Descubriendo a Cris. 2.

Celos e inseguridades florecen en Migue cuando, tras un desafortunado encuentro, el pasado de Cristina se cruza en su idílica existencia. Dudas y preguntas. ¿Convertirlo en anécdota o escarbar en él? ¿Seguir viviendo el feliz presente o explorar el ayer que configuró el hoy de su flamante chica?

  1. Casualidades de la vida

Las tres sugerentes señoritas, que chismorreaban entre sí con el ánimo revuelto, y un Gustavo que estaba más pendiente del culo y del tetamen de Cris que de una Mónica a la que le estaban echando el ojillo un par de imberbes, se giraron al unísono al advertir nuestra presencia.

—¡Hombre, ya os dábamos por perdidos en combate! —exclamó Andrea, regalándonos una mueca divertida, sus brazos en jarra y un sensual movimiento de cadera. La tía, a sus cuarenta y dos años, era una joya bien pulida, un compendio de virtudes que iban mucho más allá de su seductor físico de pelirroja letal.

—¡Nene! —Cristi se abalanzó sobre mí, una sonrisa de oreja a oreja esbozada en su aniñado rostro—, ¿a dónde has ido a hacer pis? ¡Un poco más y tengo que ir a buscarte! —Estalló en una carcajada antes de que nos apretáramos en un fuerte abrazo, su imponente escote contra mi pecho. Su aroma, mezcla de Chanel, desodorante en spray, laca para el pelo, cosméticos varios y un deje dulzón a ron, me hizo ignorar por unos segundos la punzada que me tenía desconcertado. El encuentro provocó que derramase media copa, pero no me importó lo más mínimo. La empujé hacia la pared, dejé la ginebra sobre una banqueta y empecé a comérmela a besos. Primero el cuello, después subí hasta su orejita, a la que le dediqué algún mordisco que arrancó sus risas, y, finalmente, nos fundimos en un larguísimo morreo que me dejó los labios pintados de rojo y la lengua dolorida tras un chupetón que se le había ido de las manos. Bueno, de la boca. Había hambre .

Por supuesto, la vida me había enseñado ya a ser prudente. De nada bueno sirve la ansiedad, por más curiosidad que sintiera en ese momento por hallar respuestas. Nada de demostrar inseguridades, nada de tratar de invadir la vida privada de mi pareja si no es ella la que la abre primero. Con esto quiero decir que no se me pasaba por la cabeza, al menos en aquel momento, parecer el típico novio controlador que ansía conocer quién es este o quién es aquel. Si antes salía de ella, genial, pero no iba a interrogarla. Tienes tu espacio y lo respeto en tanto que no me afecte la información que en él habita. Y lo único que había visto, obviando la mala educación del personaje y su llamativa herramienta, era un afectuoso saludo entre dos personas que se conocían. Vale, no sabía de qué, ¿pero era relevante en realidad? Tal vez ni ella misma le había dado la más mínima importancia a aquel encuentro y yo estaba obcecándome. Tras un tiempo prudencial, si no salía de Cris, y de manera extremadamente sutil, le preguntaría por el muchacho de la camisa blanca que la saludó en la discoteca Andén e indagaría para descubrir lo que había tras el «Ahora te cuento, ahora te cuento, que vas a flipar». Aunque me costara horrores contenerme y actuar con naturalidad.

—Entre la cola que había en el baño y que tu amiguito Jacobo me ha secuestrado para algo que luego te contaré, no he podido llegar antes. ¿Me has echado de menos? —Mi voz cariñosa hizo que la suya adquiriera una inflexión acaramelada.

—¿Cuándo no te echo yo de menos, eh, eh, eh?

Y a juzgar por la pasión con la que me introdujo la lengua en la boca no podía llevarle la contraria. Aproveché y dejé que mis manos bajasen a ese culo perfecto embutido en un vestido blanco demasiado sexy como para lucirlo el último jueves de un atípico y canicular octubre. Estaba en pleno manoseo libidinoso, sintiendo como algo se alteraba bajo mis calzoncillos, cuando Andrea nos interrumpió:

—¡Iros a un hotel a fabricar bebés de una vez, so guarros! —exclamó entre risas. Los cuatro nos miraban embelesados, lo que nos cortó el rollo y provocó que Cris se cubriese el rostro con su melena para sobrellevar el pequeño momento de vergüenza al que nos acababan de someter.

—A un hotel no sé... pero sí que deberíamos estar pensando en recoger, que el puente acaba de comenzar... —dejó caer Jacobo, señalándose el reloj de pulsera. No hubo opiniones dispares. Estábamos todos reventados y nuestra presencia entre tanto niñaterío disfrazado se había alargado más de lo estrictamente necesario.

Con el ánimo propio de quien no tiene que trabajar hasta el lunes, la polla predispuesta y la mente bajo cierta sensación de intranquilidad, eché un rápido vistazo al local mientras recogíamos tras apurar las últimas copas. No vi rastro alguno de aquellos dos tipos ni de nadie que se les pareciese. Disfraces y más disfraces entre más putidisfraces. ¿Dónde estarían? ¿Cazando brujas?

Los últimos latigazos del atípico veroño se respiraban en el ambiente. Noche por encima de veinte grados y viento de terral, calma que precede a la tempestad. Antes de despedirnos, y mientras Andrea y Jacobo se echaban el último cigarro de la noche, tuvimos la oportunidad de tener una distendida charla en la puerta de la discoteca. Que si tenemos pendiente una escapadita con la gente del MöTu antes de que Cris y yo nos fuéramos a Berlín en Navidad, que si urge hacer una barbacoa y estrenar la piscina nueva que había diseñado Jacobo antes de que llegase el inminente frío, que si el año próximo deberíamos planear con mayor antelación la noche de Halloween y preparar algo más íntimo y divertido... En definitiva, buenas propuestas que quizás hubiera interiorizado mejor si parte de mi psique no hubiera estado pendiente de escudriñar el tumulto que se agolpaba a las puertas de Andén en busca de los dos tiparracos. Sea por lo que fuere, rehuía de un nuevo posible encuentro entre ellos y una Cristina que no había hecho mención alguna al mismo. Por fortuna, excepto un altercado que obligó a los porteros a entrar en el local a toda prisa, no vi nada fuera de lo normal .

Tras una despedida que tardó en concretarse, mi chica y yo comenzamos el paseo de regreso a casa tras habernos negado a que Mónica y Gus nos acercasen en coche. Vivimos en el entorno de El Corte Inglés, a escasos diez minutos del casco histórico, y un paseo nos iba a venir bien para despejarnos y bajar el alcohol que llevábamos en vena. Y para otras cositas más amenas.

La caminata estuvo acompañada de todos esos gestos de cariño y otros deseos menos cariñosos que por culpa de la inseparable compañía nocturna no habíamos podido brindarnos, exceptuando algún frotamiento discreto mientras bailábamos, algunos besos furtivos y alguna palabrita subida de tono. Desde antes de entrar en Andén podíamos leer en la mirada del otro ese grado previo a la excitación con el que tanto nos gustaba jugar. A solas ya no había nada que reprimir: besos con lengua y mordiscos esporádicos, achuchones sin previo aviso, manoseos, paradas en los inmundos zaguanes para saciar nuestros instintos más bajos. En cuanto dejamos atrás las calles más concurridas, solté la mano de Cris y la agarré por la cintura, zona que sufrió un buen magreo. Su brazo izquierdo se aferró a mí con fuerza. Menuda tajada llevábamos. Nuestros andares se mostraban torpes, y en más de una ocasión tuve que sujetar a la nena para que no tropezara. Los tacones altos y las callejuelas mal pavimentadas siempre han sido una mala combinación. Pero era lo de menos: teníamos hambre . Llegando a la altura del céntrico mercado de Atarazanas, lugar solitario a tan intempestivas horas, empujé a Cris sin mucho miramiento contra el pórtico de un antiguo local de telas y acabó estampada contra la desvencijada puerta de madera. No sería el último empujón de la noche.

—¡Migue!... —pudo contestar extasiada antes de que recibiera mi lengua en sus morros, los vellos de mi recortada barba contra su tersa e impoluta piel.

Nos besamos de forma obscena, como si estuviéramos solos en el mundo. Se enganchó a mi cuello, bajé mis manos a su trasero tras recorrer su espalda y nos dejamos llevar. Mientras nos comíamos no pude evitar acercar mi paquete a su entrepierna y frotarme contra ella. Aquel corto y suave vestido blanco, el suculento escote —que besaba con cariño a cada rato en un vano intento por saciar las ganas que tenía de lamerle los pezoncitos y de ver cómo se estremecía de placer—, sus piernas desnudas y su altísimo grado de receptividad habían acabado por alterarme.

—Estás preciosa, reina —susurré en una de esas pausas necesarias para coger aire entre lengüetazo y lengüetazo. Ardía. Tenía que luchar contra mi naturaleza para no introducir mis manos bajo el vestido en busca del diminuto tanga que escondía.

A fuerza de magreo y saliva logré arrancarle los primeros suspiros de la noche, en una escala próxima al gemido, que solo se vieron interrumpidos cuando perdí el control de mis manos y subí el vestido hasta llevarlo justo donde comenzaba su culazo.

—Nene, nene, ¡nene!... —logró pronunciar cuando nuestros labios se encontraban en plena batalla. Entendí por su rápida reacción, descolgándose de mí y bajándose el vestido, que no estábamos solos. Por la esquina aparecía una pareja que nos obligaba a contener el arrebato.

Agarré a Cristi de la mano y me la llevé por el callejón trasero del mercado. Solo la presencia de otra pareja en el interior de un coche impidió que continuara con la siguiente fase del ataque que trazaba mi calenturienta imaginación. Buscaría otro lugar más tranquilo para intentar desnudar su pandero a la intemperie y jugar con él. Pocas cosas me daban tanto morbo hasta ese momento como fantasear con su culo, territorio hasta ese momento vedado para mi polla, a pesar de que había logrado introducir ya algún que otro dedo en momentos de máxima excitación.

Deambulamos hasta cruzar por el Puente de los Alemanes el cauce seco del Guadalmedina y llegamos a El Corte Inglés sin decir palabra. Solo el contacto férreo de nuestras manos al entrelazarse expresaba el deseo encerrado en el resto de la piel. La tensión erótica del momento la rompió Cris justo cuando me esmeraba en buscar un recoveco en el que cobijarnos un par de minutos para continuar con los previos:

—Amore, no llego a casa —me dijo mientras taconeaba con firmeza sobre la acera, andares de diva, sus pechos turgentes agitándose bajo el escote, sus muslos trémulos exhibiéndose en extremo sensuales. Y cuando la pausa que hizo antes de continuar me dio a entender que iba a atreverse a contentar ese morbo insatisfecho que nacía de mis deseos de llevar nuestra pasión a otro nivel en lugares públicos, aclaró:— Me estoy haciendo mucho pis. No aguanto, gordito.

Jarro de agua fría a mis pretensiones exhibicionistas. Pero qué más daba, la noche era larga. Además, yo también me estaba meando de nuevo, así que el problema era compartido, hecho que lo convertía en menos problema. Con decisión, tiré de mi chica hacia la oscura calle que se abría a nuestra derecha y nos adentramos en ella. Caminamos unos metros en busca de mayor discreción hasta topar con el lugar que creí adecuado. A media altura le indiqué el espacio entre dos contenedores y no lo dudó. Miró a un lado y a otro de la desierta calle, se colocó entre ambos, se acuclilló sobre sus tacones y deslizó el diminuto tanga blanco hasta los tobillos. Vaya imagen, joder. Aquella exposición gratuita de su sexo y su trasero, aunque fuese en un lugar tan sombrío y poco transitado, elevó mis niveles de morbo e hizo volar mi imaginación. El caño de orina comenzó a escucharse inmediatamente.

—Acércate, nene, que me caigo. Y busca en el bolso el paquete de Kleenex , por fi —me ordenó entregándome su coqueto Tous.

Tardé unos segundos en encontrar los dichosos pañuelitos en el bolso; no veía una mierda, y la mano que Cris había apoyado sobre mi muslo me estaba poniendo nervioso. No sin esfuerzo, conseguí mi objetivo y le acerqué el paquete. El de pañuelitos, quiero decir, aunque no hubiese estado mal un poco más de iniciativa por su parte para agarrar el mío.

Aun así, verla acuclillada, expuesta en plena calle, provocando ese húmedo sonido con el que estaba empapando la vía, me pareció algo tan sucio como altamente erótico. Muy mal debía ir para haber cedido a su naturaleza en público, aunque no era la primera vez que lo hacía en mi presencia. Y todas las que lo habría hecho sin que yo me enterase. La sensual y evocadora escena se tensó cuando desde la izquierda hizo aparición un coche que ni habíamos escuchado aproximarse. Por suerte, cruzó la calle a toda pastilla y el conductor no tuvo tiempo de advertir nuestra presencia. Le hubiera bastado con mirar desde su posición entre el bidón de basura y el de reciclaje de papel para haber visto a mi novia con el culo al aire. Quizás algo más. Para bien o para mal, todo quedó en un ligero susto.

Con habilidad, Cristi sacó un pañuelo de papel del envoltorio y se secó el chochito con unas maneras que me hirvieron la sangre. Adoro ver cómo acaricia su sexo con independencia del contexto. De inmediato se levantó y tan pronto como pudo se colocó el tanguita, se bajó el vestido, me arrebató el bolso y tiró el Kleenex manchado al contenedor. Por supuesto, había tenido tiempo de admirar su pubis depilado, lo que provocó que mis ganas de lamer, besar, chupar y succionar aumentaran exponencialmente. Adoro las sacudidas de su cuerpo al estallar el clítoris en un orgasmo demencial. Pero para eso aún quedaba un poco. Me urgía otra necesidad fisiológica.

—Ahora voy yo, peque. Vigila —le ordené después de darle un piquito.

Me situé entre sendos contenedores, me bajé la cremallera y saqué a mi querida amiga a la intemperie. El chorro no tardó en salir, empapando el mismo espacio asfaltado que había mojado mi novia. Estiré y giré el cuello, gimoteé un poco y miré a todas partes. El callejón estaba en la penumbra, únicamente iluminado por los pobres fluorescentes del pequeño centro comercial Málaga Plaza que teníamos enfrente, lo que le otorgaba al sitio un aroma muy ochentero, neones reflejados sobre el asfalto. Estaba terminando de orinar, un goteo intermitente, cuando escuché un corto taconeo a mis espaldas. Al segundo sentí las manos de Cris acariciar mi vientre bajo la camisa. Después fueron sus dos preciosos cocos y su perfil los que se estamparon contra mi espalda.

—¿Quieres que te la sacuda un poquito, nene? ¿Me dejas intentarlo?... —preguntó de manera extraordinariamente morbosa y dulce antes de asomar la cabecita por mi lado derecho y bajar la mirada.

Ambas preguntas resultaron a todas luces retóricas, pues no tuve tiempo ni de reaccionar cuando su mano derecha apartó a la mía y comenzó a acariciar mi polla; su otra mano se paseaba por mi vientre. Ni me lo creía, ¡vaya iniciativa! Al final sí que había tenido los ovarios de lanzarse a por el paquete adecuado, aunque fuese consciente de que el ron y el tonteo que nos traíamos habían tenido mucho que ver con aquella actitud desenfadada. Agarró mi tronco con el pulgar, el índice y el corazón y permitió que saliese el resto de la orina de mi vejiga deslizando con suavidad mi prepucio. Lo hizo con dulzura, con cariño y con paciencia, sin perder detalle, como si yo fuese un niño chico y ella la madre que se sitúa detrás para guiarle y que no se manche los patucos. Cuando se dio cuenta de que ya no quedaba nada en mi interior, comenzó a masajear con suavidad la piel, de delante hacia atrás, de atrás hacia delante, provocando que mi glande se cubriera y descubriera al ritmo del pausado movimiento. Las últimas gotas cayeron sobre la acera, pero Cris no hizo por detenerse. Continuó medio minuto más en absoluto silencio, fricción maravillosa. Aquello , irremediablemente, y a pesar del lugar en que nos encontrábamos, se agrandó debido al masaje a tres dedos que le estaba siendo proferido, circunstancia que no pasó desapercibida para mi masajista.

—Se te ha puesto gordita... —manifestó con un tonillo tierno—. ¿Ya ha soltado todo? —preguntó sin cesar su delicioso movimiento de muñeca.

—No, aún no... Queda alguna gotita por ahí, y supongo que no querrás que moje los calzoncillos... —respondí sintiendo cómo se me erizaban los vellos de los brazos y la nuca. No quería que se detuviese bajo ninguna circunstancia.

—Sí, claro que quiero, pero ya puestos... con otro tipo de líquido más... denso y rico... —aclaró. Su cabeza apoyada en mi espalda provocaba que su voz reverberara en mi caja torácica.

Hija de su madre. Logró ponerme de ochenta a  doscientos en un segundo. No solo por cómo había comenzado a batir mi polla en cuanto creció lo suficiente, sino por la inflexión con la que hablaba, esa que dejaba entrever su apetito.

—¿Qué líquido? —pregunté ensimismado por sus caricias. Ni pensé en la posibilidad de que algún vecino curioso pudiera estar contemplando la escena desde las ventanas que teníamos sobre nuestras cabezas. Quería disfrutar del momento al máximo.

—Uno que me gusta mucho... —soltó tal cual.

Una respuesta así de calenturienta solo podía indicar que iba bien excitada. El ardiente trayecto había surtido efecto también en ella, y me alegré de que así fuese. Aunque, para mi asombro, no tardaría en descubrir que había algo más en aquella predisposición sexual. Aceleró progresivamente el ritmo de la paja a medida que notaba que aquello adquiría firmeza y aumentaba la intensidad de mi respiración. Ya no sacudía mi pene con tres dedos que tiraban del pellejo, no, ahora me agarraba el tronco con la palma de la mano y lo pajeaba con maestría, provocando un leve chasquido húmedo que junto al roce de su reloj contra una de sus pulseras rompían el silencio del lugar.

—Uf, Cris... Madre mía...

Tras un instante de masturbación durante el que no dejé de vigilar la calle, aproveché la posición para llevar mis manos hacia atrás. Logré acariciar sus muslos desnudos y parte de su vestido, pero las limitaciones de las articulaciones humanas me impedían llegar a más. Ante tal tesitura, y deduciendo su alto grado de receptividad fruto de su iniciativa sexual, decidí tomar el control. Aparté sus manos, me di la vuelta y la empujé contra la sucia pared de ladrillo del bloque que se levantaba a nuestra espalda, obligándola a subirse sobre un pequeño peldaño que daba a una puerta tapiada. A mi merced, la apresé entre la mampostería y mi cuerpo sin demasiada delicadeza. La polla erecta se orientó en dirección a su entrepierna. Estaba excitadísimo, fuera de mí. Pensaba que reprendería mi actitud, pero no solo calló, sino que volvió a agarrarme la polla con la palma de la mano invertida mientras nos comíamos la boca, a pesar de que el inexistente espacio entre nuestros cuerpos y el empuje que estaba profiriéndole a mi cadera dificultaran el público pajote. Qué gozada. Los pantalones se me habían caído hasta las rodillas junto a mis bóxer, pero me daba igual, estábamos que quemábamos. De manera inconsciente, puro instinto, buscaba estamparle mi miembro en la entrepierna, y solo su mano, que lo meneaba sin cesar de forma errática, impedía que lograra mi objetivo.

—Nenito... —gimoteó excitada mientras le lamía el cuello de lado a lado. La pobre no se podía ni mover. Excepto su muñeca.

—Nenita... —repetí extasiado, la respiración entrecortada, el vigor de mis caderas en aumento.

—¿Sabes que llevamos una semanita sin...? —Mis manos agarraron sus glúteos con fuerza, nuestras caderas se hicieron una.

—Sin... —repetí, animándola a que lo dijera. El contacto de nuestros cuerpos impidió definitivamente que pudiera proseguir con la paja, por lo que echó sus brazos alrededor de mi cuello, dejando vía libre a mis intenciones y mi polla a su aire.

Agarré su ajustado vestido desde atrás y lo deslicé hacia arriba, poco a poco, regocijándome en el momento. El diminuto tanga, que se perdía entre sus glúteos, quedó expuesto enseguida, aunque no me detuve hasta dejar el vestido a la altura de la cintura. Bendito trasero, vaya dos masas esféricas perfectas. Tuve que luchar contra la lujuria que me dominaba para no desnudarla allí mismo. La leche, cómo deseaba reventarla a pollazos. Que su lengua jugueteara con la mía de manera torpe y no hubiera manifestado queja me invitó a ir más allá. Comencé a magrearle el culo a placer, majestuosa carne moldeada a base de obsesión y ejercicio. Lo estrujaba sin demasiados miramientos, separando una y otra vez sus nalgas, sintiendo como mi polla, que colisionaba constantemente contra el triángulo frontal del tanga, había adquirido una dureza incómoda.

—Sin follar... —escupió sin tapujos. Un escalofrío me recorrió la médula espinal. Follar era un verbo que sustituía a hacer el amor cuando iba cachonda.

—Y tienes ganitas de que te folle, ¿verdad?

Otorgué a cada una de mis palabras un tonillo de furiosa excitación. Excitación que invitó a mis caderas a imprimir un movimiento más frenético, a mis manos mayor perversidad. Su respuesta fue un chasquido de placer. Amasaba su culo con un deseo incontrolado, mi imaginación desbordada. No veía el día en que me dejara introducir en él algo más que algún hábil dedo, mas la paciencia es una gran virtud.

—Uf... Nene... nos van a ver... —suspiraba Cris, que no dejaba de besarme y arañarme la nuca con las uñas, sus ojos cerrados dejándose hacer.

Que nos viesen, sinceramente, me importaba un rábano. El que sufre es el que ve, y yo estaba tocando, empujando y mordiendo. Entre las sombras, embebido de toda realidad que no fuese la nuestra, trataba de llevar mi erección una y otra vez a su entrepierna, golpeando aquel triangulito que ocultaba su preciado tesoro. Mi glande estaba inspirado, y no fueron pocas las ocasiones en las que di de pleno en el blanco. Mis manos sobre su panderazo ayudaban a la tarea, desplazando su cuerpecito a mi puñetero antojo.

—Nadie nos va a ver, reina... —Mis pantalones y mis calzoncillos habían caído a mis tobillos. Lo cierto es que si aparecía alguien entre las sombras se iba a topar con una escena de lo más curiosa, pero, una vez más, qué importaba. Lo estaba flipando. Y más lo iba a flipar.

—Joder, cómo estoy... Migue, vámonos ya a casa... —Cris me había entregado de nuevo su cuello, al que le di un buen repaso, lengüetazo aquí y lengüetazo allá. Gemía y sollozaba de placer, su calor iba en aumento.

—A ver cómo estás y ahora vemos qué hacemos...

Miré hacia abajo, al espacio entre nuestros cuerpos, y jugué a estampar mi glande descubierto e hinchado contra su sexo oculto. Esta vez no de atrás hacia delante, sino de abajo arriba, buscando el golpeo en el sitio clave. La visión de su ombliguito, aquel vestido enrollado que dejaba medio cuerpo al descubierto y el tanguita aumentaron mis niveles de fogosidad. Dejé que una de mis manos se perdiera en el valle conformado por sus glúteos y deslicé mi dedo corazón derecho por el hilo blanco, empezando por su ano, al que le habría prestado mayor atención de haber estado en una cama, y descendiendo a través del perineo en busca de su cuevecita del placer. En cuanto la goma se ensanchó comencé a sentir la humedad que nacía de su sexo y bañaba la tela. Aquello me volvió loco. Estaba empapada, y su estrecha vagina no paraba de segregar sus deliciosos flujos.

—¿A dónde vas, nene? —Entre gimoteos y quejas veladas Cristina se dejaba hacer como en pocas ocasiones se había dejado en unas circunstancias parecidas, y eso que tampoco era una pava comedida ni una santa. Sus manos entrecruzadas seguían aferradas a mi cuello.

—Solo quiero comprobar algo... —respondí sumiéndome en un estado de éxtasis cercano a la enajenación mental. La calle, en ese momento, era nuestra.

Mi dedo siguió su camino un par de centímetros y se detuvo a la altura de la entrada de su vagina. No estaba empapada, estaba chorreando. Mezcla de flujos vaginales y restos de orina se acumulaban a ambos lados del suave tejido. Aquello era el puto cielo. Presioné con el dedo un poco en la zona, introduciendo ligeramente el tanga en su húmedo chochito, y provoqué que de su boca salieran más gemidos.

—Nene, joder... Vámonos, estamos en bolas en la puta calle... Súbete el pantalón... —gimoteaba con la respiración entrecortada, sus ojos atentos escudriñando la acera. Si quería que parase, qué os voy a decir, que no me hubiera agarrado la picha mientras meaba. Tenía que cargar con lo que había provocado.

Ya eran dos dedos los que jugueteaban con su empapado tanga, los que sentían la esponjosidad de sus montículos vaginales bajo la tela mojada. Aproveché sus bajas defensas para subir la apuesta. Aparté la mano izquierda de su glúteo y me la llevé a la polla. Tan rápido como pude, la dirigí contra el triángulo frontal y comencé a frotarla con maldad, siguiendo el recorrido que sobre el tanga marcaba la rajita conformada por sus labios mayores.

—Cris, siento decírtelo, pero estás empapadísima...

—¿Y cómo coño quieres que esté? —dijo entre risas nerviosas y jadeos intermitentes—. Y nunca mejor dicho... —aclaró, volviendo a reír y jadear entre suspiros.

Inmediatamente bajó la mirada y observó cómo me agarraba la polla y la frotaba contra su ropa interior. A maldad. Los dedos de mi otra mano, perdidos entre sus glúteos, continuaban presionando el tanga en el lugar por donde ansiaba meter ya mi herramienta, lugar que cada vez estaba más húmedo. Delante, mi capullo se deslizaba sobre la prenda íntima sin oposición.

—¿Te gusta? —pregunté sobreexcitado por culpa de la situación y tanto roce obsceno. El cipote me iba a reventar. Creo que era la tercera vez que vivíamos algo así de hardcore , obviando las veces en que había desnudado alguno de sus pechos para besarle o morderle un pezón en lugar público, y el morbo me desbordaba.

—Me encanta, amor, pero larguémonos de una vez... Mira cómo estamos, joder, puede pasar alguien que nos conozca y...

No le permití terminar. Aproveché el momento y su tolerancia para tratar de llegar a la fase final. Con rapidez, dejé de masturbar su coñito sobre la tela y llevé la mano derecha hacia delante. Mientras sostenía mi polla con la mano izquierda, usé la otra para tirar con impaciencia hacia abajo del triangulito del tanga, lo que provocó que la prenda entera se deslizara unos centímetros. Su pubis depilado y sus labios menores asomando por aquella deliciosa rajita hicieron su aparición. Su coñito entero estaba al aire. Espectáculo demencial. Para ser franco, no creo que nadie que conociese a Cris pudiera haber imaginado que una niña tan buena y preciosa se estuviera viendo en una situación como esa en la vida, medio desnuda en mitad de una calle y a punto de ser follada. Pero hasta ahí la había logrado llevar, orgulloso de mí, pensando que las chicas de bien jamás llegan a ser sometidas de esa manera. No sabía lo equivocado que estaba ni lo absurda de mi teoría. Puto ingenuo. Con agilidad dirigí mi polla a su sexo y comencé a frotar el capullo y parte del tronco entre aquellos pétalos, empapándome con los flujos que había acumulado entre ellos. La fricción de mi pene contra su excitado clítoris era constante. Y muy placentera.

—¡Migue! —vociferó cuando sintió su cuerpo estremecerse. Con cierto nerviosismo, comprensible, comenzó a mirar a un lado y a otro de la calle —. ¡Migue, joder! ¡Que nos van a ver! —susurraba entre dientes ahogando sus ganas de gritar.

—¡No voy a hacer nada, nena! Mira, mira... —le contesté embelesado por aquel roce húmedo y sexual que me estaba poniendo a mil.

Ambos bajamos la mirada y disfrutamos de unos instantes de fricción, respiraciones entrecortadas a través de bocas entreabiertas. Llevé entonces mis manos a sus caderas y comencé a zarandear a mi novia a placer. Mi polla erecta se perdía entre sus muslos, que la muy cabrona había arrimado para evitar males mayores, su inundado coñito, que se estaba llevando un masaje de clítoris soberbio, y su tanga, que estaba ya para un buen lavado. Menudo empalme llevaba. Cualquiera que nos viera, dos sombras chinescas en la oscuridad, deduciría que me la estaba follando en posición frontal. Mis ganas. Ni la tenía tan larga como para penetrarla en esa postura ni ella se hubiera dejado. Aun así, proseguí con el rozamiento en tanto mi novia se dejó hacer. La ginebra y el ron magnificaban todas las sensaciones que nos recorrían la piel.

Tras unos instantes de goce sin parangón, cegados por las circunstancias, mi polla bañada en unos flujos que no paraban de manar, y evadidos totalmente por culpa del alcohol, el calor y la situación, Cris se soltó de mi cuello y me dio un empujón. Ataque de cordura a destiempo. Aprovechó para colocarse el calado tanga en su sitio con torpeza y resopló una y otra vez mirando hacia todos lados. Antes de hablar se abanicó el enrojecido rostro con la mano y comenzó a hacer aspavientos.

—¡Ya está, Migue!, ¡de verdad! No puedo más... ¡Se nos está yendo la cabeza!... —Su carita de zorra exquisita era la manifestación fidedigna de cómo debía de estar hirviendo en deseos de follar—. Súbete eso y vámonos a casa ahora mismo —me ordenó mientras se volvía a alisar el vestido y trataba de dominar su frondosa melena entre bufidos y resoplidos.

Aunque mi amoratado y mojado glande iba a estallar, le hice caso como un autómata. ¿Qué iba a hacer? Me subí los pantalones y los calzoncillos enseguida y dejé que la bajada de la temperatura debida al coitus interruptus hiciera que mi razón entendiera que aquello había sido, evidentemente, una pequeña locura. Con esto de los móviles y las cámaras de alta definición cualquiera podría habernos grabado y buscado un problema. A pesar de ello, en cuanto comenzamos a andar en dirección a casa, volví a agarrar a la morenita desde atrás para mordisquear su cuello y tratar de saciar las ganas con las que me había dejado. Esta vez mis zarpas manosearon sus pechos con devoción y sin apenas resistencia. Echó las manos hacia atrás y agarró mis pantalones, una y otra vez, tantas como ataques le proferí, provocando que la caminata se eternizara por momentos.

—Voy cachondísima, que lo sepas. Me sobra todo. — Especialmente ese tanga, que está para estrujarlo , pensé con malicia y cierto pesar por no haber tenido antes la idea de arrancárselo. El ruido de sus tacones era la única banda sonora de las calles a esas horas, próximo el alba.

—¿No has notado cómo voy yo? —contesté irónico. La polla casi erecta creaba un montículo incómodo y poco discreto en mis vaqueros, que a ratos acercaba a su trasero. Cris rio.

—Pues más cachondo vas a estar en cuanto lleguemos a casa, te lo aseguro... —soltó con una entonación segura, fogosa.

—Vaya, ¿y eso? —pregunté con sincera curiosidad.

—Tengo una sorpresita para ti... —contestó con aires místicos. Toma bomba, sin anestesia.

Esto sí que no me lo esperaba.

—¿Lo estás diciendo en serio? —La curiosidad comenzó a crecer en mi interior. ¡Una sorpresa! Si lo había confesado en un estado de elevada excitación, alguna relación con el guarreo debía tener. Mariposas comenzaron a revolotear en mi estómago. Adoraba su faceta golfa, aunque no la sacara a relucir tanto como me hubiera gustado.

—Totalmente. Pero de aquí a casa tienes que portarte bien, de lo contrario...

Dicho y hecho. Entre sonrisas picaronas y de la mano avanzamos junto al edificio Escala 2000, que alberga parte de las secciones de electrónica de El Corte Inglés, icónica construcción situada en la manzana opuesta. Pareciera que nada había pasado entre nosotros, que no veníamos de un oscuro callejón de frotar nuestros sexos desnudos, mi polla contra su delicioso coñito de veintiocho años. Un coñito que si no llega a ser por los reparos de su propietaria hubiera profanado sin el menor problema junto a aquellos apestosos contenedores de basura. Manos contra la pared, espalda arqueada, culito en pompa... ¡y a disfrutar! Algún día, pensé, daremos el paso de salir de la cama y el sofá para follar en lugares más excitantes.

El semáforo para cruzar calle Hilera hasta Compositor Lehmberg Ruiz, donde vivíamos en la casa que un día fue de mis abuelos, se puso en verde para los peatones. Nos disponíamos a atravesar el paso de cebra cuando tiré de Cris hacia atrás. El ruido de un motor demasiado revolucionado y la poca visibilidad por culpa de la curva que formaba la calzada en ese tramo me hizo recular. Era tarde y la gente volvía borracha del centro, por más que la Policía Local se empeñara en hacer un par de controles de alcoholemia al mes. No retomamos el paso hasta que el coche, un BMW serie 3 negro con la música a todo volumen, se detuvo frente al semáforo. Fue entonces cuando los vi. Un chico fornido con camisa blanca al volante, otro amulatado con una camiseta del mismo color de copiloto; atrás, dos brujas espectaculares bailoteando de manera sexy. Me cagué en todo. Cuando llegamos al otro lado del paso de peatones el conductor tocó el claxon, provocando que mi novia, que no ve tres en un burro por la noche, se girase por instinto y frunciera el entrecejo. Acto seguido, ella y el engominado se saludaron efusivamente a modo de despedida fortuita. Me cagué en todo por segunda vez.

Parte de mi libido se evaporó, como si el hecho de haberse producido ese segundo encontronazo que instantes antes había querido evitar me devolviera a una incómoda y en parte desconocida realidad, la de la incertidumbre recelosa. Ahora te cuento, ahora te cuento… Vas a flipar . Para más inri, este nuevo encuentro con los fantasmas presuntuosos resultaba si cabe más incómodo que el primero: ahora no podía ocultar que sabía que el engominado y ella se conocían y no podía jugar con los tiempos. Era el momento de dar el paso. Y al ver que Cristi no decía una sola palabra tras retomar la caminata, me impacienté y no pude acallar mi curiosidad.

—Oye, ese chico estaba en la discoteca Andén, ¿no? Y me suena que el que iba al lado también... —pluralicé para no concentrar mi velado interés en el conductor. Entramos en nuestra calle a paso tranquilo—. Creo que me los crucé cuando volvía del baño con Jacobo, un ratito antes de irnos. ¿Los viste?

—Sí, sí —contestó con sorpresa—, allí estaban. Tú tan observador como siempre, peque —soltó mi morena en un tono que denotaba cierta incomodidad. La conocía demasiado bien como para no interpretar al vuelo el significado de cada inflexión de su voz—. Se acercó y me saludó cuando estabas en el baño... No lo veía desde hace casi tres años y hoy me tropiezo con él dos veces... —De nuevo un tono que quería dar sensación de distanciamiento pero que solo denotaba la misma incomodidad que antes salía a relucir.

—Ahm... El caso es que me suena su cara, nena... —Mentí, a ese tío no lo había visto antes de aquella noche, pero qué iba a decir. Necesitaba preparar el terreno para la pregunta que aceleró el ritmo de mis pulsaciones—. ¿Quién es?...

—Pues es... —alargó la última ese más de lo debido— Felipe, Felipe Cano —contestó sin dejar de mirar hacia delante mientras caminábamos, aunque se demoró un par de segundos en aclarar quién era ese tal Felipe Cano:— Mi ex.

Su ex.

Ese tío es su puto ex.

Mi corazón dio un vuelco, quizás varios. Un rubor volcánico me abrasó las mejillas. La lengua se me secó. Toma puñalada. El payaso ególatra de metro noventa y miembro mayúsculo era su jodido ex. Mi mente esbozó no pocos pensamientos irracionales y horrorosos y experimentó todo tipo de sensaciones en una fracción de segundo. Del recelo a la estupefacción pasando por la frustración, la rabia o la envidia. Entre otros menos «amables».

Genial, Miguel, genial. Recoge tu libido del suelo, que se te ha caído. Y aparca esos celos e inseguridades, ese tío ya se ha follado a tu novia. Y antes que tú. Puedes relajarte.

—¿Tu ex? —pregunté con voz ahogada deseando haber escuchado mal.

—Sí... —respondió tímidamente, y no supe si era el alcohol, las circunstancias o que pensara que todo aquello me iba a molestar lo que opacaba su habitual espontaneidad—. Creo que te he hablado alguna vez de él, no estoy segura, aunque no sé por qué te suena su cara. Juraría que nunca habéis coincidido... —elucubró sin dejar de caminar de mi mano. Y no le faltaba razón.

—La verdad es que no lo sé —admití haciendo esfuerzos por mantener la más absoluta naturalidad. Aquí no ha pasado nada , me decía a mí mismo en un inútil intento por engañar a mi cerebro de su lastimosa reacción—. ¿Es el que aprobó la Policía Nacional o algo así? —pregunté sintiendo cómo se alteraba el revoltijo de sensaciones irritantes en mi estómago.

Había escuchado hablar de él únicamente en una ocasión y la información que tenía era tan escasa como difusa. Fue en la terraza del MöTu, cuando charlaba con un grupito de colegas sobre los pretendientes que tenía Cristina, la nueva, la bonita, la buenorra , por aquel entonces. Yo era uno de esos incautos que, cobijado tras la más absoluta discreción, se trabajaba a paso lento pero seguro a la morenita que había presentado en sociedad Andrea. Aunque, sinceramente, nunca las tuve todas conmigo. Cuando no era el dueño, el encargado o el camarero de tal local el que la pretendía era el bombero de turno el que, según rumores, había conseguido una cita con ella. Y luego estaban, como en aquella ocasión, los fantasmas que habían formado parte de su vida sentimental reciente, entre ellos un seductor aspirante a policía con el que había mantenido una tórrida relación que había hecho aguas tras algunas idas y venidas. No sabía mucho más ni quise ampliar información una vez comenzada, un tiempo después, la relación con Cristi. Nada de malos rollos innecesarios a raíz de informaciones que no nos iban a aportar nada. Nuestra relación se basaría en construir día a día un presente que configurara un futuro que nos perteneciera solamente a los dos, sin fuentes de absurda distracción. El pasado quedaba pisado, siempre lo habíamos tenido claro. Así que la única reminiscencia que evocó mi cerebro sobre aquel tipo se remontaba a antes del comienzo de mi noviazgo con Cris. Y casi dos años, como os podéis imaginar, dan para olvidar lo que se comenta en corrillo mientras te intoxicas etílicamente.

—Exacto, el poli. ¿Cuándo hemos hablado tú y yo de esto? ¡Qué memoria, hijo!

—Huy, no recuerdo, hace tiempo, creo... Y bueno, ¿qué te ha contado? —pregunté para naturalizar la charla y rascar un poco más en el asunto, aunque eso supusiera enfriar el trayecto.

—No demasiado, la verdad —respondió encogiendo los hombres—. Que ha estado por ahí fuera, en Mallorca y no sé qué sitio más. Ahora le han destinado a Fuengirola, y por lo visto es definitivo. Ya está mirando apartamentos... Por cierto, para compartir con el muchacho que le acompañaba, que también es poli. No recuerdo ni cómo se llama... ¿Hugo? ¿Iván? ¿Javi? No lo sé, nene, y eso que me lo ha presentado dos veces —dijo con una sonrisita pava—. Y la verdad es que no me he enterado de mucho, porque entre la sorpresa de encontrármelo así de sopetón, el altavoz que tenía al lado y el ron... pues ya tú sabeh ... —dijo con una mueca de desinterés.

Me quedé mudo, pensamientos inconexos de aquí para allá a la velocidad de la luz. Datos, imágenes y cabos que no lograba atar flotando a la deriva en un oscuro mar de incertidumbre: falocentrismo, chulería, altivez, egos desmedidos, brujas atractivas meneando las tetas en un BMW, Felipe Cano vanagloriándose de sus capacidades amatorias, risas de hiena al mear, la sonrisa de Cris al saludarlos, el pollón de aquel miserable dando latigazos al ser sacudido en el urinario, el «Ahora te cuento, ahora te cuento, que vas a flipar»... Pensamientos de mierda, vaya. Necesitaba hablar para no poner de manifiesto la obvia incomodidad del momento, lo que podría dar lugar a no pocas suspicacias. Traté de recordar lo poco que sabía de él para no cambiar de tema bruscamente, aunque la escasa información que tenía era delicada. Aun así, la solté tal cual.

—Sí, yo ya seh ... Por cierto, con ese fue con el que no acabó bien la cosa o hubo un mal rollo con algo... Lo mismo me estoy confundiendo de persona —planteé cauto, siendo consciente de que a Cris no le quedaba claro si había sido ella la que me había comentado esta historia o no.

—A ver, la relación con Felipe acabó mal, sí —admitió mientras seguía clavando tacón sobre la acera, el portal vislumbrándose a unos cuantos metros—. No estuvimos ni un año, ¿eh? Pues le sobró tiempo para meter la pata hasta el fondo... No le perdoné y ya está, cada uno por su lado. Creo que ni le guardé rencor después de lo que pasó, en todo caso me frustré conmigo misma por haber confiado en él.

No me quedaba muy clara la vaga explicación ni lo que pasó, pero me servía de trámite. Como tenía curiosidad y la vi dispuesta a abrirse, quise saber algo más. El sentido abrazo del que había sido testigo no evidenciaba ningún tipo de mal rollo entre ambos.

—Pero imagino que luego hicisteis las paces, ¿no? Quiero decir, que si os saludáis en plan chachi y tal es porque... —comenté invitándola a seguir por el camino lógico.

—Sí, claro. Pero a ver, peque, eso fue al cabo de un tiempo. Un día, no sé cuántos meses después, nos encontramos por ahí, tuvimos una charlita, me pidió perdón y acepté las disculpas, ya me era indiferente y no quería fingir odio alguno; ya me conoces, nene. — Sí, demasiado benévola, crédula e inocente para un mundo con tanto cabrón suelto —. El muchacho estaba realmente arrepentido, y hasta dejó caer la idea de volver a intentarlo, pero ni loca —continuó, llevándose el índice a la sien—. Además, ya te digo que parte de la culpa fue mía, por tonta. A partir de entonces la cosa se relajó, y como tenemos amistades en común... pues coincidimos otras veces y... guay, bien —dijo con la boca chica—. Hasta fui a la despedida que le hicieron cuando se fue a Ávila. Pero vaya —dijo para quitarle hierro al asunto—, que tampoco es que aquello me lo tomara muy en serio ni me traumatizara, pollito mío. No quiero que pienses ahora que me afecta ver a mis exnovios, ¿eh? Estarías tonto si llegases a pensar eso a estas alturas... —dijo con una sonrisa en la boca, suavizando el momento y anticipándose a mis propios pensamientos.

Igualmente estaba bien que lo aclarase, era la primera vez que coincidíamos con una de nuestras antiguas parejas y había que minimizar todo lo violento que pudiera derivarse del fortuito encuentro. Además, me dije a mí mismo que no debía magnificar aquella casualidad. Yo no había hecho acto de presencia cuando se saludaron en la discoteca y apenas si habían hablado cinco minutos. ¿Qué había de malo? Lo mismo hubiera pasado si yo no hubiera salido esta noche. No tenía por qué malpensar. Sus palabras, por tanto, sirvieron de consuelo para despejar ciertas dudas e inseguridades lógicas. Pero, por supuesto, no apagaron todas mis inquietudes. ¡Al revés! Muchas se acababan de incendiar.

Porque a pesar de toda la historia, aquel nauseabundo memo que ya me caía mal incluso antes de saber quién era, había sido su novio, ¡su novio!, y eso quería decir que el arrogante, chulito, prepotente, egocéntrico y mujeriego que había tenido el gusto deconocer en el baño de Andén un rato antes había compartido vida con la mujer con la que yo la compartía ahora. Y claro que sí: pasado pisado. Todos tenemos ex. ¿Pero qué iba a hacer yo si me acababa de encorajinar al ser consciente de que el cazador de brujas, el mismo que calzaba una polla descomunal y que había visto con mis propios ojos, se habría follado hasta la saciedad a la jodida preciosidad que veía cada mañana al despertar? ¡Y a saber qué más! No, no eran celos retroactivos ni inseguridad alguna, no era el temor a que un potencial peligro en forma de pretendiente atractivo se inmiscuyera en mi relación o tratara de seducir a mi pareja. Para bien o para mal, ese peligro , ahora extinto, ya había consumado con mi pareja, por más que me jodiera. No, era otra cosa. Descubrir aquel panorama remoto había despertado algo diferente, algo que a la postre me iba a llevar a ver la realidad de mi vida desde otras perspectivas. Y a madurar en aspectos que jamás había tenido el gusto de contemplar. ¿He dicho madurar? Bueno, quien dice madurar también dice comprender. Pero no adelantemos acontecimientos.

De nuevo, la sensación de que hubiera preferido vivir feliz e ignorante se adueñaba de mí.

—No he pensado tal cosa, reina. Te he preguntado por mera curiosidad, ya sabes cómo soy también. ¡Eso sí, en cuanto nos crucemos con alguna de mis ex la voy a saludar con el mismo entusiasmo con el que os acabáis de despedir vosotros! —exclamé forzando una falsa sonrisa. Cris se rio de verdad. Aquello no le afectaba lo más mínimo, y yo lo sabía. Lo que yo no sabía es que aquello me iba a acabar afectando tanto a mí. Aunque motivos, como os podréis imaginar, iba a tener. Y de sobra.

—¡Genial! ¡Yo también la saludaré con la misma ilusión! Y hasta le daré las gracias por haberte liberado para que formes parte de mi vida hoy día. ¡Asunto zanjado!

Aquello le quedó precioso, y más al saber que lo decía de corazón, pero no logró arrastrar la desazón que había irrumpido de golpe en mi realidad. Aun así, le sonreí y me dejé embaucar por todos sus encantos de mujer fatal. Nos fundimos en un abrazo y nos dimos un morreo cargado de babas y lascivia a escasos quince metros del portal de casa. De tal privilegio no me iba a privar malestar psíquico alguno, aunque mi mente comenzara a divagar a ritmo acelerado.

El «asunto Felipe» podría haber terminado ahí, zanjado por siempre, impidiendo que nacieran apéndices que se iban a bifurcar en todas direcciones. Aquel era un pasado enterrado de verdad, por más que me hubiera pillado a contrapié, pero las cosas nunca son tan sencillas. Porque de haberlas sido, como os podéis imaginar, no estaría escribiendo estas líneas ni contando esta historia que recién comienza.