportunidades de gozar y conocerlas, incluso la más deseada de la escuela me convirtió en uno de sus objetivos. Hasta que me conocían, una vez hablaban conmigo descubrían que mi mente no estaba a la altura de mi cuerpo y en apenas unos meses me convertí en el solitario hazmerreír de la escuela.

Mi moral estaba por los suelos, mis estudios funestos y mis instintos chocando en mi cabeza con las férreas enseñanzas recibidas desde la infancia. Además mi madre no ayudaba a aligerar la carga, todo lo contrario, sus reproches me hundían aún más. Con este panorama mi madre decidió que el verano lo pasaríamos en la ciudad donde nada me pudiera distraer de mis estudios, orando y pidiendo a Dios por la salvación de mi alma.

Era principios de julio cuando toda mi vida se derrumbaría para renacer como un hombre nuevo. Recuerdo que un día mi madre hablaba por teléfono con su madre. Estuvo más de una hora hablando con ella, algo raro, y cuando acabó vino a mi habitación para hablar conmigo.

-Eduardo, dentro de unos días vendrá tu tía Marta. Tú no la vez desde que tenías ocho años así que no te acordarás de ella.

-Vale mamá.

-Estará con nosotros durante este mes, tiene un trabajo aquí en la ciudad y hasta que no encuentre un piso dormirá en tu habitación y tú dormidas conmigo.

Recordaba a Tita Marta levemente, era simpática y descarada. Siempre me lanzaba piropos para divertirse conmigo, sabía que a mi madre le enfadaba y más lo hacía. Recuerdo que era preciosa y tal vez fue la primera mujer que me hizo sentir que en el mundo estamos para algo más que adorar a Dios.

No sé si fueron estos sentimientos, que mi madre mitigó eficazmente con su doctrina, o la vida alegre que siempre mantuvo aquella preciosa mujer la que consiguieron que entre las dos hermanas se produjera un distanciamiento que no se había llegado a romper gracias a mi abuela que siempre intentó que las dos volvieran a ser las hermanas unidas que fueron durante su niñez.

Ahora mi abuela había llamado para que mi madre aceptara que Marta pasara el mes con nosotros. Ella la recibiría en nuestra casa siempre que se comprometiera a llevar una vida digna durante el tiempo que permaneciera allí, a fin de cuentas mi madre era su hermana mayor y pedía el respeto que se merecía.

Dos días más tarde, por la tarde llegó aquella mujer. Cuando mi madre le abrió la puerta, Marta quiso saludarla como a la hermana que hacía varios años que no veía, pero mi madre mostró la fría cara del reproche y su hermana menor se sintió apenada. Entonces entró y me vio.

-¡Dios, eres tú Eduardo! ¡Estás hecho todo un hombre! ¡Y qué hombre! – Aquel comentario hizo que mi madre se enojara aún más.

-Bueno, bueno, te mostraré tu habitación… - Dijo con tono frío.

-María, quería darte las gracias por recibirme en tu casa. – Y la mirada de agradecimiento y cariño de mi tía arrancó un poco de sentimientos del frío corazón de mi madre.

-No te preocupes… - y las dos se dieron un abrazo en el que se mezclaba el cariño de las hermanas con el perdón por tantos años de separación.

Las dos permanecieron por varios minutos abrazadas, dándose caricias, con las lágrimas a punto de salir de sus ojos. Yo las miraba y podía ver las diferencias que mostraban. Marta era cinco años menor que mi madre, de estatura eran casi iguales aunque mi madre le sacara unos pocos centímetros. Mi tía vestía colores llamativos y ropas ajustadas mostrando su alegría y optimismo. Su hermana mayor era todo lo contrario, sus ropas oscuras y amplias no hacían más que mostrar su rabia y dolor por haber perdido a su marido, nunca se maquillaba más allá de lo estrictamente necesario. Marta mostraba sus curvas para que cualquier hombre las admirase y los que ella eligiera pudieran disfrutar. Mi madre no mostraba ningún signo de sensualidad, todo en su vida era oscuro.

Marta era una mujer muy sensual, tenía un cuerpo voluptuoso y unos pechos grandes. Sus hermosos ojos verdes derretían el hielo con sus miradas y sabía conseguir cualquier cosa con ellos. Sus largas piernas le daban ritmo al hermoso cuerpo que hacía pecar a cualquiera.

Las dos pasaron todo el día hablando del tiempo que estuvieron separadas, quedé anulado y continué con mis estudios mientras ellas se reconciliaban. Fueron a pasear y tras varias horas, ya avanzada la noche, volvieron. Yo ya estaba acostado. Las escuché hablar y despedirse para ir cada una a su habitación.

Aún no me había dormido cuando entró en la habitación mi madre. Ella siempre había evitado que pudiera verla desnuda, así como verme sin ropa. Encendió la lámpara de la mesita de noche y me observó para ver si dormía. Permanecí inmóvil como si lo estuviera hasta que ella se creyó segura.

Escuché que abría el ropero, abrí los ojos y podía ver como sacaba un camisón. Estaba desnuda de cintura para arriba, solamente tenía puesto un sujetador negro. Se giró y con los ojos entreabiertos, podía verla. Se quitó la falda y quedó únicamente en ropa interior. Era una madura mujer de cuarenta y tres años, pero tenía un hermoso cuerpo.

Ella no hacía ejercicio, no se cuidaba excesivamente, no más que cualquier ama de casa, pero con aquella tenue luz aparecía hermosa a mi furtiva mirada. Llevó sus manos a la espalda y desabrochó su sujetador. Aparecieron dos hermosos y firmes pechos que se bamboleaban con los movimientos apresurados por vestirse para que su hijo no pudiera verla desnuda. La visión del cuerpo de mi madre me provocó una enorme erección. Era la primera vez que veía los pechos de una mujer, por lo menos en realidad y aquella visión me provocó grandemente. Eran grandes y parecían firmes, estaban coronados por los pezones, largos y erectos sobresalían sobre unas aureolas pequeñas y oscuras.

Se puso su camisón y lo vi caer y acariciar todo su cuerpo, bajar por su espalda y deslizarse por sus generosas caderas y su redondo y respingón culo. Se subió a la cama y se colocó dándome la espalda. Abrí los ojos y podía ver el contorno de su cuerpo que la tela blanca marcaba. Al momento apagó la luz, pero la imagen de su cuerpo estaba en mi mente y no la podía borrar. Empecé a sentir sueño.

Pasaron unos minutos y abrí los ojos. La luz de la luna llena llenaba la habitación y podía ver perfectamente la figura de mi madre que yacía boca arriba en la cama plácidamente dormida. Me apoyé en un brazo y me coloqué de costado para observarla. Pocas veces la había visto con el pelo suelto, pero aquella noche lo tenía suelto de forma que su ondulado pelo caía por uno de sus hombros.

Su hermosa boca estaba entreabierta como si esperara el beso de su príncipe que la sacara de aquel sueño y la llevara al territorio de la pasión. Su rostro era de paz, se había reconciliado con su hermana y su hermosura y la armonía de su descanso lo mostraban.

Bajé mi mirada y observé sus abultados pechos que se marcaban en su inmaculada tela, deseé acariciarlos, sentir en mis manos sus redondeces. Una sensación de culpa mezclada con una gran excitación se apoderó de mí. Me sentía atraído por mi madre y eso moralmente era inconcebible.

Bajé con mi lujuriosa mirada por su cuerpo y su camisón estaba subido por encima de sus muslos. La luz que entraba por la ventana era suficiente para ver el inicio de sus bragas, ese triángulo seductor de tela que cubría su sexo, por el que hacía dieciocho años salí y que ahora me provocaba un deseo y una lujuria incestuosa que no podía tener cabida en mi mente.

Estaba tembloroso por la excitación que el cuerpo de mi madre me estaba provocando. Mi mente repetía una y otra vez "el incesto es sucio e inconcebible", pero mi cuerpo de hombre deseaba acariciar, amar a aquella mujer. Automáticamente y sin pensarlo mi mano se dirigió hacia su sexo. Todo mi interior se removía y sentía ansias por la excitación y la lujuria que me invadía.

Rocé suavemente sus bragas, sabiendo que su sexo se encontraba separado de mi dedo por aquella fina tela. Sentía un calor sofocante. En mi interior solamente escuchaba "el incesto es sucio e inconcebible", pero mi cuerpo actuaba con vida propia y acaricié de nuevo su sexo.

Sus piernas se movieron y dejé de tocarla. Sin respirar la observé. Continuaba dormida pero sus piernas se habían abierto, como si me ofrecieran vía libre a que la acariciara por completo. Mi mano regresó al objeto de mi deseo y de nuevo sentía la suave tela en las puntas de mis dedos. Empecé a acariciarla y dejé caer mi mano para colocar mi dedo entre sus piernas. Presioné un poco más y podía sentir los labios de su maduro sexo. Sentía el calor que empezaba a desprender.

Mientras la acariciaba, miré a su cara pendiente de cualquier señal que me indicara que se iba a despertar. Su bello rostro mostraba una alegría que nunca le había visto durante todos los días de la vida que habíamos compartido. Miré sus pechos y sus pezones se marcaban en la tela fruto de la excitación que empezaba a sentir. Sin duda aquellas caricias le estaban gustando y su cuerpo lo mostraba.

De repente se movió, sus piernas se cerraron y casi atrapan mis dedos entre ellas. Me tumbé para observar que hacía. Se movió y se puso de costado dándome la espalda. Ahora podía ver su redondo culo cubierto por aquellas bragas que deseaban no hubieran estado nunca allí.

Cuando mi corazón dejó de galopar por el susto y la excitación, alargué una mano y podía sentir la redondez de su culo. Paré la mano completamente abierta en uno de sus cachetes y apreté mis dedos para sentirlo. Era delicioso sentir aquel hermoso culo, su delicada piel. Con un dedo seguí la raja de su culo por encima de la tela hasta que llegué hasta donde sus muslos se unían. Allí estaba lo que yo deseaba, su sexo.

Mi pene estaba más erecto de lo que nunca había estado. Totalmente excitado y parecía que le hablara a mi mente, pidiendo el roce con el hermoso cuerpo de aquella madura mujer que era mi madre. Mi mente contenía débilmente el deseo de frotar mi pene contra ella. Con la mano retiré el pelo que cubría su cuello. Se movió un poco pero no cambió de postura.

Podía ver su largo y hermoso cuello, curvado para que su cabeza reposara en la almohada. Mis labios deseaban besarla, acariciar su piel y sentir el aroma con los que envolvía su delicioso cuerpo. Me aproximé y sentí las caricias de su ondulado pelo. Con suavidad posé mis labios en su piel y la besé ligeramente retrocediendo al momento. Ella se estremeció.

Mi pene seguía sintiendo la necesidad de rozarse con aquella mujer, con su generoso culo que miraba hacia mí como pidiendo que le pusiera mi pene en su raja y lo moviera para darle lo que durante tantos años no había podido tener.

Mi mente seguía luchando entre el lujurioso deseo y la cordura que imponía el ser hijo de aquella hembra de cuerpo apetitoso. Mi mente bloqueaba cada intento por aproximarme al cuerpo de mi madre, pero la visión de aquella hermosa mujer iba siendo cada vez más poderosa.

Me moví lentamente hasta que mi cuerpo se pegó al suyo. Mi corazón latía excitado y mi lujurioso pene empezaba a sentir la calidez del culo de ella. Me mantuve quieto para ver como reaccionaba. Nada, no se movía. Me acerqué más y mi pene se aprisionaba un poco más entre nuestros cuerpo. Volví a esperar. Ella no parecía sentir mi proximidad.

Pasé un brazo sobre su cintura y la abracé. Se movió inesperadamente y una de sus manos se apoyó sobre mi brazo. Mi corazón botaba dentro de mi pecho. Creí que se había despertado, pero no, siguió durmiendo agarrada a mí, como si fuera su amante. Con mucha suavidad me moví para frotar mi pene contra su redondo culo. ¡Qué deliciosa sensación el sentir mi pene en su culo!

Mi brazo la aguantaba por la cintura mientras mi pelvis hacía que mi sexo se rozara contra ella que dormía tranquila. Empecé a bajar mi mano por su vientre y llegué al filo de su camisón. Busqué en aquel límite su deseado sexo y lo encontré de nuevo bajo la fina tela de sus bragas. Lo volví a acariciar sin dejar de tocar su culo con mi pene. Intentaba meter mi dedo entre sus apretados muslos para sentir de nuevo los labios de su hermoso sexo, pero nada, no había manera. Soltó mi brazo y permanecí a la espera.

Su brazo lo había lanzado hacia atrás y lo dejó reposar sobre mis caderas, como si en sueños supiera que su propio hijo, convertido en amante, tuviera su sexo en su culo. Continué acariciando su oprimido sexo y subí rápidamente mi mano para buscar los pezones de sus pechos. Allí estaban, grandes, erectos, excitados por los tocamientos del macho que la acariciaba en lujurioso incesto.

Volvió a moverse un poco y permanecí a la espera. Bajé por su cuerpo acariciándola al ver que continuaba durmiendo y al sentir mi mano sobre sus bragas sus piernas se movieron de forma que me dejaban entrar entre sus piernas y tocar casi por completo su sexo, sus abultado y calientes labios por encima de la tela. Volvió a moverse y sus grandiosos muslos aprisionaron mi mano de forma que no la podía sacar. Seguía durmiendo.

Empecé de nuevo a rozar mi pene contra aquel redondo culo, pero ahora tenía mi mano en su sexo y la acariciaba a la vez. La mano de ella me acariciaba las caderas al sentirse también excitada por nuestros roces. ¡No podía ser! ¡Mi piadosa madre estaba cayendo en la lujuria de su hijo! Suponía que estaba soñando con otros tiempos en los que mi padre la amó.

Mi virgen pene estaba a punto de reventar al sentir la dormida complacencia de mi madre. Aceleré un poco más mis movimientos, mi mano acarició con más fuerza su sexo y la empezaba a masturbar descaradamente. Pude sentir como la humedad del interior de su sexo empezaba a aflorar en la delicada tela que lo cubría. Se estaba excitando y la lujuria se apoderaba de ella.

En ese momento sentí una sensación nueva. Un placer infinito que se apoderaba de mi cuerpo, hacía que mi mente se olvidara que realmente aquella mujer era mi madre y me liberaba de toda culpa o reproche por parte de mi moral. Sentí como algo recorría mi pene y se derramaba entre nuestros cuerpos. No pude evitarlo, vi el cuello de mi madre y comencé a besarlo y mordisquearlo mientras me vaciaba en su culo. Ella no se alteraba, continuaba dormida mientras yo sentía el mayor de mis placeres hasta ese día. Mordía su cuello y me frotaba contra ella sin dejar de tocar su húmedo sexo.

-¡Eduardo! ¡Eduardo! – Escuché la voz de mi madre. - ¡Eduardo levántate ya! Son las diez de la mañana y tienes que estudiar

La voz de mi madre me sacó de mi sueño, de aquel sueño lujurioso, me separó de golpe de su cuerpo, de su cuello, del aroma de su cuerpo, de su sexo húmedo y deseoso, del tacto de su delicada piel… Me miré y había tenido una eyaculación mientras soñaba con mi madre. No sabía si tener sexo con una mujer sería tan placentero como lo había sido aquel sueño, pero el placer que tuve aquella noche no lo olvidaría fácilmente.

CONTINUARA