Desahogo
Acerca de mis perversiones ocultas.
Desde pequeña supe que era diferente a los demás en algún sentido. Cuando mis amiguitas querían jugar y yo ardía por frotar mi cuerpo contra el de algún compañero(a) escolar, la realidad era tan real como el Sol. Era diferente, nunca encajaría del todo y siempre persistiría en mí esa sensación de ser inadecuada. Recuerdo que incitaba a los niños y niñas a pedir permiso para salir del salón de clases y encontrarnos en algún baño para sesiones de sexo seco y estrujones desacompasados. Cuando no había oportunidad de lo anterior, optaba por agarrar objetos que introducía en mis panties para disfrutar del roce en el salón de clases. Aún recuerdo la sensación de triunfo y superioridad cuando mi madre encontró aquella mancha marrón en mis panties. Me había masturbado con una paleta de caramelo mientras estaba en el salón. Nadie lo notó y tampoco mi madre pudo hacerme confesar. Sí; fui precoz. Pero eso no es nada.
Desde muy joven, las escenas violentas y humillantes me estremecían con placer. Fui educada en el seno de una familia muy religiosa, el sentimiento de culpabilidad me abrumaba: jamás podría ir a “la gloria”. Ignoraba que “la gloria” hay que procurárnosla mientras podemos. Pero a mi entender (aun a mis 26 años), la perversión no encaja en el discurso de bondad y amor que grabaron en mí durante mi infancia. Lucho con eso cada día. Pero no me engaño a mí misma. Sé lo que prefiero. ¿Cómo encajan mis necesidades de amor y cariño con mis deseos de ser completamente poseída y maltratada por un semental? Mis preferencias van desde lo más elemental hasta lo no tan convencional. Sé lo que es porque lo tuve una vez. Fue todo mío y lo disfruté tanto que puedo volverlo a vivir con sólo recordarlo.
Mi amo era joven e inexperto, y supongo que no supo manejarme y controlarme. Su carácter se quebraba a menudo y eso hizo que perdiera autoridad ante mí. Aunque todo terminó mal, aún recuerdo exactas y con placer las sensaciones -tan distintas de las que me provoca el simple sexo-, que despertaban en mí en nuestros encuentros. La lentitud y el control que ejercía al darme placer. Lo duro que era y cómo me humillaba sin compasión cuando me clavaba repetidamente y con furia en algún orificio de mi cuerpo. Recuerdo los castigos y lo que venía después… la rendición incondicional. Sus asaltos, sus insultos… Yo quería que me quisiera y podía ser tan duro, que a veces, dudaba de su amor por mí. Pero luego, alguien se metía conmigo, o yo hacía algo que provocaba sus celos, o le demostraba dudas, y entonces me reclamaba para él como si fuera yo la vida misma. Me sentía tan orgullosa al ver lo que despertaba en él, cómo me hacía ver que yo no era libre. A veces, la mayor parte del tiempo, me sentía como un objeto: cuando me sacaba las tetas por encima de mi camisa en la calle, o cuando pensaba que hacíamos el amor y de repente me colocaba en posiciones incómodas y vergonzosas mientras me llamaba “perra”, o cuando me hacía gatear por toda la casa huyendo de su cinturón, o cuando me despertaba en medio de la noche penetrándome salvajemente. Tantas emociones se encontraban en mí: miedo, amor, devoción, placer... Me poseía de una manera absoluta, como nunca nadie lo hizo ni lo ha vuelto hacer. Como a un objeto; el más valioso objeto.
Ahora me veo condenada a los recuerdos, quien sabe por cuánto tiempo… quién sabe si indefinidamente. Pasa que no soy sumisa, sino que me gusta ser sometida; que es diferente. Una sumisa puede tropezarse con muchos amos mediocres y pusilánimes. A diario, me veo rodeada de hombres que sé que no podrían complacerme. Lo último que quiero es verme involucrada con un amo (novio, amante, marido) que no llegue a inspirar mi respeto. Siempre se me nota, y no hay nada que hiera más el orgullo de un hombre que una amante que no le respeta y que lo abandona por la misma razón. El respeto lo es todo.
Me gusta rebelarme. Cuando el estrés propio de una relación de pareja me colma y me siento como una bruja, me gusta provocar. Me gusta alzar la voz, desafiar, y que me devuelvan a la realidad sin que lo vea venir siquiera. Un bofetón (o dos) sonoro que me sacuda, un agarre doloroso de cabello, un pene duro restregándose en mi cara antes de taladrar mi boca hasta las arcadas… cualquier cosa que me recuerde que estoy con un macho y que soy sólo una vulnerable mujer. Nada más embriagador que saberse pertenencia de un macho. En cierta forma, dejas de ser, para ser parte de alguien más. Es como vivir dentro de él, sin voluntad propia ni capacidad para decidir, porque él es quien decide por ti, te guía y te lleva por donde él quiere; porque de una forma primitiva, te quiere.
Sé que muchos se preguntan por qué razón una mujer como yo está soltera. Infieren que soy lesbiana, o que estoy enamorada de algún imposible. He tenido muchos novios, pero no me llenan. Es difícil encontrar al gladiador (si así se le puede llamar) que busco. No sé si lo encuentre, si esté en algún lugar. Me gustaría mucho que él me encuentre a mí.