Descubriendo el placer de viajar - 07
Me gusta bailar, y me gusta el tango y como no, los bailarines de la noche bonaerense, que se esfuerzan y esmeran para que te lo pases bien.
Tango
Aquella noche decidimos salir a cenar fuera y luego ir a bailar tango. Queríamos que nuestros maridos pudieran apreciar nuestras habilidades después de lo que aprendimos en los últimos días. No les pareció mala idea, aunque ya nos advirtieron antes de salir que ellos no pensaban bailar mucho, así que no duraría demasiado la juerga.
- mira, si no os importa que bailemos con otros o nosotras dos solas, podemos estar un rato mas.
Maite tenía ideas que no dudaba en decir en voz alta. Las dos teníamos ganas de bailar esa noche y yo hice causa común con ella en esta ocasión.
lo que queremos es bailar tango hasta caer agotadas y si preferís mirar, a nosotras no nos importa.
bueno, cenamos primero y luego ya veremos.
Nos vestimos bien elegantes para la cena. Con ese vestido negro, abierto por un lado, yo estaba realmente deslumbrante y procuré que se notara bien y que nadie dudara de mis encantos.
La cena fue en un buffet y mi marido tenia la boca abierta cada vez que me veía sentada, al regresar a la mesa con algún plato, con la pierna al aire casi hasta la cintura, y que yo procuraba que no quedasen tapadas por el mantel.
¿vas a ir a bailar así?
claro. Este vestido es el más adecuado para bailar en esos sitios.
pues me lo podías haber dicho para traer la maquina de fotos.
ya te haré una sesión solo para ti.
Marcos, el marido de Maite, tampoco dejaba de mirar mis piernas cada vez que se levantaba, y ver tantas miradas sobre mi cuerpo me encantaba. Después del striptease de la otra noche ya me daba igual que la gente me mirase, aunque fuera con descaro como lo hacia él.
Maite, esta noche creo que nos hemos pasado.
que dices… hacia mucho que mi marido no me miraba así.
pues no te digo como me come con la vista a mi, creo que mas que la otra noche.
pues lo mismo les excita mas vernos vestidas que desnudas…
desnudas ya lo estaríamos si fuera por como nos atraviesan sus ojos.
pues ya veras en el baile…
Efectivamente. La sala de baile estaba medio llena y había más mujeres que hombres, debía ser algo pronto, pero a pesar de los esplendidos tipos que se veían, nuestras parejas no tenían ojos más que para nosotras.
La sala se fue llenando y muchas chicas se fueron yendo debido a la hora: poco después empezaron a faltar mujeres para tantos hombres y no tardaron en asediarnos para bailar multitud de tipos de lo mas variado. No aceptamos hasta que casi fueron ellos los que empujaron a que saliéramos a demostrar nuestras habilidades, aunque pudiera ser porque no eran conscientes de que aquel era un baile demasiado sensual, provocativo, y nosotras nos dábamos cuenta que podía molestarles algunas posturas con algo de carga erótica y fastidiarse la noche. Estaban hablando de sus planes y del trabajo del día siguiente y al cabo de un rato se dieron cuenta de nuestra presencia.
no os hacemos mucho caso, verdad.
no, si entendemos que no os guste bailar, pero es que al estar solas, todos los tipos de la sala se acercan para sacarnos, y…
pues bailar con ellos. No os vayáis muy lejos para que os podamos ver y ya está.
pues si vais a estar hablando de vuestras cosas, seguiremos un rato mas. Ya veréis como se baila de verdad, os haremos una exhibición.
Fue realmente una demostración de arte y agilidad. Notábamos como nos miraban nuestros maridos cuando evolucionábamos con la falda al aire, una pierna blanca y desnuda enroscándose en la del hombre que nos apretaba contra su cintura y la otra, tapada por el vestido, invisible, entre las piernas de él.
Sentía la mirada de ambos en nosotras dos, o cambiar de la una a la otra. Seguían nuestras evoluciones, casi con la boca abierta y yo me afanaba en hacerlo cada vez mejor.
Cuando había alguna pausa no volvíamos a la mesa, hablábamos las dos hasta que volvía a sonar la música y alguien se acercaba para invitarnos, al ver que no nos importaba bailar con la gente de allí y que a nuestras parejas no parecía molestarles. No nos cansábamos, a pesar de que veía la cara de Maite sudorosa y suponía que yo estaría igual.
Mi pareja actual no se fue al acabar la pieza y me invitó a un refresco en la barra.
Le acompañé, después de observar que nuestros hombres estaban en una conversación animada y hacia rato que habían dejado de mirar hacia nosotras. Necesitaba algo de líquido, tenia la boca seca y no me vendría mal un pequeño respiro y una pausa.
¿Qué querés tomar?
pues una coca o algo así
¿no sos de acá?
no, soy de Madrid.
pero… si bailás como una experta. Nadie diría que no sos porteña.
gracias. Hemos aprendido estos días.
vaya con la gallega… que sorpresa.
Me parecía una tontería decirle que no era gallega. Ya me había aclarado mi marido que allí éramos todos gallegos y era una bobada estar todo el día intentando que cambiasen de pronto esa idea. Hablamos un rato de cualquier cosa. Me preguntaba por cortesía cuanto tiempo llevaba en Buenos Aires, que hacía allá, cuando nos iríamos y a mi no se me ocurrió saber nada sobre él y me limitaba a contestar.
Volvimos a la pista al acabar la bebida y ya no me dejó en todo el rato. Observé que a Maite le pasaba igual. Su pareja la llevó también a la barra y ahí la perdí de vista.
Me dediqué al baile. Él era muy fuerte y tenía una gran destreza. Me llevaba como una pluma y yo me movía a su alrededor casi como una odalisca, enroscándome y juntándome a su cuerpo cuando me apretaba con fuerza contra su torso.
Empecé a sentir el bulto de su entrepierna, duro y sobresaliente contra mi vientre, cada vez que mi pierna se mezclaba con la suya y él prolongaba ese momento antes de soltarme y dar otra vuelta y otra, siguiendo una ceremonia de seducción, origen de esta danza y de cualquier otra.
Al acabar la música, su mano estaba en mi talle, fuerte y segura, sujetando mi cintura, tumbada, casi rozando el suelo, mi falda recogida hacia atrás, hecha un ovillo sobre la parte superior de mis extremidades y una pierna doblada sobre la que reposaba el resto de mi cuerpo y la otra estirada, tensa, el muslo brillante y abundante, dejando a la vista hasta el principio de mis bragas negras y suaves.
Mi vista no se apartaba de la suya y mi cara estaba jadeante por el ejercicio y muy próxima a la suya. Mi pecho palpitaba, subiendo y bajando, demostrando no solo la fatiga del ejercicio sino mi agitación interior.
Sus labios se acercaron demasiado a los míos. Mi mirada seguía fija en sus ojos y debieron reflejar el temor, la duda, o la ansiedad por sentir su boca en la mía.
Lo interpretó rápidamente pero no se atrevió a seguir el descenso de sus labios, que quedaron al borde de los míos, traspasándoles su calor y el aliento agitado de su respiración.
Nos fuimos enderezando lentamente, con desgana. Seguro que él hubiera querido tumbarme allí mismo, en el suelo y yo temía que lo hiciera, pero me decepcionó que me izara con sus brazos hasta quedar ambos en posición vertical, sin soltar mi talle, pegándome a él y su cara sin separase de la mía.
Me arrastró despacio hacia un lateral del local, mientras empezaban a oírse los sones de la comparsita. Me resistí débilmente, siguiéndole casi a rastras. Estaba claro que no pensaba seguir bailando conmigo, por lo menos el tango y no tenía muchas dudas de cuales eran sus intenciones.
Miré hacia nuestra mesa y mi marido seguía hablando animadamente con Marcos. Maite había desaparecido de mi vista. Dirigí la vista desesperadamente hacia todos los rincones de la pista, buscándola, mientras sentía la mano de él ceñir mas mi cintura, próximos ya a una puerta pequeñita que se abría sobre un lienzo de la pared, tapada por una cortina negra.
Me planté casi de golpe, apretando mis pies contra el piso de madera, intentando no seguir adelante. Mi confusión era evidente cuando él, frente a mi, me miró fijamente, sin soltar mi cuerpo con su brazo y diciéndome que le siguiera.
Tal vez recordaba la noche de días anteriores con un hombre con el que bailé tango también, y la sórdida escena en aquella habitación del hotel por horas, el sexo rápido y fracasado con que se descargó, dejándome insatisfecha y culpable.
Acaso mi marido estaba viendo como atravesaba la pista con un desconocido que me llevaba cariñosamente cogida, su mano en la parte alta de mi trasero y su mirada de lujuria sobre mi cuerpo. O Maite, en alguna parte de la tarima, mientras bailaba con alguien, era testigo y cómplice de cómo me dejaba llevar a algún sitio con el único fin de tener sexo, otra vez. Un polvo rápido y presuroso que me dejaría descontenta y apenada por un nuevo engaño.
Mis pies se movieron lentamente, casi a rastras, sin voluntad. Me notaba caliente por dentro, no solo por el roce del baile y la mano de ese hombre sobre mi cuerpo, era algo que siempre notaba cuando una situación diferente se presentaba de improviso, una excitación que recorría mi cuerpo y se asentaba en mi cabeza, anticipándome el placer que me esperaba en pocos momentos y que hacia que yo deseara que llegase dicho momento cuanto antes.
Cuando traspasamos el dintel de la puertecilla y la cortina negra nos ocultó de la vista de las personas que llenaban la sala, me sentí liberada. Ya no era la oveja que iba mansa al matadero. Recobré mi confianza y decidí, como tantas otras veces, que era inevitable, que lo haría con ese hombre dentro de unos instantes, y que de mí dependía que fuera placentero o un fracaso, como la otra vez.
Mis pies se movieron con más ligereza. Ya no me empujaba, ni tiraba de mí. Se dio cuenta y sonrió, mirándome con ansia, pero sin acelerar el paso.
Entramos en un cuartucho débilmente iluminado por unas bombillitas minúsculas colocadas alrededor de un espejo en la pared. Parecía el camerino de un artista o el sitio de descanso de la orquestina en sus momentos libres. Una cama, cuatro sillas y una mesita, limpios y bien arreglados era todo el mobiliario.
No me pareció descuidado o sucio y olía bien, como a maquillaje o colonia suave. No me había soltado la cintura y ahora puso la otra mano en mi cuerpo, por detrás de mi espalda. El también olía a maquillaje o a polvos aromáticos, como a talco perfumado. Encajaba en la habitación.
Moviéndose junto a mí, al compás de la música que nos llegaba lejano desde la sala de baile, fue desabrochándome el vestido, bajando las tiras de mis hombros y revelando mi ropa interior, el sujetador de encaje que dejaba mi pecho cubierto por la suave tela y traslucía débilmente la oscuridad del pezón, marcándose estimulado por sus manos que lo recorrían con calma.
Se separó un poco, sin soltarme las manos, alzándolas para que mi pecho subiera y luego las soltó, quedando apartado de mí, mirándome, sin decir nada. Seguí yo lo que empezó él. Solté la cremallera del lateral y el vestido, flojo y sin sujeción, cayó a mis pies, con ese gesto mecánico, sin pensar, tan habitual en la intimidad de nuestro dormitorio, pero aquí tan fuera de lugar. Levanté los pies uno tras otro y me agaché para recogerlo y doblarlo con cuidado sobre una silla.
Entonces se volvió a acercar a mí, abrazándome de nuevo, llevándome con la música del tango que seguía sonando lejos, y me desabrochó el sujetador, lo sacó de mis brazos y lo depositó en la misma silla que el vestido.
Nos acercamos al diván, o la especie de cama plegable, se sentó y me besó las piernas, desde el tobillo hasta la cadera. Su boca sobre el interior de mis muslos era suave y calida, su aliento quemaba mi piel, sus manos me parecían de seda al recorrer mi pierna de arriba abajo.
Besaba mis muslos, la redondez de mi culo y mi vientre, mientras separaba el elástico de las bragas y las deslizaba despacio por mis caderas, hasta que el pelo del pubis apareció ante sus ojos. Apareció cortito, como me gusta llevarlo, dejando libres los bordes de la braga para no tener que esconder nada, aunque se que no se va a ver una vez que me haya puesto el vestido.
Mientras se desnudaba, yo seguía en pie, sin mirarle, observando la habitación. Aquel cuadro de la pared de enfrente no pegaba con el resto del decorado y la ventana sucia y tapada por papeles de colores parecía la vidriera de una iglesia. Y aquel lavabo descascarillado, con el grifo tan antiguo y el metal amarilleando de tan viejo o tan usado. No quería mirarle, prefería hacerlo cuando ya estuviera desnudo, igual que yo.
Me sacó de mis cavilaciones con prontitud, apenas se demoró en quitarse toda la ropa y acercarse de nuevo a mí. De rodillas a mis pies, agarró mis muslos con sus manos y se acercó más a mi cuerpo.
Metió su cara entre el pelito y los labios vaginales, sentía su nariz contra mi piel sensible del interior y oía como aspiraba, oliendo, saboreando, mi perfume, mi olor interior, como el titulo de aquella película: mi aroma de mujer.
Separando un poco el rostro, para no perder ningún detalle del momento, continuó bajando despacio mis bragas. El bulto de mi vientre quedó al descubierto por completo y los labios vaginales, brillantes por su saliva y el flujo que ya llevaba un buen rato soltando, quedó ante su cara.
La parte de abajo de las bragas, la que protegía la parte mas intima continuaba pegada a mi, resistiéndose a abandonar la zona que le correspondía preservar, presa por mis muslos medio cerrados. El seguía bajando la tela por los bordes y cuando esta parte se separó de mi cuerpo repentinamente, de golpe, como si le costase hacerlo, me sentí que estaba desnuda por primera vez en todo este tiempo.
Su lengua me sacó de mis cavilaciones y me hizo desear de nuevo sentir su cuerpo junto al mío. Mis sentimientos se volvieron a concentrar en lo que deseaba mi cuerpo y dejaron de lado lo que mi mente retorcida me hacia pensar, inducida por mi conciencia.
Ya todo me daba igual, lo sentía, lo deseaba. Su boca en mi sexo estimulaba mis sentidos, sus manos aumentaban mi libido y mi cuerpo se deshacía entre sus manos. Estaba lista para que hiciera de mi lo que quisiera. Me senté despacio a su lado, en el borde de la cama y coloqué las manos sobre su cabeza.
Y poco a poco empezó a hacerlo. Su boca ascendió hasta mi pecho. Sus manos reemplazaron a su lengua en mi clítoris y dos dedos se introdujeron en mi interior, golpeando mi botón con pequeños toques, suaves, despacio, mas rápidos ahora, demoledores al final.
Incapaz de aguantar, me retorcí entre sus brazos y me dejé caer de espaldas, separando mis muslos y ofreciéndome con desesperación y sin ningún asomo del pudor que reflejaba mi cara hace tan poco tiempo.
El había aguantado mucho tiempo, con sabiduría y evitando que me echara para atrás. Fue consciente de mi vacilación antes de abandonar el local y no quería que me arrepintiese antes de tiempo, antes de que ambos consiguiéramos lo que queríamos.
Porque yo también lo quería ya, lo deseaba y un casi rugido de triunfo se escapó de mi boca cuando la punta de su pene intentó abrirse paso entre los surcos de mi vagina. Bajé mis manos para que no tuviese que esperar, para que la metiese pronto, sin obstáculos, sin vacilaciones. La dirigí hacia el interior con una mano, mientras separaba los pliegues de los labios mayores con la otra.
Una vez que noté el glande gordo y suave invadiendo la entrada de mi vagina, le solté y lleve mis manos a su culo, empujándole contra mí, obligándole a entrar más, a continuar sin mi ayuda.
Me miró con tranquilidad, con sosiego. Bajó su cara y me besó los labios y acercándola a mi oído me pidió calma.
- no te precipites… quieta… dejáte llevar. Esto es como un tango. Yo soy el hombre…
Me relajé un poco y le dejé hacer su trabajo. Fue metiéndola sin prisa, parando cada vez que me veía insistir o impaciente. Luego volví a oír la música, pero no me pude enterar que tocaban ahora.
Me di cuenta que tenia razón. El acto sexual podía ser como un tango. Manejaba su pene con la cadencia de la música que llegaba a nuestros oídos y colocaba sus piernas, aprisionando las mías, como si de un baile se tratase.
Bailé con él ese tango y mi cuerpo se tensaba y movía bajo el suyo, me trasladó al interior de la música y cuando llegó el orgasmo vino de una forma lenta, pausada, como la melodía, para quedar muy juntos nuestros cuerpos, las caras próximas y sudorosas y los cuerpos rendidos, después del ejercicio.
Me lavé un poco el vientre en aquel lavabo tan antiguo. Casi me sorprendí cuando vi que salía agua, pero preferí no secarme con la toalla, me parecía mas limpia la sabana de la cama, mientras él me miraba hacer todo sin moverse del borde del lecho sin decir ni una sola palabra.
Me vestí despacio, con pena de haber acabado y feliz por la experiencia. Volví a sentirme a salvo y protegida al colocarme las bragas y tapar mi intimidad. Me miró como me colocaba con destreza el sujetador, con las manos a la espalda, sin intentar siquiera ayudarme y por fin me puse rápidamente el vestido, abrochando el lateral.
El se vestía también, mecánicamente, sin quitar sus ojos de mi cuerpo que iba desapareciendo lentamente ante su vista según me colocaba la ropa.
Salí yo primero por aquel oscuro pasillo hacia la cortina de tela negra que nos llevaría de nuevo a la pista de baile y al resto del mundo, y mientras avanzábamos oí como él tarareaba tras de mí, la letra de aquel tango que se oía al otro lado:
- desde que se fue…triste vivo yo…