Descubriendo el placer de viajar - 01
Un viaje inesperado a Paris, la ciudad del amor, un vecino voyeur y un camarero muy solicito, y yo en medio.
PARIS - 1
¿Te vienes a Paris la próxima semana?
por supuesto. ¿Cuando salimos?
de aquí a dos días, el sábado. Es un viaje de trabajo, pero tendremos libres casi todas las tardes.
llamaré a mis padres a ver si se pueden venir esos días con el chico.
Era una costumbre de mi marido darme esas sorpresas de vez en cuando. Cuando iba solo a trabajar y no podía estar conmigo, no me decía nada, pero si preveía que podía tener tiempo libre, y pasar ratos juntos, haciendo turismo, me lo ofrecía, como está vez.
No conocía Paris y el sábado, cuando fuimos a cenar al barrio latino, me pareció maravillosa. El ambiente de las calles, la animación, todo era nuevo y sorprendente. Me encantó la ciudad. Nuestro hotel no era muy céntrico, pero tenia, casi en la puerta, una estación del metro y era muy cómodo para recorrer la ciudad.
El domingo nos fuimos de turismo todo el día. Me hizo fotos con todos los monumentos y acabamos agotados a la noche en el hotel, pero valió la pena, porque en un solo día vimos lo mas importante y el resto de la semana podíamos ir con mas tranquilidad.
Cuando se fue por la mañana me dijo que me llamaría cuando supiese si comíamos juntos o en caso contrario a que hora quedábamos por la tarde. Como estaba cansada del día anterior me lo tomé con calma. Pedí el desayuno a la habitación y fui preparando la ropa que me iba a poner mientras me lo subían. Pasó un buen rato y no llegaba, así que llamé a recepción a ver que pasaba. Se demoraría un poco porque todo el personal estaba ocupado, pero en cuanto pudieran lo subirían.
Para no perder el tiempo me metí en el baño y me di una ducha rápida.
Entonces ocurrió todo al mismo tiempo. Estaba en el baño secándome con la toalla, llaman al teléfono y dan unos golpes en la puerta.
Salgo a todo correr, tapándome lo mejor que pude, descolgué el teléfono y dije que esperase, abrí la puerta, sin mirar siquiera a ver quien era y volví corriendo al teléfono.
Total, que me encontraba en mitad de la habitación tapándome por delante con la toalla, pero toda mi espalda y culo estaban al aire, una teta se me salía por el borde de la toalla, porque con una mano sola no podía hacer mas y mi marido intentaba hacerme una programación exhaustiva de cómo iba a ser el día. El camarero había colocado todo en la mesa y no tenia prisa, con el espectáculo que yo le estaba dando, y esperaba a que le firmase el papel de la factura.
Cuando conseguí que mi marido abreviase y me dijera donde y a que hora quedábamos, habían pasado mas de cinco minutos, en los cuales el chico se había ido acercando a mi y me pasaba la mano por el culo, deslizándola por la curva de mi cintura y bajando hasta el principio del muslo.
No podía decirle nada con mi marido al otro lado, me pareció un poco descarado; no se si haría eso a todas las clientas que encontraba en esa condición, aunque me imagino que no sería una situación demasiado frecuente, pero me estaba poniendo un poco violenta.
Sujeté la toalla como pude mientras le firmaba y me lanzó un beso al aire mientras se iba.
Bueno, tampoco estaba mal. Podía ser una idea si me aburría por las mañanas. A lo mejor si hizo eso es por que yo le gustaba. A lo mejor era una forma de comprobar si tenía opción a dar otro paso más osado, y ver si la mujer no le rechazaba.
Hoy en día muchas mujeres viajan solas o medio solas como en mi caso, y no dudo que algunas aceptarían las insinuaciones de un hombre y mas si no es un desconocido, después de todo tenia su nombre en una chapa en la chaquetilla y sabía donde trabajaba.
Si yo le gustaba, pues no estaba mal. Supongo que a todas las mujeres nos halaga sentir que los hombres nos admiran y según vamos cumpliendo años, más todavía, y yo no era de las que se escandalizan por eso, incluso demuestro con una sonrisa que me agradan las lisonjas que me dedican.
Bueno, lo tendría en reserva por si alguna mañana me venía bien o no tenía una cosa mejor que hacer; después de todo a los hombres hay que utilizarlos cuando se les necesita y si además luego no hay ningún compromiso ni malos rollos, es perfecto.
Ese detalle me alegró la mañana pero empezó a preocuparme, no demasiado, desde luego, que ya empezase a pensar en buscar alguna alegría extra, por solo unas miradas y una caricia, de pasada y demasiado breve, y que me gustase y excitase lo que podía pasar si me lo proponía.
Abrí el balcón y me asomé a ver que tal tiempo hacía, para decidir que ropa ponerme. Menos mal que había algunas ramas de un árbol delante y la toalla todavía cerca de la mano, porque a menos de diez metros de mi, en la casa de enfrente, un tío mirando tan tranquilo el espectáculo, sentado en una silla, sonriendo, como aprobando lo que veía. Era como estar en un teatro y las habitaciones del hotel, el escenario.
Me imagino que no tendría otra ocupación mejor y que las ventanas de las habitaciones le habrían dado muchas satisfacciones. ¿Cuanta gente, todas diferentes habrían pasado por allí? ¿Y cuantas, confiadas y despreocupadas, como yo, le habrían dado el espectáculo que le acababa de dar?
Estaba claro que bastantes, y que le debía compensar, porque antes de salir a la calle una hora después, levanté un poco los visillos, curiosa, y allí seguía.
Me puse un vestido rojo de vuelo y con bastante escote, pero que era suficientemente discreto porque se cruzaba por delante y con un broche en medio, cerraba bastante y no se veía nada, cogí la maquina de fotos y me fui al museo del Louvre hasta que se llegase la hora de comer.
A mi marido le gustó el vestido que había elegido, pero me hizo bajar un poco el broche para no dejar todo a la imaginación. Le hice caso, tampoco me importaba mucho que se viera un poco más de piel, porque ni siquiera se notaba el sujetador.
Estuvimos haciendo fotos toda la tarde y vimos cosas que nos dejamos el domingo. Recuerdo una que hicimos en una especie de palacio de exposiciones o algo así, porque él me hizo colocar de una manera determinada y al final, como siempre, algún paseante se llevó un buen recuerdo mío.
En la fachada delantera había varios relieves y bordeando la entrada una valla de piedra cerraba el perímetro. A ambos lados de esta entrada dos esculturas enormes de dos mujeres, parecía en bronce, muy sucias, desnudas y recostadas sobre un brazo.
Pues bien, me tuve que subir a la valla de piedra, tumbarme con el brazo apoyado en ella y recoger una pierna, de forma que adoptaba una postura muy similar a la de la figura.
Yo miraba a la cámara, y el disparó varias fotos. No me dejó bajar y me hizo que recogiese un poco el vestido, apenas nada, para dejar al descubierto el nacimiento del muslo. Yo para las fotos soy muy obediente, y seguí sus instrucciones sin pensar.
Tiró varias fotos mas en esa postura, cambió de sitio para sacar otras vistas desde otro lado, y cuando lo da por concluido y miro hacia él veo que hay otros dos fotógrafos disparando hacia mi.
Mi falda se había ahuecado al recogerla un poco antes, y desde esa parte estaba enseñando las piernas en toda su extensión y al estar una rodilla levantada con toda seguridad que tanto mi marido como ellos se llevarían en las cámaras buenas vistas de mis bragas.
Me puso como excusa que no los había visto detrás de él, y puede que sea verdad, pero ya me lo había hecho tantas veces que no me lo acabé de creer.
Cenamos pronto, para lo que estamos acostumbrados, pero decía que si no cerraban todo y teníamos que ir a alguno de hamburguesa o de pizza, y la verdad es que a pesar de no ser ni siquiera las ocho de la tarde, estaba lleno casi todo.
Quería que me soltase el broche del escote, pero había mucha gente y no le hice caso, en cambio me lo quité al tomar el metro para regresar al hotel. La gente miraba, pero nada del otro mundo. En el metro de Madrid enseguida hubiera tenido a dos o tres intentando ver desde arriba lo poco de mi pecho que se asomaba por el sujetador. Incluso con que solo se viera algo del encaje era suficiente para que se te acercara alguien, dispuesto a no perdérselo.
No hubo nada que hacer esa noche. Él estaba cansado de todo el día, había madrugado mucho, mañana tenía que volver a madrugar, y se quedó dormido en el acto. Jugó un poco conmigo antes de sonar el despertador pero enseguida se levantó a toda prisa y en unos minutos se fue, cuando todavía era casi de noche.
Cuando me desperté con hambre por segunda vez ya estaba avanzada la mañana y repetí lo mismo de ayer, pero con un poco mas de orden. Primero me duché y luego llamé al servicio de habitaciones para encargar el desayuno.
Está vez llegó en cinco minutos, y lo traía el mismo camarero. Yo tenia puesto el albornoz y se quedó mirando, como esperando algo mas, pero le firmé y antes de darme el recibo escribió algo detrás y se fue.
Llamó mi marido mientras desayunaba, para decirme que comía en el trabajo y que nos veríamos después de comer, en el hotel. Toda la mañana sola y sin saber donde ir.
Cuando coloqué lo del desayuno en la bandeja, descubrí la nota y me fije en lo que había escrito en la parte de atrás: “acabo mi turno a las diez”.
Esa era la solución. Me decidí de pronto, llamé a recepción y les pedí que vinieran a recoger el desayuno a las diez menos cinco, y les pedí que fuera lo mas exacto posible.
Ahora que me había decidido empezaba a ponerme nerviosa. ¿Me vestía o me quedaba con el albornoz? ¿Esperaba a que él actuase o me insinuaba? ¿Y si venía, recogía el desayuno, y se iba? ¿Y si venia otra persona diferente? ¿Y si…?
Eran muchos condicionantes y no sabía que hacer. Por otra parte me vinieron los escrúpulos y la idea de siempre de que estaba preparando un escenario para buscar algo de sexo.
Cuando reconocí que lo que me excitar era la idea de vivir una nueva aventura, me tranquilicé y preparé la estrategia a seguir. Cuando por fin, con total puntualidad, llamaron a la puerta, salí a abrir bien tapada con el albornoz.
Era el mismo camarero de antes y de ayer y le dejé paso, poniendo el cartel en la puerta de que no molestasen, y cerrando a continuación. Mientras él estaba de espaldas colocando todo en el carrito, me quité el albornoz y me metí en la cama, tapándome solo con la sábana.
Se volvió antes de ponerse en marcha hacia la salida y me vio acostada. Me imaginé como me verían sus ojos: mi cuerpo en relieve, como una estatua blanca esculpida por la sábana, que se pegaba a todos mis relieves. La desigualdad de mi pecho, alzándose sobre mi cuerpo y con toda seguridad la punta de los mismos sobresaliendo de la redondez del seno, estimulados por el roce con la sabana y mi mente calenturienta.
Dejó todo y se sentó a mi lado. Repasó mi cuerpo por encima de la sábana, remodelándolo a su gusto. Pegó la parte de arriba a mi cuerpo, metiendo los bordes por debajo del mismo, para resaltar totalmente cada línea. La bajó por mi estómago y metiéndola entre mis piernas quedó bien visible el relieve de mi sexo entre el resto de mi vientre, plano y alisado por sus manos.
No miró para buscar mi aceptación, de sobra sabía lo que yo quería. Levantó la sábana por abajo, dejando al descubierto mi pierna, desde el nacimiento del muslo y la acarició detenidamente, hasta los pies. Repitió lo mismo con la otra pierna y dejó la sábana arrugada entre ambas.
Fue recogiendo toda la cubierta por los bordes de mi cuerpo, para dejar tapado solamente el tronco, desde el cuello hasta las piernas, dejando mis extremidades al descubierto, como reservándose la sorpresa de mi cuerpo desnudo para el final. Esta forma de actuar provocaba en mi un deseo extraño, me gustaba como jugaba con mi cuerpo, sin prisas, como me iba excitando, provocando mi avidez de algo mas, expectante y nerviosa.
Se puso en pie para mirarme y yo en un acto reflejo, llevé las manos a mi pecho, arrugando la sábana en torno a ellos, como tapándome con vergüenza, con temor a que me viera desnuda, mas de lo que estaba, y me encogí para no dar una sensación demasiado ostentosa de que me estaba ofreciendo a él,.
Era una chiquillada y puede que esa especie de pudor que él veía de pronto en mi le resultase atractiva o mas provocadora, porque se sonrió y empezó a desnudarse ante mí, de pie, sin prisas, enseñando poco a poco cada parte de sus cuerpo según iba desprendiéndose de la ropa.
Sin tocar mis manos, tiró hacia abajo de la sábana, hasta dejar mi cuerpo completamente descubierto, yo quedé con los puños cerrados sobre mi pecho, como si aun sujetase la sábana, pero no le importó. Estiró mis brazos en cruz y comenzó un juego de caricias sobre mí, que me volvió loca.
Me poseyó tranquilamente, sin prisas, saboreando cada momento y yo lo aprecié, rindiéndome a él y disfrutando todos y cada uno de los movimientos que, primero sus manos, y luego su miembro sabio y poderoso, efectuaron sobre mis cuerpo.
Se tomó todo el tiempo del mundo, observando mis reacciones, viendo como mi cara se transfiguraba poco a poco, como mi cuerpo se arqueaba, doblando la cintura para aproximarme a él, mis ojos brillaban de deseo, y en ese momento la introdujo casi de golpe, despacio, pero sin parar a ver si estaba lista para recibirle, de una vez, sin detenerse.
De sobra sabía que mi cuerpo estaba listo y que mi mente le pedía que lo hiciera ya. Mi rostro expresó primero sorpresa por la estocada inesperada y luego el placer de tenerla dentro por fin.
Se entretuvo en comprobar como me exaltaba y me arrimaba a él, apretándole con mis piernas en el momento del orgasmo. Hasta que no sintió que yo estallaba en mil espasmos agitados y liberadores, no se abandonó a su placer.
No sé el tiempo que estuve tendida, sin moverme, en la cama desecha por nuestra actividad, que dejó toda la ropa por el suelo, ni cuando se marchó de la habitación. Sentí un beso en los labios, como un suspiro y no me enteré de mas.
Cuando me recuperé tuve que reconocer que estuvo grandioso. Ni siquiera me entraron los remordimientos de siempre, ni tuve ideas raras sobre mi entrega otra vez mas a mis pasiones y deseos, por encima de la fidelidad a mi esposo. Había valido la pena. Ese hombre, anónimo, desconociendo mi cuerpo y mis puntos débiles, había sabido llevarme al placer en unos instantes.
Me tuve que duchar de nuevo y decidí arreglarme y salir a la calle a tomar aire y pasear un poco. Eso era mejor que pensar, y sabía que después de un rato de pensarlo me entraría el remordimiento por lo que había hecho con ese hombre. En la calle, distraída, no tendría ese problema.
Cuando me estaba vistiendo me acordé de otro detalle: el hombre de la ventana de enfrente. Tenía los cristales cerrados y la cortina puesta y me asomé, retirando ligeramente un extremo, para curiosear en el edificio de enfrente.
Efectivamente, allí estaba, mirando para otro lado, con unos prismáticos. En alguna ventana mas alejada, posiblemente, una mujer despreocupada, le estaba dando el espectáculo por el que se pasaba las horas enteras del día asomado a ese escenario, cada jornada cambiante y diferente, cada hora una persona diferente.
Me despreocupé de él, pero no abrí las persianas, no tenía ganas de más acción por este día, y acabé de arreglarme para salir. Me puse un pantalón vaquero. No me gustan mucho, pero son cómodos y prácticos y solo iba a tomar algo antes de ir a esperar a mi marido.
Volvió del trabajo tarde, cansado y aburrido, porque dijo que mañana sería igual. La empresa les invitaba a comer y no sabía cuando acabaría. Le dije que no se preocupase, yo pasearía un poco por ahí, comería un bocadillo y después de descansar por la tarde, saldríamos a cenar juntos.
Le pareció bien, pero lamentaba haberme hecho venir y no poder dedicarme todo el tiempo que deseaba. No me atreví a decirle que no se inquietase por ello, que yo me las arreglaba para no aburrirme, porque podía atar cabos, así que yo también me lamenté, hipócritamente, de lo sola que me sentía, pero que tendríamos tiempo para pasarlo bien antes de irnos de Paris.
En la mañana todo sucedió mas o menos como el día anterior. Se fue muy temprano, me desperté al sentir hambre y llamé para encargar el desayuno. Me tapé bien con la bata cuando llamaron a la puerta y al ver que era otro camarero no sabía si alegrarme o sentirlo.
Este nuevo, me miró con un poco de curiosidad, pero sin el resabio ni la desvergüenza del otro. Colocó cada cosa ordenadamente encima de la mesa, le firmé el papel y muy educadamente se despidió y se marchó.
Realmente sentí alivio y me alegré que hubiera ocurrido así. A lo mejor era su día libre y creo que no me apetecía, ahora en frío, repetir esta mañana lo de ayer. Desayuné con satisfacción y libre de temores por mi posible conducta si hubiese sido el otro camarero el que se hubiera presentado de nuevo. El día además acompañaba a la alegría de mi espíritu con un sol radiante, que presagiaba una de esas jornadas raras de calor en el otoño parisino.
Abrí las ventanas de par en par, para dejar entrar los pocos rayos de sol que se colaban entre los altos edificios y ahí estaba él, como siempre, a la expectativa y listo para cada nueva visión, esperando qué le ofrecería el día, sentado y con los gemelos en la mano. Para ver en mi habitación no necesitaba prismáticos, pero apenas consiguió vislumbrar algo en el interior de mi bata, que se abrió ligeramente al extender los brazos que sujetaban las puertas del balcón.
Me di la vuelta y entré a ducharme. No había problema de que me pudiera ver, y desde donde me pensaba vestir no alcanzaba tampoco su vista, a no ser que me pusiese junto a la cama, cuya mitad de abajo daba al balcón.
Me acabé de secar, peinar y arreglar dentro del cuarto de baño, y hasta que no estuve lista no salí para vestirme. Colgué la toalla en la puerta y pasé desnuda a la habitación.
Me quedé parada en seco y mi sangre se paró en las venas. El susto fue tremendo, no me lo esperaba y ni siquiera tuve fuerzas para dar un grito, ese primer grito de pánico. De todas maneras no era para tanto. Él estaba ahí, desnudo. El camarero, mi camarero. Esperándome, con la herramienta todavía baja, pero alzándose ante la vista de mi cuerpo, con el aroma del jabón de la ducha extendiéndose por la habitación, el pelo húmedo, recién peinado, con el aire de dejadez de esos momentos íntimos.
Me aproximé despacio a él mientras la sangre volvía a mi cuerpo y mi color pasaba del blanco pálido de hace unos momentos al rojo de deseo, desde mi cara a mi cuello, y los pezones se erizaban de ansia y el vello se ponía de punta en toda mi piel.
No le había llamado esta vez, pero él había venido y sabía que sería bien recibido. Me atrajo hacia él y me rodeó con sus brazos, luego empezó a descenderlos por mi espalda, llegó a mi trasero y me agarró con fuerza.
Yo sujetaba su cabeza y temblaba de excitación, no pensaba rechazarle aunque no le esperase y hasta solo unos momentos antes no deseaba que viniera. Estaba allí y lo aprovecharía.
Acarició mi cuerpo solo unos momentos, no se entretuvo mucho, me beso en los labios, casi con rudeza, con ansia y de pronto, las manos que sujetaban vigorosamente mis caderas hicieron un movimiento brusco, girándome para quedar de espaldas a él, inclinó mi espalda hasta que mi cabeza reposó en la cama y separó mis piernas.
Estaba apoyada en los pies de la cama, mi cuerpo fuera y el culo levantado hacia arriba, toda la raja de mi trasero y mi sexo bien abierto. Con una mano sujetó mi cabeza hacia abajo y con la otra dirigió su pene a mi entrada, apoyó esa mano en mi cadera para que no me moviera y empujó su miembro lentamente hasta que entró todo.
Los rayos de sol caían oblicuamente sobre mi, calentando mi piel desnuda por ese lado y mi interior empezó a calentarse al mover su pene despacito primero y con energía y rapidez a continuación. Me vi en el espejo del armario y me pareció indecente mi postura. Era una posición de sumisión, el dueño y señor arriba y la esclava sometida debajo, aguantando los deseos del macho. Sin embargo mi cara no era de sumisión, era de deseo y exaltación, no me importaba que me humillase, siempre que me dejara bien satisfecha.
No pude seguir viéndome, como mi cara se transfiguraba y se acaloraba, levantándose para respirar y gimiendo de placer, la boca entreabierta y los ojos medio cerrados. Enterré mi rostro en las sabanas, mordiéndolas, y cerré los puños en la tela de las sabanas para aguantar mis gritos leves de placer al sentir venirme el orgasmo.
Me moví con él cuando se derramó en mi interior, mis pechos se bamboleaban ante sus acometidas y caí derribada y débil por mi placer, tumbada de bruces en las sabanas, dándole la espalda al espejo que exponía mi debilidad.
Se retiró de mí, sin una caricia ni un gesto amable o delicado, sin un detalle de reconocimiento o de cariño y abrí lentamente los ojos, en una postura rara. La mitad del cuerpo apoyada a los pies de la cama, de rodillas en la alfombra, mi culo y piernas brillando por la luz del sol que les daba directamente.
El día era precioso y radiante cuando él salió, cerrando la puerta apenas sin ruido y afuera, en la calle, no se movía ni una hoja de los árboles que bordeaban las aceras.
Algo si que se movió. El hombre de enfrente separó los anteojos de su cara y cerró la cremallera del pantalón, estaba fijo en mi ventana, casi acostado en su silla, las piernas estiradas y la cabeza apoyada en el respaldo.
Ese día habíamos sido tres.