Depravando a Livia: capítulos 9, 10 y 11

Sigue la caída libre de Livia Aldama, ahora expuesta en una cena de negocios con tres jóvenes empresarios que harán todo lo posible por hacerla sucumbir al placer.

  1. LOS ELIZONDO

(Esta será la entrega más extensa del segundo libro, así que id por un café y a disfrutar de la lectura)

Algo nuevo ocurrió en mí esa noche en el interior del Ferrari de Valentino que cambió mi chip sin darme cuenta. Después de aquél húmedo y obsceno beso, mi jefe y yo no nos hablamos hasta que me dejó en el portal de mi edificio y me dijo «nos vemos mañana». Su cortón fue tal cual, como si no le importaran mis sentimientos, como si yo fuese igual que Leila y para mí andar besando a un tipo que no me llamaba nada fuera normal.

¿En qué posición moral quedaba ante él?, ¿como una chica fácil que es capaz de entregarse a sus impulsos con tanta facilidad, sin importarle que estuviera comprometida con otro hombre que la amaba de verdad? Para Valentino yo me acababa de convertir en una chica del montón, en una tipa básica e infiel que no le importa joder su dignidad  cuando le llegaban oleadas de calentura, y eso me devastó.

¡Tantos años protegiendo mi dignidad, cuidando mi orgullo y amor propio, ¿y había tenido que ceder justo con él, así tan rápido, con el tipo que se había acostado con mi mejor amiga?!

¡Cómo se estaría burlando Valentino de mí, de mi falsa dignidad, de mi poca decencia, de mi escaso autocontrol! Incluso de mi novio. Y lo que más me dolía era que había traicionado la confianza de Jorge, un niño bueno al que le había prometido lealtad y fidelidad; quien justamente había estado sufriendo internamente durante las últimas semanas y comportándose conmigo con esa brusquedad por sus inseguridades que se habían convertido en celos. ¡Y yo que hasta me ofendía con él cuando sugería que un día podría fallarle y serle infiel, dejándolo en ridículo ante Valentino!

¿Y qué había hecho? ¡Eso! ¡Fallarle! ¡Justo lo que él temía! ¡Justo lo que no tenía que hacer!

¡Te fallé, te fallé! ¡Perdóname mi amor! ¡Te fallé!

Al llegar a casa rompí en llanto; en un llanto inconsolable de arrepentimiento y vergüenza. ¿Qué había hecho? Me sentía contrariada, sucia y vulgar. Es cierto que había sido sólo un beso, pero ese beso era muy significativo porque había estado cargado de lascivia y deseo. Y yo lo había disfrutado. Sólo abrir la puerta de mi casa me escondí en el baño, no quería que mi novio me viera, no así, ultrajada, recién comida por una boca que era la suya, ¡encima drogada por el tipo que él más aborrecía!

Me eché agua en la cara y continué llorando hasta que mis lágrimas se confundieron con las gotas del agua que me empapaba. Entonces sentí que Jorge, que llevaba puesta la ropa de dormir, aparecía detrás de mí y, con la ternura y buenos sentimientos que lo acogían, me preguntó que qué tenía. No me gritó, ni mucho menos me reprochó nada, ¡y yo quería que lo hiciera! Que me dijera que era una maldita zorra inmoral que le había fallado. Pero él estaba tranquilo, confiado, y eso me dolía.

Ni siquiera pude mirarlo a los ojos, pues la vergüenza me hacía indigna ante su amor por mí.

—Perdóname si te ofendí —me dijo el pobrecito, abrazándome por la espalda como si en verdad él tuviera la culpa de mis cochinadas. Sus disculpas me hicieron sentir peor y aumentaron mi llanto—. Ya no llores, mi ángel, estoy arrepentido por todo lo que te dije por teléfono. Te juro que he estado reflexionando y creo que he sido demasiado duro contigo. No debería de hacerte la vida más pesada  de lo que ya es con… mis inestabilidades emocionales… pero… aunque no es justificación, te juro que te amo tanto que cada vez que me siento inseguro… no sé cómo reaccionar. No quiero perderte.

Cada palabra suya me recordaba lo estúpida y zorra que era. Cada palabra se clavaba en mi pecho violentamente y me lastimaba. Lo merecía, claro que lo merecía. ¿Cómo había podido ser tan débil para haber besado a otro, teniéndolo a él, a mi hermoso prometido, en casa, esperándome pacientemente y con su amor infinito? ¿Cómo podía explicarme que mi locura me hubiese llevado al extremo de incluso esnifar cocaína, con tal de complacer a alguien que no merecía la pena?

—Jorge… yo… —Mis gimoteos no me dejaban hablar, me ocluían la garganta y me bloqueaban.

—No digas nada, mi ángel —me pidió con dulzura—, sólo perdóname y ya.

¿Cómo no amarlo si era tan bueno?

Recargó su barbilla muy cerquita de mi cuello, enlazó sus suaves brazos sobre mi abdomen, acariciándome con tersura, y me apretó muy fuerte como si su intención fuera recordarme lo mucho que me amaba.


Con Valentino Russo todo volvió a la normalidad, gracias a Dios. Él me lo puso fácil porque no hablamos más sobre el tema del beso ni la cocaína. Nos tratábamos como jefe y asistenta, como si esa noche del Ferrari no hubiera existido y no hubiese pasado nada. Nuestra relación laboral fue de lo más cordial, seca y ordinaria los siguientes días. Y si bien por un lado me reconfortaba que él ignorara esos eventos desafortunados, por otro lado, la parte más egocéntrica de mi ser que me dominaba, se sentía ofendida al preguntarse si en verdad yo no había significado nada para él. ¿No le habían gustado mis labios? ¿Tan horrible le había supuesto mi beso?

Pfff. ¡Cuánta contrariedad, vergüenza y humillación! Por más que quería olvidarlo, mi vagina me lo recordaba en cada ocasión en que lo veía. Y los remordimientos me remataban. De la vergüenza, ni siquiera fui capaz de volverme a costar con Jorge los siguientes días.

Por su parte, Leila no me creyó mi versión descafeinada sobre el hecho de que «no había pasado nada entre el Lobo y yo», salvo una pequeña conversación que habíamos acompañado con un par de micheladas. Todas las mañanas en la cafetería me insistía sobre el tema, y mi respuesta siempre seguía siendo la misma: «no pasó nada entre Valentino y yo esa noche, ni pasará.» Confié en la discreción de mi jefe, y que no abriera la boca en sus escapadas, que estuve segura que las había.

En mi ámbito sentimental me había desvivido por complacer a Jorge como hacía mucho tiempo no lo hacía, sintiéndome responsable de su felicidad, de su estado de ánimo e intentando rehabilitar esa grieta estructural en nuestra relación que yo misma había provocado por mi infidelidad. Cuando pasaron esos días de abstinencia, las siguientes noches me aseguré de hacer el amor con él apasionadamente, esforzándome porque se corriera en el condón como un loco, poniéndome juegos de lencería con encajes y ropa muy sexy que había comprado por internet, evitando a toda costa fantasear con mi jefe, para que mi entrega a mi novio fuese sincera y total. Aunque, como todo, no siempre lo conseguía.

Al principio sentía un cierto grado de culpabilidad, porque aunque no era muy usual acariciar el miembro de Jorge, cuando lo hacía para introducírmelo en mi húmedo coñito,  no podía evitar compararlo con el de Valentino y advertir una diferencia abismal, sobre todo en el grosor de su tronco. Cabalgaba sobre Jorge con los ojos cerrados, y mi nula excitación no tenía que ver con él, sino a mis esfuerzos de olvidarme de mi jefe.

Pensé que los días siguientes transcurrirían sin amenazas (dícese de reuniones extra-laborales donde tuviera que tener contacto frecuente con Valentino) hasta que un lunes por la tarde se presentó Valentino Russo en mi oficina, avisándome que tendríamos una reunión de negocios al día siguiente en la que tendría que preparar un plan de negocios a fin de convencer a tres empresarios a unirse a la campaña política de Abascal.

—Quiero que vengas lo más explosiva posible —me ordenó, dejándome una espaciosa bolsa plateada en mi escritorio, que contenía un outfit.


La reunión fue en el exclusivo restaurante Pangea de San Pedro Garza García, a las 20:00 horas.

Y fui allí porque a los millonarios les gusta la rimbombancia. La opulencia. La excentricidad. Saberse dueños de un mundo privilegiado al que no todos podemos acceder. Aprecian acentuar la estratificación social, delimitar territorios, segregar pulgas de los piojos, aunque al final seamos la misma clase de insectos.

Ellos son quienes colocan puertas inaccesibles para la mayoría de los mortales. Nosotros somos los espectadores que contemplamos desde afuera sus falsos talentos, aunque también solemos hacer de cirqueros en este espacio donde a veces, sólo a veces, hacemos de bufones para divertirlos: sirviéndoles de tapetes, sosteniendo sus bordones.

Añoran saberse poderosos, y que nosotros admiremos su potestad. Nuestra fascinación por sus estilos de vida les supone un alimento para su ego.

Y siempre los complacemos, con sentido pesar.

Adoran tener sus propios espacios de lujos, exclusivos, inalcanzables, un tipo de cañería donde sólo haya cabida para ese tipo de mierda del que ellos son parte. La ciudad de San Pedro Garza García (una urbe perteneciente a la zona metropolitana de Monterrey) siempre se prestó para ello por su fineza e importancia; para ser el trono de oro donde todos los poderosos se quieren sentar. No por nada sus indicadores económicos y de poder adquisitivo son los más altos del país y de toda América Latina, incluso por encima de muchas ciudades estadounidenses y europeas.

A saber cómo han obtenido sus riquezas.

Y aquí viven los grandes burgueses, entre torres, ferraris, bugattis, lamborghinis, volvos y Rolls-Royce; residencias lujosísimas y mansiones enormes asentadas entre las faldas de las montañas que rodean la región. Aquí se admiran entre ellos, diciéndose lo felices que son entre sí, marcando la diferencia con los demás, limitando espacios colmados de agua y de aceite. Y diciendo siempre que «los pobres son pobres porque quieren.»

Y allí estaba yo, nerviosa, simulando entereza con una aparente infalibilidad, sentada entre tres jóvenes empresarios acaudalados, guapos (ninguno debía pasar de los 35) alrededor de una mesa redonda de bubinga en una terraza al aire libre donde se respiraba el engreimiento y fanfarronería.

Los Elizondo eran tres chulescos primos llamados Víctor, Ricardo y Andrés, por orden de edad, cuyo apellido heredado era su carta de presentación; su marca para los negocios y esa llave de oro que les permitía abrir las puertas que se propusieran, sin suponerles ningún esfuerzo.

Los Elizondo disfrutaban riquezas por las que ninguno había tenido que batallar para obtenerlas. Su único trabajo había sido nacer privilegiados en cunas de oro.

Eran dueños de cuatro casinos tanto en Monterrey como en San Pedro Garza García, y, dado que eran colegas de correrías de Valentino Russo, este último había ideado negociar con ellos para conseguir una financiación que beneficiara la campaña política de Aníbal Abascal.

A mí me tocó preparar la propuesta a los Elizondo y exponérselas, la cual consistió en solicitarles una cierta cantidad de dinero a cambio de que, una vez que Abascal llegase a la presidencia, les concediera los permisos y licencias que tanto habían buscado durante los últimos años para que hiciesen una nueva torre en la zona oriente de Monterrey que, entre otras ramificaciones, albergaría uno más de sus famosos y lucrativos casinos.

Durante las últimas gestiones municipales en Monterrey, los alcaldes les habían negado dichos permisos y licencias por considerar que una nueva torre de los Elizondo, cuya principal atracción fuese un casino, monopolizaba a ese sector económico.

Para que Abascal pudiera cumplir a los Elizondo lo prometido, obviamente tenía que ganar las elecciones de junio próximo, y después sus regidores tenían que aprobar en sesión de cabildo las nuevas reglas de operación que eliminaría la fracción de «no monopolización por sectores empresariales.»

Víctor, Ricardo y Andrés (guapísimos y de cuerpos de infarto) estuvieron muy atentos a mis planteamientos, toda vez que el partido político adversario de izquierdas «PSD» (Partido Social Demócrata), que gobernaba actualmente (y cuya intención era reelegir a su alcalde Leobardo Cuenca en un segundo y último mandato como lo decía la ley) no les garantizaba que cumplirían a cabalidad sus exigencias. En cambio, yo los convencí de que el partido de Abascal podría ofrecerles certeza jurídica, seguridad financiera y cero obstáculos burocráticos.

Respondí sus dudas y estuvimos por varios minutos aclarando diversos puntos sobre la negociación. Hablaron entre ellos mientras mi jefe me observaba, admirado de mis habilidades. Quería demostrarle que no sólo era una niñita golfa/infiel calienta penes a la que podía manipular para besarlo y esnifar cocaína cuando le diera la gana, sino que también podía ser una asistente experta y capacitada para resolver y ejecutar cualquier clase de asunto que se me presentara.

—… por tal razón —dije para concluir mi intervención con los primos Elizondo—, considero que la propuesta que les ofrecemos en el Partido «Alianza Por México», encabezado por el abogado y ex coronel Aníbal Abascal, proporciona un beneficio más certero y real que el que les ofrece el partido oponente de PSD. Si firman el acuerdo con nosotros, además de sus beneficios personales, también estarán contribuyendo para que Monterrey (junto a su zona metropolitana, que incluye a San Pedro Garza García) continúe siendo la región más próspera de Latinoamérica y una de las más desarrolladas de América y del mundo entero.

Mi hipocresía tenía que ser convincente. Digo hipocresía porque en realidad no me gustaba nada lo que estaba haciendo: fomentar el capitalismo en una región tan rica como aquella, en detrimento de quienes menos tienen, era una traición a mis ideales.

El país está compuesto por los que tienen y los que no tienen nada. Por los que aun teniendo quieren tener más, y por los que aún sin tener, trabajan de sol a sol para los que tienen todo. Infortunadamente las políticas públicas, jurídicas y económicas de México sólo están destinadas para los ricos. Los pobres continúan allí, muriendo entre el estiércol y la pobreza. Resignándose.

Ah, burguesía barata, tan cerca del dinero y tan lejos del amor.

No obstante, allí continuaba yo, sentada en aquella mesa,  tomándome una bebida cuyo costo era más de lo que Jorge y yo pagábamos de alquiler en nuestro apartamento al mes.

Los tres Elizondo y mi jefe asechándome de cuando en cuando, mirándome entre fascinación y desenfreno, especialmente el canalillo de mi largo  escote en forma de «V», que me insinuaba el redondo de mis turgentes pechos.

Víctor, el mayor de todos (y el más guapo y alto de los tres) no era tan discreto como los otros al mirarme mi escote, la boca y los ojos. En ese orden. Sus ojos negros, ávidos y elocuentes, me repasaban a cada rato mi figura, terminando con una sonrisa torcida e intentando penetrar en mis pensamientos, quizá esperando que le devolviera mi sonrisa con la misma impetuosidad con que él me la destinaba.

Lo único que podía hacer por él era observarlo de cuando en cuando, y después clavar mis ojos en las hermosas vistas que teníamos de la ciudad desde aquella terraza.

—Ufff —le oía soplar a Víctor, acalorado tras mirarme. Me sentí un poco incómoda pero fingí no escucharlo.

Hacía días que había descubierto lo que mi exuberancia física provocaba en los hombres. Hasta los más herméticos, analistas y metódicos solían suavizar sus tonos álgidos durante nuestras negociaciones, mirándome con insinuaciones encubiertas en sus gestos, sonrisas y palabras, mientras yo hablaba. No era estúpida. Valentino sabía este efecto; probablemente él mismo fuese víctima de él, pero se controlaba. En cambio, no le importaba utilizarme para lograr sus más firmes deseos. Sí, muchas veces me sentí utilizada, mas nunca me quejé: al menos no en esos días.

Necesitaba sentirme admirada; que Valentino y Aníbal se sintieran orgullosos de mí. Por alguna razón me había quedado con este puesto que, por derecho de antigüedad, de todos me pertenecía, aun con la rabietas de Catalina, y por ese motivo tenía que demostrar que no se habían equivocado al elegirme. Tenía que retribuir con mi trabajo y dedicación la confianza depositada en mí.

Mi propósito era ser reconocida, empoderarme como mujer y poco me importaban los medios por los que me tuviera que valer para conseguirlo. Si Valentino me utilizaba, yo le utilizaría a él también para escalar. Necesitaba el dinero.

—¿Un poco más de vino, Aldama? —Oí la áspera y sensual voz de mi jefe, que estaba a mi costado, y yo aspirando su apetecible fragancia varonil que me remontó a aquella noche en el interior del Ferrari.

Tener a mi lado a un hombre tan fuerte y seductor como él no me ponía las cosas tan sencillas en mi real intento de permanecer serena y darle su lugar a mi pecosín.

—Sólo un poco —accedí, porque ese vino de nombre italiano (yo de vinos sabía lo mismo que un jardinero sabía de aeronáutica), me gustaba.

Con mis nuevos ingresos económicos ahora podía darles una mejor vida a mi madre y mis tías, a quienes, pese a todo, quería. Mi vida y la de Jorge comenzaba a ser más desahogada: después de las elecciones nos íbamos a casar y mi mayor reto era ahorrar el dinero suficiente para que mi novio no echara de menos su antigua vida de privilegios, y al mismo tiempo, frenarlo de esas prácticas horribles donde vendía su honor a su cuñado con tal de mendigar unas cuantas monedas.

Lo menos que podía hacer era ofrecerle una mejor calidad de vida, tal y como él había luchado para ofrecérmela a mí. Compraríamos una casa nueva, de ser posible grande, muebles cómodos y hasta un auto nuevo (nuestro pollo estaba en las últimas), y él volvería a su vida de antes. Por mucho que lo simulara, yo sabía que Jorge no lograba adaptarse a las privaciones que pasaba conmigo. No merecía sacrificarse tanto por mí. Ya no. No después de lo que yo le había hecho, y cuyos remordimientos me seguían torturando.


Me quedó claro que nunca será lo mismo una zorra de los suburbios de Monterrey a una más fina procedente de San Pedro. A las primeras las llaman «putas», a las segundas «damas de compañía.»

Una puta fina, después de todo. Y, pese yo haber nacido en los suburbios de Monterrey, en ese momento yo me sentía como la segunda; la dama de compañía de Valentino Russo, mi fastuoso jefe que me trataba como una geisha moderna, un mero entretenimiento y compañía para él y sus colegas, y no como una ejecutiva, que es lo que yo era por entonces.

—Estás muy tensa, Aldama —me susurró Valentino al oído con su habitual voz gutural, posando una de sus manos de fuego en mi pierna, por delante de las costuras de mi vestido. Intenté removerme para rechazarlo, pero él no la quitó—. Sé más espontánea, como lo eres siempre. Recuerda que tus encantos son la debilidad de los hombres, incluidos los Elizondo, y son un aliciente para una negociación exitosa. ¿No ves cómo babean por ti? No sé qué te pasa hoy que andas tan seria.

¿En verdad no lo sabía? «Serás cabrón» dije en mi fuero interno, «me manoseaste en tu Ferrari, por poco me metes los dedos en mi vagina, me persuadiste para esnifar cocaína, y luego nos besamos, ¿en serio no sabes por qué estoy tan seria?»

—Estoy tensa porque no sé si firmarán o no —me justifiqué, aspirando aire. No tenía intención de decirle que tenía miedo de estar a solas con él.

El tacto de su mano frotando con naturalidad mi pierna como si yo fuese de su propiedad me hizo gemir y propiciarme una poderosa descarga de adrenalina que me atiborró de calor.

—¿Todo bien? —preguntó Víctor Elizondo, que estaba puntualizando ciertos detalles con sus primos, que de vez en cuando se secretaban.

—Todo perfecto. —Sonreí casi sin aliento, en tanto los dedos de mi jefe frotaban con presteza las costuras de mi ajustadísimo vestido que él mismo me había proporcionado. Suspiré. Necesitaba refrescarme, atenuar mis impulsos y serenarme—. Si me permiten, iré un momento al tocador. —Anuncié, esperando que a mi regreso los Elizondo hubiesen decidido firmar el contrato.

Valentino retiró su mano y me sonrió con malicia.

Los cuatro hombres trajeados que ocupaban la mesa se pusieron de pie tan pronto como yo me incorporé, y después de un asentimiento caballeroso, como si fuese una señal de que me daban permiso de marcharme, me erguí, extendiendo mis largos cabellos por mi espalda con refinación y caminé hasta los baños de mujeres, haciendo que el tacón sonase con elegancia sobre el piso, y consciente de que sus cuatro bestiales ojos de machos hambrientos estaban puestos en mi culo, devorándomelo con la mirada.

Y me calenté. Y me mojé. Y no lo pude evitar.

  1. EL JUEGO DEL LOBO

VALENTINO RUSSO

—No mames, puto Lobo —exclamó Víctor asombrado sin apartar la vista en esas dos redondas y majestuosas nalgas duras y paraditas que desaparecían por el pasillo—, ¿en serio todo eso te estás comiendo?

Me eché a reír con ganas. Eso es lo que quería, comerme a la hija de la chingada… pero seguía resistiéndose aunque de vez en cuando me restregara ese culo en mi paquete, de «forma accidental»

—Sí, todo eso me estoy comiendo —presumí.

Ella me deseaba; se chorreaba al verme, al sentirme. Se estremecía con mi voz. Se calentaba con lo que yo le suponía. La Culoncita se dilataba sólo con mis roces, lo había notado desde la primera vez que la acaricié y su cuero se erizó: lo confirmé aquella noche en que la muy golfa se dejó acariciar y besar por mí sin poner más resistencia que la que su escasa voluntad la dejó.

Lo había descubierto esa noche en mi Ferrari en donde desplegué todo mi poder de seducción para volverla loquita. Lo conseguí a medias, pues aunque fue un gran avance, no me conformaba. Yo quería que fuera ella la que se me insinuara, la que tomara la iniciativa y no yo. En fin. Poco a poco.

Esa hembra tenía unas formas físicas de un alto calibre capaces de poner duro a cualquier vato que la contemplara. Su boquita era pequeña, pero sus labios resaltaban grandes y mullidos, perfectos para una deliciosa mamada de huevos y verga. Sus gigantescas ubres, carnosas, blancas, apretaditas y palpitantes, y esa inmensa señora cola que sobresalía esa noche con los Elizondo gracias a que la había hecho vestirse como una autentica putona, no tenían desperdicio a la vista.

No veía la hora en que, luego de ponerla a cuatro patas, (y sin quitarle la tanguita que debería de estar enterrada en su rajita) su glorioso culo rebotara sobre mis huevos mientras enrollaba su pelo en una de mis muñecas y tiraba de él, toda vez que la perforaba desde atrás salvajemente hasta provocarle los mejores bramidos como la perra que era.

Cómo me arrepiento de haber sido tan condescendiente esa noche en mi Ferrari; cómo me arrepiento de, aprovechándome de la calentura que le había provocado el alcohol y luego «los polvitos mágicos», no haberle arrancado la falda y su blusita, para haberme metido entre sus piernas y comerme su coño encharcado y luego sus carnosas tetazas.

En lugar de eso me controlé, aun si estaba empalmado y duro como una piedra. Me controlé para evitar arruinar todos mis planes por una noche en que andaba de urgido. Obvio ella no se fue limpia, pues le metí mano en su entrepierna hasta más no poder, cuyos flujos mojaron mis dedos con sólo acariciarla. ¡Menuda puta tapada! La muy cabrona tenía el chocho ardiendo, podía escuchar sus agitadas respiraciones y sus muslos temblorosos. Ella era tan cínica que había fingido estar dormida para no asumir que estaba más mojada que el lago de Chapala, y que su rajita pedía verga a gritos.

Y yo fui tan cabrón que, con el propósito de descubrir hasta dónde podía llegar esa golfa encubierta, me saqué mi gorda polla y me la jalé estando ella en mi costado. A mí no me hace pendejo: bien que me vio acariciándomela, así como la había visto infinidad de veces en la laptop que le había regalado.

Todo fue tan morboso y excitante que me habría corrido sobre sus tetas si no hubiese abierto los ojos cuando mis dedos estuvieron a punto de meterse en su coñito.  Pero insisto, tuve que controlarme, o juro por el diablo mismo que en ese preciso instante la habría abierto de piernas y me la habría cogido hasta que sus chorros vaginales me dejaran empapado.

Me encantó descubrir la facilidad con que se chorreaba, y cómo se estremecía y jadeaba con apenas un par de caricias. ¡Menuda zorra!

Las mujeres saben sacar provecho de su cuerpo: se saben buenísimas y por eso a veces se hacen las difíciles. Como dije, Aldama era un monumento de mujer (encima inteligente, al menos en el ámbito profesional) y ella lo estaba descubriendo: cuando la vimos partir, con esos dos pedazos de sandías puestas en su cola rebotando al repicar los tacones en el suelo, entendí que sabía el efecto que provocaba en nuestras pollas, de otra manera no se habría contoneado con la putería con que lo había hecho sabiendo el erotismo que nos ofrecería a la vista.

Aunque era difícil, a la vez era presa fácil. A leguas de distancia se le veía que le faltaban unas buenas folladas que la hicieran correrse como una buena hembra. Me daba morbo todo lo que podría hacer con ella y el grado de perversión y degradación a la que podía someterla, siendo aún tan inocente. Poco a poco estaba descubriendo que ella era muy influenciable, y que de esa debilidad yo podría sacar mucha ventaja si obraba con sabiduría.

Desde el principio fui consciente de que para lograr mis objetivos primero tenía que sacar de contienda al tarado de su Ganso, un ridículo pardillo pelirrojo y pecoso que no me suponía ninguna amenaza, pues incluso hasta su propio cuñado se burlaba de él llamándolo «cachorrito». Sin embargo, ese potencial cornudo de mierda era un ancla del que su noviecita se enganchaba para evitar que ésta se desplazara a la deriva. Y, aunque de momento no me suponía un problema tan fuerte, si de pronto me obstaculizaba, ya me encargaría de él.

Las carcajadas que me tuve que tragar al día siguiente de los eventos del Ferrari cuando me encontré a la parejita enamorada en el vestíbulo de La Sede despidiéndose con un apasionado beso, con el estúpido pelirrojo lanzándome una mirada de suficiencia como si no hubiera probado esos mismos labios nunca.

«Si supieras lo que hicimos anoche, hijo de puta» me burlé en la jeta del Ganso cuando pasé junto a él con una amplia sonrisa. «Ya luego me contarás a qué sabe mi saliva, asqueroso. Es una verdadera pena que tu relación con tu Livita vaya a tener que terminar en menos de lo que canta un gallo: porque ¿adivina qué, «cahorrito»? Tengo pensado convertir a tu prometida en mi puta y en la puta de Heinrich Miller?» Y al llegar a mi oficina, Leila y yo nos destornillamos de risa cuando la puse de rodillas delante de mi sofá, con el propósito de que me chupara la verga, mientras le trasmitía lo que le había hecho a su «virginal amiguita» y cómo me había mirado su «noviecito» al llegar.

También le conté que después de dejar a Aldama en su casa, yo con la verga hinchadísima y dura, no me quedó más remedio que bajarme la calentura con mi querida «mami» Amatista, la deliciosa esposa de mi padre, que, siendo tan fina, abnegada e irreprochable en su vida diaria se entregaba a mí con la disposición de una puta barata cada vez que se me daba la gana. Esa madrugada la sodomicé en la cama de mi padre (aprovechando que él estaba fuera de la ciudad, en una comitiva en Puerto Vallarta a la que había sido enviado) como castigo por haberme tocado las pelotas al denunciarme a la policía producto de sus celos.

—Eres un hijo de puta —se carcajeó Leila tras mi narración, sacándose de la boca uno de mis gordos huevos para lamerlos con su húmeda lengua, al tiempo que su mano izquierda se aferraba con fuerza a mi barra de carne—. Y vaya sorpresa me llevo con mi preciosa amiga. Bien dicen que las santitas son las peores. Supongo que ha ayudado todo lo que le conté sobre lo que hicimos tú y yo. Debió de ponerse caliente y le nació la espinita por experimentar. Pude ver cómo enrojecía y se movía en la silla, aparentemente calientísima mientras le contaba nuestras aventuras. Yo sabía que en el fondo ella era una putita, y eso me conviene, jefecito, porque si la sigues estimulando como yo espero, muy pronto podré cumplir mi fantasía de…

—De comerte su coñito, de estrujarle sus placenteras tetotas y sentir su culote en tu cara, guarra —le prometí, dándole una bofetada cariñosa, refrendando de esa manera nuestra pérfida alianza cuyo fin era destruir esa ridícula relación acartonada que tenía Aldama con su pelirrojo.

Si bien había avanzado en mi proceso de emputecimiento, no estaba conforme con los resultados. Aquella noche en el Ferrari entendí que si no soltaba las ataduras de la moral que la vinculaban a su perrito faldero, no conseguiría avanzar más.

La satisfacción que me quedaba era saber que ella me deseaba, que se mojaba al sentirme, y que sería capaz de todo por mí: incluso de esnifar cocaína si yo le daba la confianza. Admito que esto último no lo tenía planeado, sino que se presentó como por obra del diablo y yo me aproveché. Si jugaba bien mis cartas, Livia Aldama terminaría convertida en la Puta de Monterrey y en la mejor puta de los Ángeles California.

Los Elizondo me observaban con orgullo, ignorando que aún no había conseguido avanzar más allá de algunos arrimones y toqueteos: no obstante, me dije que debía hacerles creer que ya me la había follado en todas las posiciones habidas y por haber. Se me ocurrió un plan, a fin de calentar aún más a mi futura putita, y me pareció divertido llevarlo a cabo con ayuda de esos tres chulitos jariosos.

Pervertir a Livia era mi propósito para satisfacer a Heinrich Miller: depravarla era mi gusto personal. Era mi reto. La Culoncita era mi seguro de vida ante Heinrich. Y lo conseguiría. Sería mi puta y después la mandaría con el negro a que se empachara de verga en Los Ángeles hasta que se hastiara.

—Está buenísima esa hembrita, Lobo —comentó Ricardo chupándose los dedos—, y tiene cara de que le fascina chupar caramelo.

—Me la imagino rebotando sobre mis huevos con ese enorme culo, Lobo —apuntó Víctor, sonriendo—. Ufff… pero oye, Lobo, no será tu novia esa niña, ¿a que no?, mira que nos la estamos saboreando los tres delante de ti y…

—Yo soy su Lobo, y ella es mi caperucita, y no saben cómo le gusta que la haga aullar. —Todos prorrumpieron en carcajadas—. Visualicen a esta niña con carita de ángel, deformando el gesto mientras chupa mi verga, los ojitos color chocolates lagrimando mientras mi capullo le acaricia la garganta, en tanto mis huevos golpetean su mentón.

Las risotadas no dejaron de parar. Víctor se echó un trago de tequila y vi cómo Ricardo, el rubio, se ponía colorado de la excitación al imaginarse escena tan dantesca.

—Pero no —respondí a la pregunta—. Culoncita no es mi novia; el peso de los cuernos los tiene que soportar otro.

—¿Qué quieres decir? —preguntó un Víctor curioso.

—Que su novio está en casita, afilándose los cuernos, mientras Caperucita está con su Lobo y sus secuaces.

Las risotadas se incrementaron al instante.

—¡No mames!, ¿lo dices en serio? —se echó a reír el rubio.

—¿No la ves? —respondí orgulloso—. El cornudo está en casita, y su putita está aquí, conmigo, a punto de sacarle filo a mi pito.

Por suerte estábamos en la terraza de Pangea, de otra manera los comensales se habrían quejado con los camareros por el escándalo de nuestras carcajadas.

—La suerte que tienes, pinche Lobo.

—La suerte que tiene ella —corregí, poniendo las cosas en su lugar—. En su puta vida se había tragado un rabo como el mío, ni se había acostado con un tipo con mi cuerpo y mi cara.

Claro que estaba mintiendo, pero tan poco lo vi tan mal. Aún no me la había follado, es cierto, pero pasaría. Sólo estaba adelantando los acontecimientos en esta vida alternativa que les estaba contando.

—Pinches putas ubres tiene esta hembrita —intervino Ricardo, formando dos grandes huecos en sus manos como si estuviesen estrujando ese par de tetazas.

—¿Es tan puta como se ve? —preguntó Víctor—. Es decir, en realidad no se ve que sea una puta… pero sí se nota que tiene unas ganas de verga que no puede con ella. A decir verdad, esta niña tiene cara de que no rompe un puto plato, Lobo.

—Ya sabes lo que dicen, las más santitas son las putas —recordé las palabras de Puteila—. A lo mejor Aldama no rompe platos, pero sí rompe las bolas con las tremendas culeadas que le doy.

Los tres prorrumpieron en aplausos, celebrando mi gesta triunfal. Víctor comentó:

—Tiene una carita de angelita que se me pone dura del morbo al imaginarla a cuatro patas como perra, mientras nos chupa el rabo a los cuatro.

Ricardo Elizondo añadió:

—De no ser por el putivestido que trae puesto, te juro que no me lo creo.

—Hace mejores trabajos de los que aparenta —continué alardeando, mirando el cielo estrellado desde la terraza.

—¿Entonces sí es tan puta como parece? —dudó Víctor.

—¿No la ven? —respondí gustoso.

—¿Y la has rolado con otros camaradas? —se interesó Andrés, el menor de los tres y quien había permanecido en silencio.

—De momento sólo conmigo. —Tampoco quise ir más lejos de lo que podía ofrecer.

Víctor se incorporó, sonrió de pronto y me dijo, como no queriendo:

—¿Hay posibilidad de que nos la roles a nosotros?

Me eché a reír al instante. Sabía que me lo pedirían.

—Habría que intentarlo —propuse—, aunque ya les advierto que apenas estoy trabajándola. No creo que acceda a más. Aún no, pero si firman el contrato, es probable que más adelante tengan ciertos beneficios con ella.

—Me bastaría con ver o escucharla gemir como puta mientras te la follas, Lobo —comentó Víctor, a lo que sus primos asintieron.

—¿Qué propones, entonces? —le pregunté.

—Vamos a mi casa, allá nos esperan unas amiguitas con las que mis primos y yo pretendemos divertirnos. Hagamos que tu culona atestigüe nuestras degeneraciones y ya si se pone a tono,  intentamos meter mano. Si por alguna razón no se deja, al menos te la llevas a una habitación y te la follas. Con escucharla bramar me conformaría. Y… después de eso… firmamos.

Les enseñé todos mis dientes, en señal de que aceptaba el reto. Aunque tuve que negociar.

—Nada perdemos con intentarlo —comenté sintiéndome confiado—,  pero sin sobrepasarse tanto —ordené—, que de momento sólo es mía. Y, otra cosa. Primero firman, y luego me la follo para que la escuchen gemir. En ese orden.

—Amén —contestaron todos.

Brindamos por nuestro perverso plan.

LIVIA ALDAMA

«Eres una ejecutiva, Livia, una ejecutiva, no una furcia a la que esos tipos miran con lujuria» me repetía una y otra vez delante del espejo, toda vez que caía en la cuenta de que el mini vestido negro que portaba era demasiado indiscreto como para exigir un trato estiloso.

—Por Dios —suspiré conmocionada al retroceder un poco más del tocador, a fin de conseguir mirarme completamente en el espejo, de cuerpo entero.

¿Cómo demonios me había convencido Valentino de ponerme ese vestido con semejante escote?

—Luces muy bien —me había dicho mi jefe el día anterior, estudiándome los pechos con esa mirada traviesa que de vez en cuando me hacía tartamudear—; pero en este tipo de negociaciones la ropa dice mucho de nuestra personalidad y, permíteme decírtelo sin que te parezca una ofensa, el atuendo que llevas puesto hoy te resta seguridad y firmeza, y lo que yo necesito de ti mañana, Aldama, es que, desde tu imagen, puedas ser capaz de someter y persuadir a los Elizondo. Así que me tomé el atrevimiento de comprarte un pequeño vestido para dicha cena. Estoy seguro que te quedará como mandado hacer, ya que Leila me hizo favor de pasarme tus medidas.

—¿Que Leila qué? —lo cuestioné un poco molesta y recelosa, mientras recibía la bolsa.

Una cosa era que se acostaran y que Leila misma no se cansara de restregármelo en la cara cada vez que podía, y otra muy distinta que ambos tuvieran derecho a pasar sobre mí sin mi consentimiento, comprándome ropa sin mi autorización.

—Valentino, a mí no me pare…

—Vamos, Aldama, ¿en qué quedamos respecto a tu deber respecto a una mente abierta? Dime ahora. ¿Puedes o no puedes? —me desafió, con lo que odiaba que me subestimaran—. Catalina nunca me habría puesto reparos a la hora de tratar de complacerme.

Aquello fue la gota que derramó el vaso. Sabía cómo tocar mis fibras débiles. ¿Complacerlo?

—¡Claro que puedo! —exclamé, sin medir el tono elevado de mi voz.

Su sonrisa victoriosa me contrajo el vientre y la vulva me hormigueó.

—Lo sé, por eso eres mi chica favorita.

¿Su chica favorita? Pfff.

De golpe el enfado se fue al olvido. Las palabras de mi jefe hicieron un efecto estimulante en mi psique y me obligaron a sentirme como pavo real, con la cola bien alzada.

Y ahora ahí estaba yo, observándome por enésima vez ese entallado vestido negro que me aceleró el pulso.

Mi outfit incluía un par de zapatos de tacón negros de 15 centímetros, hasta entonces los más altos que había usado, y por los que tuve que andar en el baño de mi casa hasta que me sentí capaz de dominarlos.

En lugar de sostén, me encontré en la bolsa de ropa un par de parches pezoneros color piel que no lograron cubrirme del todo las aureolas, pues eran más grandes de lo normal. Aun así, evité preocuparme, pues el vestido me las ocultaría. O al menos eso esperaba.

El largo del vestido me llegaba a la mitad de los muslos, ciñéndose a mis desmedidas caderas y en mis encumbradas nalgas, al tiempo que el corte frontal inferior comprimía mi vientre, aplanándolo más de lo que ya era y levantándome los pechos.

Lo que más me preocupaba era que el escote en forma de «V» fuese demasiado prolongado, alcanzándose a mirar obscenamente los laterales interiores de mis redondos senos, describiéndose un perfecto canalillo que no pasó desapercibido para nadie.

Lo único bueno, si se le podía llamar «bueno», era que el infartante escote se compensaba con las ajustadas mangas que me cubrían los brazos hasta las muñecas.

—El contraste del negro con la blancura de tu piel te hace lucir exquisita —me halagó Valentino cuando pasó a recogerme a mi casa y me hizo quitar el enorme abrigo con el que había salido para evitar que Jorge y Pato (que estaban jugando cartas en la sala) se percataran de mi atuendo.

Incluso los tacones altos no me los puse hasta que llegamos a Pangea, tras lo que mi jefe se aprontó a recogerme del brazo para llevarme a la terraza, donde ya nos esperaban los tres Elizondo que se quedaron boquiabiertos al verme, igual que había quedado Joaco, el chofer, quien, con pena, decidió mirar hacia otro lado.

Volví a la realidad y respiré hondo, me retoqué mi labial escarlata y me unté un poco de loción dulce en el cuello. Finalmente salí del servicio y me dirigí a la mesa donde los cuatro hombres me esperaban. Todos se pusieron de pie, protocolariamente y haciendo alarde a la educación de caballería recibida en el norte, y esperaron a que me arrellanara en la silla para volver a sentarse.

—Hueles delicioso —me susurró mi jefe, estremeciéndome, posando nuevamente su mano sobre mis muslos y quemándomelos al taco.

Iba a decirle algo, pero la voz de uno de los Elizondo me obligó a prestarle atención.

—… me ha convencido, señorita Aldama —comentó Víctor Elizondo, el representante legal del Grupo Elizondo , ofreciéndome una sonrisa seductora parecida a las que Valentino solía dedicarme cada vez que deseaba bloquear mis defensas—, lo hemos analizado mis primos y yo y creo que vale la pena arriesgarnos con ustedes.

—¡Es maravilloso! —pude soltar todo el aire, al fin.

—El que no arriesga no gana, mi buen Víctor —apuntó Valentino casi de inmediato, levantando su copa y haciendo bailar los hielos dentro—. Han tomado la mejor decisión de sus vidas, camaradas. Así que brindemos por esto.

—No tan rápido, Lobo —intervino Andrés, el chico más risueño y moreno de los tres. Él tenía un par de ojos negros que no se apartaban de los míos, y su mentón lampiño y pelo corto lo hacían lucir más joven de lo que era—. Que sí, que firmaremos esta noche el documento, pero me gustaría que fuésemos a un sitio más cómodo para brindar. Privacidad, le llamo yo.

Mis ojos por poco se salen de los cuencos al intuir lo que propondrían. Vi la hora en mi teléfono y noté que ya era tardísimo. Casi iban hacer las diez y Jorge y yo habíamos reservado una nueva cena a las once de la noche en el restaurante Krei, de Monterrey, para compensar la que habíamos cancelado la noche que me reuní a solas con Valentino.

Tuve claro que no podía desairarlo una segunda ocasión. ¡No podía! Por respeto y deuda. Esta era la segunda oportunidad que tenía para limar asperezas con él. ¿Lo iba a echar a perder todo otra vez? ¡NO!

Ya de por sí cuando le dije a Jorge que no era buena idea reservar para nosotros una cena esa misma noche (en que previamente yo tenía otro compromiso) noté que se había molestado, así que para no echar más sal a la herida, no me quedó más remedio que aceptar.

Yo se la debía, y entendí que si él había reservado el mismo día en que tenía una cena con Valentino era para comprobar si yo sería capaz de darle prioridad a él, que era mi novio, por encima de los intereses de mi jefe. Y aunque no fue muy explícito al decírmelo, con sus actitudes yo lo intuía.

Jorge, con justa razón, me estaba poniendo a prueba… y la verdad es que eso me tenía estresada.

«No creo que haya problema, Livy» me había dicho Jorge esa misma tarde en que se le ocurrió el plan «Ya me has dicho que el itinerario de la cena dice que la reunión no se prolongará más de dos horas, por lo que estarían terminando a las diez. Pues bien, a mí se me ocurre que le pidas a Valentino de favor que te acerque al restaurante Krei como a eso de las 10:30 de la noche, y todavía tendremos media hora de reserva para cualquier imprevisto.»

Y aunque yo sabía que los planes a quemarropa suelen dar problemas, cedí ante su propuesta. Jorge merecía que yo me sacrificara por él después de lo que le había hecho, y por eso lo había planificado todo para que salieran mis planes según lo previsto. Incluso se lo había comentado a Valentino, ¡que esa noche necesitaba estar libre a más tardar a las 10:30p.m., porque tenía una reservación importante con mi prometido! Y él, muy seguro de sí mismo, me había dicho que sí.

Tan organizado tenía mi plan que incluso traía unas medias de naylon en mi bolso, para ponérmelas antes de encontrarme con Jorge y que no se percatara de lo corto que era el vestido con que me había presentado a la cena con los Elizondo.

—Creo que… es un poco tarde, ¿no lo creen? —Hice el comentario a los empresarios intentando no sonar aguafiestas. La verdad es que estaba muy nerviosa y mortificada.

No sabía cómo librarme de esto. Me dije que Valentino tenía que ayudarme: él sabía que era importante estar libre a las 10:30p.m.

—No va hacernos el desaire, ¿verdad, señorita Aldama? —me retó Víctor con una sonrisa.

Miré a mi jefe como esperando que me librara de ese compromiso; no obstante, él respondió por mí, como si fuera mi dueño y manejara mi vida y mis tiempos a voluntad.

—Por supuesto que no tiene inconveniente. Sólo será un rato, así que no hay problema. ¿Nos vamos?

Sin poner ninguna resistencia, e intentando ocultar mi sopor, asentí con la cabeza, aunque ya más tensa que antes, y me dejé levantar y conducir por Valentino una vez que saldaron la cuenta.

Los Elizondo se fueron adelante por sus autos, luego de que acordaran encontrarse en la casona de Víctor, que al parecer estaba situada en una urbanización finísima llamada prados de la sierra, en los límites de San Pedro, justo en las faldas verdosas de las montañas que rodeaban a la ciudad.

—Valentino, ya es tardísimo —le dije cuando Joaco me ayudó a entrar al BMW que llevaba mi jefe esa noche.

—No es para tanto, Livia —respondió restando peso a mis palabras.

Permanecí en silencio durante los primeros kilómetros de camino, muy nerviosa y pensando en lo furioso que se pondría Jorge si lo dejaba plantado otra vez, y se lo comuniqué a Valentino.

—Tengo… tengo una cita con Jorge, ¡te lo acababa de decir antes de entrar al Pangea!

En la oscuridad de la noche, casi me pareció que mi jefe se reía.

—Confío en que tu nenuco será comprensivo.

—¡Comprensiva tengo que ser yo con Jorge! ¡Comprensivo tienes que ser tú también! Lo he hecho pasarla fatal últimamente, y tú lo sabes mejor que nadie. Haz algo para que los Elizondo firmen los documentos en cuanto lleguemos y deja que Joaco me devuelva a Monterrey, ¡son las 10:12 de la  noche, y mi reservación es a las once!

—No hagas dramas, Aldama. Sólo llámalo y dile que la reunión se extendió.

Qué fácil veía él las cosas. Pero no era así de sencillo. Esta era mi oportunidad para arreglar las cosas con mi prometido, y todo se estaba saliendo de control.

—Es que… a ver, Valentino; el itinerario era venir a Pangea, aquí a San Pedro, y exponer nuestra propuesta para que la firmaran. Nunca previmos que… extenderíamos la reunión a… no sé dónde.

Valentino bufó, escondiendo un gesto en la negrura de la nocturna.

—Aldama, la residencia de Víctor no está tan lejos, me lo comentó cuando fuiste al servicio.

—¿O sea que pactaron esta salida en mi ausencia y tú lo permitiste? —me indigné—. ¿No te importó que yo te dijera sobre el compromiso que tenía con mi prometido? ¡Pero de qué estás hecho, por Dios!

Entre los nervios que me atiborraban, apenas me supo el cosquilleo cuando mi jefe acarició mi muslo de nuevo.

—Estás dando pasos agigantados como profesional, Aldama —me dijo, persuasivo—.  Estás escalando muy aprisa y te estás convirtiendo en una mujer empoderada. Yo te tengo por una chica independiente, libre, autosuficiente, con una gran inteligencia y de criterio amplio. O al menos eso fue lo que me prometiste aquella noche que en te replanteé dejar este puesto si no te sentías competente. Ese día vi en ti a una mujer que toma sus propias decisiones. ¿O es que me estoy equivocando contigo, acaso?

Lo que me planteaba era un gran desafío.

—No, no te has equivocado. Soy muy profesional en todo lo que hago contigo. El problema es que hoy tengo una cita con Jorge y me sabrá mal tener que cancelarla por algo que no tenía previsto.

De nuevo su risita.

—Una cita más, una cita menos. A tu novio lo tienes siempre, Aldama, vives con él. En cambio, este tipo de negocios no se tienen todos los días. Si tu bebito te ama, sabrá comprender que estas cosas pasan en las reuniones de negocios y que es tu deber atenderlas. Si es comprensivo, no se enfadará contigo. Así que llámalo y dile que cancele lo que sea que tenía planeado y ya está. Desde este momento tienes que entender, Livia Aldama, que yo tengo que ser siempre tu prioridad.

Me quedé inmóvil, sintiéndome entre la espada y la pared. Dios mío, qué difícil decisión. Valentino me notó vacilante y me dijo:

—A ver, Aldama: yo no quiero pensar que me he equivocado contigo. No está en mi naturaleza equivocarme.

—No, no, claro que no te equivocas. Yo estoy abierta para ti… —Vi una sonrisa rara en su gesto, y me vi obligada a aclarar—: Quiero decir que siempre tendré la disponibilidad para afrontar lo que venga.

—¿Incluso imprevistos como estos?

—Sí… bueno… pero es que…

—A los empresarios les gusta la gente rotunda, Aldama, la gente arriesgada (como ellos lo son con sus negocios). Rehúyen de las personas timoratas, indecisas y sin iniciativa. Hoy, Aldama, has demostrado una gran fortaleza y un admirable poder de convencimiento. Ya lo ves, los has persuadido y firmarán el contrato.

—Sí, lo sé, sólo que…

—Así que no me decepciones. No nos decepciones. Abascal me ha dicho que tiene altas expectativas contigo. No querrías defraudarlo, ¿verdad?

¿Aníbal? ¿El cuñado de Jorge? ¿Él tenía grandes expectativas conmigo? Pero si apenas había cruzado palabra con él en ese tiempo.

—No, no, defraudarlo no… pero entiende que…

—Pues demuéstralo. Cuando te contraté te advertí de esto, sobre salidas repentinas o cambios de planes de un momento a otro, y tú aceptaste. La noche que salimos te volví a plantear los riesgos y… actividades inmorales que a veces esto implicaba. Y tú volviste aceptar. Recuerda que nuestra prioridad siempre serán nuestros clientes, con los que hacemos los negocios.

—Te juro que eso lo tengo bien comprendido.

—También te dije que en este mundo verás cosas que a lo mejor te asustarán.

«Drogas… fiestas… y actos inmorales que a veces suelen salirse de control» lo recordé. Me lo habían dicho algunas personas, incluida Leila, y yo no le creí. ¿Cómo era posible que una reunión de negocios pudiera terminar así… con drogas y… actos inmorales? Rememorar todo esto me tensó. Hasta ahora no había asistido a reuniones de esas, y eso me había quitado mis alarmas de alerta. Pero ahora, esa noche… no sé, sentía que podía pasar algo raro.

—Te noto nerviosa, Aldama. ¿Acaso no estás preparada para esto? —me desafió—. Es normal si te sientes incapacitada para afrontar al mundo real. Si tu criterio no está tan bien formado como yo pensaba, y, en su defecto, tienes tendencia a visiones ineficientes, ordinarias y fracasadas. Si es así, entonces, sin ningún reproche te lo digo, puedo decirle a Joaco que me deje con los Elizondo y que después él te lleve a la cena con tu noviecito. Mañana, a primera hora, puedes recoger tu liquidación en recursos humanos.

¡¿Qué?! ¡No! ¡No! ¡NO!

—¡Por favor, Valentino, es que no puedes ser tan tajante y tan extremista con tus decisiones!

—En estos negocios no hay cabida a la vacilación —continuó Valentino. Me sentía coaccionada, chantajeada y amenazada. ¿Iba a despedirme sólo porque no quería continuar la cena fuera de Pangea?—. Puedes ir con tu novio, sumergirte en la monotonía que te proporciona el confort que te ofrece y perder la oportunidad de convertirte en una mujer exitosa.

Mi respiración estaba muy agitada.

—O, por el contrario, puedes ser inteligente, continuar con el plan e ir hacia arriba sin miedo al éxito. Esto es por ti, Aldama, sólo por ti, para que seas capaz de saber qué tan grande puedes llegar a ser. Demuéstrate y demuéstrame que no me equivoqué al ceder al mandato que me dio Aníbal de ponerte en este puesto que estaba destinado a Catalina.

Eso sí que me indignó un poco, y se lo hice saber:

—El puesto lo merecía yo por derecho de antigüedad, te lo recuerdo por enésima vez.

Valentino tamborileó sus gordos dedos sobre mis piernas y yo casi suelto un gemido. Me contuve.

—Tu antigüedad como colaboradora en La Sede te daba derecho a un aumento de sueldo, Aldama, lo dice la ley general del trabajo, pero no te daba derecho a que cubrieras un puesto para el que no estabas cualificada. Pero no me mires así, que aquí el tema no es que merecieras el puesto o no. El tema aquí es que ya tienes ese puesto y ahora te toca a ti desquitarlo, y así evitar que la gente siga hablando sobre nepotismo, que bueno, siendo sinceros, lo fue.

No entendí a ciencia cierta a lo que se refería.

—¿Nepotismo? —le pregunté.

—¿No se le llama así cuando obtienes favores o un puesto de trabajo por el mero hecho de ser familiar o amigo de un líder de una empresa, aun si no tienes los méritos necesarios? —respondió.

—No es mi caso —le recordé, sintiendo el hormigueo en la pierna donde me acariciaba.

—¿Que no es tu caso, dices?  —contuvo una carcajada—. A ver, Aldama, no vamos a entrar a discusión con este temita que ya es cosa del pasado y a estas alturas tampoco importa, pues ya bastantes problemas tuve con Abascal cuando me obligó a aceptarte como mi asistenta gracias a que tu novio se lo pidió.

—¡¿QUÉ ESTÁS DICIENDO?!

Sentí que me caía encima un balde de agua muy helada, que mi pecho se estremecía y que todo mi cuerpo explotaba por dentro.

¿Yo…? ¿Yo no estaba en ese puesto por méritos propios como creía? ¿Yo no había obtenido el puesto de asistente personal del jefe de departamento de prensa porque los altos funcionaros de La Sede (incluido Valentino) hubieran valorado mis años de trabajo y me hubiesen reconocido mi trayectoria y cualificación profesional? ¿Me habían impuesto allí? ¿Había ascendido por palanca, por influyentismo? ¿Era asistente de Valentino no por mí sino por Jorge, porque se lo había pedido a Aníbal Abascal y este, a su vez, se lo había exigido a mi ahora jefe?

Juro por Dios que me sentí terrible, desmoralizada, furiosa y con una gran decepción por mí misma. ¡Jorge no tenía derecho de haberme hecho esto! ¡Jorge no tenía ningún derecho de manejar mi vida y hacerme quedar en ridículo ante los demás! ¡Otra vez en ridículo por su culpa!

Allí me fui de bruces contra la realidad y me di cuenta de mi verdadero valor en el tablero de juego. Todo el mundo jugaba mi vida por mí: Jorge imponiéndome un puesto, Valentino imponiéndome mi ropa y mis decisiones, Leila imponiéndome la vida que, a su criterio, tenía que vivir. ¡No más!

—No puede ser —suspiré, perdiendo el aliento.

Lo peor era que a ojos de Aníbal, Valentino (incluso de la tarada de Catalina), del mismo Jorge y de todos los encargados de recursos humanos, yo seguía siendo una pobre niñata estúpida que, de no ser porque era la novia del cuñado de Abascal, jamás habría sido promocionada para obtener puesto semejante. La realidad es que nadie pensaba que yo era un gran elemento en el departamento, ni que era buena en lo que hacía ni mucho menos que meritaba ascender. Para todos era un favor. «Hagamos un favor para la estupidita esa, que, aunque no sirva para nada, le daremos el puesto para cumplir el capricho del niño rico y no hacer enfadar a Abascal.»

La respiración se me condensó en la garganta, y tuve ganas de llorar mientras Valentino continuaba hablando sin yo ponerle ya atención, en tanto mi pecho sufría un nuevo colapso nervioso.

«Te lo dije, Jorge… que no te metieras en esto. ¡Te dije que no intervinieras en mi ascenso, en mi vida profesional! ¡Quería hacerlo por mí misma, como todo lo que he hecho siempre, por mi propio merecimiento! No por influencias.»

Me sentí humillada, avergonzada, una inútil y con una fuerte presión en el corazón. Me habían engañado, o, más bien, yo misma me había engañado creyéndome una gran eminencia. Para Valentino yo no era más que la tonta niñita inmadura novia del cuñado de uno de los fundadores del partido, a la que le habían mandado a cubrir la vacante casi por obligación.

«No te lo perdono, Jorge, no te lo perdono… ¡Ahora tengo vergüenza, me siento humillada, burlada…! ¡No tenías derecho de hacerme esto! ¡NO TENÍAS NINGÚN DERECHO!»

Hice acopio enorme para contener las lágrimas, de tener el valor de acoger mi dignidad y decirle a Valentino que me enviara en taxi a casa o que me dejara votaba allí a medio camino. Tuve ganas de gritar, de jalarme los pelos, de arrancarme el vestido y tirarme en la calle. Me sentí como cuando era niña y descubrí que la luna no brillaba por sí misma, sino por la gracia del sol. Yo era la luna, y no brillaba con luz propia. Era Jorge quien me había frenado, en lugar de impulsarme. Era Jorge quien me había hecho brillar a través de Valentino… mi sol… el que, a pesar de todo, había tenido expectativas en mí, según sus propias palabras: el que había creído en mí cuando me impusieron al puesto que él tenía destinado para Catalina (la que sí creía que poseía los méritos y el carácter).

Y ahora yo… tenía que seguir adelante. No podía recular. Jorge me había vendido a Valentino Russo, y al no encontrar otra forma de acercarme a él… había ideado que su cuñado interviniera en mi contratación.

Pues bien… «Si así quisiste jugar, pues juguemos.»

—… ¿estás escuchando lo que te estoy diciendo, Aldama? —Escuché la fuerte voz de mi jefe, que me sacó de mi introspección.

No, no le había escuchado ni pío durante los últimos minutos. Pero intuí que toda su conversación se había centrado sobre lo mismo: sobre que no podía decepcionarlo, que él había confiado en mí y que, pese a que prácticamente lo habían coaccionado para que me aceptara como su asistenta, él ahora me admiraba y no quería que lo decepcionara.

Y yo decreté que no iba a decepcionarlo.

«Eso quisiste, Jorge, pues aquí lo tienes. Esta humillación y vergüenza que me has hecho pasar, tendrá su precio.»

—¿Sabes qué, Valentino? Tienes razón. Sí quiero ser alguien en la vida y quiero seguir escalando, tengo que asumir los riesgos. Y lo haré, te prometo que lo haré.

—¿Entonces te quedas?

—Sí, lo tengo clarísimo.

—¿Prometes que no me decepcionarás?

—Te lo prometo, tanto por mí, como por la confianza que me diste.

—¿Estás segura que te sientes preparada para afrontar todo lo que venga?

—Sin ninguna duda.

Y mientras el BMW avanzaba por la carretera a toda velocidad, yo saqué mi teléfono celular y envié un mensaje que decía:

«Mi querido Joli, te aviso que la reunión se extenderá hasta más tarde. Cancela la reservación o ve y cena tú solo si tienes hambre. No me esperes despierto.»

Luego nada.

Apagué el teléfono.

  1. ROCES PERVERSOS

La casona de Víctor Elizondo estaba detrás de un pequeño lago artificial y delante de las imponentes faldas de una montaña colosal, cuyos árboles tenían las copas húmedas y verdosas que magnificaban la construcción.

Joaco avanzó hacia el aparcadero tras pasar los filtros de seguridad que le hicieron cuatro guardias de la entrada. Y yo respiré hondo, molesta, agitada y nerviosa.

—¿Te encuentras mejor? —me preguntó Valentino ayudándome a salir del auto.

—Creo que sí —dije, esforzándome por bloquear el resentimiento que traía por dentro.

La noche refrescaba, y lo único que rogué a Dios fue que al menos la residencia tuviera calefacción o una chimenea cerca de donde quiera que fuésemos a permanecer que calentara la gélida atmósfera.

Con ese minivestido, las oleadas glaciales se filtraban a mis muslos y mi entrepierna. El invierno estaba llegando, y la frialdad de mi pecho ya no sólo se debía a la estación del año, sino a mi furia.

—Te noto tensa —murmuró mi jefe cuando avanzamos hacia las escaleras de mármol que nos llevaban a aquella gran casona de arquitectura vanguardista.

—Es por el vino —me excusé.

Sentí las plomizas pisadas de Joaco que venía detrás de nosotros cuidándonos los flancos: serio, respetuoso y expectante, como siempre.

—El vino te desinhibe, no te tensa, Aldama.

—A lo mejor conmigo no funciona igual.

—Bueno. Yo sé lo que sí funciona contigo. Vamos a ver. —Mientras caminábamos hurgó en su bolsillo hasta sacar una carpeta repleta de pequeñas pegatinas de colores y sabores—. ¿Quieres una de mango?

—Sí, por favor, me vendría bien —dije, eligiendo una pegatina que, por el color, debía ser de mango.

—Perfecto —sonrió complacido—. Cuando le quites el plástico protector, te recomiendo que pongas la pegatina debajo de tu lengua. Las glándulas salivales harán que… el efecto placebo actúe más rápido y haga efecto en pocos minutos.

Así lo hice, esperando los resultados esperados.

Al llegar a una enorme puerta de cristal, Valentino me soltó del brazo para ir adelante y llamar a los Elizondo, que hacía rato que deberían de haber llegado. En su ausencia advertí una poderosa presencia en mis espaldas que me asustó momentáneamente. Era Joaco, quien, a manera de secreto, se aproximó a mi oreja y me susurró:

«Por su propia seguridad, señorita Aldama, le ruego que no beba nada de lo que le ofrezcan.»

No tuve tiempo de responderle, pues apenas comprendí. El atractivo escolta rubio (cuyo color de voz me había arrobado) avanzó hacia su jefe como si no me hubiera dicho nada. Y, a partir de ahí, procuró evitarme.

El gran vestíbulo era enorme, con grandes muros de cristal que daban a exteriores y luces neón que los iluminaban a placer. Nada más entrar, Víctor Elizondo me cogió de la mano y me condujo hacia un amplio salón que hacía las veces de su bar personal, donde ya había botellas abiertas y diversas copas servidas.

Apenas miré hacia la barra de bebidas y me encontré con dos hermosas y espectaculares chicas morenas, jóvenes, altas y coquetas, vestidas con sexys uniformes de sirvientas (negro con blanco) que apenas cubrían sus partes nobles, me dio un vuelco el corazón.

Las chicas bailaban al ritmo del reguetón, con movimientos de caderas sensuales y con candentes perreos que ejecutaban con estilo mientras preparaban algunas cubas.  De no ser porque sus exuberantes cuerpos eran bastante estéticos y rígidos para considerarse naturales, no habría descubierto que se trataban de scorts que habían ido a esa casa para amenizar la velada a los caballeros. Cabe destacar que las chicas no eran cualquier clase de scort, sino de las de San Pedro, de las caras, mujeres prestadoras de servicios que no son tan accesibles para todos.

Me pregunté por las manías o motivaciones que podrían haber llevado a unos chicos tan guapísimos y con dinero como los Elizondo, para contratar a un par de scort, cuando podrían tener a cualquier chica que quisieran a su alcance con sólo pedirlo.

Deduje que las habían contratado para sentir dominio sobre ellas: para saberse sus dueños, y hacerlas sentir inferiores, unas simples prestadoras de servicios que serían capaces de hacer o dejarse hacer cosas que una chica normal no accedería por mucho que les gustara a cambio de una buena pasta.

Aunque también era probable que las hubiesen contratado por el simple morbo de pagar a prostitutas y tratarlas como tal.

Me dio mucha vergüenza que aquellos hombres me mezclaran con esas dos mujeres y nos igualaran. Y, no se me malentienda, que yo siempre fui respetuosa de cualquier oficio. Lo que no me gustaba es que me pusieran en una situación tan burda como esa. ¿No les daba un poco de pena o un poco de pudor exponerme a tal vulgaridad? Por si fuera poco, no tenía idea de cómo debía comportarme o reaccionar en un ambiente tan soez y obsceno como ese.

¿Qué pretendían al llevarme allí? ¿Sólo brindar antes de la firma? ¿Comprobar el poder que tenían sobre las mujeres? ¡¿Hacerme partícipe de sus correrías?! Por Dios.

Me sentía incomodísima, y para colmo la mirada inquisitiva de Joaco que no dejaba de encontrarse con la mía de cuando en cuando que me hacía sentir peor.

—¿Una cuba, Livia? —me preguntó Víctor acercándose a las prostitutas y agarrándoles las nalgas a cada una de ellas sin pudor—. Porque puedo llamarte Livia, ¿verdad?

—Claro, sí. —respondí casi de mala manera.

—¿El «claro, sí» se refiere a que «claro, sí» quieres una cuba, «o claro, sí» puedo llamarte Livia?

—Las dos cosas—respondió Valentino por mí, convirtiéndose una vez más en el dueño de mi voluntad.

¡Atrevido!

Me senté en un sofá negro contiguo a una chimenea, y miré hacia donde estaban las dos chicas contoneándose entre ellas. Con asombro, sumé uno más uno y me di cuenta que ellas no serían suficientes para atender a los cuatro sementales hambrientos que aguardaban en aquella casona, a menos que cada cual hubiese sido contratada para abastecer a dos.

A no ser que me tuvieran contemplada para ser partícipe de algunos de sus planes perversos.

En la primera ronda no me mostré tan efusiva. En la segunda comencé percibir las miradas de advertencia de Joaco, lo que ocasionó que me costara beberme el tequila a la primera. En la tercera nos pasamos a una sala que estaba en el centro del salón, y en la cuarta todo se comenzó a desmadrar. Los Elizondo y Valentino frotaban sus paquetes en las nalgas de las chicas, ejecutando bailes que parecían más actos de apareamiento que a otra cosa.

Los celos de ver a mi jefe entregándose a esas dos prostitutas mientras yo estaba relegada en la sala de estar, y la rabia de que Jorge me hubiese dejado en ridículo ante La Sede entera, me obligaron a tomarme una quinta cuba.

—¿Te encuentras mejor? —me preguntó Valentino sentándose a mi lado, con aliento alcohólico.

—Sí, no te preocupes —le solté con frialdad—. Ya te habrías podido quedar con aquellas chicas, que se ve que te la estabas pasando fabuloso.

Le vi una sonrisa siniestra.

—¿Estás celosa?

—Eso quisieras —respondí con desdén—.  Yo sólo digo que si estás mejor con ellas, pues quédate allá.

—No puedo hacerlo, para evitar desilusionar a mis amigos —me comentó, bebiendo un trago de mi propia coba.

—¿Desilusionarlos por qué? —quise saber.

—Es que ellos piensan que tú y yo tenemos algo.

—¿Algo como qué? —pregunté dubitativa.

—No sé. Piensan que somos como amigos íntimos y esas cosas.

—¿Amigos íntimos?

—De esos que tienen sexo.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—¿Y por qué lo piensan?

—Por cómo te miro, creo dijeron hace un rato.

—¿Y cómo me miras?

—No lo sé, tú sabrás. Igual no les hago caso, dicen puras tonterías.

—Sí, ya lo creo.

Cuando los Elizondo se cansaron de estrujar las nalgas de las chicas y de besarlas, volvieron a los asientos. Allí descubrí que la pelinegra se llamaba Bríttany y la pelirroja Penélope «dos nombres de putas» le había oído decir tan misógino comentario a Andrés.

—¿Qué tal si jugamos a la botella? —preguntó de pronto la pelirroja, y tuve ciertas dudas sobre si ella había sido la de la idea o la habían mandado.

—Ya no somos unos críos —dijo Joaco, que permanecía sentado en uno de los extremos sin beber ni hacer nada.

Valentino lo miró como si quisiera tragárselo de un bocado y le dijo:

—A ver, mi querido Joaco, dado que a ti nadie te ha invitado a jugar, ¿por qué no vas a mi auto a ver si ya puso la marrana?

Ese era el eufemismo más diplomático en nuestra región para decirle a una persona que se largara de ahí. Joaquín se puso de pie, rojo como un tomate tras la vergüenza que le acababa de hacer pasar Valentino, y, mirándome desde donde estaba, como si quisiese refrendarme su pedimento de no beber más, asintió con la cabeza y se retiró.

—No tenías por qué ser tan grosero —le susurré a Valentino ante la mirada atónita de Bríttany, que dijo:

—Es una pena que hayas corrido a ese rubito, con lo buenazo que está.

Pero Andrés, el menor de los Elizondo, comentó:

—Yo tengo polla para ti y para tu amiguita a más no poder. Conmigo no pasarás hambre, mamacita.

Todos se echaron a reír, como si quisieran quitarle hierro al asunto.

—¿Entonces jugamos o no? —insistió la pelirroja, mientras se sentaba en las piernas de Víctor, el líder de los Elizondo y se restregaba sobre su paquete como si lo quisiese aplastar.

Yo miré hacia otro lado, entre otras cosas porque me incomodó ver cómo Víctor le metía mano a la falda de la chica, mientras besaba uno a uno sus desnudos brazos. También esperaba que con mi gesto entendieran mi respuesta negativa sin decirla en voz alta.

—Al parecer nuestra guapa ejecutiva no está muy bien convencida —comentó Víctor, poniéndome a prueba. Al mirarlo, con desafío, vi su lengua deslizándose ahora en el dorso de la pelirroja, en tanto ésta se removía encima del tipo, sintiendo las caricias de su otra mano dentro de su entrepierna, con una expresión de estarlo disfrutando.

Suspiré avergonzada y me pregunté si esa misma expresión de golfa lanzada había puesto yo la noche del Ferrari.

—Perdónenla, es que Aldama es bastante inocentona y es muy pudorosa para estos juegos —se burló Valentino, dejándome en vergüenza.

—Es una lástima —terció Ricardo—, con lo lista que se ve y lo divertido que habría sido que también jugara con nosotros.

—Es lista, pero aún no ha madurado en ciertas cosas —continuó mi jefe, mirándome como si yo fuese una pobre idiota que no sabía nada de la vida—, apenas la estoy enseñando a librar verdaderas batallas, fuera de la burbuja en donde siempre ha estado.

La pelinegra se acercó a Valentino, que lo tenía a mi lado, y también se sentó sobre sus piernas, preguntándome con burlón:

—¿Puedo?

—¿A mí qué me preguntas? —le dije con un desdén excesivo que me dejó como una celosa.

Y la muy zorra le plantó un beso a mi jefe, que más que un beso parecía querérselo comer. El otro sinvergüenza respondió a la pelinegra apoderándose de sus piernas y estrujándola en mi delante. Escuché los jadeos de ambos, y pude ver a hurtadillas cómo sus lenguas se chasqueaban y escurrían saliva por sus comisuras mientras se devoraban.

Todos aplaudieron la gesta, mientras yo ardía de cólera por dentro.

—Bueno, ya que la inocentona no quiere jugar —comentó Andrés—, juguemos los valientes.

—No se burlen de la niña —se rio la pelirroja, la tal Penélope—, que no tiene nada de malo que tenga gustos tan puritanos… aunque con ese vestidito, podría pensar que es una de nosotras.

¿Me acababa de decir prostituta? ¡Estúpida!

Bríttany, la que le comía la boca a Valentino mientras éste le metía mano, dejó de besarlo para echarse a reír. Luego añadió:

—Si fuera una de nosotras, Penélope, tendría el mundo a sus pies. Con ese cuerpo, ufff. Es una lástima que sea tan infantil.

Carraspeé, sintiéndome cada vez más humillada. ¡Y Valentino que no me defendía!

—Ya, ya —dijo él, como si hubiera leído mi mente—, déjenla en paz, que es una tontería. Ella es así de santita y ya está, no la molesten.

—¿En serio eres tan puritana…? —me preguntó Bríttany, metiendo mano al pecho de mi jefe, desprendiéndole los botones de su camisa.

—Por favor —continuó él con su tono burlón—, no la inquieten, ella… es inexperta. No sabe nada de estas cosas.

Y harta de que me trataran como una imbécil, y que un par de niñatas me siguieran ridiculizando, exclamé:

—¿Podrían dejar de hablar de mí como si no estuviera presente? —estallé.

—Tranquila, preciosa —se disculpó Valentino mientras el resto contenía las carcajadas—, yo sólo estoy diciendo la verdad, que eres muy infantil, para no comprometerte en juegos de adultos.

Juro que no sé por qué lo hice, pero lo hice.

¿Era una droga? ¿Estaba volviéndome loca? ¿Qué carajos me estaba sucediendo?

—Saquen la maldita botella y juguemos.

Todos estallaron en vítores. Cuando menos acordé, habíamos subido a la segunda planta de la casa, a un salón donde había ciertos juegos de mesa. Nosotros nos pusimos en una mesa redonda que estaba en el centro de la estancia de muros blancos y piso de madera, mientras Víctor sacaba de un cajón, algunas bolsitas de cocaína que puso en la superficie. Al verlas me dio un vuelco el corazón.

—La primera ronda del juego será básica —comentó, poniendo una botella de tequila sobre la mesa—. Al que señale la punta de la botella, esnifa primero.

A todos les pareció bomba la idea y comenzaron las rondas. Víctor giró la botella y la punta fue señalando a cada uno de nosotros como si de una maldición se tratara, ninguno repetía más de una vez. De los seis presentes, yo fui la cuarta en esnifar. Pusieron la raya en el centro de la mesa y yo me doblé sobre la mesa para aspirarla como una profesional, aplastando mi pecho sobre la superficie y quedándome el culo hacia afuera. Acomodé bien mi nariz para que la esnifada me saliese como toda una experta y así evitar más humillaciones de toda esa parvada de insolentes. Cuando lo hice, Valentino, que estaba a mi lado izquierdo, me dio un cachetazo en las nalgas de felicitación que provocó la carcajada de todos.

Me sentí avergonzada cuando me incorporé, esperando no estornudar ni sentir esa horrible sensación de asfixia que me atacó la última vez.

Además de evitar más burlas de los presentes, yo accedí a esnifar esa raya porque esperaba sentir esa paz, relajación y éxtasis de la noche del Ferrari, que me hiciera bloquear toda esa rabia y angustia contenida que sentía por dentro y que no me dejaba regirme con naturalidad.

Todavía me sigue sorprendiendo la efectividad inmediata con la que esas dosis de coca actuaban en mi cuerpo. Si bien la dopamina intervenía vorazmente en mis sentidos nerviosos, excediéndome mis capacidades motoras y cognitivas, por suerte tuve cierta voluntad para decirles «nada de desnudos, o al menos yo no me desnudaré hoy», a lo que todos accedieron sin rechistar.

El juego de la botella consistió en retos que iban desde quitarse varias prendas de ropa, bailes eróticos, acariciar ciertas partes del cuerpo del sexo opuesto, según a quien le seguía el turno, hasta  besos de lengua en que se daba un límite de tiempo. Contra todo pronóstico, la suerte me estaba favoreciendo, ya que ni una sola vez me tocó ningún reto, y esa suerte se veía reflejada en los rostros decepcionados de los presentes, especialmente en Valentino.

No obstante, yo sí tuve que tragar con presenciar de todo: desde besos procaces que él tenía que darse con Bríttany, hasta momentos de alta temperatura de cuando Penélope tuvo que ponerse debajo de la mesa para chupar su miembro por cinco minutos. Yo permanecí mirando hacia el frente durante el bochornoso acto, mientras escuchaba los lametones húmedos, y los gemidos impúdicos de la chica, que se aferraba de las piernas gruesas de mi jefe aunado a sus jadeos varoniles que me embargaban de calentura y recelo.

Cuando salió de la mesa hizo alarde de la enormidad del «pollón» que se acababa de comer, diciendo que apenas le había cabido en la boca, y me felicitó por tener la suerte de «retacarte eso cada vez que puedes».

La coca continuó ejerciendo estragos en mi cuerpo; lo intuyo porque en ningún momento me pareció raro ver que todo a mi alrededor me daba vueltas y vueltas, que mi corazón latía a mil por hora segundo tras segundo, y que la placentera sensación de éxtasis me estaba gustando en demasía.

Todos los eventos se sucedían vertiginosamente, o esa sensación tenía. De pronto dejamos de estar en esa mesa circular para aparecer en la mesa de billar que estaba casi en la entrada, donde las dos chicas se habían subido para bailar, desprendiéndose de sus trajes de sirvientas a fin de quedar sólo en una minúscula lencería que alborotó a los caballeros.

Los sostenes que portaban en sus carnosos senos lucían transparentes, marcándose con nitidez cada una de sus aureolas y sus pezones erectos. Cuando se pusieron de rodillas sobre la superficie de la mesa, todos fuimos testigos del lucimiento de sus grandes nalgas bamboleantes que sólo estaban separadas, una de la otra, por los delgadísimos hilos negros de sus tangas que se hundían entre las dos.

Los tacones altos de sus zapatos combinaban muy bien con las medias de red que se adherían a sus torneadas piernas, contrastando violentamente con el color verde del tapiz de la mesa.

El alboroto de los sementales fue brutal cuando comenzó la orquesta de gemidos femeninos, luego de que la pelirroja y la pelinegra pegaran sus voluptuosos cuerpos de silicón uno con el otro, frente a frente, así de rodillas como estaban, para luego acariciarse los glúteos con sus finas manos (que lucían uñas largas con pedrería que se enterraban en sus carnes, dejándolas rojas), toda vez que se besaban con lascivia, deseo, vulgaridad, y de vez en cuando haciéndonos una demostración muy burda de las puntas de sus lenguas, fuera de sus bocas, jugueteando entre sí (salpicándonos de su saliva) al mismo tiempo que se frotaban sus senos unos con otros, pezones contra pezones, en tanto los caballeros se acercaban a ellas, asediándolas y dándoles cachetazos en los glúteos a la mayor oportunidad.

Tuve que retroceder para no estorbar a Ricardo y a Andrés, que se lanzaban sobre la mesa y se recostaban, de modo que cada una de ellas se sentó en sus respectivas caras, en tanto ellos comenzaban a desabrocharse el pantalón y sacar la lengua para lamer sus escandalosas entrepiernas.

Todos estos sucesos indecentes me estaban poniendo cachondísima, y con unos deseos enormes de sentir aquellas lenguas en mi vulva.

—¡Hey, Aldama! —gritó un Víctor eufórico que también comenzaba a quitarse la camisa—, ¡a la mesa!

Retrocedí dos pasos, en estado de alerta. Por más trastocada y caliente que estuviera por la coca y las escenas eróticas que tenía delante, conocía mis límites y sabía que no los iba a traspasar. Miré a Valentino en busca de una coartada que me liberara de la propuesta de Víctor y éste, que parecía tener sus propios planes,  me socorrió:

—Ella no se subirá, Víctor.

—¡Anda, cabrón, déjala que suba a la mesa de billar, que no pasa nada! Mira cómo lo están gozando esas dos putas.

Yo comencé a hiperventilar y a sentir que el aire me faltaba. Durante esos segundos advertí que mi jefe se acercaba a Víctor y le decía algo en secreto, para lo que el otro asentía. Luego Valentino volvió, me rodeó de la cintura y me dijo:

—Ven conmigo, vamos al armario donde guardan las bolas de billar, está detrás de esa puerta —señaló una pequeña estancia al fondo del salón—. Víctor quiere escuchar cómo gimes cuando te acaricio.

—¡No! ¡No! ¡Valentino! —Fuertes oleadas de fuego surgieron en mi vientre con vehemencia.

—Es la única forma en que te dejará en paz.

—¡Mejor nos vamos!

—No han firmado, Aldama, no seas terca.

—¡Pues hazlos firmar y damos punto final!

—Anda, Aldama, no seas necia. Vamos a encerrarnos ahí un ratito, sólo unos minutos, nada te cuesta. —Presionó sus robustos dedos en mi cintura y yo tragué saliva, asustada, mientras sentía que me arrastraba hacia el compartimento del fondo del salón—. Él quiere oírte gemir y ya luego firma.

—No me dejaré tocar otra vez por ti, ¿lo entiendes? —Fui tajante—. ¡Tengo novio!

—No te voy a tocar, Aldama. Tú no has entendido. Nos encerramos, fingimos que te toco, tú gimes, él te escucha, se pajea y listo. Anda, que no pasa nada si no te voy a tocar.

Todo me parecía muy raro y bastante grave.

—Si entre sus fetiches se encuentran los gemidos femeninos, ¿por qué no va a la mesa de billar y se deleita con los gemidos de esas dos? —razoné, para librarme de sus extraños caprichos—. Que parece que se lo están pasando fabuloso.

Señalé a la mesa donde ya Ricardo y Andrés les comían la entrepierna y ellas no paraban de gritar de placer, acariciándose los pezones por arriba de sus brassieres transparentes.

—Ellas son putas, Aldama, a veces sólo gritan así por compromiso, para satisfacer a sus clientes. En cambio, Víctor sabe que tus gemidos serán reales, además le gustas demasiado. Anda, deja de estar de quejumbrosa y vamos allá adentro.

—Por Dios, Valentino, es que esto es muy fuerte.

—Sólo hagámoslo, ¿sí, bonita? Que no pasa nada, es un juego.

—Para Víctor no lo es.

—Víctor no te conoce de nada,

—¿Y qué tal y sí? ¡Qué tal si un día me encuentra por casualidad, me ve con mi novio y…!

Cuando se apoderó de mi brazo y me desplazó hasta ese pequeño armario, la sangre comenzó a condensarse en mis venas, y mis entrañas a arder.

El concierto de jadeos y actos obscenos que hacían aquellos cuatro sobre la mesa de billar, no persuadieron a Víctor para dejar de seguirnos y quedarse del otro lado de la puerta mientras Valentino y yo nos encerrábamos en el armario, que era tan angosto y tan pequeño, que apenas cupimos, de manera que nuestros cuerpos se compactaban uno con el otro.

—Sólo tienes que gemir… —me susurró.

—¿Qué?

—Que gimas.

Estar adherida a su duro y musculoso cuerpo, en esa oscuridad total en la que no nos podíamos ver, sólo sentir, me encendió de golpe. Encima, saber que otro hombre permanecía afuera, probablemente ya con su miembro de fuera, sólo para erotizarse al escucharme gemir, me daba un morbo que no podía controlar.

—No puedo… Valentino, de hecho… no me sale, así de simple, no me sale.

—¿Puedo… acariciarte el cuellito? —me susurró, posando su boca muy cerca de mi oreja, erizándome la piel.

—¿Para qué? —dudé nerviosa, sintiendo cómo su cuerpo se encimaba al mío cada vez más.

—Para que el gemido te salga… convincentemente.

Sentí un gran bulto en mi vientre, palpitante.

—Quedamos que nada de contacto físico, Valentino —le recordé, con mi respiración cada vez más entrecortada.

Era su paquete, otra vez… su enrome paquete latiendo sobre mí, rozándome.

—Sólo será el cuello —susurró.

—A ver… que… no sé… yo… esto no está bien.

—Sólo será tu cuello —me prometió.

—Quedamos que nada de toqueteos…

—Respira hondo y gime, que sólo será tu cuellito.

Cerré los ojos, aun si de todos modos no veía nada, con el corazón detonándome por dentro.

—Echa tu cabeza hacia atrás… un poco, para poder… tocar tu cuello. No, no, no hables más, sólo será tu cuello, lo prometo.

«Sólo será mi cuello, sólo será mi cuello. ¡Maldita sea! Sólo será mi cuello…» intenté auto convencerme.

Me tensé tanto que me costó un ovario tener que echar mi cabeza hacia atrás, pegando mi nuca en el filo del angosto armario. Pero al final lo conseguí, y lo hice de tal manera que dejé al descubierto mi yugular, como si quisiese entregársela a un vampiro.

—Cuando sientas mi caricia, aquí, en tu cuellito —dijo con un ardiente susurro que me estremeció de arriba abajo—, no dudes en gemir. No te reprimas. Será fácil. Déjate guiar por el estímulo de mi caricia y enséñale a Víctor cómo gimen las hembras de verdad.

Esperé sentir sus dedos, sus yemas… incluso sus uñas, cualquier cosa, menos su barba, sus labios y su lengua.

—¡Ahhhhmmm! —El gemido me salió al instante, obsceno, visceral.

Todos los vellos de mi cuerpo se me erizaron de repente, mi piel se me encrespó y un largo escalofrío se trazó desde mi cabeza hasta la médula espinal.

—¡Ahhhh!

Fue un conjunto de factores. Mi deseo indómito hacia ese macho irresistible. La pasión enardecida que sentía hacia su musculatura. Hacia su porte varonil. Su seguridad excesiva. La manera en que conducía su vida. En que me conducía a mí misma. ¡Por Dios!

—Otra vez —me ordenó—, gime otra vez.

Iba a decirle algo, pero ahora fue el calor de su lengua húmeda la que por poco me hizo perder el control, como si todas mis fantasías sexuales estuviesen detonando en ese preciso momento.

—Uhhh… Mmmm… —su barba volvió a estremecerme.

Era el placer de escuchar su densa respiración de macho sobre mi cuello. Era esa testosterona que desprendía cada vez que su lengua lamía mi piel.

Sus jadeos masculinos me hicieron vibrar. El poder de su boca chapoteando ahora sobre mi clavícula me provocaba espasmos. Me aferré a sus anchos y duros brazos, tan compactos como el hierro, en tanto él metía su rodilla entre mi mojada entrepierna y la removía sobre mi vulva.

—¡Aaaah! —se me escapó de la boca otro jadeo cuando ya no pude aguantar más—. ¡Aaaah! ¡Ahhh! ¡Dioooosss! —Mis gemidos ya eran indiscretos, obscenos, atrevidos.

—¿Qué le estás haciendo, Lobo? —escuchamos a un excitado Víctor que se masturbaba del otro lado de la puerta.

Se me había olvidado que él estaba allí.

—Ahora mismo le estoy bajando las braguitas —le mintió Valentino, mientras continuaba lamiendo el perfil de mi mandíbula y sus manos apenas si se posaban sobre mis piernas, acariciándolas—, y ahora le estoy introduciendo mis dedos en su rajita. —No me estaba haciendo nada de lo que decía ¡pero cómo lo deseaba!

De momento sólo podía conformarme con su boca chupándome mi cuello y mi mentón, mientras yo chocaba contra la pared interior del armario y me agarraba de sus bíceps.

—¿Está mojada, Lobo? —quiso saber Víctor, agitado y caliente.

—Hummm —jadeó mi jefe sobre mi oreja, haciéndome temblar—, si sintieras cómo están chorreando mis dedos. ¡Está empapadísima, cabrón!

A lo mejor exageré de más en el volumen de cada pujido, pero era como si ante cada sonido de placer escapado de mi boca le suplicara que me acariciara más y más. Su rodilla siguió hundiéndose en mi entrepierna, y yo gimoteando cada vez que sentía su lengua chupándome mi cuello.

—¿Y sus tetas? ¿Cómo están sus tetas? —La voz de Víctor era grave, alborotado.

—Apenas las abarco, ¡hummm!, si pudieras sentir sus pezones, grandes, duritos, calientes.

—¡Aaaahhhh! —continué gimiendo cuando su mano ascendió a mis muslos, por los laterales, y su pecho se pegó sobre mis senos, aplastándolos—. ¡Hummm!

—Más fuerte —me ordenó Valentino, lamiéndome el lóbulo derecho de la oreja—, quiero escucharte, enséñale a Víctor lo que es estar delante de un verdadero macho. Gime así, para mí, Aldama, gime para mí… y para él.

—¡AHHHH! ¡Mmmmm! ¡Aaahhh!

La suavidad de mi piel tuvo una reacción inmediata a la asperidad y el picor de su barba.

—Ya… ya no más… —le supliqué, aferrada a él, separando un poco más mis piernas para que su rodilla se siguiera hundiendo en mis braguitas, y ladeando un poco la cabeza para que pudiera chuparme la clavícula con facilidad—. ¡Sufi…ciente…!

—Te voy a convertir en mi puta, Livia Aldama —me dijo de pronto, tomándome por sorpresa, con una voz tan desafiante y perversa que me aterrorizó—, en una completa y señora puta.

—No…

—Sí… —gruñó el Lobo feroz.

Nunca pensé que su vulgar sentencia hubiese sido una amenaza literal, que a partir de ese momento iría en caía libre día a día y que los terribles eventos que sucedieron a causa de mi debilidad provocarían tanta desolación, muerte y destrucción.

En este preciso momento quisiera hacer un deslinde de responsabilidades, pero no puedo. Sé que toda la devastación que ocurrió en mi entorno, provocando tantos daños colaterales a la gente de mi alrededor de forma perversa e incontrolable fue culpa mía.

Por puta.

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La siguiente entrega comienza a ser narrada por Jorge, continuando con los acontecimientos del último libro.

¡Gracias por acompañarme en esta travesía!