Depravando a Livia: capítulos 7 y 8

Comienzan los excesos, la sordidez, la impudicia. La calentura echa deseo.

  1. ARDENTÍA

(Recuerda que hoy he publcicado doble entrega, ve al capítulo 5 y 6 si no los has leído)

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Mientras bebía mi siguiente michelada, por petición suya, le hablé sobre mi relación con Jorge, mi escasa comunicación con Aníbal Abascal y la relación tan fracturada que tenía con su hermana Raquel.

—Esa vieja está muy loca, no le hagas ni puto caso. Es una pena que Raquel sea tan castrosa con lo hermosa que es —me dijo, endureciendo su expresión—. Pobre de Abascal, vivir con un esperpento de mujer así debe ser un suplicio. Menos mal que de vez en cuando tiene sus canitas al aire y que tu novio le hace coartada.

Ahí íbamos de nuevo. Me daba muchísima vergüenza que Valentino pensara que yo podía prestarme para una cosa así. Me daba rabia saber que él me tenía como la novia que solapaba las inmorales actitudes de su novio, con tal de beneficiarse de la nómina que su cuñado le entregaba.

—Y… hablando de eso… —intenté ahondar  más en el tema—. ¿Aníbal tiene muchas amantes?

Dudó en responderme, pero al recapitular los hechos y comprender que yo era «cómplice» de Jorge, concluyó en que no había peligro en que me lo dijera.

—Las suficientes para saciar sus apetitos sexuales, que son desmedidos.

Mi rostro debió de ser un espectáculo, porque Valentino se echó a reír:

—¿Por qué pones esa cara, Aldama? Parece que viste a mi abuela en bragas.

—Bueno, es que… no sé… Aníbal siempre me ha parecido tan… correcto, tan… propio, tan educado, tan sofisticado, elegante y moralista, que no sé, me causa extrañeza que le sea infiel a su mujer, que como dices, nadie le quita lo bella. Es que me causa conflicto saber que es un adúltero sobre todo siendo uno de los líderes de un partido conservador como «Alianza por México», que presume de valores arraigados y religiosos por los que lucha con exageración. Más bien, sobre todo sabiendo que se está jugando la presidencia de Monterrey, en contra parte de la doctora Erdinia, quien sí parece ser congruente e irreprochable con su actuar.

—La sexualidad es una necesidad humana, Aldama, eso lo debes de saber tú. En las condiciones de Raquel Soto, Abascal no tiene mucho para dónde hacerse. Si ella no cumple con sus deberes de esposa, él tiene todo el derecho de buscar su satisfacción por otro lado, sobre todo por la necesidad que su perfil hedonista le demanda. Eso no hace daño a nadie, mucho menos si ella no se entera. Aníbal es un gran semental, lo dicen todas —se echó a reír, como si admirara a su jefe/amigo y fuera su modelo a seguir—. Todos los líderes y poderosos como él merecen una vida sexual intensa. Además lo sabe hacer muy bien. Su prestigio social es irreprochable, y hasta ahora nadie se ha dado cuenta de su… vida alternativa. Él sin duda vive esta frase tan norteña que dice «pásalo bien, pórtate mal y niégalo todo» y esta frase te vendría muy bien a ti.

Carraspeé. No me parecía que ser un infiel encubierto fuera algo digno de admirar.

—Pues Aníbal debe de ser un tipo muy astuto e inteligente —ironicé—, para que ni Raquel ni la sociedad se haya enterado de nada sobre eso de llevar una vida alternativa fuera de reflectores.

—Y muchos de sus éxitos al pasar desapercibido se los debe a tu adorable novio —me dio el tiro de gracia—: debes de sentirte muy orgulloso de él, ¿no es cierto, Aldama?

Su comentario lo sentí muy ofensivo y acusador.

—¿Por cubrir las infidelidades de su cuñado ante su propia hermana? No te creas que tanto —bufé.

—A decir verdad, no creo que te afecte mucho, si has podido vivir con esto durante los últimos años.

—¿Últimos años?

La boca se me cayó al suelo. ¿O sea que tenían años todas estas inmoralidades?

—¿En serio piensas que esos trabajitos de tu novio son de ahora? No, Aldama, tienen tiempo. Supongo que la necesidad que tiene tu princesito —usó el apodo con que Leila se refería a mi prometido—, de recuperar el estilo de vida que tenía antes de independizarse es muy superior a vivir sanamente los valores cristianos que pregona en  público —se burló.

—¿Lo conoces de tiempo? —me interesé en saber—. Me refiero a Jorge.

—Lo conozco desde siempre. —Hizo una mueca, evidenciado su hostilidad hacia él—. Sus padres y los míos eran grandes amigos, sobre todo mi madre con sus padres. Un día la desgracia llegó y murieron en aquél fatídico accidente aéreo, mientras viajaban en la avioneta privada de mi padre. Una suerte que él no haya viajado.

—Vaya, no sabía que tu madre y los padres de Jorge hubiesen muerto en el mismo accidente —me asombré.

—Te digo que eran grandes amigos. En esa ocasión viajaban a una cena de Estado a la que mi padre los había invitado, allá a Los Cabos, y pues la avioneta falló y se estrellaron en una cordillera de Sonora.

—Es una suerte que no los hubiesen llevado a ustedes en el vuelo —dije escalofriándome.

—No creas que tanto —respondió con apatía.

Si Valentino y Jorge se conocían desde antes, no me explicaba por qué no se hablaban como amigos. Entendí que la animadversión que sentían era mutua. Supuse que después de aquél accidente, ambos habían retomado caminos separados y aunque Valentín, el padre de Valentino, y Aníbal eran grandes colegas, por haber pertenecido ambos a la milicia, Jorge no era asiduo a asistir a sus reuniones.

—Mejor cambiamos de tema —me dijo, pidiendo su cuarta michelada—. Creo que te debo una disculpa.

—¿A mí? ¿Por qué? —dudé.

—Por las fotografías que te envió Leila ayer que estuvimos juntos.

—Ah… eso…

«No, no, qué bochornoso, que no saque el tema a colación, por favor no»

—Sí, eso —me dijo con los labios extendidos, mirándome la boca.

—No pasa nada. —Fingí no darle importancia.

—Estábamos un poco alcoholizados y cachondos, y pues nada, no medimos las consecuencias —insistió en explicaciones que no le había pedido.

—Igual y hoy también estamos un poco alcoholizados, y no por eso voy a mandarle fotos a Leila por ningún motivo. Mucho menos desnuda —quise quitarle hierro al asunto sonriéndole.

Valentino se carcajeó.

—Ahora que lo pienso, sería muy buena idea que lo hicieras —bromeó—. Tú te desnudas, yo te tomo fotografías, y se las mandas. Sería una muy buena venganza.

—¿Tú ofreciéndote para fotografiarme? Vaya que eres multifacético —me burlé, para evitar demostrar lo incómoda que me sentía hablando de esto.

—No me puedes acusar de que soy un mal fotógrafo, Aldama. —Las comisuras de sus labios se curvaron—. Tengo fe en que las vistas de las fotos que recibiste fueron inmejorables, ¿o me equivoco?

Al no saber qué responder, di un trago a la michelada. Su mirada derrochaba apetito y libídine.

—La dejaste muy… cansada —no sé por qué se lo acoté, si lo que quería era terminar con el tema.

—¿Eso te dijo? —me preguntó con orgullo, acariciándose su mentón barbado.

Si le decía que sí, revelaría que Leila me había contado cada detalle de su noche de pasión.

—No hubo necesidad de que me lo contara, si a simple vista la noté muy… fatigada.

—Pero feliz, eso no me lo puedes negar —dijo con inmodestia—. Leila ha tenido la buena suerte de encontrarse conmigo, pero la mala suerte de descubrir que soy insaciable, como un Lobo feroz.

Una nueva vibración en mi teléfono nos sacó de transe, aunque no estaba convencida de si era bueno o malo que de nuevo Jorge nos hubiera interrumpido. Valentino pareció un poco irritado.

Jorge

Livia, por qué no contestas el teléfono? 22:07 pm

Yo le respondí con un simple: «La reunión no ha terminado, pero ya casi voy de regreso.»

—¿De nuevo apareció el nenuco controlador? —dijo con ironía, meneando la cabeza como desaprobando su conducta—. Ese es el problema de enamorarse de niños como el tuyo. Son infantiles, inseguros y, por lo general, no saben atender a sus mujeres.

No le respondí a eso, para evitar reflexionar sobre si tenía razón o no en su teoría. En su lugar miré a mi alrededor y me di cuenta que las micheladas ya me estaban causando estragos.

Continuamos charlando, y luego de contarnos varias anécdotas divertidas (y tras mis insistentes vistas al teléfono) acordamos que era hora de salir de allí. Valentino pagó la cuenta, dejando una propina generosa, recogió mi saco y el suyo y me tomó del brazo para llevarme consigo. De nuevo me sentí orgullosa de estar asida a él. Me aferré a su musculoso antebrazo y me puse muy cachonda.

—Creo que estoy un poco mareada —le confesé.

La lengua se arrastraba en el piso de mi boca, la sentía pesada y muy ancha. Fuimos al aparcadero del restaurante francés y nos dirigimos al Ferrari.

—Si quieres podemos quedarnos unos minutos en el auto, para que se te pase el mareo —me propuso—. Es más, puedes quitarte los tacones, que seguro ya te duelen los pies. —Le hice caso cuando me ayudó a meterme al auto, con todo y que eso me quitaría un poco de glamour.

Me eché en el respaldo, cerré los ojos e intenté dormitar por el cansancio. Pasaron varios minutos en que todo permaneció en silencio cuando de pronto sentí la poderosa y ancha mano de mi jefe rozándome los muslos. «Por Dios…»

Mi respiración se agitó al contacto, lo que me impulsó a apretar los ojos y mis labios.

Mis respiraciones se sucedieron tan rápido como si quisiesen equiparar la celeridad con que la sangre de mi corazón bombeaba y palpitaba. Hice puño mis manos en mis costados, y Valentino se acercó más hacia mí, inundándome de su perfume.

—Mmmm —me olfateó, y yo estuve segura que si no hacía nada para detenerlo, ambos perderíamos completamente el control.

Yo lo deseaba con todas mis fuerzas, y esa compleja situación en la que nos hallábamos me lo estaba complicando todo aún más.

Así como estaba, con la cabeza echada en el respaldo, aquél semental bien podía olisquear mi rostro, mi pelo y mi cuello. Y lo hizo. Sentí su olfato en mi piel y ese ardiente aliento que me quemaba al contacto de mi carne. Casi pude sentir la saliva de sus gruesos labios mojando mi cuello, ávido de mí, y cómo la ancha y áspera mano seguía frotando mis piernas con fogaje, especialmente la izquierda, que era la que estaba junto a él.

«Para esto, Livia, tienes novio, y te arrepentirás.»

Me olfateó más cerca, determinante, y advertí cómo mis labios vaginales comenzaban a entreabrirse, brotando pegajosos, húmedos, calientes. De pronto, quise sentirlo arriba de mis piernas, a fin de que me arrancara el vestido con brusquedad, luego el sostén, y que mis pechos saltaran sobre su cara y me los comiera.

«Valentino también es un cabrón, porque él sabe bien que tienes novio, han hablado de él y ni siquiera por eso le importa. ¡Es un descarado!»

Mientras mi conciencia me hablaba, la parte más vulnerable de mí seguía deseando que mordiera mis pezones con sus dientes y que me hiciera gritar de dolor y de placer.

La forma en que mi coñito se encharcaba era casi diabólica. Sentía cómo un flujo de lava muy caliente se desprendía de mis entrañas y me chorreaba la entrepierna, mojando mis bragas y el asiento de cuero del Ferrari.

Sus ásperos y largos dedos continuaron ambiciosos deslizándose sobre mi piel, provocándome cosquillas. Mi corazón se aceleró desbocado y mi espalda sintió un intenso escalofrío, a medida que mi cuerpo se encendía.

—Huuummm —jadeó el Lobo, al tiempo que los pelitos de su barbilla rozaban mi sensible mandíbula, sacudiéndome todita, haciéndome palpitar mi vulva  mojándome aún más.

«Livia, tienes que detenerte, por Dios…»

Me quedé inmóvil, incontrolada, apreté los ojos y permanecí en esa misma posición vulnerable dejando que mi calentura me quemara por dentro hasta carbonizarme. Sus caricias sugestivas se hicieron cada vez más rigurosas, cargadas de deseo y ansiedad. Sus envilecidas manos de macho, ásperas, grandes, juguetonas, persistieron profanándome mis muslos, unos que siempre habían sido solamente acariciados por mi novio y que ahora otro hombre se apropiaba de ellos.

No pude evitar desbordarme por dentro y por fuera: podía sentir mis labios impregnados de mis propios deseos convertidos en saliva muy líquida.

Mi pecho se inflaba ante cada caricia, y a medida que sus dedos ascendían por mis muslos, escalofriándome, en dirección a mi entrepierna, mis braguitas se empapaban y mis piernas se estremecían de placer.

Cuando menos acordé, advertí de reojo que se había bajado la cremallera y que por el hueco de su pantalón se sacaba su enorme miembro, al que no pude visualizar bien por la oscuridad del interior.

«Virgen Santa»

¡¿Se estaba masturbando en mi presencia con su mano libre?! Si no lo hacía, al menos se la estaba acariciando, eso era seguro, y tampoco era una acción menor.

Su aliento a alcohol chocó en mis poros y el aroma de mi sexo remontó hasta mi nariz. Ambos sabíamos que yo estaba despierta y caliente como una gata en celo. Mis jadeos, sus jadeos, sus caricias, mis palpitaciones… todo esto me descubría. Pero continuamos jugando a que yo no era consciente de nada, sin importarnos a ninguno de los dos que mi prometido me estuviera esperando en casa.

«Para, Livia, tienes que parar, basta, ¡basta!»

Mi conciencia me hablaba, pero mi inconciencia me bloqueaba. Hice un movimiento en mis caderas y fui capaz de percibir el chapoteo de la inundación que se había acumulado en mi vagina. Los dedos de Valentino se mojaron cuando faltaba muy poco para rozar las costuras de mis bragas, y casi cuando estuve segura de que los metería en mi coñito, suspiré, me removí de nuevo en el asiento y fingí despertar, simulando un  prolongado bostezo.

Mi jefe volvió al asiento como resorte. Le di tiempo para que se guardara su colosal anaconda y después lo miré de reojo. El muy canalla, haciendo parte de este juego maquiavélico, sin decir una sola palabra me mostró sus dedos mojados y, mirándome directamente a los ojos, se los llevó a la boca para chuparlos.

Esto aún no terminaba.

  1. EFECTOS NOCIVOS

—Todavía me siento muy ebria. —Fui yo la que rompió el hielo luego de un prolongado mutismo en que aproveché para acomodar mis nalgas en el asiento—. Jorge se enfadará si llego así.

Hipé. Lo que me faltaba.

—¿Ese vato es como tu papá o qué carajos? —se burló Valentino de mí, mirándome de reojo como si no hubiera pasado nada.

Mi pecho aún se agitaba, y mis muslos todavía se estremecían, sin pasar desapercibidas las vibraciones de mi vulva.

—No, claro que no —intenté no parecer una novia controlada por un novio machista y dominante—, pero… de todos modos, no me gustaría llegar en estas condiciones a casa. Me dará vergüenza porque él sabe que no soy así.

Valentino arqueó la ceja izquierda y me sonrió.

—Ya hemos bebido en otras reuniones —me recordó, sin dar marcha al Ferrari.

—Hemos bebido vino y tequila muy suaves, no micheladas. Creo que esta vez me excedí. Nunca he llegado tan ebria.

De por sí esa tarde las cosas habían salido mal, y era casi seguro que al llegar a casa Jorge me increparía. Encima, si llegaba borracha, le daría un motivo más para que la discusión se extendiera hasta altas horas de la madrugada.

Y yo ya me sentía cansada y lo que quería era dormir.

—Tranquila, preciosa, no pasa nada. —Su expresión al llamarme «preciosa» me sacudió—. En serio estoy pensando que tu novio te domina y mueve los hilos de tu vida. Qué vergüenza. Al parecer la toxicidad ya viene de familia. Te lo digo por el precedente que tiene Raquel Soto.

—Claro que no, Jorge no es así —lo negué.

Entrecerré los ojos y lancé un suspiro. El aroma del perfume de Valentino abundaba el interior del auto. Todavía no me reponía de lo que sea… que hubiésemos hecho antes.

—Estoy seguro que te controla, y hace de ti lo que quiere —insistió—. Pobre vato tan castroso.

«El que está haciendo de mí lo que quiere eres tú, Valentino Russo, y lo sabes.»

—¡Que no! ¡Yo manejo mi vida como quiero!

—No parece, Aldama, mira que estás muy asustada de que tu «dueño» te vaya a regañar por llegar con unas micheladas de más. Y se me hace raro, porque siendo tú una mujer tan inteligente y empoderada… como que eso de que tu novio «nenuco» ejerza su poder sobre ti, te merma y te hace ver poco profesional ante mí.

Ay, no: no quería que empezáramos de nuevo con eso de mi fragilidad y falta de malicia.

—Ya te dije que no ejerce ningún poder sobre mí, es sólo que… no quiero llegar ebria a mi casa, es todo. ¿De casualidad no tienes algún remedio para que se me corte… este mareo y ebriedad?

—Bueno, sí hay uno, pero no creo que seas capaz de probarlo.

—Ponme a prueba —lo reté.

—No lo harás —me desafió.

—¿Tan mal sabe? —dudé.

—No, qué va. Más bien… es por tus prejuicios.

Cuando abrí los ojos, vi que Valentino me observaba profundamente.

—¿Mis prejuicios? ¿Qué prejuicios? —Esbocé una risita nerviosa. Por poco dejé que me metiera los dedos en mi vagina, ¿y él hablaba de prejuicios?—. No hay prejuicios que valgan ahora, cuando lo que quiero es cortar esta ebriedad a como dé lugar. Pero dudo que haya un hada madrina que me eche unos polvos mágicos en la cara que me corten la borrachera de golpe.

En realidad no es que estuviera tan borracha, si podía coordinar más o menos mis comentarios y movimientos. Más bien me sentía mareada y un poco aturdida.

—Pues creo que estás de suerte, Aldama, porque, aunque no soy tu hada madrina, sí que tengo los polvos mágicos que necesitas para cortar tu borrachera. Yo soy como la mala suerte, y siempre estoy en el preciso momento.

Había entrecerrados los ojos de nuevo, pero su sorpresiva respuesta me hizo abrirlos, incorporándome para mirarlo con escepticismo.

—¿Estás hablando en serio, Valentino?

—Bastante en serio. —Vi que sonreía, ladino.

A continuación estiró sus brazos hacia la guantera del tablero del Ferrari; hurgó un compartimento secreto y sacó un par de sobrecitos transparentes con un polvo blanco que puso delante de mí.

—¿Qué es eso? —pregunté con pánico, casi sabiendo la repuesta.

—Lo que querías, Aldama: son los «polvos mágicos» que necesitas para llegar sobria a casa.

Me dio un vuelco el corazón.

—¿Eso…? ¿Eso es cocaína? —Decirlo en voz alta me trastocó.

—Suena más bonito si lo llamas así como lo hiciste antes «polvitos mágicos». Cocaína suena más… violento y te puedes llegar a asustar.

—¡No inventes! Pero si esto es droga, Valentino.

—Eres muy suspicaz —sonrió maliciosamente.

—No seas irónico —intenté tomármelo con calma.

—Y tú no seas tan miedosa, Aldama —me respondió simulando enfado—. No pensarás que en verdad la coca envenena a la gente, ¿o sí? Mírame a mí, creo que estoy tan bueno como un panqué recién hecho. Esto no es más que un supresor mágico de realidades, y un estimulante de placeres. Y claro, también corta la borrachera: si no me crees, puedes consultarlo en google.

—Ya… si lo dices tú debe de ser cierto, sólo digo que… si esto fuera tan sano como me lo intentas vender, no estaría prohibida su venta libre. Además tú y yo sabemos que por causa de estas drogas tenemos una guerra sanguinaria entre cárteles en el occidente y noroeste del país. Además, sé que altera la mente y que genera adicciones.

Valentino estiró su mano libre y con su dorso acarició mi mejilla, no sé con qué propósito. A su contacto me estremecí, y por lo menos consiguió que bajara la guardia.

—No seas tontita, preciosa, ni creas en todo lo que dice la gente por ahí ni lo que ves en la tele en esos programas de la Rosa de Guadalupe. Siempre lo dimensionan todo, como la marihuana, ¿cómo puede ser tan mala la mariguana si es una planta natural? Además, si la coca no es de venta libre es porque el mismo gobierno se beneficia de sus ingresos. Encima, esta coca que tengo aquí, es de una calidad que te mueres. México produce los «polvos mágicos» más placenteros y finos del mundo, por eso es tan demandada en Estados Unidos y Europa.

Tragué saliva y dejé que su dorso siguiera ardiendo en mi piel.

—Si te digo la verdad, yo… no pensé que consumieras eso… con lo atlético que te ves.

—Una muestra más de que la coca no es tan mala como parece, Aldama. Estoy en perfectas condiciones, ¿no me ves?

—Por supuesto que lo veo —admití relamiéndome los labios.

—¿Alguna vez te puse en peligro, preciosa?

—No.

—¿Alguna de mis recomendaciones te han intoxicado? —siguió persuadiéndome—. Dícese de cuando te insistí para que tomaras vino o tequila por primera vez. Otra prueba de mi buena voluntad son las pegatinas, que son tus caramelos favoritos, ¿lo recuerdas? ¿Y qué me dices hoy de las micheladas?, que mira que tomarse tres litros no es de alguien que le disgustaron.

Como respuesta sólo sonreí.

—¿Entonces qué te hace pensar que si te ofrezco un poco de estos polvitos, la pasarías tan mal?

—No, yo sé que no, que jamás harías algo para… ponerme en riesgo pero…

—Entonces, mirándome a la cara, preciosa, dime, ¿confías en mí?

Su varonil rostro me hipnotizó.

—Sí, confío en ti, o no hubiera aceptado salir contigo hoy… en un ambiente más de ocio que de trabajo. — Ni hubiera dejado plantado a mi novio por tu culpa.

—Esa es mi chica —volvió a decir esa palabra que, no sé por qué razón, me daba mil años de vida—. A ver, ahora sólo necesitamos algo sobre desde dónde esnifar. —Miró a su alrededor buscando una superficie, dando por hecho que yo iba a acceder a su capricho—. Pero primero necesito enseñarte cómo hacerlo, ¿estás de acuerdo?

—Sí, bueno…

—¿Puedo usar una de tus piernas para poner una raya de coca? —Señaló con desenfado mi muslo izquierdo, como si lo que pretendía hacer fuese la cosa más normal del mundo—. Es que necesito una superficie, y aquí lo único que se me ocurre es usar tu pierna. Sirve que tienes mejores vistas.

—Pero es que, Valentino… yo no estoy seg…

—Perfecto —sonrió—. Ahora levántate la falda, porque no quiero mancharla.

Me quedé momentáneamente en silencio ante su sugestiva proposición, sin saber qué hacer.

—Bueno, si necesitas ayuda, con gusto lo hago.

Sin esperar una respuesta, él procedió con naturalidad: con sus gordos dedos subió mi falda a la altura de mis muslos (sin cortarse a la hora de acariciar mi piel) de manera que tuve levantar mis grandes nalgas para conseguir que se enrollara un poco más arriba, pues me quedaba muy ajustada.

Valentino encendió la luz interior del vehículo y luego clavó sus ojos en mis muslos, para vislumbrarlos con claridad. Vi que sonreía.

Nunca se me ocurrió que alguien podría mirarnos en el aparcadero, así que lo dejé seguir. Mi jefe vertió un puñado de polvo en mi pierna, que ardió a su contacto como si fuese lava destructiva y no cocaína, y con una de sus tarjetas formó una raya. Se puso de rodillas sobre el tapete del Ferrari, del otro lado de la palanca de velocidades (con lo pequeño que era el interior) y luego acercó su cabeza rapada hacia mi pierna.

Percibir su vigorosa estela masculina que despedía gran reciedumbre y testosterona me provocó constantes pálpitos en mi vulva, cortándome la respiración. Valentino cercó la raya de coca posando sus manos sobre mis muslos, una de cada lado, y acercó su nariz.

Su cabeza brillaba lustrosa, y la sensación de tenerlo tan cerca de mi coñito fue tan lujuriosa, que mis deseos por cogerlo de la nuca y hundirlo en mi entrepierna me quemó el útero. Me contuve para no cometer una locura. Me contuve para no mojarme más. Pero estaba muy agitada y cachonda.

Al cabo de unos segundos, vi claramente cómo inclinaba su cabeza hasta la raya y la absorbía toda por uno de sus poros, mientras el otro lo bloqueaba con uno de sus dedos. Después se incorporó, regresó al asiento y echó la cabeza hacia atrás, suspirando intermitentemente. Concluyó su gesta mirándome con una sonrisa demoniaca.

—Hueles a sexo —me dijo de repente, con ciertas risitas impúdicas que me pusieron loca.

—Por favor… —me subió la sangre al cerebro mientras intentaba apretar más fuerte mis piernas.

—No pasa nada… es normal. —Con su dedo índice limpió los restos de polvito que quedaba en mi pierna. Luego se sacudió la nariz, y suspiró hondo—. Es tu turno, Aldama, venga.

El miedo congestionó mi pecho cuando vi que Valentino abría un nuevo sobrecito transparente y vertía el contenido en su muslo derecho, formando una nueva raya con la misma tarjeta. Gimoteé.

¿En verdad iba poder hacerlo? ¿Iba a atreverme a tanto? Mi inquietud fue nebulosa cuando admití que de proceder a consumir cocaína lo haría únicamente por el morbo que me supondría complacerlo, no porque yo lo deseara.

Así que, sin pensármelo más, me puse de rodillas sobre el tapete de mi lado, dejando que la vergüenza y la degradante postura se diluyeran en mi coño. Contemplé hacia arriba la mirada chulesca y victoriosa de Valentino, que me observaba interesado con gran satisfacción. Permití que sus manos se posaran en mi cabeza y la impulsaran hacia su muslo, en tanto algunos dedos se enredaban entre mi pelo mientras me aproximaba a la raya de cocaína.

Con una lascivia incontenible pude advertir cómo su colosal miembro estaba acomodado de lado dentro de su pantalón, hacia su muslo derecho. Las vistas eran inmejorables. No podía creer que estuviese tan hinchado y largo, y que, pese a todo, Valentino hubiese tenido el atrevimiento de poner la raya de coca a escasos dos centímetros de donde debía de estar la punta de su glande.

¿Cómo lo había acomodado para que estuviera así? Era como si una anaconda dormida estuviese guardada debajo de sus pantalones esperando atacar a su presa. Esa morbosa situación hizo que mi cuerpo temblaba, y que la humedad acuosa que se desprendía de mi vagina se hacinara cada vez más en mi encharcada braguita, hasta el punto de estilar.

—Apóyate en mi muslo con las manos para que no te vayas a ir de boca —me ordenó en un grave susurro que me puso más cachonda.

Su idea habría sido buena de no ser porque justo en el sitio donde él quería que pusiera mi mano estaba invadido por su enorme barra de carne.

Con el corazón desbocado, mi lengua babeante, mi boca húmeda, mi chochito hormigueando y sintiéndome atrevida y muy caliente, posé la palma temblorosa de mi mano izquierda sobre un sitio donde debía de estar la superficie de su muslo, pero que en su lugar se hallaba un abultado y ancho relieve que ocultaba un pedazo de carne cilíndrico muy grueso que palpitó a mi contacto.

Gemí impresionada, convulsa, pero sin quitar la mano de esa monstruosidad, de manera que mi pecho remeció con fuertes pálpitos. Esa cosa ni siquiera estaba completamente erecta y, aun así, era grandísima, y latía en mi palma. Valentino jadeó, al tiempo que yo recargaba mi peso sobre su increíble miembro, oculto por su pantalón.

Levanté mi cara hacia la suya para descifrar su posicionamiento ante mi osada táctica, y lo encontré lujurioso, exquisito, con una sonrisa burlona y triunfal, como preguntándome «¿qué pensaría tu novio si te viera allí, postrada a mi costado, y, por si fuera poco, apoyada encima de mi enorme pollón?» y tuve mucha vergüenza, pesadumbre y excesiva turbación. ¿Qué diablos estaba haciendo?

Me sentía demasiado golfa e inmoral para poder reconocerme. Y, aún con todo esto, no paré.

—Acerca tu nariz un poco más —me indujo.

Eso era lo más lejos que había podido llegar con un hombre que no fuera Jorge, teniéndole a él en casa, que me esperaba furioso, mientras yo estaba allí, transgrediendo, sobrepasando un límite que yo misma me había impuesto.

—Sólo un poco más… preciosa.

Todo aquello era una situación sórdida y perversa: yo ebria, arrodillada sobre la alfombra del auto de mi jefe, en una posición comprometedora, apunto de esnifar cocaína, y, sobre todo ¡Con mi mano izquierda sobre la gorda polla de Valentino Russo! Esa que había penetrado a Leila una y otra vez, sacándole los mejores orgasmos de su vida. Esa con cuyo recuerdo me había masturbado en el baño de mujeres del departamento de prensa, en el baño de mi casa tantas veces ¡Incluso en la cama sagrada que compartía con Jorge y que muchas veces había mojado gracias a ella…!

—Sí… —soplé a modo de respuesta.

Ni siquiera hice por recoger mi mano o un amago de apartarla aunque fuera por respeto o mostrarme cohibida, sino que, por el contrario, mi calentura e instinto animal me instaron a cerrar mis dedos sobre ese colosal miembro como si fuese una palanca de velocidades, midiendo su grosor y comparándolo ridículamente con la de Jorge. Mis conclusiones me dejaron atónita y perpleja.

«Es enorme…»

Mi pecho temblaba, mi carne exudaba miel y mis entrañas se contraían de éxtasis cada vez que infería que estaba todo mal. Esa sensación de estar infringiendo mis propios códigos morales me tenían muy cachonda. No sé si atribuirlo al alcohol que recorría por mis venas, o simplemente al deseo contenido que sentía hacia ese macho. El caso es que estaba fuera de mí, con los nervios de punta y a la vez con toda la adrenalina detonándome el cuerpo.

—Pon tu nariz lo más cerca de la raya, para que puedas esnifar correctamente.

Acercar más la nariz hacia la coca era también acercarme más a su miembro, que ya palpitaba vulgarmente sobre mi palma. Su mano empujó aún más mi cabeza hacia sí, y mis entorpecidos instintos no miraron hacia la raya blanca, sino hacia la protuberancia que sobresalía en un grande relieve del pantalón.

Estuve tan cerca de su glande y de la raya, que temí que mi lengua saliera por instinto de mi boca y lamiera su grandiosa protuberancia.

—Creo que estás a una buena distancia —manifestó al fin, en tanto mi coño ardía a borbotones y mis flujos resbalaban descarados.

—¿Ahora qué hago? —fingí no saberlo.

—Con tu mano derecha tapa uno de tus poros, y con el otro aspira fuerte sin parar.

Claro, tenía que ser mi mano derecha con la que tapara uno de mis poros, porque la izquierda estaba acariciando su polla, en cuya palma podía sentir sus pálpitos y pequeñas sacudidas.

—Cuenta hasta tres —siguió dándome instrucciones—, exhala lentamente y luego inhala sin detenerte. No hagas pausas, esnifa toda la raya de un solo golpe sin importar lo que sientas o pienses. ¿Lo harás?

—Sí… —dije, poseída por la adrenalina y sin estar muy convencida de lo que hacía, pero concentrada en su pene, en su glorioso y gordo pene.

—Uno… —empezó la cuenta—, dos… tres…

Y, cerrando los ojos, esnifé muy fuerte, toda la raya, apretando bizarramente el miembro de Valentino Russo mientras mi corazón retumbaba. Fue casi al instante de inhalar cuando sentí que me ahogaba, cuando tuve la horrible sensación de que el polvo se me había ido por no sé dónde y la asfixia me ocluía la nariz y la garganta.

Me incorporé un poco, asustada, estornudando y tosiendo varias veces, al tiempo que me oprimía.

No tuve tiempo de impresionarme más de lo habitual, debido a que acababa de consumir cocaína, sabiendo los efectos nocivos que estos podrían traer a mi salud: no tuve tiempo de preguntar a Valentino si este ahoguío y sensación de asfixia era normal o había hecho algo equivocado. No tuve tiempo de incorporarme o proceder de ninguna manera, pues ya un agente municipal estaba tocando el cristal de la puerta del piloto, exigiendo al dueño que saliéramos del vehículo tras una denuncia anónima en que habían avisado a la policía sobre presuntos actos inmorales que estaban ocurriendo en el interior de ese Ferrari en el aparcadero del restaurante, y que el agente estaba confirmando cuando pegó la nariz en el cristal y me vio allí de rodillas.

Yo, aterrorizada, volví al asiento y me cubrí la cara, muerta de vergüenza, y al mismo tiempo con una sensación de combustión en mis venas y una cierta variación en mi frecuencia cardiaca que me estaba distorsionando la mente.

—Yo me hago cargo —me susurró Valentino con una seguridad inquebrantable que me tranquilizó.

Salió del auto y yo aproveché para abstraerme en las oleadas febriles que me inundaban las terminaciones nerviosas.

Como por arte de magia se me cortó la borrachera como un listón que se ha tensado en demasía, y al paso de los minutos percibí una sensación de euforia y adrenalina que mitigó la tensión que albergaba mi cuerpo.

—Pfff… Dios…

El efecto de la dopamina desprendiéndose en mis membranas aumentó mi temperatura corporal, y al poco tiempo me sentí más lúcida y con una sensación de bienestar y de exaltación en mi estado de ánimo que, incluso, incrementó mis pulsaciones.

De pronto ya no sentía miedo ni cansancio, y la ausencia de tribulación y pesar quedaron sepultados por una renovada sensación de optimismo, júbilo y satisfacción, que me hizo sentir exultante.

Apenas noté cuando Valentino entró al auto con una gran sonrisa, minutos después.

—¿Lo arreglaste? —le pregunté.

—Hay que pagar una multa por actos inmorales en el interior de un vehículo particular en propiedad ajena. —Se echó a reír como si esto en verdad fuera divertido—, te dejaré la hoja para que la mandes pagar.

En otro momento le habría reprochado que por su culpa estuviéramos metidos en este lío. En cambio, con mi repentina locuacidad e intrepidez, fui irónica al decirle:

—Creí que eras más influyente, Valentino Russo, que lo amenazarías para que olvidara el suceso o, al menos, que lo extorsionarías. Me decepcionas.

Valentino prorrumpió en sonoras carcajadas antes de responderme:

—La que nos acusó fue la preciosa y a la vez quejosa esposa de mi padre, Amatista, que al parecer estaba en el restaurante Francés con unas amigas y al salir de allí reconoció mi auto y se acercó. Pero no te preocupes, que Amatista no pudo identificarte, y aunque lo hubiera hecho no creo que supiera tu vínculo con los Soto. Por desgracia, Amatista tiene contactos directos con la municipalidad, y no quedará tranquila hasta saber que he pagado la multa. Yo bien pude haber resuelto el asuntito con el policía dándole unos billetes, pero prefiero darle una lección a mi sexy madrastra.

El calor había ascendido a mis mejillas. Me sentía muy extraña, y con grandes dosis de excitación sin razón aparente. Aunque claro, ya era una razón muy lógica estar caliente con la compañía de un macho semejante.

—Se ve que tu relación con ella es muy tierna y candorosa —ironicé, echándome a reír de la nada.

—¿Lo notaste? —continuó riéndose.

—Por supuesto, la manera que tiene de quererte es muy piadosa. ¡Te ha acusado a la policía!

—Lo que pasa es que está celosa, la cabrona.

Su comentario me arrancó nuevas carcajadas.

—¿Tu… mami te cela?

—Nada que unas buenas sesiones de sexo no puedan arreglar —me confesó.

Lo que en otro momento me habría asqueado, en ese momento lo encontré divertido.

—Pero… ¿tú…? ¿Tú te acuestas con tu madrastra?

—Naaa —bufó, desabotonándose el resto de la camisa—. Tanto como acostarme con ella no. más bien la follo duro, muy duro, y a ella le encanta.

Ambos tronamos en carcajadas mientras mi vientre se contraía. Me sentía fogosa, cínica, loca, atrevida.

—Los que se acuestan con sus mamis se van al infierno —demandé con el mismo tono burlón.

—Yo ya tengo mi boleto asegurado en el área VIP —me presumió—. Puedo conseguirte uno, si quieres; te compartiré mi suite.

—Eres muy malo. —Me eché aire en la cara con mis propias manos. ¡Cuánto calor!

—Está demostrado que a las mujeres les excitan los hombres malos, Aldama, ¿a ti no?

—No estoy segura —suspiré hondo.

—Seguro que sí lo estás.

Intenté moderarme.

No podía continuar comportándome como una demente, cuyas acciones no eran acordes a mi personalidad. Intenté cambiar de tema y le pregunté:

—¿Qué le dijiste al policía?

—¿Qué le iba a decir? Pues que me la estabas mamando.

Recibí su respuesta de golpe. Mis risotadas golpearon los cristales del vehículo y mi corazón volvió a chocar contra mi pecho.

—¡Estás re loco, hombre, re loco!

—Era mejor contarle sobre tus exquisitas habilidades de felatriz en lugar de decirle que estabas esnifando coca, ¿no crees?

—Ah, no, claro, eso sí. Buena coartada, Lobito.

—Lobito no, preciosa, a mí dime Lobo, que yo no tengo ningún diminutivo ni en mi personalidad ni en mis miembros —dijo el atrevido, tocándose su paquete—. Y si no me crees, ahorita mismo te los enseño.

Iba a continuar riéndome hasta que Jorge volvió a interrumpir nuestra conversación con una llamada entrante. Puse los ojos en blanco y Valentino se mordió un labio.

—Contéstale —me lo pidió como una orden.

—No quiero contestarle —me rehusé.

—Que le contestes te digo. —Esa fue la primera vez que me levantó la voz y que yo le obedecí.

No entiendo qué me motivó a acceder a su capricho. Lo cierto es que lo hice. Al levantar la bocina sólo podía concentrarme en la boca de mi jefe, tentadora, grande, mullida. Apenas noté los chillidos de reproches de Jorge, sin saber a ciencia cierta lo que me decía.

Mis terminaciones nerviosas permanecían alteradas, y mis deseos insanos por besarlo me convirtieron en una bomba de tiempo que estaba a punto de explotar. Valentino se me acercó peligrosamente y percibí cómo su aliento quemaba mi boca.

—Jorge… no te endiento nada —le dije la verdad, con el móvil temblándome en la oreja mientras la mano que lo sostenía amenazaba con caerse en mi costado.

Sus ojos negros eran hondos, intimidantes, incitadores. Luego me embelesé de nuevo en su boca, que sin hablar la movía formando unas palabras que me dijeron un «no cortes la llamada.»

Del otro lado continuaba el bullicio de palabras de un Jorge enfurecido, impetuoso, desesperado.

—…no me lo merezco, Livia… te juro que lo que me haces no me lo merezco —escuché vagamente a mi novio mientras los dedos de mi jefe se apoderaban de mi nuca, enterrándolos entre mi pelo, impulsándome hacia él.

—Por favor… —musité una súplica poco convincente, sintiéndome al borde del colapso, intuyendo lo que pretendía hacer—… no… por favor…

—¿Por favor no? —estalló Jorge al otro lado de la bocina, creyendo que me dirigía a él—. ¡Sabes que mereces mis reproches…! ¡Un poco de consideración no te vendría mal! ¡Siempre haces lo mismo… para todos tienes consideraciones menos conmigo…!

Valentino me sonrió maliciosamente, se acercó aún más hasta que su boca estuvo a un palmo de la mía. Chasqueó su lengua, su respiración se condensó en mi cara, su aliento me quemó los labios, y su mano libre la embarró en mis sensibles muslos, deslizándola delicadamente hasta el triángulo de mis bragas.

—¡Nooo! —jadee, estremeciéndome completa.

Por impulso, mis ojos se cerraron, mi mano libre cogió su duro antebrazo (percibiendo al tacto el relieve de sus venas) y cerré mis dedos sobre ellos, ¡ufff… qué delicia de hombre y qué duro estaba!

¿Me estás oyendo, Livia?

Las ardientes yemas del Lobo rozaron los encajes húmedos de mis braguitas, desatando todos mis demonios internos, en tanto la radiación erótica de su cercanía y sus caricias produjeron que los dedos que sostenían el teléfono se debilitaran y el móvil terminara sobre la alfombra cromada.

¡Livia, dime dónde carajos estás!

Ahora los murmullos de Jorge se escuchaban distantes, como si procedieran del inframundo.

Y sin su voz ejerciendo de mi conciencia, yo desconecté del mundo, de mis propios valores y mi propia realidad. Apenas noté que mi sexo palpitaba intensamente sobre el asiento, mientras mis muslos acogían con ímpetu las yemas de ese feroz demonio que intentaba arrastrarme a los infiernos.

Y la fatalidad llegó cuando la boca de mi jefe absorbió mis labios de forma abrupta y hambrienta, y yo, agitada y hundida en un mar psicodélico de pecado y sensualidad, me dejé aspirar.

Fueron muchas sensaciones al mismo tiempo las que me imposibilitaron la razón; su boca comiéndome la mía, con su jugosa lengua intentando abrir mis labios para introducirse dentro. Sus dedos arrastrándose sobre mi ingle y muslos, rozando mis finos pelitos y el contorno de mis encajes, con un afán vehemente por meterse debajo de mis bragas y encharcarse contra mis labios vaginales, que ya habían brotado y derramado miel en exceso.

Yo me removía en el asiento, para expulsarlo de mi entrepierna, en vano. Al mismo tiempo me aferraba a sus duros músculos, mientras mi boca poco a poco desistía. Y es que aquello no era un beso, porque yo no respondía; más bien era una obscena lucha de egos cuyo triunfador sería el que cediera primero.

Yo perdí casi al instante, porque mis instintos primitivos quisieron sentir su apetitosa lengua dentro de mi boca, sometida al placer de experimentar por primera vez en mi vida lo que era que otros labios, lengua y aliento varonil, distintos a los de Jorge, me lamieran con lascivia, absorbiendo sus abundantes fluidos bucales que no eran los mismos de todas las veces.

Me puso como loca comprobar la desigualdad de sensaciones que había entre mi novio y ese Lobo salvaje que me devoraba. Aquí no había dulzura, delicadeza y adoración: aquí había apetito, deseo, fiereza y lujuria.

El Lobo mordió mis labios indómitamente, y mi gemido se hundió dentro de su garganta hasta que volví a atrapar su lengua y juntas se fornicaron.    Nuestros chasquidos convocaron una humedad que se acumuló en mis comisuras, cayendo gotas gruesas en mi blusa que transparentaron mi sostén.

Mmmm… mmmm…. hummm —gemía sobre su boca, sintiendo cómo mis abultados pezones raspaban las copas de mi explosivo sostén.

Que el incendio que abrasaba mi cuerpo fuera tan húmedo fue menos intenso que el poder de su boca devorándome con avidez. Mis vellos se erizaron, y mis continuos gemidos me hicieron partícipe de lo zorra que estaba siendo mientras pecaba al costado de un teléfono móvil que, por fortuna, hacía tiempo que se había apagado.

Ojalá así también se hubiese apagado ese fuego que me quemaba sin tregua en el centro de mi encharcada vagina.