Descubriendo el placer de viajar - 03

Una despedida de la ciudad muy completa, dando gusto a todos por igual

PARIS - 3

Cuando por fin se fueron los dos chicos, a eso de las doce, apenas me quedaban fuerzas para entrar en el baño y caer como una piedra en la bañera llena de agua humeante y reparadora. Salí cuando sentí frío y procedí a arreglarme para ir al encuentro de mi marido. Ese día habíamos quedado para comer juntos.

A la una estábamos en un magnifico restaurante, acompañados por uno de sus colegas franceses, muy amable y obsequioso, que lamentó continuamente no haber sabido antes que me encontraba allí, para poner alguien a mi disposición que me acompañase. Le aseguré que no  había tenido tiempo de aburrirme, que había hecho muchas cosas esas mañanas y que me entretuve sin dificultades, pero lógicamente no le pude aclarar en qué.

Estuvimos por la tarde, ya solos, visitando algunos comercios y galerías, pero apenas compramos unos recuerdos, estaba todo muy caro.

Esa noche dormí a gusto y cuando me desperté a la mañana siguiente no tenia ganas de juerga, de modo que cambié mis hábitos de días anteriores, me arreglé rápidamente, bajé a desayunar a la cafetería y luego me fui a visitar museos, hasta la hora de comer, que sería pronto.

Encontré a mi marido esperando donde habíamos quedado y me llevó a uno de esos sitios extraños y curiosos que él conocía, medio existencialista y medio elegante, muy típico y con el ambiente que todos pensamos que es el propio de esa ciudad.

Fue una tarde muy entretenida, que acabó, como me prometió, sentados en una mesa con una botella de champán, viendo el espectáculo del Moulin Rouge.

Estuvo muy bien, no era muy chabacano, aunque estaba claro que era un espectáculo casi dirigido a los hombres. Las mujeres se tapaban lo justo con unas braguitas mínimas, y llevaban adornos y vestidos de un colorido asombroso.

Otra cosa que me gustó fue el tipo que tenían todas las chicas. Comparadas conmigo, mas bien bajita, eran de una estatura increíble, delgadas pero con las redondeces bien puestas en su sitio. Sentí una envidia enorme, aunque sabia que no todas las francesas eran así y desde luego, las bailarinas de este local estarían meticulosamente escogidas.

Me sentí reconfortada cuando a la noche, en la cama, mi marido me dedicó todo su amor y demostró que mi cuerpo le atraía como el primer día y que me consideraba más bella y apetecible que a las extraordinarias mujeres que vimos un rato antes, exhibiéndose ante nosotros.

Veníamos alegres por el espectáculo y el magnífico champan, y decidimos ducharnos al llegar y meternos en la cama para despedirnos de la ciudad luz como es debido. Mientras él se duchaba yo arreglé la cama, abrí la ventana para poder apagar el aire acondicionado y comprobé que a esas horas de la noche el vecino mirón no estaba de guardia. Menos mal porque me gusta dormir con la ventana abierta y si además se prometía una noche feliz, no deseaba darle otra vez el gusto de asistir en primera fila.

Cuando salí de la ducha mi marido ya estaba en la cama desnudo y esperándome, así que ni me puse el pijama ni nada de nada, entré tal cual entre las sabanas y en cuanto intente taparme un poco, no me dejó, retiró todo hacia los pies, se deslizó hacia abajo y metió la cara entre mis piernas.

Olía bien, debió sentir el perfume del jabón de la ducha junto con mi olor y enseguida fue abriéndome las piernas despacio para que su boca encontrase algo más íntimo y de su gusto. La lengua buscó por donde entrar y cuando lo consiguió avanzó un poco más en busca del botoncito que estaba expectante ahí dentro, y a partir de ese momento todo fue a gran velocidad.

El primer escalofrío al sentir su lengua en parte tan sensible fue inmediato, siguió otro y otro y yo intentaba separar su cabeza de mis muslos, pero no me dejaba y seguía y seguía. Cuando adivinó que ya estaba lista fue reptando hacia arriba, dejando tras de sí un reguero húmedo por mis piernas, señal de que él estaba ya también listo, y cuando su boca se encontró con la mía, solo tuve que bajar un poco la mano para ayudarle y su pene entró al fin en mi interior.

Creo que grité y sollocé, o eso me dijo él después, porque mi cabeza llena de sensaciones solo recordaba el goce tan intenso que me llegó al fin hasta caer rendida entre sus brazos y dormida al instante.

Nuestra ultima noche en Paris fue por lo tanto memorable en todos los sentidos y me alegré de no haberme quedado en la habitación esa mañana, esperando a un extraño en mi cama, dándome a un placer que no necesitaba y haciendo cosas que al final me hacían sentir mal y culpable.

Al día siguiente nos iríamos, el avión salía a mediodía y teníamos toda la mañana para descansar y preparar el equipaje con calma y tranquilidad.

Dormí, pues, con paz y sosiego, mi marido estaba a mi lado y se levantaría conmigo y estaríamos juntos y la aventura de días anteriores se había acabado por fin.

Estaba en la cama cuando encargó el desayuno y luego se metió en el baño para afeitarse y arreglarse. Me encontraba tan a gusto, entre las sabanas calentitas que casi me molestó cuando oí llamar a la puerta. Me puse una bata y abrí. Entró el camarero de siempre, que impasible, colocó con lentitud todas las cosas encima de la mesa, bajo mi atenta mirada.

El también me miraba a veces, mi bata bien cerrada con las manos aferradas sobre las solapas y con la seguridad de que mi marido estaba presente esta vez y no le tenía miedo.

Seguía colocando las cosas del carrito en la mesa cuando dejó de sonar el zumbido monótono de la maquinilla de afeitar y mi marido anunció a voces que se iba a duchar mientras llegaba el desayuno. Lógicamente con el ruido de la afeitadora no había sentido los golpes ligeros en la puerta y el camarero era sigiloso y prudente y apenas se le oía colocar los platos y tazas en la mesa.

Apenas empezó a caer el agua de la ducha y se desprendió con gran rapidez de casi toda la ropa. Yo le miraba atónita y mi incredulidad era manifiesta. Con la boca abierta vi como en cuestión de segundos se bajaba el pantalón y los calzoncillos, quedándose en mangas de camisa y con el chaleco puesto y me arrebataba la bata, dejándome desnuda ante él.

No perdió el tiempo. Me dio la vuelta apoyándome en la misma mesa donde había presentado el desayuno y sus manos aferraron mis pechos y su boca buscaba mi nuca, besando y soltando sonidos incoherentes junto a mi oreja.

Mi estupor era tan enorme que no supe como reaccionar y él no me dio reposo para concienciarme de lo que estaba pasando ni se demoró en los preliminares. Pasaba su mano por mi pecho y lo bajaba por mis caderas, continuaba por los muslos y en una de esas la dejó por debajo de la rodilla, alzó mi pierna en ángulo recto y sentí su pene golpeando mi trasero, buscando por donde entrar.

La mano que me sujetaba la cabeza contra la mesa no se movió, pero la otra, una vez aprisionada mi pierna y dejado el campo libre, dirigió su miembro hacia mi sexo, hasta que encontró un sitio por donde entrar y se izó de golpe, introduciéndomela sin piedad hasta que no pudo continuar mas.

Era inconcebible y surrealista, como el ambiente de la ciudad donde estábamos. No me lo podía creer y seguía pensando que no podía estar pasando eso, a dos metros de mi marido y yo quieta y tan tranquila, anonadada y aturdida, dejándome hacer.

Me agarró de la cintura con las dos manos y empezó a bombear enérgicamente. Me dio tiempo a sentirle a pesar de lo rápido que fue todo y de lo preocupada que estaba intentando no derribar la mesa y todas las tazas y platos con el meneo.

Su pene entraba y salía a toda velocidad, mi vagina ardía, y sentía mi culo golpeado continuamente por su vientre, plof, plof, el agua seguía sonando en el baño y yo ardía por dentro, olvidándome de todo, solo atenta a mi placer que llegaba en oleadas, cada vez mas continuas, mas fuertes.

Se pegó con fuerza a mi culo mientras se derramaba con suspiros muy quedos, sin ruidos ni sonidos mas altos de lo normal y yo procuré ser también lo mas silenciosa posible, agotada con las piernas flojas, apoyada en la mesa para no caer y todavía con suaves convulsiones por todo mi cuerpo, que restallaban desde los pies a la cabeza, hasta que poco a poco me entro un estado de languidez total.

Un rato quedó todavía envarado, dando pequeños meneos de placer contra mí y aflojando poco a poco la presión. De pronto cesó el ruido de la ducha y se oyó correr la cortina al abrirse. Yo agarré el albornoz que había quedado sobre la silla, sin ser capaz de ponérmelo solo tapándome un poco por encima, echado sobre los hombros, y él, con la misma rapidez que se había desnudado, se puso ahora el pantalón, depositó los calzoncillos en el carrito y, empujándolo hacia la puerta, se alejó.

Me estaba poniendo las bragas para contener todo lo que se escapaba de mi sexo cuando salió mi marido con la toalla en la cintura al oír el ruido de la puerta al cerrarse.

  • ah, que bien, ya han traído el desayuno. Siéntate mientras echo el café.

  • mejor me ducho primero, me siento dormida todavía, a ver si me despejo con el agua.

  • ¿pero no te habías duchado hace un rato?

  • no, solo me lavé la cabeza.

Dije alguna otra tontería mientras me dirigía tambaleante a mi encuentro con el agua. Solo me froté con cuidado por abajo, intentando que saliera todo y que no se notara el olor a sexo que me parecía llenaba la habitación. Tiré mis bragas inservibles ya, a la papelera del baño, y me enrollé en la toalla para salir a desayunar, un poco mas relajada y tranquila.

Creo que a Paris se la conoce como la ciudad de la luz, pero en algún sitio he leído que también se la suele llamar la ciudad del amor. Yo me quedaba con esto último.

Lo mas raro de todo, es que después de desayunar, viendo que todavía nos quedaban un par de horas para que nos dirigiéramos al aeropuerto, mi marido propuso que esperáramos en la cama, haciendo lo que se esperaba que todas las parejas cumplieran antes de abandonar, y estas fueron exactamente sus palabras, la ciudad del amor.

En fin, ¿y qué podía hacer yo cuando me abrazó desde atrás y empezó a besarme, llevándome hacia la cama? Pues lo que hice: cumplir con la tradición.

Me tumbé desnuda y el hizo otra cosa muy rara: abrió las cortinas y entornó un poco la ventana como si quisiera que entrase el aire en la habitación, luego se soltó la toalla y se echó sobre mí en la cama. Y otra cosa rara, me sentó sobre él y yo me la fui metiendo solita, con sus manos en mis caderas o subiendo hacia el pecho, fuimos subiendo y bajando hasta que me tuvo que sujetar fuerte para que no cayera de lado en uno de esos espasmos gloriosos que me sacudían entre suspiros entrecortados.

En fin, tuve que volver a lavarme de nuevo, casi sin fuerzas y regresé desnuda a vestirme con la ropa que ya tenía preparada sobre la silla; esperaba que por hoy no hubiera más sorpresas, apenas había estado medio vestida en ningún rato en aquella habitación entre unas cosas y otras, ya casi todos los vecinos de enfrente debían conocer mi cuerpo, y en estas cavilaciones me acordé del asiduo mirón.

Con solo las bragas puestas todavía me asomé con precaución al balcón y… sí, allí estaba, con la bragueta abierta y agotado. Mi marido se había acordado de él antes de la sesión de sexo y por eso había abierto la ventana y lo habíamos hecho en esa postura, para darle un grandioso espectáculo a nuestro vecino, que seguro nos echaría de menos al día siguiente, cuando volviese a sentarse en su balcón a ver quien le había tocado en suerte esta vez.

Fue una mañana muy completa para todos.