Descubriendo a Cris. 3 y 4.

Celos e inseguridades florecen en Migue cuando, tras un desafortunado encuentro, el pasado de Cristina se cruza en su idílica existencia. Dudas y preguntas. ¿Convertirlo en anécdota o escarbar en él? ¿Seguir viviendo el feliz presente o explorar el ayer que configuró el hoy de su flamante chica?

  1. Una propuesta indecente

Hacer de tripas corazón. No me quedaba otra. Asimilar poco a poco aquel descubrimiento y dejar que cayera en el olvido hasta convertirse en indiferencia, sin dramas. ¿Qué iba a hacer? ¿Martirizarme con el pasado de mi pareja? ¿Fustigarme con la vida sentimental de Cristina? ¿Maldecirme por no haber ido a mear un cuarto de hora antes y evitar aquel encuentro? Cris eligió mal; Cris se enamoró de un patán; Cris se llevó uno de esos palos que nos hacen crecer en la vida; Cris maduró. ¿Y qué? ¿No nos suena esta historia? Todos nos hemos enamorado alguna vez de alguien que no nos merecía, de alguien que nos hizo daño, de alguien que nos engañó. Y todos hemos madurado y aprendido por culpa de estas experiencias. O casi todos. Quizás, pensé, hasta tuve la oportunidad de estar con ella gracias a todos los gilipollas que había conocido durante su joven vida. De no ser por ellos, embusteros, patanes y creídos incapaces de valorar lo que el mundo les ofrece, es probable que la preciosidad con la que compartía destino no se hubiera fijado jamás en un chico que no iba a provocar que girase el cuello al cruzárselo por la calle, pero que era real, sincero y estaba lo suficientemente loco como para arriesgarlo todo por ella. No, no tenía derecho ni a juzgar su elección pasada ni a sentirme mal porque saludara con medido cariño a un pedacito de su pasado. Todos podemos llegar a vernos en esas.

Pero claro, todos estos conceptos conforman la teoría que se asimila con el tiempo, esa que una vez interiorizados los hechos se convierte en un mantra para crecer como persona, ser mejor pareja y todo eso, pero la práctica, a altas horas de la madrugada, con el desconcierto aún metido en el cuerpo y no poco embriagado, era arena de otro costal.

Con la cabeza embotada y el entendimiento nublado, mis niveles de resiliencia eran mínimos. No era capaz de ver algo positivo en haberme enterado de la existencia de su ex. En aquel momento lo único que me apetecía era contarle a Cris que había coincidido con su Felipe en los baños de Andén y que había disfrutado de su encantadora personalidad. Trataría de imprimir a mis palabras toda la ironía de la que pudiera hacer acopio y le confesaría lo que había escuchado, incluido ese «Ahora te cuento, ahora te cuento, que vas a flipar» que tan intrigado me tenía.

Pero no le iba a contar nada. ¿Qué le iba a decir?

Cariño, ¿sabes que he coincidido con tu ex en los baños de la discoteca? Sí, se estaba ligando junto a su colega de nombre desconocido a dos pibonazos de veinte años. Aunque más que ligar, lo que estaban haciendo es parodiar a nuestro querido Alfredo Landa en sus intentos por llevarse a la cama a la sueca de turno. Ridículo sainete, de verdad. ¡No te rías, peque! Deberías haberlos visto, pura cutrez. Aunque eso es lo de menos, deberías haberlos escuchado en el meadero. Puros machos ibéricos entonando sus cánticos triunfales, balidos de macho cabrío en proceso de cortejo. Que si se las iban a follar hasta partirlas por la mitad, que si no iban a querer probar otras pollas, que si les iban a regalar no sé cuántos orgasmos antes de sacárselas... Un derroche de testosterona que debí haber grabado para subirlo a Youtube. ¿Te imaginas? Famosos de la noche a la mañana. Por cierto, tuve la oportunidad de vérsela. Sí, sí, la polla. Menudo rabo se gasta el Felipe ese, ¿no? Madre del Amor Hermoso. No me quiero imaginar lo que tú y él...

¡No, basta! ¡Fuera todo pensamiento de mierda! Tocaba respirar hondo e intentar que aquel descubrimiento no me afectara lo más mínimo. Y sabe Dios que lo intenté, pero mi mente no me lo iba a poner fácil. Ni tampoco las circunstancias posteriores.

En cuanto retomamos la marcha tras aquel largo beso, Cris se me subió a la chepa. De un salto se acopló a mi espalda, sus piernas abiertas alrededor de mi cintura, sus brazos rodeándome el cuello. El contacto de sus tetas aplastadas contra mis omóplatos me devolvió cierta sensación placentera, la imagen de su vestido mostrando el nacimiento de sus nalgas reflejada en la cristalera del portal alteró otra vez lo que había bajo mis vaqueros. Y de nuevo la lucha interna. La percepción visceral del presente, de que aquello era mío por y para siempre, trataba de compensar los pensamientos nocivos derivados del eco que seguía rebotando en los oscuros rincones de mi memoria reciente. Es Felipe, Felipe Cano. Mi ex.

—Los vecinos van a pensar que tienes un mayordomo —bromeé mientras trataba de sacar el llavero del bolsillo del pantalón con su cuerpo a caballito. Fácil no resultó, especialmente porque con tanto roce algo había crecido bajo mi pantalón.

—¿Y no es así? —respondió burlona dándome un beso en la oreja.

—Pensándolo bien... no. Cualquiera que nos conozca un poco sabe perfectamente que de esclavo no paso.

Una vez dentro arrojé su cuerpo al ascensor, y aproveché la intimidad del minúsculo espacio para dejarme llevar. Para dejarnos llevar. Nos detuvimos en cuanto el sonido metálico del aparato nos indicó que habíamos llegado al sexto y nos sonreímos relamiéndonos la boca, como si ambos hubiéramos salido victoriosos de aquel combate oral. Ni nos habíamos enterado del traqueteo del ascensor al detenerse. Nos recompusimos como buenamente pudimos, traté de disimular la erección y salimos de aquel reducido espacio como dos personas formales. Y suerte que sucumbimos al improvisado ataque de formalidad, porque en cuanto se abrió la doble hoja metálica nos dimos de bruces con Paulo, nuestro vecino de al lado, ataviado con su uniforme de trabajo. Le dimos los buenos días, se deleitó con la presencia de Cristina, a la que sonrió con ademanes de caballero, y cruzamos el oscuro rellano.

—Ahora te quiero tranquilito, ¿eh? O no hay sorpresita... —me advirtió Cris, aún con la respiración entrecortada, mirada de deseo desbordada. Se me había adelantado y abría la puerta de casa con las llaves que había sacado del bolso.

Tocaba contenerse. Si quería que participara de su juego, iba a hacerlo sin rechistar.

Cris se fue rauda a la cocina, ubicada a la izquierda del recibidor, y comenzó a trastear el viejo termo, cacharro que debíamos sustituir cuanto antes.

—Voy a lavarme la cara y a darme una ducha rápida, nene. Tú espera en el salón. Y sé bueno. —Lavarse la cara era un eufemismo. Iba a desmaquillarse, y el proceso no era precisamente rápido. Como yo lo sabía, maquillaba la expresión y todos tan contentos.

La cabeza me daba vueltas y la narizota de Felipe se me aparecía una y otra vez para recordarme, a modo de rémora cognitiva diabólica, que había estado entre las piernas de Cris. Sacudí la cabeza en un estéril intento por hacer desaparecer tan desagradables pensamientos y me acabé sentando en mitad del enorme sofá. Estar tumbado provocaba que todo girase deprisa y no quería acabar mareando más a mis pensamientos.

Es tuya y tú eres suyo, Miguel, ya está bien de pensar en lo que fue y jamás volverá a ser.

Me estaba descalzando —o al menos intentándolo— cuando vi a Cristi cruzar el recibidor en dirección a las habitaciones. ¿Qué la había entretenido tanto en la cocina? No había terminado de descalzarme cuando la volví a ver pasar en dirección a la cocina, esta vez descalza. Y acto seguido se volvió a perder, otra vez, por el pasillo que conduce a los dormitorios y los baños, desde donde me gritó que preparase algo para picar.

Preparé un plato con fiambre, pan y frutos secos y me lo llevé todo al salón. Coloqué la bandeja sobre la mesa de cristal y encendí el televisor. Necesitaba evadirme, sentirme cómodo, el chorro de la ducha como banda sonora al otro lado del tabique. Me limité a cambiar de canal en canal durante un rato por si veía algo subidito de tono, zapeo desesperante, pero no aparecía nada que espantara los fantasmas que sobrevolaban mi etílica mente. Tras unos breves minutos abducido por un documental que me invitaba a descubrir las virtudes de Castilla y León, donde iríamos el siguiente verano, descubrí que lo más tórrido que iba a ver aquella noche no estaba enfrente de mí, sino a mi izquierda. Y lo iba a superar todo.

—¿Qué tal el tentempié? ¿Has probado bocado?

Giré la cabeza y me quedé con la boca abierta. No es una frase hecha: aluciné. ¿Sabéis lo que es matar moscas a cañonazos? Pues eso hizo ella conmigo: acabar con todo pensamiento nocivo de un plumazo. Cris estaba apoyada en el marco de la puerta, sujetador de encaje rojo fuego y una pequeñísima minifalda de cuero del mismo color que jamás había visto. Jamás. Cuando recobré el aliento y pude enfocar mejor, aprecié unas botas altas a juego con la minifalda y... ¡unos cuernos de diablita sobre su cabeza! Tenía los brazos cruzados sobre su espalda, lo que aumentaba el potencial de unos pechos preciosos, redondos y de una firmeza exquisita, y mostraba una sonrisa radiante y roja como el fuego. Me observaba provocativamente, erotismo desmedido.

—No... yo te estaba... te estaba esperando —tartamudeé. Ni en sueños se me hubiera pasado por la cabeza que Cristi hubiera comprado un disfraz erótico-sexual para lucirlo en nuestro Halloween particular, por más coqueta que sea y por más que le guste vestir sexy y cómoda. Mi polla reaccionó, animándose de nuevo, expectante ante los nuevos acontecimientos. Todos mis sentidos la acompañaron. Cosquilleo en mi vientre. De manera instintiva apagué el televisor.

—Niño bueno... —pronunció sin evitar regalarme una mirada lasciva.

Comenzó a caminar hacia mí, andares pausados y en exceso sensuales. La visión de su cuerpo medio desnudo embutido en aquella minifalda y un sujetador que magnificaba sus dos virtudes era demencial. Sublime. Su figura tenía el poder de hacerme viajar a su propio mundo, donde no existen los problemas, el trabajo, los madrugones ni el frío. Ni tampoco Felipe, en ese momento de desconexión neuronal.

—¿Qué te parece? —musitó al llegar a la altura del sofá. Ni me moví, aguardando su siguiente jugada.

La escaneé de abajo arriba. Empezando por las botas, que era la primera vez que veía, continuando por sus muslos desnudos, su minifalda de cuero, su sexy vientre, sus prominentes pechos cuyos pezones se transparentaban bajo el encaje, hasta detenerme en su expresivo rostro, coronado por una diadema ornamentada en color rojo.

—Estás... Joder, estás impresionante... Menuda sorpresa, menudo disfraz... Reina, no sé ni qué... Válgame el Señor... —bufé sin saber dónde mirar, ella no pudo aguantar la risa. Me faltaban ojos. Mi polla ganó unos centímetros, no había ginebra ni cansancio que derrotasen a los estímulos que estaba recibiendo en ese momento.

Cris se colocó delante de mí y, de nuevo, me empujó sutilmente para que mi espalda se estampara contra el respaldo del sofá. En cuanto me desplomé sobre el mismo, la diablilla se sentó sobre mis muslos, las rodillas clavadas a ambos lados de mis piernas, las largas botas sobre los mullidos asientos. Me acababa de apresar. Agarró mis muñecas, separó mis brazos del cuerpo hasta apoyarlas sobre el espaldar y se inclinó hacia mí, su culazo sobre mis rodillas. Olor a su gel aromático favorito, a dentífrico —que no disimulaba un aliento aún alcoholizado— y a sus deseos más perversos, esos que con tanta reserva ocultaba para mostrar cuando los planetas se alineaban.

—Entonces... te gusta el conjuntito... —me susurró al oído. La piel se me erizó. A mi pene le faltaba poco para pedir ser evacuado de la presión de los vaqueros.

Con una cadencia bien medida, fue acercando sus labios a los míos hasta rozarlos. Nuestros ojos se cerraron unos segundos y se abrieron todos nuestros sentidos. El extraordinario volumen que le otorgaba el pintalabios magnificaba sus ya de por sí sugestivos labios, pensamientos pornográficos me invadieron. Pura tentación oral. Y tentándome estuvo, sin que ninguno de los dos se atreviese a besar al otro, hasta que pude reaccionar.

Contesté meneando la cabeza, de arriba abajo, ensimismado por la situación, por el juego y los roces. Ella sonrió satisfecha.

—Me alegro, cariñet . Pero tengo que confesarte una cosita... —dijo con tono sensual y misterioso, irguiéndose nuevamente, sus pechos imponentes en todo su esplendor frente a mi rostro hambriento. Sus manos soltaron mis muñecas y comenzaron a desabrocharme la camisa.

El corazón se me alteró tanto que lo sentí latir en la yugular. Demasiadas sensaciones contrapuestas en una sola noche, joder. Al final acabo en urgencias.

—¿Qué cosita? —pregunté inocente, nervioso, usando su mismo tono. Sus manos ya habían desabrochado los seis botones con gran maestría.

—Pueeeeeesssssssssss... —Sus uñas comenzaron a acariciarme el pecho en todas direcciones, su mirada admirando el trabajo de sus dedos sobre mi piel. De nuevo se inclinó hacia mí, dirigiendo su boca a mi oído—. Bueno, que el disfraz no es la sorpresita...

La madre que me parió .

—¿Ah, no? —pregunté en un estado de bobería soberbio.

Negó sin perder la sonrisa. Se irguió de nuevo arqueando su espalda y comenzó a tirar de mi camisa para quitármela.

—¿Entonces...? —pregunté sin dejar de ayudarla a quitarme la prenda. Se arrimó un poco más hacía a mí, su entrepierna acercándome a la mía, y dio un último tirón antes de arrojar la camisa al suelo. Instintivamente bajé la mirada al espacio entre nuestros cuerpos... y fue cuando lo vi. A escasos centímetros de mi bragueta, y bajo una minifalda pornográfica, pude apreciar su coñito desnudo, carnoso y jugoso, exquisito. No me contuve—. ¡No llevas tanguita, nena! ¡Te asoma todo el chochito! —exclamé con entusiasmo, como el que descubre que lleva el boleto de lotería premiado.

Cris empezó a reírse a carcajadas, gesto que provocó que sus dos tetas comenzaran a agitarse como dos flanes bajo el sostén. Abrió más las piernas, llevando su sexo a la altura de mi paquete, se pegó a mí, me abrazó y hundió su cabeza entre mi hombro y mi cuello. Piel contra piel. Aproveché para llevar mis manos a su cinturita, acariciando la zona hasta llegar a su espalda. Resoplé.

—No llevo tanguita, no... —me susurró con su deje más felino. Cris estaba jodidamente caliente, más de lo que había podido notar hasta ese momento.

—Eso es de niña muy muy mala. Lo sabes, ¿no? —Giró el cuello y colocó su rostro frente al mío, sus pelos enmarañados entre nosotros. Los apartó con una de sus manos tras un par de infructuosos soplos. Los dos con una sonrisa tonta dedicada al otro.

—Eso no es de niña muy muy mala, como mucho es de niña mala... a secas —contravino.

—Mi polla dice lo contrario —protesté, las palmas de mis manos midiendo su cintura desnuda.

—¿En serio? A ver...

Sin medias tintas, llevó sus dos manos a mis vaqueros y comenzó a hurgar sobre la prenda. No tardó en desabrochar el botón, y menos en bajar la cremallera. El bulto era notorio. Clavó entonces su mirada en mis ojos. Fue capaz de mantener el duelo visual mientras metía una de sus manos bajo mis vaqueros y acariciaba con suavidad mi polla sobre los calzoncillos. La posición no facilitaba el manoseo, estábamos demasiado cerca, pero hizo por sobar mi miembro completo abriendo más la bragueta.

—Cris, estoy sin duchar... —le advertí, haciendo acopio de toda la empatía que pude. Evidentemente yo estaba encantado de la vida sintiendo como acariciaba el tronco de mi polla sobre la tela, pero para pasar a mayores prefería oler tan bien como ella.

—Cállate ya, anda —me ordenó con dulzura—. Tu pollita me dice que soy buena, así que ni mala ni muy muy mala, pero que no quiere opinar hasta que te dé la sorpresita...

—Pero... —respondí tímidamente—, ¿la sorpresita no es... lo que hay debajo de tu falda? Bueno, más bien lo que no hay... ejem...

Cris rio, llevó ambos manos de mi entrepierna a mis mejillas y me plantó un besazo en la boca.

—No, no. La sorpresita es… —condujo ahora sus manos hacia algún lugar de su espalda baja y me sonrió mordiéndose el labio inferior tras hacerse con lo que estaba buscando. Pero ¿buscando dónde?—, la sorpresita es...

Y de algún lugar, no me preguntéis cuál, surgió un misterioso, colorido y alargado tarrito que Cris colocó en mi regazo. Un bote, un bote de lubricante... Durex®. No supe qué decir durante unos segundos. ¿Por qué un tarrito de gel lubricante? Precisamente lubricación no necesitaba Cris, puedo dar fe de ello. Había visto sus flujos deslizarse a través de sus muslos mientras aún andábamos con los preliminares en alguna ocasión especial. ¿Qué clase de juegos estaría planeando para esta noche tan larga? No iba a tener tiempo de reflexionar mucho sobre toda la puesta en escena, el síncope estaba cerca.

—La sorpresita es... —continuó diciendo, descolocándome aún más. ¿No era el lubricante?

Con gesto delicado, y empleando las dos manos, me agarró de la muñeca derecha y condujo mi mano hacia su boca. La observé alelado, otra sonrisa picante esbozada por sus labios. Se la acercó un poco más, su mirada fija en mis ojos atentos, y sus dedos comenzaron a juguetear con los míos, plegando todos excepto el corazón, que mantuvo inhiesto. Sacó la lengua y, cual gatita en celo, comenzó a darme lametones en la yema, como si quisiera borrarme la huella dactilar. Luego los lengüetazos se propagaron al resto del dedo, que no tardó en quedar embadurnado. Para mi asombro, Cris no perdía la sonrisa ni hacía por apartarme la mirada. Iba calentísima la cabrona. Yo aguantaba estoicamente el tirón. Chup, chup, chup . Y cuando ya me tenía absorto con tanto lamer y tanto ruidito hipnótico, contrajo los labios, piquito de pato, y se introdujo el dedo en la boca con una succión magistral.

—Madre mía...

No lo hizo de cualquier manera, no. Imprimió a aquel gesto todo el morbo y la sensualidad que fue capaz de desprender y comenzó a jugar a matarme. Si es que puedo definir como juego a aquella forma de chuparme el dedo. De manera suave se lo introducía una y otra vez en la boca, como si estuviera mamando otra cosa más gruesa y larga. Lo sacaba de su boca y lo empapaba con su lengua, órgano que deslizaba de una falange a otra. El ruido salivar me estaba transportando a otro mundo, un hormigueo incesante desde mi columna hasta la sienes. Tras empaparlo y jugar con él, le tocó el turno al índice. De nuevo comenzó a succionar el dedo sin apartarme la mirada, con malicia estudiada. Estaba irresistible. Me iba a dar algo. Y más mareos me entraron cuando se llevó a la boca corazón e índice y los deslizo por el dorso de la lengua, frotándolos una vez tras otra, ofreciéndoles una brutal succión a cada rato. Del fondo de su garganta se escaparon algunos gemidos, que comenzaron a acompasar al movimiento de cadera que había comenzado a dibujar sobre mis muslos.

—Joder, Cris...

—¿Qué? —logró pronunciar sin sacarse los dedos de la boca. Con el morbo que me da que hable (o intente hablar) con la boca llena.

—Que... —me resultaba imposible apartar la mirada de esa boca roja pasión que tantos momentos maravillosos me había regalado—, yo qué sé... Que... —me trastabillé, lo siento.

—Cállate y disfruta de lo que viene... —finalizó excitada.

Arqueó la espalda y se inclinó un poco más hacia mí, nuestros rostros a escasos centímetros, nuestras bocas deseando a la otra. Estiró su brazo derecho y apoyó la palma de la mano en el tabique que teníamos detrás; su mano izquierda, hábil, condujo a mi mano diestra hacia su culo en pompa y comenzó a jugar con mis ensalivados dedos entre sus glúteos. La zona ardía, literalmente. Cris estaba a cien. Más expectante que atónito, sentí cómo mi novia se hizo con el control de mi dedo corazón, aún ensalivado, y lo aproximó a su ano. Lo colocó a las puertas de la estrecha cavidad y logró ajustar la primera falange en la entradita. No costó demasiado que entrase, aunque puse algo de mi parte. Mi polla dio en ese momento un respingo. Durante unos instantes nuestra respiración se ralentizó. Entonces suspiró, y cuando comenzó a introducir lentamente mi dedo en su culo estos suspiros se transformaron en un gemido ahogado. Yo no daba crédito. Mi novia estaba introduciéndose mi corazón en su oscuro objeto de deseo. Y no solo eso, porque cuando la mitad del mismo ya estaba en su interior, comenzó a mover mi mano invitándome a seguir. No lo dudé. En cuando sentí la férrea presión que el pequeño orificio profería a mi dedo, comencé a penetrarlo con suavidad hasta acabar introduciéndolo entero. Ya lo había hecho antes, pero jamás había disfrutado de tal práctica partiendo de su propia iniciativa. No podía ni hablar, y la erección comenzaba a abrirse paso en mi entrepierna. Me limité a sostenerle la mirada, a disfrutar de su cara de placer y su aliento y a masturbarle el culo con mi dedo. Sus manos se posaron sobre mi pecho, sus dedos buscando mis pezones, a ratos acariciando mis hombros y mis brazos. A mi movimiento de muñeca le acompañó el de sus caderas, que comenzaron a subir y a bajar muy lentamente. Fue entonces cuando nuestros labios se encontraron y comenzaron a batallar. Nos comíamos la boca como dos locos, besos que se transformaban en lengüetazos, lengüetazos que se convertían en mordiscos, gemidos y jadeos disfrazados entre quejidos de placer, un dedo aprisionado en una estrechísima cavidad y una polla que comenzaba a pedir espacio con urgencia.

—Qué delicia, reina... —pude pronunciar entre besuqueos, dejándome embaucar por la deliciosa sensación de estar en la zona prohibida y sin comprender aún muy bien de qué iba aquello. Me iba a quedar claro enseguida.

—Nene... te tengo que preguntar una cosita... ¿Puedo? —dijo Cris sin dejar de mover las caderas mientras me besaba, disfrutando de ese dedo que había comenzado a penetrarla con un apasionado mete-saca , sus glúteos tremolando a causa de mis embestidas manuales. La percepción de que estaba mucho más caliente de lo habitual sobrevolaba el poco entendimiento que mi sangre regaba en ese momento.

—Sí... —respondí extasiado, dándole con mi corazón sin parar, acompasando los movimientos que su cadera describía sobre mis piernas.

—No quiero que te asustes, pero ahí va mi sorpresita... —la pausa se alargó lo suficiente como para alterar los latidos de mi corazón, su boca a un centímetro de la mía, leves jadeos como respuesta a la masturbación anal que le entregaba— ¿Te gustaría follarme el culito? —soltó entre suspiros. La leche que me dieron, hostia puta. Tras lanzar la pregunta, como si al exteriorizar la propuesta hubiera puesto al máximo las calderas que bombeaban el deseo que la gobernaba en aquel instante, nuestras bocas comenzaron a ensalivarse con ritmo agitado, su cintura a trazar un incesante vaivén. Se envalentonó antes de que yo pudiera dar respuesta—. Con tu polla, Migue, quiero tu pollita dentro... ¿Te gustaría metérmela en el culito, eh? ¿Te gustaría follármelo todo esta noche? Vamos, fóllame el culito... —Su voz estaba cargada de la sensualidad más sucia, estaba cachondísima. Y yo en un estado de excitación que se había vuelto ingobernable.

Boom.


4. Placeres ocultos.

Si en ese momento no me dio un infarto, dudo que la futura causa de mi muerte vaya a deberse a un accidente cardiovascular.

No tenía ni la más mínima idea de por qué concretamente aquella noche mi chica decidió dar el salto a los placeres anales en la relación, algo cantaba en algún lejano nivel de mi alterada consciencia. Y especifico «en la relación» porque tanto yo sabía que ella ya había practicado sexo anal con algún exnovio como Cris sabía que yo también había disfrutado de tamaños placeres con anterioridad. Lo habíamos hablado mucho tiempo atrás, tras un fin de semana de sexo y confesiones en una casa rural. Entonces ya intuí, incluso antes de que hubiéramos hecho mención al tema, que su trasero no era virgen. Era casi imposible esperar que lo fuese. Cris, objetivamente hablando, es un cañón de tía, y uno de los ingredientes que configura dicho adjetivo es ese culo prieto, curvo y pomposo del que hace gala con orgullo. Era de una inocencia extrema esperar que tras varios noviazgos y algún que otro ligue, alguno de ellos, sin duda, con el macizorro de turno, ninguno hubiera propuesto —o incitado— estrenar aquella maravilla. Al igual que me resultaba imposible imaginar una negativa rotunda de una Cris que sin llegar a ser el colmo de la ingenuidad, no hubiera cedido a la insistencia a la que se hubiera visto sometida a lo largo del tiempo. Su carácter abierto, su deje cándido, íntimamente morboso, su Mr. Hyde sexual cuando se la sabe encender y la humana curiosidad por probar algo así entre tanta tentación la habrían llevado a disfrutar y dejarse disfrutar tras el buen hacer del afortunado embaucador.

No me equivoqué.

En la charla que mantuvimos entre sábanas, nacida básicamente tras la primera y sutil negativa a dejarse penetrar el chiquito , no llegamos a profundizar en detalles innecesarios que pudieran resultarnos incómodos, como las veces en que lo habíamos practicado o con quién, pero sí habíamos expuesto la percepción que teníamos cada uno de tal práctica. Mientras que para mí era un extra ocasional en los juegos de pareja que podía añadir un plus de morbo y placer al coito, ella no guardaba un buen recuerdo de aquel par de experiencias que me confesó haber tenido. Con un rubor evidente, me confesó que el miedo a las posibles secuelas debidas a una mala praxis le había provocado cierto rechazo a repetir el temita , pero que, continuó con su confesión, no negaba el placer que éste podía llegar a ofrecerle, especialmente si se hacía bien e iba acompañado de otros estímulos.

Con estos antecedentes era normal que en ese momento, aunque fuese un presentimiento remoto opacado por la lujuria, algo desentonara.

¿Pero qué iba a hacer? ¿Buscarle los tres pies al gato y pedir alguna explicación mientras mi dedo no dejaba de entrar y salir en el lugar en que pronto bombearía mi ansiosa polla?

Quiero tu pollita dentro...

¿Te gustaría follármelo todo esta noche?

Fóllame el culito...

La noche, preámbulo de grandes dramas, fue pura épica.