Derretirse
El poder de las velas.
DERRETIRSE
Avancé despacito, apoyando con precisión mis rodillas en el centro de las baldosas de la cocina, en dirección al salón; allí el tacto era distinto, el parqué era más cálido y reconfortante, e incluso las palmas de mis manos lo agradecían también. Con la mirada fija en el suelo fui avanzando por la estancia hasta llegar a mi destino, el sofá preferido por mi Ama. Allí me recosté en el suelo como un perrito, en espera de la llegada de su Diosa.
El repiqueteo de sus tacones en el parqué me sacaron de mi ensoñación; me alcé, sin dejar la posición de perro, a cuatro patas, y meneé el trasero en señal de alegría, como un perro hace, pero sin levantar la mirada del suelo. Entonces Ella se acercó a mí, me hizo una caricia en el cabello mientras contemplaba sus preciosos zapatos de tacón de aguja negros, y los besé devotamente.
Aquella noche mi Ama venía con ganas de jugar, porque en un momento dado lanzó una exclamación de disgusto, achacándome que me había orinado en el suelo y no en el cajón destinado a tal fin; era una excusa perfecta para poder abusar y disfrutar de mi cuerpo como más le gustaba. Me quedé quieto en el sitio mientras Ella desaparecía en su cuarto, para cambiarse de ropa y obtener los instrumentos y juguetes con los que gozaría aquella noche.
Regresó al salón luciendo unas botas de cuero maravillosas, altas de caña, que le cubrían medio muslo, con un altísimo tacón de aguja terminado en una punta metálica; un body negro y unas medias de rejilla completaban el atuendo. Colocó cuidadosamente los instrumentos sobre el sofá, se sentó entre ellos y abrió las piernas. Con un gesto me ordenó acercarme y lo hice hasta quedar entre sus rodillas; cogió una capucha negra de látex y me la embutió en la cabeza. Era totalmente cerrada a excepción de una abertura a la altura de la boca.
Una vez bien ajustada, me hizo acercarme más a ella; según mi cara se internaba entre sus muslos, la mezcla de fragancias me embriagó, una mezcla entre el olor penetrante y denso del cuero y el perfume que emanaba de su piel que era capaz de volver loco al más cuerdo de los humanos. Casi cuando llegaba al final de mi paradisíaco recorrido su voz suave me ordenó abrir la boca; así lo hice sin frenar mi avance y pude notar cómo un instrumento plástico llenaba mi boca. Un dildo amarrado a su cintura era el que mantenía unido mi cuerpo al suyo y me hizo ir tragándolo hasta que la punta rozó mi campanilla. En aquella postura tomó los lazos que cerraban la capucha entorno a mi cuello y los pasó por debajo de sus nalgas, para ascenderlos de nuevo por sus caderas y amarrarlos de nuevo en el ollar que colgaba de mi nariz.
De aquella manera quedé firmemente amarrado a su cuerpo, a pesar de tener las manos y pies libres; entonces escuché un mechero encenderse, y enseguida supe qué me tenía reservado mi Dueña. Primero se acomodó en el sofá, apoyándose en el respaldo del mismo y a la vez arrastrando todo mi cuerpo tras de sí y tuve que poner mis brazos por debajo de sus muslos y dejarlos quietos, sin moverlos ni un centímetro.
Fue cuando sentí el primer impacto; una gruesa gota de cera cayó en mi espalda, solidificándose al instante. No fue tanto el dolor como lo inesperado de aquel dulce contacto lo que me hizo estremecer y morder con fuerza el falo que me llenaba la boca. El segundo mordisco de la cera ya no surtió el mismo efecto, y un ratito después ya no sentía ningún dolor. Entonces mi Ama cambió de estrategia.
Me pidió que identificara el color de la vela que soltaba su cera en mi espalda cada vez, y como no podía hablar, tenía que levantar la mano derecha si era roja o la izquierda si era azul; en caso de ser verde, tenía que levantar las dos. La verdad es que aquel juego era totalmente caprichoso y mis respuestas serían dadas al azar. En caso de no acertar, un azote me haría afinar mi siguiente predicción.
Por supuesto, no sé si acerté alguna o no, solo sé que cada respuesta mía se pagó con un azote; "azul", dije levantando la mano izquierda y en esa primera respuesta teniendo la esperanza de acertar. El efecto fue inmediato: un golpe dado en mi nalga izquierda con una palmeta larga y flexible, cuya inercia hizo que el golpe se multiplicara por cuatro. Y otro respingo por el golpe dado sin avisar.
Durante un buen rato estuvo alternando las gotas de cera con los azotes en mis nalgas, pero la excitación del juego y su impaciencia por encadenar un azote tras otro llevó a mi Diosa a soltar con precipitación los lazos que me tenían atada la cara a su cadera, desprenderse del dildo atado a su cintura y acomodar su cuerpo sobre mi cabeza, sentando su perfecto trasero directamente en mi cogote y descargó su palmeta repetidamente y con violencia sobre mis ya doloridas y enrojecidas nalgas. Mi cara se hundió en el cojín del sofá, pero el solo contacto con su divino trasero me transportaba a un limbo jamas imaginado, y soportaba contento las crueles caricias de mi Dueña.
Se derrumbó de nuevo en el respaldo del sofá, tomándose unos segundos de reposo e ideando el próximo movimiento; acarició mi cabeza por debajo de su entrepierna mientras empuñaba el látigo de cuero con su mano, y levantándose de improviso comenzó a descargar latigazos sobre mi espalda, quitando de esta manera la cera almacenada sobre mi piel. Claro, la cera y la piel saltaron por igual a cada golpe, y el brillante carmesí de mi sangre se fundió con los matices de la cera, lo que excitaba más y más a mi Señora. Con suma precisión fue recorriendo cada centímetro de mi espalda y dejó limpia mi piel del producto de la cera. Ella ya no podía más, el placer le asaltaba con cada latigazo.
Se deshizo de su empuñadura y corrió a sentarse de nuevo en el sofá, reclinándose y dejando mi cabeza entre sus muslos de nuevo, apretando la zona de mis labios contra su sexo y incitándome a proporcionarle el placer que le llevaba rondando un buen rato. No hay mejor regalo para mí que poder satisfacer el placer de mi Señora, no hay mayor entrega y devoción que la de mi lengua cuando entra en contacto con el tesoro de mi Diosa, y así, con la violencia y la brevedad del momento, nuestras almas se fundieron una vez más en el sublime acto del orgasmo, sus muslos se marcaron a fuego en mis mejillas y el tiempo se detuvo en aquella habitación.
Una vez relajada, acarició mi lomo como el de un buen perro, volví a mover la colita, y me conminó a no volver a tener una falta como aquella, para que no me tuviese que volver a castigar, pero por dentro me sabía que no pasaría mucho antes de repetirlo y yo, por dentro también, lo esperaba con ansia.
exclav