Descubriendo a Cris. 1.

Celos e inseguridades florecen en Migue cuando, tras un desafortunado encuentro, el pasado de Cristina se cruza en su idílica existencia. Dudas y preguntas. ¿Convertirlo en anécdota o escarbar en él? ¿Seguir viviendo el feliz presente o explorar el ayer que configuró el hoy de su flamante chica?

DESCUBRIENDO A CRIS

P R I M E R A   P A R T E

1. De patanes y brujas

No recordaba haber estado meándome de esa manera en la puta vida. La vejiga me iba a reventar. Literalmente. Las copas de vino durante la cena, las cervezas en la concurrida terraza del MöTu y las tres o cuatro ginebras con las que había empapado el buche en el oscuro antro donde nos encontrábamos estaban pidiendo a gritos ser desaguadas por tercera vez. Pero la empresa, a priori sencilla, se estaba complicando. La perpendicular entre el rincón en que nos encontrábamos bailoteando las tres parejitas y los aseos de la discoteca, línea recta de no más de quince metros, estaba infestada de veinteañeros que danzaban ataviados con disfraces de muertos vivientes, originales Jókeres, villanos enmascarados, Catrinas de lo más exuberante, brujas variopintas y un remedo de caracterizaciones de ultratumba demasiado sexys como para imprimir algún tipo de emoción que no alterase la libido del más hierático.

Tenía que serpentear más deprisa si no quería implosionar. A ritmo de reguetón,  horrible batiburrillo de sonidos machacones y letras infumables, me abría paso por aquí y por allá entre el gentío, masa ingrávida sobrecargada de testosterona. Sí, he dicho reguetón. Porque esto de Halloween no hay quien lo entienda, la verdad. A menos, claro está, que echemos mano de la idiosincrasia del pueblo español para comprender que cualquier festivo, por más noble que sea su causa, es siempre una buena excusa para salir a tajarse, bailar y lo que surja. Especialmente esto último. Y si es disfraz mediante, mejor.

Tras no pocos esfuerzos y algún roce indecente llegué al estrecho pasillo que da acceso a los servicios: al fondo se encontraban los de chicas; a la derecha, los de chicos. Ni que decir tiene que esta pequeña zona de la enorme discoteca Andén es, con diferencia, el mejor sitio para ligar de todo el local. La distancia que separa la fila formada por las hembras y la que conformábamos los machos era tan insignificante que todos los presentes debíamos apoyar la espalda en la pared y meter tripa para dejar paso a quienes ya habían vaciado sus vejigas y regresaban a la pista de baile. El angosto lugar invita al flirteo, y si mi estado de embriaguez y mi nerviosismo fruto de aguantarme las ganas de orinar me lo hubieran permitido, se me habrían venido a la memoria ciertos recuerdos de mi época universitaria que tenían como escenario aquel enjuto corredor, testigo mudo del nacimiento de no pocas amistades, parejas y polvos de una noche. En cambio, todos mis esfuerzos se centraban en contener el pis y a no perder de vista a mi novia. Porque a pesar de las hordas de lindas vampiresas ávidas de risas, bailes, alcohol y sexo, Cristi, su intimísima amiga Mónica y la carismática Andrea, sin más atrezos que los cortos vestidos de noche que habían decidido lucir aquel jueves 31 de octubre, acaparaban más miradas —y deseos— que la Maléfica de busto desorbitado con la que me había cruzado en mi odisea por alcanzar los servicios o que la diablilla de ajustados pantalones de cuero rojo que hacía las delicias del respetable bailando sobre una tarima cubierta de algodones raídos a modo de telarañas.

Al otro lado de la sala, junto a una de las barras pequeñas y bajo una pantalla de televisión, Cristina bailaba risueña junto a Mónica, cuyo nuevo novio no perdía detalle de sendos vestidos blanco y rojo movidos al son de dos cuerpos de escándalo. No me importaba en absoluto aquel descaro, y no solo porque era un orgullo para mí que mi chica resultara físicamente agradable al resto, sino porque aquella presencia masculina también espantaba a más de un personaje demacrado sacado de The Walking Dead deseoso de arrimarle la cebolleta al curvo y pomposo trasero de Cris. Si eso debía suceder durante alguna noche de fiesta, al menos no sucedería en mi presencia.

Tranquilo tras comprobar que todo estaba en orden, y con unas ganas tremendas de ensalivar a mi nena en cuanto nos largáramos de allí, eché un fugaz vistazo a mi derecha y gruñí al comprobar que tenía por delante a ocho o nueve chicos. A mis espaldas, como si hubiera llegado en el momento justo, la cola comenzaba a crecer de manera exponencial.

Intentando evadirme de mi acuciante necesidad fisiológica me encontraba, mirada al fondo de la sala para disfrutar de los contoneos de Cristina cuando el tumulto me lo permitía, mirada ansiosa al pasillo en busca de algún Hombre de las Tinieblas que abandonara de una vez el baño, que no me había fijado en las dos hermanas que tenía enfrente. Vaya exquisiteces. Dos brujas gemelas tremendamente bien caracterizadas, vestidas y maquilladas que habían decidido darle el puntito sexy al conjunto con unos llamativos escotes. ¿Puntito? Más bien puntazo. Vaya gemelas las de las gemelas. Un trabajo de orfebrería el de sus padres al hacer el encargo a la cigüeña. Tras una rápida ojeada a aquel doble par de tetas —tal vez menos discreto de lo que acostumbro a ser por culpa de la ginebra que me gobernaba—, dirigí la mirada nuevamente a mi grupito, como si me sintiera mal porque mi novia me hubiese podido pillar en pleno acto de infidelidad visual. Como imaginaba, Cris seguía moviéndose al compás de la música, ajena a mi ubicación y destino, consciente de que no cambiaría jamás sus virtudes por las de ninguna otra. Habría que ser gilipollas para hacer algo así. Se le había arrimado Jacobo, el marido de Andrea, que no se cansaba de demostrar sus pocas aptitudes para el baile y su nula gracia contando chistes verdes. O de cualquier otro color. Apostaba lo que fuese a que lo único que iba a conseguir era darle un pisotón a mi novia, que no tardaría mucho en mandarlo a freír espárragos con todo su arte y salero. No he visto tío más torpe y arrítmico en mi vida. Un desastre. Tenía Andrea el cielo ganado si para todo era igual de negado.

La cola avanzó un par de cuerpos y regresé a la realidad dando un par de pasos laterales. Si en dos minutos no estaba evacuando frente a un retrete no me iba a quedar más remedio que sacarme la polla y mear en algún rincón oscuro entre la enorme barra principal y cualquier ángulo discreto de la discoteca.

Otro pasito más en dirección a mi destino. Y de nuevo, prudente, un fugaz vistazo a esas cuatro tetas hipnóticas cubiertas de brillantina verde y morada, a juego con unos nigrománticos y cortísimos disfraces que dejaban a la vista unos pantis de redecilla que hechizaban más que cualquier perverso conjuro.

Elucubrando sobre la forma, disposición y el tamaño de los pezones que ocultaban sendas jovencitas me hallaba, cuando una voz me sacó de mi letargo mamario:

—¿Venís disfrazadas o simplemente aprovecháis esta noche para pasar desapercibidas?

La pregunta surgió del chico que tenía delante, cuya existencia sí que había pasado totalmente inadvertida para mí, y eso que el chaval, de unos treinta tacos, abultaba lo suyo. Metro noventa, espalda ancha, brazos cultivados y pelo abundante repeinado con gomina hacia atrás; rostro anguloso, nariz aguileña de generoso tamaño y mirada escrutadora y segura. Estaba acompañado por otro armario empotrado de ojos pequeños e inquietos, cabeza afeitada al cero, mandíbula cuadrada, tez morena y barba de siete días. A las brujitas debió parecerles gracioso el comentario —o el autor del mismo— y entre sonrisas picaronas continuaron la broma.

—Hemos aprovechado que es Halloween para escaparnos de nuestro escondite, así nadie se fija en nosotras y podemos surcar el cielo con nuestras escobas voladoras... —contestó la que tenía a mi lado con tono dulzón y guiño de regalo. Eso de que nadie se fijaba en ellas, morenas espectaculares de enormes ojos verdes, era bastante discutible.

—Con escobas voladoras y todo, ¡pero qué profesionales, oiga! —contestó el rapado, que vestía vaqueros desgastados y una camiseta blanca de Gucci una o dos tallas más pequeña de la que le hubiera correspondido en la época de los Back Street Boys —. ¿Y cuáles son vuestros maquiavélicos planes para esta noche tan especial? Tras un año escondidas en la cabaña del pantano tendréis mucho trabajo pendiente...

La música retumbaba a nuestro alrededor, forzando a los contertulios a elevar el volumen. Al cabo de un ratito no sabría si hubiera sido mejor centrar mi atención en las letras de las vomitivas canciones o en la conversación que nacía a mi lado.

—De eso no podemos decir ni mu —contestó la otra, la más guasona, con aires de impostado misterio—, es secreto de bruja de pantano. —Al oír otra vez la palabra «pantano» no pude evitar pensar en agua y un retortijón se adueñó de mi bajo vientre, deseoso de ser liberado de su acuosa pesadez.

—Secretísimo... —corroboró la gemela enarcando las cejas.

—Vaya. ¿No nos podéis dar una pista? Siento curiosidad, nunca he conocido a una bruja de verdad, ¡y no será por suegras! A lo mejor podemos ayudaros hoy con vuestros planes de bruja, ¿no? —comentó el que tenía a mi lado, Don Obvio Engominado, dedicándoles una sonrisa cómplice.

—Bueno... —respondieron al unísono sendas hechiceras antes de que la más alejada de mi posición continuase con el beneplácito cómplice de su gemela. Parecían estar muy bien compenetradas—. A ver, a lo mejor sí podéis, pero si mañana os encuentra la policía junto a una hoguera con el pecho abierto, las tripas por ahí desparramas y el corazón arrancado de cuajo...

Ambas comenzaron a reírse con fingida malicia antes de que la brujita que tenía enfrente, que en ningún momento había apartado la mirada del moreno que me precedía en la cola, llamara la atención a su hermana con un codazo y le recriminara haber sido tan explícita. Suspiré y dejé caer todo el peso de mi cuerpo sobre la pierna derecha, la izquierda ya estaba casi dormida. Putas colas en los baños.

—¡Hostia, toma ya! Qué peligro tienen estas dos, socio, con lo dulce que parecían —añadió el rapado, cuyo cráneo destellaba la luz que el fluorescente arrojaba sobre nosotros, con un teatral gesto de contrariedad y una flagrante lucha interna por disimular sus constantes miradas a tan voluminosos escotes—. Esto nos pasa por no hacerle caso a tu madre cuando nos dice que no hablemos con desconocidas...

Las gemelas comenzaron a hacer gestos expresivos y aspavientos de disconformidad, lo que desembocó en un ligero rifirrafe cargado de picardía por ambas partes. Menudo tonteo se estaban marcando en un instante. Vosotros esto, vosotras aquello . Yo hubiera dado lo que fuese por que hubieran usado los poderes de bruja de Halloween para que la cola avanzara con mayor celeridad. Ya no solo por mi acuciante urgencia, sino porque aquella charla me resultaba incómoda de digerir. No soporto a los donjuanes de segunda ni a las pavas que les siguen el rollo. Ojalá yo jamás haya resultado así de patético ni de evidente en mis noches de parranda.

—Una dudilla: no sois de aquí, ¿verdad? —La pregunta de la hermana más serena calmó los ánimos y el desorden hormonal que estaba provocando la conversación. El acento de los muchachos, en efecto, no sonaba muy del sur.

—Nos han pillado. Sin duda, estas dos son brujas profesionales. —El comentario del que no era el Negro las hizo reír—. Yo sí soy de aquí, pero llevo un tiempo fuera. Este es vallisoletano, aunque parezca mulato dominicano. Se acaba de nacionalizar andaluz.

Qué bien, pensé irónico mientras me mordía el labio inferior tratando de contener mentalmente mi inminente derrota fisiológica. La desesperación en mi fuero interno llegaba ya a niveles críticos. Mear o morir.

—Se nota, os falta gracia y salero —soltó la picarona, cuya risa provocaba que su busto se agitase de manera sugestiva—. Pero podemos ayudaros a mejorar eso, de verdad. Tenemos la receta de bruja para colorear a las personas grises.

—Vaya con las nenas, ¿eh? Cómo las lanzan... —replicó el Negro, que se había intercambiado una mirada cómplice con su amigo—. Toda ayuda es bienvenida, Brujilda, pero no quiero aparecer mañana en la portada del periódico con una sábana cubriéndome el cuerpo junto a una hoguera...

—Bah, chalauras , en el fondo no somos tan malas... —contestó la bruja buena con tono empalagoso y una mirada cautivadora que hasta a mí me dio ternura. Aunque ternura, precisamente ternura, era lo que menos destilaba aquella pantomima. Los dos mentecatos, intentos de Pajares y Esteso bien avenidos, ya lo tenían hecho, ¡y sin gracia ni esfuerzo! Para que luego digan que el físico no importa... Ja, ja y ja .

—Somos buenísimas... —agregó su hermana sin resultar muy convincente—, y si decimos que podemos ayudaros es porque nos sale del corazón...

—No sé, no sé. ¿Nos fiamos de ellas y de sus corazones puros, Negro?

De sus corazones lo ponía en duda, pero de las cordilleras que los cobijaban sí que se fiaban. Y fijaban. Por mi parte, ya había cruzado disimuladamente las piernas para evitar que se escapara el primer chorrito. La charla, en lugar de evadirme, solo conseguía darme vergüenza ajena. Menos mal que tocaba a su fin.

—Nunca he volado en una de esas escobas que no venden en los chinos. Debe molar, ¿no? —preguntó retóricamente mirando a ambas mozas.

—Mola, mola mucho. Si no tienes vértigo, claro... —replicó una de las hermanas mirando al rapado.

—Sería terrible que un paracaidista tuviera vértigo. Podré con esa escoba, muchachita.

Ambas pusieron cara de asombro, pero fue la bruja buena la que se dirigió al engominado de mi lado para salir de dudas respecto a su amigo:

—¿Es paracaidista de verdad?

—Entre otras cosas, sí. Y si tenéis tantas ganas de conocer cómo funciona un paracaídas como nosotros de saber cómo funcionan esas escobas voladoras tan exclusivas, podemos satisfacer... —hizo una pausa estudiada antes de proseguir—, podemos satisfacer todas nuestras curiosidades esta noche... —sentenció el repeinado como colofón a una charla tan trascendental como inteligente. Ejem .

Se despidieron con un hasta ahora y algunas bromas de bajo corte intelectual y entramos los tres al solicitado aseo, del que salían unos enmascarados que tenían toda la pinta de querer asaltar la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre. ¿Qué tenía que ver Dalí con Halloween?

No tenía ni puta idea de cómo iba a cambiar mi vida en ese momento, aunque no fuese consciente en el acto. Sí, he dicho mi vida. La ignorancia es felicidad; el conocimiento, a veces, martirio. Yo hubiera preferido seguir siendo un ignorante por los restos, os lo aseguro.

La estancia en la que todo comenzó a cambiar sin ser yo aún consciente de ello apestaba a meado, humanidad y Dios sabe qué más. El único retrete era visible a través de una puerta de madera entreabierta. Estaba atorado, y sobre la superficie del agua se amontonaba papel higiénico sucio. Un asco. Me dirigí entonces a uno de los tres urinarios de la pared lateral, me desabroché la bragueta como un desquiciado y, por fin, comencé a evacuar. La sensación de alivio fue tan instantánea como placentera, jamás había estado tan al límite. Cada segundo que transcurría expulsando orina era una liberación, cosquillitas en la columna y calma para mi maltrecho vientre. Suspiré con pesadez, como si los hombros me empujaran hacia delante, arrugué el entrecejo y me dejé llevar por la agradable sensación de drenaje y libertad. De fondo, la música llegaba distorsionada, los tabiques temblando al amortiguar los graves que escupían los altavoces.

Por desgracia, la paz que comenzaba a embriagarme se vio enseguida enturbiada.

—¡Menudo par, colega!—. El engominado se colocó a mi izquierda después de repeinarse frente al oxidado espejo que descansaba sobre los lavabos; su compinche el Negro hizo lo propio en el urinario contiguo. Sonidos de cremalleras al deslizarse.

—Tremendas dos, sí, ¡tremendas dos zorritas! Y encima gemelas... ¡Esta noche no vamos a tener que echar a suertes quién se carga a la gorda, hermano! —exclamó con poca delicadeza el Negro. Ambos rieron a carcajadas insufladas de seguridad etílica. Definirlos como payasos sería faltar el respeto a un gremio que no se merecía tal comparación.

—Que elijan ellas por una vez, cojones, ¡no hay problema! —Más risas de hiena—. Vaya brujas más pervertidas. Y mágicas, sí, porque a mí la visión de tanto melón hechizante me ha despertado la varita —soltó con confianza el engominado, como si aquella frase hecha la hubiera inventado él en aquel momento. Yo seguía evacuando la última remesa de ginebra deseando largarme de allí; no podía con el pestazo que flotaba en el recargado ambiente, las tonterías de estos dos y, sobre todo, porque tenía a una muñequita esperándome.

—Ya te digo, hermano, se me iban los ojos. Y te digo más: no sé si han traído escobas, pero el mango se lo voy a poner yo esta noche a la que sea entre esas tetas... —continuó el Negro, socarrón, mirando su propio reflejo sobre el alicatado blanco mientras continuaba orinando.

—Te diré y te contaré. Entre las tetas y entre lo que no son las tetas, aquí está jurado. En cuanto la brujilla vea esta escoba... ¡no se va a querer bajar! —exclamó el engreído que tenía al lado—. Nada de paseos por el cielo, ¡voy a hacer que vea de cerca todas las putas estrellas! —Soltaron una nueva risotada forzada—. Que no tenemos gracia, serán guarras... Gracia no sé, pero rabo... rabo como para dejarla caminando como John Wayne durante una semana. —Esta vez la carcajada fue más sonora, provocando que algunos de los presentes les dedicaran una furtiva mirada de desaprobación. La presuntuosidad y la altanería se podían contemplar flotando en el ambiente, virilidad sobreexpuesta.

En aquel momento, tras lo visto y escuchado, no puse en duda que las dos veinteañeras fuesen a caer en las redes de sendos mendrugos de discoteca —o viceversa, cuidado—, pero aquella autosuficiencia resultaba molesta. Ya sabéis, dime de qué presumes y te diré de qué careces, aunque las carencias se palparan también en el ambiente. En cualquier caso, y no sé si por mi estado de embriaguez, por un acto reflejo con finalidad comparativa o por esa curiosidad que mató al gato, aproveché que contemplaba absorto cómo me desplazaba el prepucio de delante hacia atrás expulsando las últimas gotas de orina para mirar de reojo hacia el urinario de mi vecino. Solo fueron un par de segundos, pero resultaron suficientes.

El engominado se había desabrochado los vaqueros y bajado la cremallera hasta abajo. Entre su camisa blanca y la portañica abierta sobresalía parte de su escroto y... oh, maldita sea, un pedazo de polla. Y no me refiero a un trozo de la misma, no, sino a que aquel tipo tenía un verdadero pollón. No exagero si digo que en estado de total flacidez, que es como me imaginé que lo tenía en ese momento, era más grande que mi polla en todo su esplendor. Que no quiero decir con esto que yo tenga un micropene —me muevo en torno a la media patria—, sino a que el colega tenía un cipote que además de resultar llamativamente grueso en reposo y estar coronado por un glande cabezón, no debía medir en tal estado menos de trece o catorce centímetros de largo. Quizás algo más. Menudo chorizo le colgaba al narigudo. ¿Cómo sería aquel badajo en estado de excitación, macho? Una auténtica locura de polla, insultante, en serio. Incluso me atrevería a decir que resultaba grotesca y desproporcionada per se, a pesar de que el muchacho era alto y grandote. Pero ¿desde cuándo el tamaño del pene va en relación con el del cuerpo o viceversa?

Esta y otras incongruencias me planteaba en ese momento de extrañeza y perplejidad cuando cierta envidia malsana se apoderó de mí, que siempre he tenido que esconder y naturalizar ese complejillo muchísimas veces infundado que todos los que tenemos un pene tirando a normalito sentimos por culpa de la universalización del porno accesible, el constante exhibicionismo virtual de los que la tienen grande y pretenden normalizar los dieciocho como estándar mínimo necesario para cumplir y la potencia de la cultura popular asentada en la opinión de una mayoría femenina que sigue abanderando que el tamaño —sea cual sea este estándar— sí que importa. Y mucho. Además, si a una actitud engreída, altiva y cosificadora se añadía que aquellos alardes a viva voz estaban justificados por la existencia de una herramienta que dejaría maravillada a la más promiscua del lugar, la incómoda sensación de estar compartiendo espacio con dos verdaderos patanes falocéntricos se acrecentaba. Niveles de vergüenza ajena desbocados. Urgía salir de allí antes de que se me acabara envenenando el alma y agotando la paciencia.

—Éstas no saben dónde se han metido, pero no se van a querer salir...

Rieron de nuevo en dirección a sus respectivos urinarios hasta que su risa se fue apagando lentamente, como si al vaciar las vejigas sus baterías hubieran mermado sus niveles de cachondeo.

¡Callaos ya, por favor!

—Ya te digo que sí... —murmuró el engominado, más para su fuero interno que para su compañero de aventuras, mientras terminaba de evacuar y se la sacudía—, esta varita mágica va a dejar bien abierto el chochito de la brujilla cachonda... Que no tengo gracia, me cago en mi puta vida... La van a escuchar gritar hasta en el pantano ese de los cojones... Ya lo creo, joder, voy a hacer que explote cuatro o cinco veces sin sacarla... Se le van a quitar las ganas de probar otra polla hasta el siglo que viene... Menudas cachondas... —se decía a sí mismo, recreándose en sus eróticos pensamientos con una arrogancia y un amor por su verga totalmente desmedido, elucubrando sobre lo que vendría después. Surrealista era decir poco. A saber qué hubiera pensado Freud de la conversación de los besugos y sus monólogos interiores.

Volví a mirar con disimulo mientras me abrochaba la bragueta y acabé reconociendo para mis adentros que a pesar de toda aquella fanfarronada detestable el tipo tenía una polla bastante grande. Tenía que echar muchos años la vista atrás para recordar algo que me hubiera impresionado tanto, quizás en alguna playa nudista o en los vestuarios de alguno de los gimnasios en los que he entrenado. No me cupo duda de que más de una se habría llevado una grandísima sorpresa al bajar esos calzoncillos y encontrarse con semejante miembro. Menudo hijo de puta. En fin, mejor para él y para la que lo disfrutara. Yo con lo mío iba contento y no tenía que ir buscando brujas ni cortesanas, ya tenía a la reina de todos los reinos.

Me lavé las manos, contemplé mis ojos cansados y mi camisa de cuadros arrugada en el espejo y salí del servicio aliviado. Traté de olvidar lo que acababa de ver y oír, como una misión —o castigo— que ya he cumplido en la vida, y me centré en lo importante.

Eran casi las cuatro de la madrugada. Bastante tarde, teniendo en cuenta las horas a las que solíamos recogernos cuando salíamos. Estaba seguro de que Cris no tardaría en regalarme una de sus caritas Disney como invitación a marcharnos. Llevábamos en pie desde las seis de la mañana y debía de estar tan molida como yo. De hecho, de no haber sido tocados por la gracia de un destino azaroso, a buen seguro ya llevaríamos tres o cuatro horas con Morfeo. Sí, después de un buen polvo. Y es que días atrás, a mi novia le había tocado una cena en un sorteo de Instagram, y ni las horas de trabajo acumuladas ni el cansancio iban a evitar que disfrutáramos de lo que Fortuna había planificado para nosotros aquella noche de Halloween. Dos pizzas especiales a elegir, una botella de vino y un postre a compartir en un italiano de reciente inauguración. Ella y su suerte para los sorteos. Aunque es normal que la tenga, tanto ella como las amigas participan en todos los que pillan. Ya creo que es vicio.

Tras la comilona, y aprovechando que era pronto para recogernos, decidimos tomar algo en la terraza del hostal MöTu, donde nos reunimos con un montón de amigos y conocidos de vez en cuando, y de la que tenemos que salir a hurtadillas en muchas ocasiones para no acabar mal influenciados por aquellas parejas que no perdonan una juerga y no descansan hasta quemar la noche. En esta ocasión no pudimos huir y fuimos abducidos por Mónica Pineda, una de las mejores amigas de Cris, que con la excusa de haber presentado en sociedad a Gustavo, su nueva pareja, nos sedujo para disfrutar de la noche de Halloween. ¡Como si la noche de Halloween tuviera chicha para ser disfrutada cuando se tienen más de veinte años! En fin, un día es un día. Se nos habían unido Andrea y Jacobo, pareja guapa de cuarenta y pocos con la que guardábamos una magnífica relación, y a la que era imposible decirle que no. Si estabas cerca, ya sabías que ibas a acabar en mitad del bombardeo al que se iban a apuntar.

Precisamente a Jacobo me encontré cara a cara en cuanto la doble fila de chicos y chicas me escupió del pasillo de los aseos. Toda una sorpresa, desde luego. Pensaba que iba a mear y le tocaría padecer mi suplicio, pero me equivocaba.

—Vente para acá, Miguel, vamos a tomarnos la última, que estas tías beben más lentas que el caballo del feo y aquella barra está hasta arriba de Gremlins .

¡Qué dices, calvo de mi corazón, déjame regresar con mi novia, que estoy deseando llegar a casa para hincarle el diente como no hago desde hace una maldita semana! ¡Y no era el caballo del feo, era el del malo!

—¡¿Otra?! No puedo más, Jacobo, en serio. Llevamos desde las diez de la noche dale que te pego y ya te veo triple. Además, vengo del meadero y...

—Una última, de verdad —me interrumpió con la mirada vidriosa y el aliento sobrecargado—. Esta y nos vamos, que te quiero comentar una cosilla. Yo te invito, coño —perseveró echándome un brazo alrededor del cuello.

No podía decirle que no, por más que me fastidiara hacer esperar a Cris y estirar aún más la madrugada. Y no solo por respeto y amistad, sino porque era un buen cliente. Unas semanas atrás le había hecho entrega de un Audi Q5, y el año anterior nos había comprado un Volkswagen Tiguan para Andrea. Ahora se le había metido entre ceja y ceja un Q8 nuevo a estrenar que acabábamos de recibir, vehículo idéntico al que había adquirido uno de sus compañeros de la aerolínea y que había acabado enamorando a medio aeropuerto, Jacobo incluido. Y un Q8, con todos los respetos, son palabras mayores. Hice un último esfuerzo y acabé cediendo, más por cortesía profesional que por amistad. Para qué ser hipócrita.

—Adelante, ahora me cuentas esa cosilla , pero invito yo, ¿eh? —puse como condición, y no por generosidad, sino porque quería acabar rápido con aquel trámite y regresar de una vez con Cristi—, que a ti te ven muy mayor y nunca te quieren atender. —Jacobo aceptó dándome una sonora palmada en la espalda que me puso rumbo a la barra.

En realidad Jacobo no es tan mayor ni nos llevamos tantos años. Yo tengo treinta y siete bien llevados y él cuarenta y cuatro demasiado maltratados. Todo un chaval maduro con maneras de señor de frente despejada que se pasa media vida viajando por el mundo, una de las grandes ventajas de ser piloto en una gran aerolínea. Otra es poder aspirar a un Audi Q8, algo que el resto de mortales tenemos como un sueño muy lejano. Incluso si los vende tu propia empresa.

Me acerqué a la barra principal, me colé entre un intento de Pennywise, un chamuscado Freddy Krueger y un logrado Michael Myers, y le pedí un par de Bombay Sapphire con limón a una despampanante camarera caracterizada de Harley Queen . Joder, ¿es que acaso la cultura española no ha sabido engendrar celebridades terroríficas que merezcan un disfraz decente para lucir en Halloween? Me parece indignante.

La música seguía martilleando mis sensibles oídos y Jacobo intentaba hacerse el gracioso metiéndome mano desde atrás. En Cris y su hipotético estado de impaciencia estaba pensando mientras la chica se afanaba en partir el hielo con las pinzas, cuando vi reflejadas en el espejo que hace las veces de estante de bebidas la imagen de dos brujas que me resultaron muy familiares. Giré la cabeza y admiré como cuatro enormes tetas bamboleantes pasaban a nuestras espaldas y se perdían entre la multitud. Estaban con el radar puesto, mirando aquí y olisqueando allá, seguramente en busca de esos aprendices de brujo que las habían hechizado instantes antes.

—Joder, qué cuerpecitos gastan las niñas de hoy, por favor... Qué tetamen y qué culitos tan suculentos... —exclamó Jacobo sin importarle un pimiento la mirada de rechazo que le acababan de dedicar dos chicas de no más de veinte años que tenía a su lado.

El comentario, de todas formas, me invitó a fotografiar mentalmente sendos traseros bajo las luces estroboscópicas y, como una evocación relacionada con los mismos, no pude evitar pensar en la polla que acababa de ver y en lo bien que se lo iba a pasar si su propietario era capaz de finiquitar lo que estaba ya casi cantado. Si las circunstancias hubieran sido otras quizás hubiera dejado volar aún más la imaginación para recrearme en la escena pornográfica que con toda probabilidad iba a vivirse entre el engominado dotado y una de esas dos preciosidades. Dónde follarían, cómo reaccionaría al ver semejante manubrio, cómo se verían aquellas tetas desnudas y cómo iban a rebotar tras cada pollazo, cómo llevaría de depilado el coñito... No sé, morbosidades de esa clase que a veces se me vienen a la mente en situaciones parecidas y que en absoluto son incompatibles con el hecho de convivir con tu pareja y llevar una vida sexual sana. ¿Quién no tiene pensamientos cerdunos, se masturba viendo porno o fantasea con otras personas, aun estando emparejado y satisfecho? ¡Esa es la verdadera salud sexual! Al menos mientras no lo sepa tu pareja, porque corres el riesgo de quedarte sin ninguna clase de vida sexual.

Por desgracia, las circunstancias cambiaron bruscamente un instante después, cuando observé de refilón y de puta casualidad cómo el fortachón cipotudo, cuya altura le hacía resaltar sobre el resto de los presentes, le hacía un gesto a su compinche y se acercaba con decisión no hacia la sala hasta la que habían marchado las gemelas, sino al lugar en que Cris bailaba ajena al mundo entero.

Mi primer pensamiento, más allá de la estupefacción y el recelo que se apoderaron de mí, fue el que todos hubiéramos tenido: este tío ha visto a la morenita con cara de ángel y cuerpecito para pecar en aquel rincón sin compañía masculina y ha decidido que las brujas pueden esperar. Dos coñitos mejor que uno, ¿eh, pillín? Bien, pues no podía estar más equivocado. Al menos en parte. Porque como había sospechado, y a veces odio tener razón, el chico se lanzó directo a por mi novia ante mi expectante mirada y toda la prudencia que fui capaz de mantener. Pero en lugar de contemplar un ataque programado que con toda probabilidad iba a ser repelido con chispa y educación, ocurrió algo que acabó por desubicarme. En cuanto Cristina sintió la presencia de un extraño tras de sí, se dio la vuelta con cara de pocos amigos y se colocó frente a él. No sé si fueron unas milésimas de segundo o medio minuto, había demasiada gente interceptando la visual entre mi posición y la suya y la secuencia era interrumpida constantemente, pero cuando mi chica logró procesar entre las sombras del lugar los rasgos del engominado, su rostro se tornó sorpresa. Mandíbula desencajada, ojitos negros de par en par, gesticulación excesiva y una sonrisita boba enmarcada entre sus dos hoyuelos tras la confusión inicial. Mónica y Andrea, sorprendidas, no perdieron detalle de la escena. Yo mantenía mis sentidos despiertos, alerta naranja.

—Son dieciséis euros, Miguelito. ¡Espabila, que la señorita Jalicuin no tiene toda la noche!

La voz del desvergonzado Jacobo, que repetía lo que me habría dicho la despampanante camarera, me sacó del embelesamiento en que me había sumido aquel singular numerito del que no quería perder detalle. Saqué raudo y veloz un billete de veinte de la cartera y se lo entregué, no quería entretenerme con el puñetero datáfono. Las manos me temblaban. Un sentimiento de excitación nerviosa me acababa de poseer y un incómodo vacío hizo acto de presencia en mi estómago. Incertidumbre y duda que debía disfrazar para no poner en evidencia mi justificado estado de alarma.

—Joder, entre la música ésta y tantísima carne expuesta me he puesto a viajar, a viajar y a viajar y… En fin... uno no sabe ya ni dónde mirar... —improvisé—. ¡Vamos al lío, que esto se calienta! —añadí con un ojo puesto en la barra y el otro en la otra punta de la sala.

Recogí la vuelta y cargué sendas copas de ginebra con los refrescos de limón. Le entregué la suya a Jacobo y le ofrecí un brindis mientras no perdía detalle del panorama que transcurría, muchas personas y varios metros más allá, sobre su hombro derecho. El alcohol humedeció el desierto en que se había transformado mi reseco paladar.

No pude evitar convertirme entonces en pura suspicacia. ¿Quién coño era ese tío y por qué Cristi le acababa de dar un abrazo? ¿Por qué hablaban con tanta confianza y cercanía? ¿Por qué era capaz de palpar desde mi posición tal grado de afinidad entre miradita y miradita? ¡Hasta me pareció percibir por momentos que mi novia se sentía intimidada ante aquella presencia masculina! No sé, no sabía nada. ¿Qué iba a saber? Había tenido la oportunidad de analizar aquel rostro narigudo unos minutos antes y no era capaz de encajarlo en ningún ámbito social de la vida de mi morenita. Y más de un año y medio de relación da para conocer la práctica totalidad de ámbitos sociales de tu pareja. Desde luego aquel tipo no podía ser compañero de trabajo, puesto que mi novia solo tenía compañeras en la empresa. ¿Algún jefe? No, demasiado joven. ¿Y si fuese algún excompañero de alguno de sus trabajos anteriores? No lo sé, quizás. El caso es que tampoco me sonaba del gimnasio, y de haber sido miembro del mismo estoy seguro de que lo recordaría. ¿Tal vez de algún curso de dibujo? ¿Amigo de la infancia? ¿Del colegio? ¿De la Escuela de Arte y Diseño donde estudió? ¿Un viejo vecino? ¿...?

Sea quien fuese, descarté cualquier vínculo de sangre. La mano del niñato arrogante se posaba sobre la cinturita de Cris, que no oponía resistencia ni gesto alguno de disgusto. Todo lo contrario, seguía charlando risueña con el chico de sonrisa estúpida y cabellera repeinada que le sacaba casi dos cabezas. Porque Cristina es una delicia difícil de describir: cuerpo menudo cuya armonía es quebrada por exquisitas carnes bien distribuidas, suave piel canela, brillantes y oscuros cabellos, curvas sugerentes y un rostro que es capaz de concentrar como ninguno la más inocente dulzura, la belleza más radiante, el morbo más evocador y la simpatía más atractiva, pero la altura no era precisamente uno de sus fuertes, por más que los tacones formasen parte accesoria fundamental de su outfit diario.

—Oye, te quería comentar... No hemos tenido ocasión hoy porque no quiero que Andrea se entere de este tema —me dijo Jaco con tono enigmático; entendí entonces por qué se había alejado del grupito para pillarme a solas—, pero tenemos pendiente lo del coche, ¿okey? Me gustaría que lo hablásemos tranquilamente y de manera... discreta. Espero tener esta semana un hueco para llegarme al concesionario, a ver qué podemos arreglar... Verás, lo cierto es que he pensado en...

La voz de Jacobo fue debilitándose hasta enmudecer, la música había desaparecido. Mi cerebro acababa de desconectar del entorno. Mi mirada seguía perdida sobre su hombro derecho, pendiente de cómo el polludo le presentaba su amiguito a mi novia, que correspondía dibujando una sonrisa. Evidentemente no era la primera vez que veía a mi chica charlando con extraños —o los que a priori podrían haber sido extraños y resultaron no serlo—, circunstancia aislada que no tenía por qué molestarme —incluso he llegado a divertirme viendo cómo reaccionaba cuando algún espontáneo la pretendía—. Había vivido situaciones así de curiosas en la playa, en la propia barra de un restaurante, en algunos hoteles extranjeros cuando estábamos de viaje o en locales de ocio nocturnos; incluso teníamos alguna anécdota divertida que tenía como protagonista, por ejemplo, al listillo que había aprovechado para sacarla a bailar salsa sin saber bailar, o la de aquel sesentón que quiso ligársela insistentemente a bordo de su Bentley mientras yo la esperaba dentro del coche al otro lado de la calle. Pero esto era distinto. El hecho de haber tenido la oportunidad de conocer a aquel mendrugo y sus maneras creaba en mí una sensación de malestar difícil de asumir. Cristi es selectiva en cuanto a sus amistades, y aquel repelente personaje no encajaba con el estereotipo de chico con el que pudiera relacionarse o haberse relacionado mi novia. Estaba deseando saber más y completar el puzle que me estaba montando yo solito en mi imaginación, aunque hasta su resolución iban a golpearme unas cuantas piezas más sobre la cabeza.

Tras unos eternos minutos de charla a tres, pude advertir una afectuosa carantoña de aquel donjuán hacia mi novia, una caricia en la barbilla. Muchas confianzas eran esas. Cris correspondió con una dulce sonrisa y una mirada condescendiente. Aquel intercambio de gestos, como pude comprobar con alivio, puso el broche final a aquel breve pero angustioso encuentro. Tras otro par de besos de despedida a cada uno, Cris se giró nuevamente hacia Mónica y Andrea, cuyos rostros perplejos expresaban una mezcla de picardía, sorpresa y complicidad, y comenzaron a cuchichear. Los dos maromos, por su parte, comenzaron a abrirse paso hacia nuestra posición regalándose gestos y muecas tan diversas como indescifrables para mí.

—¿Qué piensas al respecto, Miguel? Dame tu opinión.

La voz —y el denso aliento— de Jacobo, una vez más, me devolvía al mundo de los vivos.

—Pues...

No tenía ni puta idea de qué responderle, claro; no le había prestado la más mínima atención. Además, mis sentidos estaban todavía concentrados en analizar cada uno de los gestos y miradas de soslayo que se estaban dedicando aquellos dos personajes a espaldas de mi novia. Agudicé el oído al tenerlos cerca.

—Qué tremenda está, hermano, en serio te lo digo... ¡Qué jodida ricura, jo, jo, jo! —exclamó el Negro, que se deslizaba por mi lado en busca de un hueco en la barra—. ¡Te quedas tú con las brujas y para mí la maciza!

—Ahora te cuento, ahora te cuento... Vas a flipar... —se limitó a contestar el engominado, mostrando una sonrisa de medio lado con la que volvía a poner de manifiesto sus altas dosis de autosuficiencia. Antes de desaparecer entre el tumulto, volvió a mirar hacia la posición en que se encontraba mi novia.

Me considero un tío empático, cauto y también muy comprensivo, siempre dentro de los límites definidos por la razón y la lógica; no me gusta prejuzgar ni adelantarme a ninguna clase de acontecimiento, pero aquello me jodió bastante, para qué negarlo. Al hecho de no saber quién era aquel tío, con excepción del momento aseo que me había mostrado su carácter de tarugo egocéntrico carente de neuronas, se añadía ese doble «ahora te cuento» y el enigmático colofón «que vas a flipar», tras el que podía deducir, si no se estaba marcando un farol, que existía una historia en la que Cris era partícipe de alguna manera. Curiosidad desbordada en mi interior.

Traté de obviar aquella patada en el estómago y fingí una normalidad que me acababa de ser arrebatada. Tarde o temprano debía buscar respuestas a todas las preguntas que sobrevolaban mi mente en ese momento. Y no eran pocas, aunque no tardarían en ser muchas más.

—Pues la verdad es que no sabría qué decirte, Jaco —arranqué a decir con la mente ida—. Lo mejor sería que lo comentáramos el lunes en el concesionario. De todas formas, si te sirve de algo, lo hablaré con mi padre el domingo.

—Me parece fabuloso, el lunes lo vemos. Ahora no es momento, no lo es. Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo, como sea. ¡He de hacerme con el puñetero Audi! —vociferó, pulverizando su alcoholizado aliento en el ambiente. Acto seguido, como si me hubiera leído las intenciones, se giró y comenzó a abrirse paso entre la muchedumbre en dirección a nuestro rincón. No había avanzado un par de metros cuando se detuvo, se dio la vuelta y me advirtió:— Por cierto, de esto ni una palabra a nadie, comprendes, ¿no?

—Perfectamente. No te preocupes por eso —zanjé.

Como si no tuviera ya cosas en las que pensar, me cago en la puta. No solo en la relación que unía a Cris con el cabronazo follador de brujas o el afectuoso saludo entre ambos, ese «Ahora te cuento, ahora te cuento... Vas a flipar», acompañado del pérfido gesto del repeinado, se me había enquistado en las entrañas.

¿Qué mierda le tenía que contar ese tipo a su compinche sobre mi novia «la maciza»?

Y, sobre todo, ¿por qué habría de flipar, eh?