Der Kleine Strand

Una noche, una playa.

DER KLEINE STRAND

Pequeña localidad en la costa, lo suficientemente lejos de la metrópolis como para conservar una fachada de vida plácida, pero a la vez lo suficientemente cerca de ella como para absorber muchos de esos ciudadanos, ávidos de playa, en los meses estivales. Situado al pìe de una ermita que señorea un peñasco aprovechado por la ingeniería humana para construir un túnel ferroviario, el pequeño pueblo, un conjunto de calles estrechas empinadas, aparecía a la luz del sol como un hemiciclo natural, tachonado de casas de hortelanos y pescadores asomadas todas a la playa, escuchando eternamente el variable discurso del mar.

La calle principal, la que daba la espalda a la playa, constituía el punto de encuentro por antonomasia del reducido universo local, quizá porque era la única vía en la que no tenías la eterna sensación de subir o bajar mientras paseabas. En ella se aglutinaba la vida comercial y la limitada industria del ocio. Por el contrario, en el extremo más alejado del mar, el único hotel de la localidad rivalizaba en fealdad arquitectónica con un inmenso edificio de apartamentos sólo poblados en los meses veraniegos.

Mi objetivos vital inmediato era en aquel momento mi ingreso en la Universidad, así que tuve la feliz idea de ponerme a trabajar esos veranos para llenar mi hucha. Mi destino, un bar, que en localidades tan pequeñas se transmuta con el transcurrir de las horas en mil ambientes diferentes, hasta el punto de acoger en un mismo día a un mismo cliente que por la mañana se toma el café, viene antes de comer a por nata para el postre, aparece a media tarde para comprar un helado a sus hijas o catar un combinado alcohólico con sus colegas veraniegos en la terraza extendida en la ancha acera una vez ha caído la noche.

El verano transcurría frenético en jornadas laborales interminables, de media mañana a media madrugada. Ríos de gente, la cámara frigorífica en tráfico constante, el sonido estrepitoso y contínuo de las cajas de botellas, esa sensación dulce en la distancia del adolescente que puede hartarse en un momento determinado pero que no se cansa nunca. Cualquier mal momento se vencía fácilmente con la primera sonrisa que aparecía al otro lado de la vieja barra de madera.

Me sentía un espectador de una vida sin héroes, observador de actitudes, gestos y desentrañador de conversaciones a distancia. Me dediqué, quizá mientras rascaba una pétrea tarrina de helado, quizá mientras secaba un vaso ardiendo recién salido del lavaplatos, a intentar comprender qué hilos unía a los grupos de gente que se asomaba al local. Detecté gente feliz, indiferente o asqueada por tener que compartir una vida familiar, personas solitarias en busca de contacto humano, puntual o vital, pandillas esperanzadas en lo que se suponía que iban a disfrutar, grupos enfrentados pero incapaces de separarse, exhibidores más o menos histriónicos, elementos con algo que comunicar, intimidadores, insatisfechos sin remedio, gente tierna, indolente o cansada, comida por los nervios o incapaces de dejar de acariciarse a sí mismos.

Los tres compañeros que compartíamos el servicio teníamos un enemigo común: la vitrina expositora de helados, especialmente peligrosa los sábados por la tarde por las kilométricas colas que se formaban enfrente de ella. Ese sábado de mediados de julio me había tocado a mí, y mientras mis compañeros disfrutaban de una tarde plácida a base de elaborar cafés y artísticas copas de helado y nata y servir refrescos con hielo y rodajas de limón, yo me peleaba con las tarrinas de ocho kilos de cada uno de los veinte sabores expuestos. Mi ignorado -entonces- espíritu budista hacía que, estando convencido que la gente no pararía de fluir a raudales hasta las ocho, a las cuatro había puesto el piloto automático y desde hacía más de dos horas no hacía más que servir helados mecánica pero educadamente.

Súbitamente, después de devolver unas monedas de cambio y limpiarme las manos con el trapo correspondiente, alcé la vista y ví que el ancho de la vitrina estaba ocupado por un grupo de cuatro chicas, turistas a todas luces, con la sonrisa anclada en todas ellas. Quizá celebraban con ese viaje a la costa la mayoría de edad o su cercanía, y mostraban un rostro discretamente colorado. Quizá sólo hacía dos días que estaban allí, aún no habían tenido tiempo de quemarse la piel. Supe al instante que eran alemanas, quizá porque desecharon la opción latina de pelearse inútilmente delante de la vitrina para convencer a las otras de qué helado debían tomar. Ordenadamente, pidieron cada uno el suyo en el inglés retranqueado que usan los alemanes, intentando repetir divertidas el pequeño cartel en el idioma local que había delante de cada tarrina.

La primera en pedir fue una morena, moderadamente la más alta del grupo, con el cabello ligeramente ondulado, el rostro redondo, los dientes largos y brillantes, unos senos y un escote generosos, y unos pequeños ojos grises que sonreían solos. Stracciatella, bola grande, galleta de la buena.

La segunda en pedir, a la izquierda de la primera, era realmente menuda, graciosa, con ojos grandes y labios fruncidos en una mueca extraña, con el pelo largo, cobrizo y ensortijado, y una camiseta que ocultaba el discreto tamaño de sus pechos, que cubría instintivamente con sus brazos cruzados. Limón, bola mediana y galleta de batalla.

La tercera era rubia, de ojos ligeramente verdes y rasgados, cejas cuidadas y una sonrisa intencionada, rasgos angulosos. El cabello descansando encima de los hombros se confundía con una camiseta de tirantes ajustada al cuerpo. Parecía que cualquier trapo tenía que sentarle bien. Vestía también unos vaqueros y mantenía una mano permanentemente en uno de los bolsillos. Menta y chocolate, grande y galleta de batalla.

La última en pedir fue una morena con un cuello aristocrático y el cabello a lo chico, pero se había dejado un flequillo intencionadamente desequilibrado que le daba una imagen agresiva que se fundía inmediatamente con el candor de su voz. Esbelta y con los ojos negros permanentemente curiosos, parecía querer dominar su entorno. Doble bola pequeña en galleta de la buena, vainilla y fresa.

Dado que mi poco alemán se reducía a los saludos y despedidas, cuatro palabras inconexas y los números, el proceso de cobrar se hizo fácil y fluído. Mi cerebro luchaba por pasar de una sonrisa a la otra y de una mirada a otra. La morena de cabello corto soltó al despedirse un “nos vemos” en inglés que sonó como la orden a las demás para que se giraran y se dirigieran a la puerta, conscientes todas ellas que mi atención seguía sus pasos. En mi imaginación, las ví saliendo de su

schule

carreteando sus cosas, charlando orgullosas bajo un supuesto cielo plomizo de una ciudad teutona también sin determinar. Los gritos trompeteros de una señora absurdamente enjoyada advirtiendo a sus nietos sobre la necesidad de elegir el helado de turrón y ningún otro más me devolvió bruscamente a la realidad.

A primera hora de la mañana siguiente, aparecieron dos de ellas, la morena de cabello corto y la rubia, para proveerse de latas. Iban vestidas para ir a la playa y presumí que las otras dos estaban ya en ella o aún durmiendo en el hotel. La comunicación se hizo en inglés, corta, agradable e intrascendente. Contesté que efectivamente era del lugar, y a la siguiente pregunta que el trabajo era temporal, ya que el bar cerraba de octubre a primavera. Me contaron que eran de la ciudad de Essen, y la situaron en el este del país, cerca de la frontera holandesa, en el valle del Ruhr, a mucha distancia de la costa. Viendo cómo sentaba a sus cuerpos la escasa ropa de playa que llevaban, aprendí rápidamente que para ser un buen esquiador no hay que nacer en una cueva de los Alpes. Conocí también sus nombres: Ushi era la morena aristocrática, Kerstin la rubia. Las ausentes, Viebke y Jutta. El

Vingólf,

de vacaciones en la costa.

La próxima visita la realizaron al cabo de dos días, a media tarde, esta vez las cuatro juntas, y fuí advertido de ello por uno de mis compañeros, que se acercó a la barra y, justo después de cantar el pedido, me soltó medio en broma medio ofendido que echara una mirada a la terraza, que alguien había preguntado por mí. Preparé los batidos y me ofrecí a sacarlos yo. En la terraza habían escogido una mesa a medio sol, y lo primero que hice fue felicitarles el bronceado, mientras les colocaba las bebidas enfrente de cada una. Continuaban vestidas cada una a su estilo, como si sólo hubieran cambiado el color de sus prendas. La más pequeña, Jutta, me preguntó de improviso si fumaba. Respondí que sí, al mismo tiempo que hice el gesto de golpearme los bolsillos para indicar que en ese momento no llevaba la cajetilla conmigo. Kerstin se adelantó asegurando que no era para ese momento, que ya tendría ocasión de invitarlas. Mi educado “espero que sí” fue pisado otra vez por Jutta, que afirmó que regresaban al día siguiente a Alemania. “Cuatro cigarrillos los tengo; hará falta darse prisa”, solté, abrumado, mientras sonreía y cogía la bandeja para ir a soltar aire detrás de la barra.

Fue Ushi, quién no, la que entró para abonar la cuenta. Mientras alargaba las monedas del cambio, sus dedos acariciaron sin disimulo mi mano y fijó su mirada gris brillante en mis ojos.

  • Supongo que no duermes en el bar... - espetó.
  • No, claro que no...
  • Pues, ¿a qué hora libras?
  • Siendo entre semana, sobre las dos de la madrugada.
  • Bien. No te olvides de los cigarrillos.

Su mano se deslizó bajo la mía, recogió las monedas y exhibió su sonrisa a lo largo de todo el pasillo de salida.

Esa noche pedí cenar en el último turno, y luché contra la tentación de pedir consejo o directamente socorro a cualquiera de mis compañeros. Intenté no demostrar ninguna ansiedad aunque fuí el primero en empezar el infernal proceso de rellenar las cámaras de los refrescos. De la máquina de tabaco al final del local saqué un paquete de cigarrillos rubios. La mujer del jefe, al regresar a la barra, alzó una ceja siendo consciente de mi afición por el tabaco negro. Cuando te alzan una ceja interrogadora, mi táctica suele ser elevar mis dos cejas dejando la resolución del misterio a criterio del curioso.

Mientras los últimos clientes acababan sus combinados, aparté unos cuantos vasos en mi pequeña mochila, acompañados de tres botellas grandes de color dispar. Lo hice expresamente a la vista de mi jefe y aboné las bebidas con aire de inocencia cómplice. En la acera, en una de las pocas mesas visibles desde la barra, apuraban sus copas las cuatro amigas. Su pedido me había dirigido a la hora de seleccionar las botellas.

Cuando finalmente salí, un poco más tarde de la hora prometida, la bolsa colgada al hombro, las cuatro chicas se turnaron para darme dos besos sonoros y mientras a saltitos me contaban entre todas lo que habían hecho esos escasos días, dirigimos nuestros pasos hacia la estación, cruzamos la vía del tren y desembocamos en el paseo marítimo. Viebke y Kerstin me rodearon a ambos lados y entre juegos y risitas se preguntaban qué llevaba en la mochila. Sin darme cuenta del silencio que rodeaba el paseo, me encontré que las dos chicas rodeaban mi cintura con los dos brazos. Les rodeé los hombros con mis manos y un flash inesperado me reveló que la pequeña Jutta se había adelantado unos pasos para hacernos una fotografía. Immediatamente, se cambiaron los papeles y me ví entre Ushi y Jutta para repetir la operación. Delante nuestro aparecía la playa, y sin que nadie nos dirigiera y nadie se quejara, nos encaminamos hacia ella.

La playa, un triángulo con la hipotenusa redondeada que se agrandaba y reducía según las tempestades marinas, estaba limitada al sur por unas rocas y la propia calle del Mar, y al norte por un espigón artificial de grandes rocas. Una caseta de máquinas, que se usaba para izar las barcas de pesca cuando regresaban, era el único elemento arquitectónico presente. El resto de mobiliario lo constituían cuatro barcas grandes de pesca, que descansaban a pocos metros de las olas sobre traviesas de tren untadas de sebo, una docena de barcas de madera más modestas aparcadas de la misma manera, y dos filas de barquitas de todos los diseños y colores posibles, tumbadas boca abajo, y que servían a fines deportivos y lúdicos a sus propietarios. La arena era relativamente gruesa y la playa, llena de pisadas, parecería a ojos de una hormiga un sinfín de pirámides molestas. El amasijo de casas que nos rodeaba por el oeste parecían tranquilas, unas con luz, otras dormitando.

Nos acercamos pacíficamente hasta cerca de la orilla, donde el mar ofrecía un aspecto especialmente calmado, y su negrura se veía orlada con una delgadísima línea de espuma que las minúsculas olas producían con un sonido sordo. En los ojos de alguna de las chicas detecté una cierta impresión. El mar les había recibido esos días con un estallido de colores, oro y azules, y un torrente de luz. Ahora lo veían opaco y sin fin.

Nos sentamos en corro, y los siguientes minutos los dedicamos a llenar los vasos y servirnos la primera tanda de bebidas. La luz de la luna, en un cuarto menguante declaradamente insuficiente, nos bastaba para apreciar cada detalle de los presentes. Quizá el reflejo de la misma poca luz en la arena daba un brillo espeso al círculo. Clavamos los vasos en la arena firmemente para que no volcaran. A mi lado izquierdo, Ushi discutía con Jutta en alemán. La conversación no parecía agradar a la segunda, que aparecía inopinadamente con una cierta desgana. Kerstin y Viebke iniciaron al mismo tiempo conmigo un interrogatorio en toda regla. Aproveché para sacar el tabaco y todas se sirvieron, mirándose mútuamente como si estuvieran orgullosas del pecado que cometían. En unos minutos, se creó un pequeño silencio entre los cinco, suspendidas las luces del pequeño pueblo, y con un cordón de luz protector que proporcionaban las luces del paseo marítimo, Jutta suspiró y con una mezcla de temor y fascinación, dijo que el mar de noche resultaba muy intrigante, y que de ninguna manera se lo podía haber imaginado así antes. Surgieron adjetivos como profundo, magnético y misterioso. Sin pensarmelo dos veces, propuse a las cuatro quién se venía conmigo al agua. Viebke respondió que no se pensaba meter sola en el agua, y le prometí que así sería, al mismo tiempo que me levantaba para no dar lugar a dudas. Se levantó desafiante y me imitó mientras me quitaba tranquilamente la ropa. Mi miembro no mostraba aún una erección en toda regla, pero se mostraba ligeramente despierto. El hecho de que no llevara ropa interior y que mi pubis apareciera totalmente afeitado pareció causar cierta sensación y alguna sonrisa. Los pechos de la morena, enormes y con unos pezones pequeños y ligeramente alzados, bailotearon al librarse de la camiseta, y cuando terminó de desnudarse, mostró un vello púbico sin rasurar pero extremadamente escaso. Sus axilas presentaban el mismo aspecto, al estilo alemán. Cuando las últimas prendas quedaron apiñadas de cualquier manera encima de la mochila, le tendí una mano, invité a las otras tres chicas a acompañarnos, y entre risas sordas acompañé a Viebke a poner los pies en el agua. Ella emitió un pequeño grito de sorpresa al comprobar la temperatura tibia del agua, y comunicó su descubrimiento con entusiasmo a las otras tres chicas. La chica poseía un culo redondeado, basado en dos muslos fuertes y potentes. Me pregunté qué deporte practicaba. La imaginé lanzando una jabalina. Dado que mi miembro empezaba a reaccionar nada sospechosamente, decidí lanzarme de cabeza al agua. Siempre que me he lanzado al mar oscuro de la noche me ha maravillado la sensación de llevar la luz conmigo, ya que te rodea de inmediato un halo verde oscuro de baja fosforescencia que permite ver iluminado un posible abismo bajo tus pies. Cuando saqué la cabeza, ví a Viebke lanzar una última mirada a sus compañeras y me imitó, zambulléndose en el agua y buceando hacia mí. Emergió del agua justo delante y, sin disimulo, sin sacar la mano del agua, acarició levemente mi miembro, mientras dibujaba una sonrisa abierta y sus pechos se hinchaban producto de su respiración. Se giró por completo y, echándose para atrás, me aprisionó el pene entre sus nalgas y reclamó divertida la presencia de sus amigas. El agua nos cubría hasta el esternón, y mientras Ushi se levantaba siete metros más allá, Viebke se dedicó a masajearme el miembro con sus manos y su cuerpo.

Ushi se desnudó con parsimonia, como si se exhibiera para sus compañeras. Las dos que permanecían sentadas en la arena contemplaban la escena con la cabeza levantada como si se les presentara una relíquia inédita con la que alimentar eternamente su espíritu. Sin temor a despeinarse, la chica se libró de la camiseta de tirantes y de la falda larga de algodón fino que llevaba para mostrarnos que no llevaba más ropa interior que unas minúsculas bragas blancas. Se contorneó un momento entre sus compañeras y se colocó las manos en la nuca provocadoramente. La rubia, aceptando el juego, fue quien incorporándose hasta quedarse de rodillas se encargó de bajar lentamente las bragas a la morena. Ésta se inclinó brevemente para besar por medio segundo los labios de Kerstin y mientras se incorporaba y se acercaba al agua, se arregló inexplicablemente el flequillo. Su sexo, admirablemente cuidado, aparecía depilado por completo, dejando a la vista unos labios prietos y densos.

Se hundió rápidamente en el agua y vino a nuestro encuentro. Cuando llegó a nuestra altura, nos besó a los dos también brevememte, Viebke soltó la mano de mi miembro para coger la de Ushi y acompañarla nuevamente hacia el objeto de sus carícias. Quedamos encarados completamente, y mis manos terminaron por examinar a la vez los pechos de las dos chicas mientras se cruzaban sonrisas incrédulas. Mis manos bajaron sin precipitación bajo el agua con la intención de establecer contacto con sus sexos. Ellas respondieron cogiéndose por la cintura, abriendo ligeramente los muslos, y acariciándome aquello de mí que estaba a su alcance.

Yo me mantenía acarado a la playa mientras mis dedos alcanzaban el clítoris de las dos chicas, que empezaron a emitir gemidos sordos. Entre sus dos cabezas, pude ver claramente como Kerstin, la rubia, y Jutta, permanecían sentadas, apoyadas en sus tobillos, una frente a la otra, la mirada fija en nosotros. Jutta se vió rodeada lentamente por el brazo de la rubia, y la atrajo hacia ella. Le tomó delicadamente la barbilla con dos dedos y dirigió el rostro de la pequeña Jutta hacia sus labios, que fueron absorbidos largamente. Mis dos acompañantes en el agua me llevaron repentinamente hasta el borde del agua cogido de la mano. Una vez allí, Ushi se tumbó boca arriba y ofreció su sexo a la lengua de su amiga, que se situó a cuatro patas y empezó a succionarlo con énfasis y emitiendo unos intrigantes y excitantes chasquidos. Los pies de Viebke, por efecto de la inclinación de la playa, aún quedaban dentro del agua. Me aposté por detrás y después de sorber los jugos de su sexo, la penetré asiéndola por la cintura. En ese momento, lo único que era capaz de ver de las otras dos chicas era un amasijo de piernas entrelazadas, ya que se encontraban tumbadas y habían colaborado rápidamente a hacer crecer la montañita de la ropa.

Viebke contrajo sus músculos vaginales unos segundos antes de explotar en un orgasmo que la hizo tiritar. Mientras yo permanecía inmóvil, se desplomó encima de Ushi a la que besó largamente. Sin desenredar el beso, abrazó a su compañera y se giró de manera que quedó Ushi encima de ella. Viebke obligó a Ushi a abrir las piernas haciendo fuerza con sus pies, y con sus manos abrió las nalgas a la chica. Deslicé mi lengua alternativamente por el ano y la vagina de Ushi hasta hacerla murmurar. Dubitativo, apunté mi miembro a la estrecha y depilada abertura anal de la aristócrata. Una pequeña presión por su parte encendió el semáforo verde y pausadamente introduje el pene en la cueva, que cedió suavemente a cada centímetro de profundidad que intentaba. El vaivén que se inició fué acompañado de un rosario de pequeños sonidos sordos por parte de Viebke, aprisionada debajo de la chica poseida, mientras Ushi le susurraba en alemán a la oreja.

Mientras tanto, a tres metros de nosotros, Kerstin se había tumbado boca arriba y nos ofrecía una panorámica frontal de su sexo abierto, con los labios depilados, y que ella misma se encargaba de masturbar. Su cara permanecía oculta, hundida en el sexo poblado y cobrizo de Jutta, que gemía incontroladamente con las manos en la cintura, meciendo sus menudos senos, mientras recibía una sesión de lengua por parte de su compañera.

Poco a poco, Kerstin iba aumentando el ritmo de sus carícias y ante la mirada de todos, su orgasmo fué acompañado de una expulsión generosa de flujo, las gotas más audaces del cual aterrizaron en la cálida arena a pocos palmos de nosotros. Estrepitosamente, Jutta se volcó encima del sexo de su compañera y recibió los últimos chorros en su cara. Mis embestidas en el culo de Ushi iban en aumento, y preferí frenarlos poco a poco porque no sabía aún qué me esperaba.

Kerstin y Jutta se levantaron, se aproximaron hasta nosotros, me desengancharon literalmente de su compañera, aplicaron dos fricciones con agua a mi miembro, se arrodillaron delante de mí y empezaron a pasear sus lenguas desde la punta del pene hasta la base de los testículos. Las otras dos permanecieron acostadas a nuestro lado, con la mano de Viebke entre las piernas cerradas de Ushi. Las escasas olas mecían mis tobillos y ocultaban ocasionalmente las rodillas de las dos chicas.

Jutta finalmente se incorporó y abrazando mi cuello, elevó sus piernas por encima de mi cintura. La sostuve por las nalgas, sorprendido de la facilidad con la que podía sujetar a la chica. La rubia aprovechó la ocasión para ayudar a mi miembro a introducirse en la húmeda y poblada vagina de la chica y se escurrió debajo de nosotros para acariciar con los dedos y ocasionalmente con su lengua mis testículos y el culo de Jutta. Las otras dos, que habían permanecido tumbadas en el suelo, se incorporaron de improviso. Viebke se situó de rodillas detrás de Jutta y untando sus dedos en saliva, empezó a hurgar el culo de la más pequeña, que se mantenina abrazada a mí concentrada en los suaves vaivenes que íbamos ejecutando. Cuando fué evidente que la morena no se iba a autolimitar y introdujo un dedo en el ano de Jutta, sentí cómo se clavaban en mi espalda los pezones erectos de Ushi y sus más que perfectos dientes se clavaban suavemente en el lóbulo de mi oreja. Inmediatamente tuve claro el que sería el objetivo de la morena del flequillo, pero la situación no estaba en absoluto para aspavientos, o sea que con cierta tensión pero sin protestar lo más mínimo sentí un dedo intentando masajear los músculos de mi ano. Mientras iba introduciendo el dedo con toda la delicadeza del mundo, me rodeó con la otra mano y aprisionó mi miembro con dos de sus dedos, como quien sujeta un habano. Jutta empezó a sentir simultáneamente mi pene moviéndose dentro de su vagina, los dos dedos de Ushi tamborileando a cada vaivén en sus labios, y el dedo -o dedos, no lo sé- que Viebke mantenía en su culo, y la situación desembocó en un grito ahogado que la sacudió por completo durante un sólo segundo. La escena se desmontó por completo en un abrazo colectivo en el que sentí que entre ellas se cruzaban muchos silencios atrapados en el tiempo.

Cuando nos separamos ligeramente, hubo un par o tres de frases cortas en alemán entre ellas, después de las cuales Kerstin y Viebke se pusieron en cuclillas delante de mí y me observaron como si estuvieran esperando algo. Jutta y Ushi se metieron en el agua y buscaron ya sumergidas un ángulo de visión apropiado. Comprendí lo que solicitaban. Así mi miembro y empecé a sacudirlo con movimientos obviamente consolidados. Las dos chicas, aparentemente fascinadas por lo que veían, unieron levemente sus mejillas cuando notaron próximo mi orgasmo, que venció todas las resistencias fácilmente y estalló sin freno alguno. Los rostros de las dos chicas, sus cuellos, y el cabello de la rubia quedaron adornados grotescamente por las oleadas que solté, y que fui poco a poco espaciando haciendo mis movimientos más lentos.

Empapadas, sonrientes, y con algún ojo medio cerrado, se incorporaron y nos unimos al baño nocturno de sus dos compañeras. Durante los diez minutos que permanecimos en el agua, a cualquier ocasional espectador le hubiéramos parecido un grupo de preadolescentes chapoteando, jugando a hacer el bestia y hundiéndonos a traición.

Cuando salimos del agua, notamos que la temperatura de la madrugada estaba bajando por momentos, o sea que el siguiente juego consistió en recuperar cada uno a velocidad supersónica la ropa del montón que habíamos formado.

Una vez vestidos, volvimos inocentemente a formar el mismo corro, se volvieron a rellenar los vasos y cinco pequeñas columnas de humo se elevaron en el corazón de la playa local. Ya muy pocas ventanas conservaban la luz, pero la conversación fluyó durante una hora más amparados en la calidez de la estera granulosa que nos acogía. Nos despedimos, besamos y cruzamos direcciones postales con los pies aún hundidos en la arena. No pude evitar, antes de dirigir los pasos a mi casa, girarme en redondo y contemplar las cuatro alemanas, que andaban cogidas de la mano unas y con las cinturas entrelazadas las otras, camino de su hotel.

No volvieron nunca más, ni las cuatro ni ninguna de ellas por separado. No había motivo. Lo que sucedió en

der kleine strand

permanece registrado en la memorias de cinco personas. Por supuesto, mantuvimos contacto por carta, siempre de manera individualizada, ya que por lo que supe, ese mismo septiembre se separaron para cursar estudios superiores en distintos lugares.

Quizá me equivoqué. A lo mejor no había compartido esa noche con un grupo de amigas, sino sólo con un grupo de compañeras de estudios con algun secreto deseo en común, formulado en voz alta o no. Nunca lo pregunté en ninguna de las cartas.