Desayuno con sorpresa
Un desayuno con una amiga acaba en un extra que no se puede rechazar...
En aquella época estaba en paro. Había corrido la misma suerte que una compañera que estaba bastante buena. Un día nos llamaron a los dos la misma mañana, y nos mandaron a la calle. Ella se lo tomó bastante mal, porque llevaba mucho tiempo en la empresa, así que pudimos consolarnos mutuamente durante unos días, tomando cafés en los que poníamos a parir a la empresa y a nuestros jefes. Yo siempre me había fijado en María porque era una de las que solían llevar falda casi siempre, y cuando no llevaba falda, solía ponerse de esos leggins ajustados con una camisa encima, enseñando siempre las piernas.
Recuerdo una vez que se me colocó delante, a contraluz, con un vestido de esos de flores muy fino de primavera, a contarme algo. Yo ya me había fijado en que llevaba pantys de esos finísimos de brillo color café, y encima había una posición en la que se le transparentaba la entrepierna con una nitidez absoluta, casi podía leerle las curvitas de los labios vaginales. De repente se puso a subirse los pantys con la mayor naturalidad del mundo, como si nada. Seguía hablando sin percatarse de que me estaba poniendo a mil, y a la vez se pellizcaba las piernas hasta subir a las caderas, a través del vestido. Durante una décima de segundo pude verla las bragas, allí escondidas bajo los pantys, revelando el encaje blanco. Para rematar la faena, se ajustó el elástico de la cintura, lo cual me sonó a gloria. Sinceramente, puse una cara que dudo que no se diese cuenta de que estaba completamente excitado con el pequeño strip-tease que me acababa de hacer.
Otro día, se volvió para hablar conmigo y con otra compañera sentada en la silla con ruedas, sin percatarse de que se le había subido la minifalda, y por un par de minutos pude disfrutar de un upskirt de película, mientras trataba de no ser demasiado descarado, pero lanzando miradas a su entrepierna. Ese día llevaba pantys de encaje, y si no fuese por la otra compañera, el espectáculo hubiese durado más, pero le dijo: "María hija, ¡que vas eneñando todo!". Yo disimulé como que no me estaba enterando, pero la paja que me hice fué espectacular ese día.
El caso es que hacía ya tres meses que no sabía nada de María, y le mandé un mensaje para quedar a desayunar, con la esperanza de volver a verla, echaba de menos estar con ella. Como yo solía salir a correr por la mañana, le dije que podíamos quedar después, y para mi sorpresa ella me dijo:
- Ah vale, pues vente cuando acabes de correr y desayunamos en casa.
Yo estaba flipando ante tal muestra de confianza, primero porque ella vivía sola, y segundo porque después de correr lo mínimo es una ducha. No sabía si eso lo había contemplado ella. Por si acaso ese día no me esforcé mucho, y prácticamente dí un paseo, impaciente por ir a verla ¡a su casa!. Según volvía del parque, como su casa quedaba de paso, no pasé por mi casa, y me la jugué a presentarme allí con mis mallas de correr, tal cual. Ya en el portal, me abrió, y subí a su apartamento. Cuando me abrió la puerta, noté que ella también me echaba de menos, me recibió con una gran sonrisa y me mandó pasar. Llevaba unos leggins negros y una camiseta encima, y su melena castaña un poco revuelta, me dijo excusándose:
- Me acabo de levantar de la cama, siento el desorden.
Yo le dije que no se preocupase, y entonces se me quedó mirando y me dijo:
- Pero mira qué pintas me trae, con esas mallas, todo un profesional!...
No le di mucha importancia, me hice el aficionadillo a eso de correr y cambié de tema. Pasamos al salón y se sentó en el sofá, con una pierna flexionada, mostrándome su entrepierna completamente, sin ocultar nada. Supongo que si hubiese llevado minifalda no estaría así, pero esos leggins protegían bastante. Aún así, se transparentaba algo, y sus pechos redondos sí que se marcaban a conciencia.
Empezamos a hablar. Me confesó que estaba en un momento en que pasaba de todo, y se había juntado con unas amigas que la llevaban de fiesta casi todos los días. Aún así, no parecía tener ninguna amiga que la apoyase de verdad en su situación, y no digamos pareja estable. Ella misma tenía que liberarse de muchas ataduras que le impedían construir una relación duradera. La animé lo que pude y entonces ella se levantó y se acercó a la cocina, era una americana, y desde allí me dijo:
- ¿Tomas café?... Ah, por cierto, querrás darte una ducha, con confianza, el baño está en el cuarto, ya ves que esto es muy pequeño.
Yo tuve la intención de decir que no era necesario, pero inmediatamente cambié de opinión y respondí:
- Ah gracias, la verdad es que aunque no traiga ropa sí que me viene bien una ducha rápida.
Ella respondió:
- Mira, en eso no puedo ayudarte, a no ser que quieras ropa mía.
La verdad era que sí que la quería. De hecho cuando pasé por su habitación me fijé en las sábanas revueltas, y en su ropa sobre una silla y tuve la tentación de acercarme a curiosear, pero podía pillarme. De lejos oí a María:
- Se acaba de ir un amigo, espero que haya dejado el baño decente.
El baño estaba perfecto, y mientras me desnudaba me fijé en un cesto de mimbre marrón, del que sobresalía una camiseta con tirantes de encaje. No pude resistir la tentación, y lo abrí, como quien abre un baúl que adivina lleno de sorpresas.
Resulta que seguía teniendo la costumbre de ponerse pantys casi todos los días, porque allí los había de todos los tonos, cogí unos beiges que estaban encima de todo y me olieron a gloria, eran supersuaves e inmediatamente se me puso dura. No me pareció oportuno hacerme una paja, pero hubiese estado bien. Aún así cogí un tanga negro de satén y me lo llevé a la boca, sintiendo su olor, nuevo para mi pero tan agradable que estuve un rato masajeándome, sin dejarme llevar por lo que hubiese podido ser un orgasmo seguro. Me duché rápido y sintiéndome un poco raro me volví a vestir con la misma ropa. Entonces caí en la cuenta de que con tanta variedad no se iba a notar una cosa menos, y recogí de nuevo el tanga, me bajé las mallas y me lo puse debajo. Se me puso muy dura de nuevo, pero en cuanto se me bajó el calentón salí del baño.
Ella me dijo desde el sofá:
- Si quieres te dejo una camiseta limpia.
Respondí que no era necesario, pensando que ya me había cobrado su prenda, y entonces me fijé en que ya se había vestido. Llevaba una minifalda vaquera y se había puesto una camisa blanca que llevaba abierta lo suficiente para enseñar el escote y debajo se transparentaba un sujetador negro de encaje. Estaba preciosa, y además se había puesto unos pantys negros azulados, con un poco de brillo que me sonaban de haberle visto alguna vez. Siempre se ponía zapatos de tacón, hoy los llevaba blancos. La verdad es que me quedé mirándola con admiración, estaba buenísima. Ella le quitó importancia, pero yo le eché un último piropo. Para mi sorpresa me dijo tan tranquila:
- No, si ya me he fijado que te alegras de verme...
Y señalando hacia mi entrepierna, le entró la risa, mientras se tumbaba hacia atrás en el sofá, provocando un breve pero sexy upskirt. Yo me miré instintivamente y certifiqué la erección que debí haber calmado en el baño. Respondiendo a su naturalidad, le respondí:
- Si me enseñas las bragas así no creas que vas a ayudar a que me calme.
Ella abrió la boca y los ojos de par en par, y se tapó el triangulito entre las piernas con la mano, mientras me decía extrañada:
- ¿En serio eso os excita a los tíos?, ver unas bragas, por favor...
Yo traté de ser lo más natural que pude sin mostrarme ansioso, pero me senté en el sofá, y mirando al techo le dije tranquilamente:
- No lo sabes tú bien, unas braguitas que se adivinen sutilmente siempre son más excitantes que un desnudo integral...
Mientras estaba así, sus palabras entraron en mis oídos como música:
- Oye guapo, yo un desnudo integral no te voy a hacer, que además anoche ya he tenido bastante fiesta, pero si quieres una pajilla rápida, el favor te lo puedo hacer.
Me quedé de piedra, no podía creer lo que estaba oyendo, casi me da algo. Dí un respingo y le debí poner una cara de ansia que me dijo con expresión traviesa:
- Anda, ven aquí...
Cuando me cogió el borde de las mallas y tiró hacia abajo, caí en la cuenta de lo que ella descubrió inmediatamente:
- ¡¡¡?Llevas tanga?!!!.
El tanga de hecho quedó en un segundo plano y mi pene se puso firme mirando hacia ella como un resorte, y pensé que estaba soñando, mientras su sonrisa maliciosa revelaba que no era la primera vez que hacía eso. Aún así me lanzó una advertencia:
- No quiero tener que vestirme otra vez, aviso...
Y empezó a bombear con una suavidad y un ritmo que me sumió en una sensación indescriptible. Yo me coloqué con mis piernas rozando las suyas, y con el vaivén sentía sus pantys rozarme, hasta que me lancé y empecé a acariciarlos suavemente. Me centré en su escotazo y en sus dos pechos que me estaban poniendo a cien, porque se bamboleaban en su empeño de hacer que me corriese. Entonces le musité con mucho miedo a que parase:
- María, por favor, tócamela con la lengua... sólo tocamela por favor.
Ella me miró como diciendo: "ni de coña", pero hice el enorme esfuerzo de aguantarme la corrida, y entonces ella, impaciente por precipitar mi orgasmo, seguramente cansada, sacó su lengua rosa entre sus blanquísimos dientes y en ese momento yo no pude hacer otra cosa que empujar lo justo para que mi glande resbalase en su lengua, lo que provocó en mi una sensación indescriptible. No pude ni apartarme, y el primer chorro de esperma entró directo entre sus labios.
Ella me miró como si me fuese a asesinar, y supongo que al ver mi cara de impotencia comprendió mi situación. Entonces sintió que mi corrida le resbalaba fuera de la boca y en un acto reflejo se lo tragó, seguramente pensando en su blusa. Pero fué inútil. Como estimulado por ese gesto tan depravado, varios chorros más de mi blanco esperma, totalmente incontrolados, salpicaron su blanca blusa, sus mejillas y gotearon sus piernas. Ella cerró los ojos y soltó una frase que le salió del alma:
- ¡Joooooder!, ¡la madre que te parió!.
Yo no supe qué hacer, acababa de tener un orgasmo increíble, y mientras trataba de recomponerme, hice el ademán de ayudarla a limpiarse.
Ella me apartó, mirándome con el enfado con que se mira a un niño malo, y se fué hacia el cuarto de baño. Desde allí me dijo:
- Anda, ¡ponte tus mallas y tu tanga y fuera de aquí!.
Yo hice lo que me ordenó, y salí de su casa pensando si se habría enfadado en serio o la experiencia había tenido algo de morbo para ella. Entretanto me encontré en el ascensor con su vecina, una mujer de unos 44 años, muy elegante, que salía de su casa. Llevaba pantys marrones y zapatos de tacón, y mientras la miraba de reojo, sentía cómo aún me salía alguna gota de semen que empapaba en las mallas. El ascensor era pequeño, así que me sentí super tenso preguntándome si la mujer reconocería el olor del semen reciente. Cuando salimos del ascensor saludé y me encaminé hacia mi casa, rememorando la paja de María con una nueva erección...