Depravando a Livia: capítulos 5 y 6
Livia es una bomba de tiempo que está a punto de estallar.
- PERSUASIÓN
—Pero ¿tú cómo lo sabes, Leila? —me escandalicé, irguiéndome con mi espalda totalmente en vertical—. ¿Quién te lo comentó? ¿Fue Valentino?
—Ah —Leila entreabrió los ojos—, ¿entonces él también lo sabe?
Me aterrorizó de nuevo tener que pisar estos terrenos tan sinuosos, tan llenos de misterio y de mentiras.
—Leila, ¿de qué trabajos sucios hablas y por qué no me lo habías dicho antes? Y quiero la verdad.
Que me lo dijera Valentino era una cosa, pero… que Leila me lo confirmara ya era demasiado.
—Porque, pese a lo que tú crees, me duele, y sería incapaz de romper la burbuja en la que pareces estar felizmente introducida por tu propia voluntad. De todos modos no me habrías creído. Y no tenía la intención de perderte, porque te quiero, Livia. Pero ya va siendo hora de que abras los ojos. Más vale tarde que nunca. A mí me duele ver cómo ese idiota te trae toda pendeja, cómo te ve la cara de imbécil y, sobre todo, cómo te manipula, y tú tragando con todo esto.
—¿Me vas a decir qué trabajos sucios hace a Aníbal?
Era inaudito. Lo que Valentino y Leila estaban sugiriendo sobre mi novio no era algo que pudiera pasar desapercibido. No podía procesarlo. De hecho me dolía. No podía ser cierto.
—Investígalo tú, porque ya te dije, todo lo que te diga yo te entrará por un oído y te saldrá por el otro. Y es probable que hasta te enojes conmigo y me dejes de hablar. No, no quiero eso, investígalo tú y ya me dirás.
¿Cómo habíamos pasado del relato de su encuentro sexual con Valentino a una confesión más que me confirmaba que Jorge… «hacía trabajos sucios para Aníbal»?
—Eres la segunda persona que me habla sobre esos nexos raros que tiene Jorge con Aníbal, y me asusta demasiado, Leila. Creo que llegó el momento de preguntarle a Jorge directamente lo que pasa.
—Claro, anda, que seguramente Jorge aceptará que es un rastrero —se burló
—¿Crees que me mentiría?
—¿Tan ingenua eres, Livia? —puso los ojos en blanco—. Mañana te traigo una máscara y un sombrero para que coordines tu actitud con un buen traje de bufona.
—¿Entonces qué puedo hacer?
—Espabilar, mi cielaaa, ¿cómo que qué? Cambiarte el chip ese anticuado que tienes en tu cabeza de teflón y, como te dije semanas atrás, desanclarte del Zanahorio. Él no te conviene.
—Creo que eso lo decido yo.
—Y estás decidiendo mal.
—¿Me lo dices tú, que te acuestas con tu jefe teniendo novio?, ¿sin medir las consecuencias de lo que esto podría traerte laboralmente?
Leila rodó los ojos con disgusto.
—Te lo digo yo, Livia, que, pese a tener la misma edad que tú, tengo más experiencia, malicia y cero ingenuidad. Le he dado tres vueltas a mi vida y he aprendido a golpes, a sufrimientos, a lágrimas, a decepciones. A mí ya no me hacen estúpida tan fácil. Sé perfectamente que lo de Valentino fue un simple acostón, que él tenía ganas y me encontró a mí para saciarse. La diferencia es que lo sé, y que no me puedo reprochar mi decisión de haber accedido a follar con él y sentirme utilizada porque yo también lo deseaba y también lo utilicé a él.
No me podía creer lo que me decía.
—Mira, Livia: si te digo que la burra es parda es porque tengo los pelos en la mano. Si te digo lo que te digo es porque ya he vivido lo que tú estás viviendo ahora, y lo único que estoy haciendo es aligerarte el camino, para que luego no te vayas a dar de golpes en la cabeza. Te estoy previniendo y lo mínimo que esperaría de tu parte es que me lo agradecieras.
—Pues gracias por decirme que, un día, tarde o temprano, Jorge me decepcionará, si es que no lo está haciendo ya: me va hacer sufrir y, finalmente, me va mandar a la fregada.
Leila estiró su brazo para coger mi mano. La acarició con sus dedos y me miró de una forma bastante extraña.
—Entiende lo que te digo, Livy. O sea, tú eres una chica que no ha recorrido nada de camino, no tienes experiencia en hombres ni en amor. Piénsalo y te darás cuenta que un solo novio no te dice mucho sobre las relaciones amorosas, y que mi consejo de que te abras al mundo, de que compares y experimentes no es tan superficial ni tan descabellado como parece.
—Lo dices tan fácil como si lo fuera. Además me da miedo, Leila —reconocí, sintiendo sus caricias en mi dorso.
—A ti te da miedo abrirte a lo desconocido, no a experimentar; es casi lógico que sientas miedo. Pero ¿no te he dicho antes que aquí estaré yo para levantarte si un día te caes? Tú con Jorge estás nadando dentro de una pecera; en cambio, estoy segura que sin él nadarías en el océano mismo. Así lo veo yo.
—Un océano atestado de ballenas, pulpos y tiburones que a la menor oportunidad podrían devorarme.
—O tú a ellos, Livia, no te subestimes. En la pecera estás amurallada, sin posibilidad de nada: en cambio en el océano no hay horizontes. Allí encontrarás aguas dulces, saladas, estrellas, espuma, sirenas, barcos, peces de colores y muchísimo espacio para desarrollarte. ¿Ya se te olvidó lo mal que la estás pasando por los celos profesionales que Jorge tiene hacia ti? Él no quiere que crezcas. Él lo que quiere es tenerte sometida, que ignores el mundo y que no tengas mayores ingresos de los que él puede darte, para evitar que evoluciones y, de esa manera, que sigas dependiendo de él tanto económica como emocionalmente.
—Es que no tiene sentido —me dolía pensar que Jorge fuera así como Leila lo describía—. ¿Para qué querría tenerme dependiendo de él?
—Para que nunca te vayas de su lado. Si no aprendes a estar sola, vivirás encadenada a él de muñecas y tobillos, siempre.
—Yo quiero estar a su lado, eso no me molesta.
—Tú no quieres eso, Livia, y lo sabes. ¡Ni siquiera tienes amigos varones! ¡Ni siquiera sabes lo que es bromear con ellos, que te cuiden, que te hagan reír, que te inviten a salir a sitios a los que el Zanahorio, por cómo fue criado, jamás te llevaría! ¿En serio no te da curiosidad saber lo que es estar con otros hombres, el trato que te darían?
—Bueno… yo…
—Experimentar significa medir tus sentimientos, Livy, liberarte, conocer otras formas de amar, de querer, y que tú conozcas otras formas en las que un chico puede hablarte, seducirte y hacerte sentir. Saliendo de tu zona de confort podrías conocer otras maneras en que un hombre podría besarte, incluso hacerte el amor. Todas las mujeres tenemos derecho a sentirnos plenas y tú te estás negando a ello. No te niegues a descubrirte a ti misma. Búscate y te encontrarás.
Todo sonaba tan fácil… tan convincente. Sin embargo, a mí todo eso me daba terror. Esa Livia que estaba encontrando cada vez que la buscaba… era demasiado perversa… caliente… voraz.
—Insisto, Leila, lo dices y suena fácil, pero en la realidad yo no podría. Aunque fuera así como dices, que yo decidiera alguna vez experimentar, ¿con quién lo haría? No me relaciono con nadie.
—¿Te suena el nombre de Valentino Russo?
—Ay, no inventes Leila —dije, sintiendo una contracción en mi útero mientras me echaba a reír de nervios.
—Con lo hermosa y sexy que estás últimamente, Livy, no me extraña que Valentino no saque sus ojos caninos de tu culo y de tus tetas. ¿Cómo es posible que no te lo hayas comido si se nota a leguas que ese rabo con patas babea por ti?
—¡Leila! ¿Vas a comenzar? ¿Has visto el Instagram de Valentino? Está repleto de mujeres que parecen modelos de pasarela. Yo no pinto nada con él.
—¡Par favaaar, mi cielaaa! —dijo soltándome de mi mano para simular darme una bofetada, poniendo los ojos en blanco—. ¿Eres estúpida o estás ciega, Livia Aldama? ¡Tú estás más buena que la carne en vigilia! Antes, cuando vestías como Betty la Fea, pues bueno, no eras llamativa, tienes razón: pero ahora eres otra, incluso en actitud. ¿En serio no te ha propuesto nada indecoroso? ¡Si no deja de mirarte, sonreírte y visitar tu oficina cada vez que se le hinchan los huevos! No creas que no me he dado cuenta que el tipo habita todo el día en tu oficina.
—Bueno, es verdad que últimamente me llena de halagos, detalles, palabras… bonitas y…
—Lo único que falta llenarte es la cara, pero de semen, cabrona —rompió en risotadas.
—¡Leila, ya, por Dios!
—No te hagas la santurrona, que caes mal.
—Él… es bastante vanidoso, Leila. Además, nunca me ha propuesto nada raro.
—¿Y lo aceptarías?
—¿El qué?
—Si te propusiera algo.
—Depende.
Nuestra conversación me estaba poniendo cada vez más nerviosa.
—¿Depende de qué?
—Pues de lo que me proponga.
Mi amiga tronó en risotadas de nuevo.
—¿Y no es lo mismo una proposición de otra?
—No, no es lo mismo —di el último trago a mi taza—. Un café se lo aceptaría, por ejemplo.
—¿Y un café con leche no, guarrona?
Tragué con calma, saboreando el chocolate.
—Ya sé por dónde vas, y no, Leila. Eso no lo aceptaría.
—¿Por ti o por Jorge?
Me quedé en silencio mientras elegía una respuesta.
—Por Jorge, lo sé —se aventajó ella misma a responder—: si por ti fuera, hace mucho que hubieras aceptado que Valentino te gusta y que hace que se te mojen las bragas nada más verlo.
Me pregunté si se habría dado cuenta que justamente estaba empapada.
—A ver, no te hagas teorías tontas en la cabeza que no vienen a cuento. Yo nunca he negado que Valentino me gusta: es que a ver, Leila, ¿a qué mujer no le gusta Valentino? No inventes.
—Es lo que yo digo: es que yo nomás lo veo y el ano se me dilata. Y ahora que ya sé la clase de manjar que está hecho… por Dios…
Lejos de indignarme rompí en carcajadas: las ocurrencias de Leila Velden eran algo con lo que no podía combatir.
—¡Valentino no es trigo limpio, Leila! Él es bastante… raro, como si ocultara grandes misterios. Es un poco oscuro, y a mí me gustan las personas transparentes.
—Pues ya te podrías casar con un cristal —bufó mi amiga.
—A ver, Leila, yo no estoy negando que Valentino me gusta, pero el hecho de que me guste físicamente no significa que me lo quiera llevar a la cama. Me encantan los gatos, y no por eso voy a dejar que me penetre uno —me hizo gracia acordarme de Bacteria.
—Bueno, si te va lo de la zoofilia pues ya te digo —se carcajeó—, aunque dicen que sus pollas tienen aspas alrededor…
—¡Eres imposible, mujer! —le dije espantada, pero uniéndome a sus risas.
—A ver, Livy —continuó cuando nos tranquilizamos—, en lo que estamos. Ya mismo te digo que vas a ser muy pendeja si rechazas cualquier proposición que te haga el Lobo, ¿sabes por qué le dicen Lobo?
—¿Por peludo? —intenté vacilar—. Aunque, por lo que he visto en sus fotos de Instagram, él se depila el cuerpo completo para lucir sus pectorales. Hasta la cabeza la tiene rapada…
—Y los huevos también —me hizo una mueca divertida—. Pero si en verdad quieres saber por qué le dicen el Lobo, ya te digo yo que el día que hagas de su caperucita roja lo vas a descubrir, cabrona. —Y de nuevo se echó a reír—. Te lo aconsejo, Livia. Si un día te invita a salir, no lo rechaces.
—A Jorge no le gustaría nada que me fuera con él a ningún lado. No le cae bien. Lo aborrece.
—A Jorge no le cae bien nadie. Además, ¿qué no sabe tu novio que dos o tres veces por semana sales con Valentino por asuntos de La Sede?
—Sí, claro que sabe, pero él, muy a su pesar, entiende que mis salidas con nuestro jefe son por cuestiones de trabajo.
—Pues no tendría por qué enterarse que has salido con Valentino de ocio y no por trabajo, a menos que tú se lo dijeras, tontonaza.
—No me gusta ocultarle cosas a Jorge. —Con lo que le había ocultado ya—. No es sano para las relaciones como la nuestra.
—¿No me digas? —me dijo de forma sarcástica, como si supiera algo que me intentaba ocultar—. ¿Y tú de veras estás tan segura de que Jorge siempre te cuenta todo y nunca te oculta nada?
Otra vez esa sensación de desconfianza, de que Leila me decía revelaciones entre líneas respecto a que Jorge me ocultaba algo y que no era el niño bueno que conocía, sino otro, un demonio disfrazado de cordero.
—Bueno ya —di por terminada la conversación—. Vamos de regreso a nuestros puestos, porque últimamente Catalina anda que no la calienta ni el sol, y no quiero darle motivos para que siga con eso de que «me aprovecho de mi estatus en el departamento para llegar tarde del desayuno y defender a mi amiguita, o sea, tú.»
—Déjala, Livia, Catalina está amargada. No te perdona que le hayas quitado su puesto, y de paso la atención que Valentino tenía sobre ella.
—Este puesto me pertenecía a mí, según la ley general de los Estados Unidos Mexicanos —le recordé, alisándome la falda.
Una de las desventajas de tener un culo grande es que la ropa siempre se desacomoda.
Nos dirigimos al ascensor y saludé a mi novio que pasaba de prisa con un par de papeles que llevaba a no sé dónde. Por su premura no me acerqué a él, para no entretenerlo, pero le sonreí y él me sonrió.
Se le veía contento, por primera vez lo notaba feliz, después de tanto tiempo. La noche que le había dado lo había cambiado (aun si en la realidad él no había sido el verdadero protagonista de mi fantasía) y esa mañana, mientras íbamos a La Sede, incluso me habló sobre reservar en el Magnolia esa noche para celebrar nuestra reconciliación, a lo que yo accedí, confiada en que esto fuera un antes y un después en nuestra relación.
«Te amooo» me dijo con los labios antes de chocar contra una columna y tirar los papeles.
Leila se burló y yo apenas me pude contener.
«Te Joliii» le dije también con mis labios.
Y le envié tres besos desde la distancia. Él los atrapó como si fuesen pelotas de béisbol y se los llevó a su boca.
Me encantaba cuando se convertía en ese Jorge dulce y romántico del que me había enamorado. Ese niño hermoso era el que yo amaba, no el otro, el gruñón y mentiroso.
—¡Ashhh! —se asqueó Leila, sacándome de mi ensueño, tras presenciar nuestras muestras de amor—. Par de ridículos y cursis. Otra demostración de esas y te juro que me dará diabetes.
—¿Ves que no estamos tan mal como parece?
—Pues de todos modos deberías aceptar una invitación de Valentino —insistió.
De nuevo me eché a reír cuando pulsamos el botón que nos llevaba a nuestro piso y se cerró el ascensor.
—Valentino jamás me invitará a ningún sitio, Leila. Yo no soy su tipo de mujer ni él mi tipo de hombre. Así que basta con eso. Caso cerrado.
Su «ya lo veremos» no lo tomé en cuenta en ese momento. Ella se quedó en su cubículo y yo me dirigí a mi oficina, pasando por el costado de una Catalina que me veía como si yo hubiese matado a su madre.
«¿En qué cabeza cabe que un hombre de la talla de mi jefe se molestaría en invitarme a salir a algún lado?» pensé riéndome en mis adentros.
Y como si de una broma se tratara, esa misma tarde, antes de salir de la oficina, Valentino se presentó en mi oficina y me dijo:
—Vamos por unas heladas, Aldama, lo merecemos después de un día tan cabrón.
En el idioma de los hombres de Monterrey, «ir por unas heladas» significa ir por unas cervezas a un bar.
—¿Perdona? —me quedé estupefacta.
Valentino se veía exquisito con ese traje gris tan ceñido al cuerpo. No llevaba puesto el saco, así que su camisa azul cielo casi transparentaba su cuerpo fornido, delineando sus fuertes pectorales y el grosor de sus brazos. Evité mirar hacia su paquete, que ya no cometería el mismo error de la última vez. Era demasiado bochornoso.
—Eso, Aldama, ¡fuga directo al bar! Conozco uno en el occidente de Monterrey que sé que te encantará.
¿De qué diablos se trataba todo esto? Me puse súper nerviosa, y que ese semental se acercara a mi escritorio con ese despliegue de seducción no me favorecía en nada para recobrar la compostura.
Encima recordé que él sabía que yo había visto las fotos obscenas suyas y de Leila que ésta última me había mandado. Así que, si ponía las cosas en balanza, ¿qué iba hacer yo en un bar con un hombre que sabía que le había visto su enorme falo en la boca y sobre la cara de su mejor amiga? ¿De qué podía hablar con un hombre que sabía que probablemente me había mojado o fantaseado con esa polla teniéndola en mi boca o dentro de mi vagina?
No, no y no. Además yo tenía una cena con Jorge para celebrar nuestra reconciliación. Y, aunque no tuviera compromiso con mi novio, de todos modos me sentía indignada: ese día Valentino apenas si había ido a mi oficina. Claro, como ahora estaba fascinado por Leila, a quien se había llevado a la cama (suelo, encimero, baño o lo que fuera), a mí me había dejado relegada. No puedo negar que me daba cólera sentir que había pasado a segundo plano y ahora había sido desplazada, cuando durante los últimos días yo había sido su centro de atención.
Pude entender un poco el sentimiento de Catalina cuando yo la desplacé, pero… ¿por qué me afectaba tanto? Orgullo femenino, claro.
Incluso, ese día, cada vez que salía de mi oficina para hacer algún encargo con mis secretarias me encontraba con que Leila estaba en el despacho de mi jefe, a puerta cerrada, y eso me había llenado de rabia. ¿Y ahora me invitaba a salir a «tomar una heladas»? ¿Excuse me?
—¿Por qué no invitas a Leila? —le dije de repente, escupiéndole fuego como un dragón receloso—. Digo, a lo mejor ella es mejor compañía que yo.
¿Y si mi respuesta estaba siendo como la de una niñata celosa? No, no. me arrepentí de haber respondido aquello. Lo que menos quería era henchir aún más su excesiva vanidad y ego, así que intenté recomponer mi comentario:
—Quiero decir que hoy no me he sentido muy bien, y a lo mejor mi compañía no te sería del todo placentera. Además ya tengo planes con mi novio.
Y como si la palabra «novio» no le supusiera ningún respeto u obstáculo, Valentino enarcó una ceja, esbozó la sonrisa más chulesca que le había visto en mi vida y me dijo:
—Dile a tu novio que esta noche te vienes conmigo a una reunión. Punto. Te espero en el aparcadero en un cuarto de hora. La pasaremos chingón.
No le respondí nada, ni afirmativa ni negativamente. Ya no era una invitación, sino una orden, y con ese tono mucho menos accedería. Esperé que no tomara eso de que «el que calla otorga» como algo afirmativo, porque no tenía ninguna intención de salir a ningún lado con él. Menos ahora que se había enredado con mi mejor amiga y a mí me había desplazado. ¡Hum!
A las siete de la tarde con cinco minutos cerré mi oficina y Valentino me siguió en el ascensor mientras Leila me miraba con un gesto de complicidad desde su escritorio, como si la muy maldita supiera que mi jefe me había invitado a tomar «unas heladas».
Catalina refunfuñó a nuestro paso, con el desdén habitual, y luego se cerraron las dos puertas del ascensor mientras Valentino hacía una llamada a alguien, a mi lado.
Me dije que cuando saliéramos del ascensor y Valentino se marchara al aparcadero, le enviaría un mensaje de texto diciéndole algo como «Mil gracias por la invitación, Valentino. En verdad me habría encantado salir contigo esta noche, pero, como te digo, tengo planes con mi novio. Espero que para la próxima vez podamos ir por esas “heladas”.»
Justo venía mentalizando lo que escribiría cuando, al abrirse las puertas metálicas del ascensor, Jorge, que me esperaba al pie como todos los días, se acercó a mí con enjundia, me besó bruscamente e hizo por estrujarme las nalgas delante de todos los presentes que nos rodeaban en el gran vestíbulo, ¡aun cuando se lo había prohibido terminantemente la última vez!
La rabia que ya tenía previamente acumulada se intensificó, sobre todo cuando escuché un jadeo burlón detrás de mí procedente de mi jefe, que había visto todo. En ese momento empujé a Jorge y yo retrocedí, limpiándome la boca.
—¿Qué te pasa? —le dije bruscamente.
—¿Qué me pasa de qué? —me preguntó mi novio que parecía asombrado por mi reacción—. Creí que… que ya estábamos bien y que lo de anoche…
—Silencio —mascullé, limpiándome la boca. Solo me faltaba que el labial se me hubiera corrido.
—¿Qué ocurre, Livy? —volvió a preguntarme, mirando con asperidad hacia donde debía estar mi jefe hablando por teléfono (o simulando que hablaba sólo para presenciar lo que ocurría entre mi novio y yo).
No quise darle más explicaciones. No quise decirle la obviedad del asunto. No quise repetirle lo que me molestaba de él y lo muy avergonzada que me tenía todo este asunto de manosearme delante de todos como si me quisiera vender ante los demás. Así que resumí las cosas. Lo hice con decisión, de forma inapelable.
—Nada, no pasa nada, disculpa, me tomaste desprevenida. Sólo te aviso que no me iré contigo. Un cliente nos ha hablado de último momento y mi jefe y yo nos reuniremos con él en veinte minutos.
Escuché una carcajada de Valentino Russo detrás de mí, ¿seguía hablando por teléfono? Miré hacia atrás y sí… «al parecer» sí…
—Tenemos un reservado en el Magnolia, Livia —me recordó Jorge con la entonación quebrada, perdiendo el aliento y el color.
El portafolio le tembló en la mano, justo cuando la voz de Valentino retumbó en mi espalda «Te espero en el estacionamiento, Aldama, no tardes demasiado.»
El rostro de mi prometido fue un poema. Evité mirarlo para no arrepentirme al notar su pasmo, para no dar marcha atrás. Jorge tenía que entender lo que hacía mal. Tenía que asumir sus errores y corregirlos.
Me acerqué nuevamente a él, conteniendo la respiración, acomodé la corbata a la altura de su cartílago y limpié con mis dedos el sudor de su frente, como si no pasara nada: como si no hubiera descubierto sus tratos con Aníbal, su doble moral y la forma en que gustaba de exhibirme ante La Sede entera.
—Livia, tenemos una reservación en el Magnolia —insistió, hundiendo sus ojos grises en los míos.
—Y a estas horas yo tengo un reservado en otro lugar —le solté de manera frívola.
—Pero mi ángel… —suspiró Jorge, incrédulo, con la misma incredulidad con que yo había reaccionado al beso y agarrón de nalgas con semejante desvergüenza—, ¿y nosotros qué?, ¿así será siempre?, ¿ese cabrón siempre tendrá la última palabra?
No respondí a su cuestionamiento. Porque, en todo caso, yo también me lo preguntaba, «¿así será siempre?»
—Buenas noches, amorcito, mi jefe me espera en el aparcadero —murmuré, evitando encontrarme con su mirada.
Y lo dejé plantado, sin detenerme a ver su reacción. Estaba furiosa y decepcionada. Sobre todo decepcionada y con bastantes dudas respecto a él.
Esa fue mi primera mentira consciente en la que no sentí ningún remordimiento.
Las demás…
Bueno, las demás, en su mayoría, ya casi ni las sentí.
- VIAJE SIN RETORNO
Apenas avancé un par de metros hacia el aparcadero me arrepentí de haber cancelado la cena con mi prometido. Recordar su frágil mirada, abatida por el desencanto de haberse arruinado una cena que pintaba para ser extraordinaria, aunado al hecho de que él me la había organizado con tanta ilusión me sacudía y me llenaba de remordimientos.
«¿Por qué haces todo tan complicado, Jorge?» dije en mi fuero interno, sintiendo un nudo en la garganta. «Pero es que no entiendo lo que haces conmigo… ni tus intenciones al… manosearme así… delante de todos; delante de él… Y lo del trabajo sucio que haces con Aníbal… ¡Por Dios!»
Estaba arrepentida y muy tentada a encontrarme con Valentino en el aparcadero del edificio y decirle que mejor lo dejábamos para otro día, que el compromiso que tenía con Jorge era importante y que me disculpara: pero verlo allí, tan encantador, con semejante presencia, en un despliegue de seducción y testosterona, esperándome recargado en su Ferrari rojo, con ese gesto atrevido y esa majestuosidad masculina que me volvía loca me dejó momentáneamente petrificada y no pude hablar.
—¿Nos vamos? —me dijo con su voz rasposa, recogiendo mi bolso con caballerosidad.
No sé por qué, pero asentí con la cabeza en automático, sin saber que ese martes 29 de noviembre todo iba a cambiar.
Cuando menos acordé me olvidé de Jorge y ya estaba sentada de copiloto, dejándome llevar a quién sabe dónde. Las manos me sudaron y no pude sino intentar apretar las piernas y secarme las palmas con mi saco.
—¿Y Joaco? —pregunté cuando el silencio se volvió abrumador mientras recorríamos las calles bulliciosas de Monterrey.
—¿Lo extrañas? —me sonrió, buscando música en su playlist.
—¿Qué? No, qué va, pero… como siempre va con nosotros para todos lados —acoté.
—Me apasiona conducir, Aldama, es mi hobby predilecto, ya te lo dije cuando te invité a ejercer de mi madrina en las carreras del 31 de diciembre (que por cierto aún sigo esperando tu respuesta), por eso decidí darle libre el día de hoy. Además… con Joaco echando mosca… no me apetecía. Esta noche te quiero para mí solo.
Sentí un calambre en el vientre. Por más que lo intenté, no logré descifrar sus últimas palabras.
—Ah, pues qué bien —musité mientras un tema de The Weeknd sonaba en el interior del Ferrari.
Durante los quince minutos que duró el trayecto (por fortuna no fuimos tan lejos), mi jefe se la pasó tarareando las canciones que resonaban. Nos aparcamos en el estacionamiento de un gran establecimiento y me ayudó a bajar del auto, acercándose peligrosamente hacia mí.
—Hueles delicioso —me dijo pegando su boca demasiado en mi oreja.
Quise decirle «tú también» pues era cierto que su fragancia era exquisita y me cautivaba, pero mi inquietud me agolpó el entendimiento y me quedé callada. Me cogió del brazo y me condujo al interior del «Restaurante Francés». Ir de su brazo me hizo sentir poderosa y altiva, pues era capaz de arrancar algunos celos de las chicas que nos miraban pasar.
—Creí que iríamos a un bar —le dije luego de que hablara con la hostess en privado y ella nos condujera hacia unas escaleras al fondo del Restaurante Francés que llevaban a una segunda planta.
—Abajo es un restaurante, arriba es un bar —me explicó—. Te gustará, yo nunca me equivoco.
Su seguridad al andar y expresarse me seducía. Derrochaba sensualidad masculina con solo mirar.
Me sentí algo contrariada caminando junto a ese colosal hombre, mientras ascendíamos a la segunda sección del restaurante que, en efecto, lucía como un bar repleto de ventanas polarizadas en todo el rectángulo. La elegancia de los diseños interiores de abajo escaseaban allá arriba, pero la atmósfera, aunque más oscura, ofrecía la intimidad que requeríamos. Había música bohemia, tres barras alrededor, diversas mesas redondas muy separadas unas de las otras y muy poca gente, por fortuna.
Apenas nos sentamos y vi la carta que nos dejó el mesero, entendí que ese lugar era muy caro.
—Anda, Aldama, mátate sola eligiendo lo que beberás —me dijo, extendiendo la carta de bebidas.
Él se puso frente a mí, se quitó el saco y quedó con su camisa azul cielo y unos tirantes negros que lo hacían lucir muy sexy, como un bailarín stripper. Se arremangó las mangas, y sus muñecas membrudas y sus poderosos antebrazos alardearon.
—Suena muy… fuerte eso de matarme sola —sonreí nerviosa, leyendo la carta—, pero la verdad es que no sé mucho de bebidas, así que prefiero algo sin alcohol.
—Vinimos por «unas heladas» —me recordó, sonriéndome con astucia, haciendo movimientos con sus brazos que brotaban sus bíceps y tríceps debajo de esa entallada camisa. Tragué saliva y me concentré en la carta. Me pregunté si él sabía la influencia exótica que ejercía en mí—. Así que no acepto un «no» por respuesta. O eliges una cerveza o algo que lleve alcohol, o te la elijo yo. Ah, y aquí no vale el rompope, ¿eh?
Me reí por su ocurrencia y eché un mechón de mi cabello detrás de la oreja. Valentino se desabrochó los botones superiores de su ajustada camisa y me disputé entre atisbar las líneas de su esculpido pecho, las venas en relieve de sus antebrazos, el grosor de sus labios o su seductora mirada. Me decanté por mirar la carta.
—Puesto que no sé mucho de bebidas, preferiría que me recomendaras algo.
—¿Qué te parece algo muy mexicano? —me recomendó.
—¿Tequila?
—No, Aldama, el tequila ya lo has probado. Más bien pensaba en una michelada. Todos los ingredientes son 100% nacionales.
—¿Y qué es una michelada? —quise saber.
—¿Qué? ¿En serio no sabes? —se burló.
—Te lo juro que no —odiaba sentirme como estúpida ante él. Una pobre niña sin experiencia.
—Mmm. Me temo que fracasaste como mexicana.
—Por favor, no me denuncies ante el consulado, o me deportarán a las Malvinas.
—Te lo prometo con una condición —Comenzó de travieso, torciendo una sonrisa.
—¿Cuál? —titubeé.
—Que te quites ese saco, que vértelo puesto me da calor.
—Ah, muy bien, claro —accedí inocentemente cuando hacíamos nuestros pedidos al camarero.
Todas las mujeres somos capaces de advertir las miradas lascivas de los hombres, y yo, por supuesto, advertí con claridad la inspección incontenible de mi jefe, que permanecía concentrado en cada uno de mis movimientos hasta que me desprendí del saco y lo coloqué en el respaldo de la silla. Sus ojos negros me contemplaban en exceso, y aun entre la semioscuridad del sitio, pude percibir su ardor en las pupilas y su ávida expresión.
—Listo —dije, tragando saliva.
La incomodidad vino después, cuando se relamió sus gruesos labios y su mirada se posó descaradamente en mis senos, cuyos pezones comenzaron a palpitar tras saberme devorada por sus sedientos ojos. Y es que la blusa blanca que llevaba era demasiado ajustada, y mis pechos se apretaban uno contra el otro debajo de la tela como si quisiesen explotar. Encima se podían marcar sobre la blusa.
—Mucho mejor —sonrió, sin dejar de avizorar mis senos—. Es que el calor me da una ansiedad que no te cuento. Ver a la gente muy arropada con este calorón… me inquieta. Me hace poner de mal humor.
—¿O sea que sólo en invierno te pones de buen humor?
—También las mujeres desnudas me ponen de ben humor —contestó, guiñándome un ojo—, por aquello de mi ansiedad respecto al exceso de ropa. —Hizo su aclaración.
—Ya, claro —suspiré agitada—. Monterrey tiene los climas más extremos del país, ya deberías de estar acostumbrado —le recordé con el propósito de desviar la conversación, aunque siguiendo en la misma línea—. Los veranos a veces pasan de los 40 grados, y en invierno a menos 18. Vivir en el norte es de locos.
—Los norteños somos los mejores del México. —Hizo su comentario egocéntrico del día—. Pero toda ventaja tiene sus consecuencias, y esto es el puto clima de mierda que nos asola.
El camarero nos llevó dos tarros grandes de un litro de «micheladas» y pensé que era demasiado para mí.
—¿Qué contienen estas cosas? —quise saber, mirando la textura rojiza de la bebida.
—La michelada es una bebida muy sencilla, pero sus ingredientes le dan un sabor que ufff, te chupas los dedos —me explicó, dando un largo trago a su michelada—. Tiene una mezcla de cerveza, jugo de limón verde, tres tipos de salsas y unas piscas de sal. Pruébala, te fascinará.
Admito que olía deliciosa. El tarro tenía los bordes superiores escarchados con chile en polvo rojo, sal y limón, y de complemento una banderilla de pulpa de tamarindo enchilado (un dulce tradicional mexicano), que le daba una presentación sofisticada y exótica.
El sabor era abrumadoramente exquisito, aunque picaba: la sensación amarga, saladita y picante en verdad que me encantó.
—Tu recomendación me ha gustado mucho —admití, dando pequeños traguitos a la michelada que, durante nuestra conversación, fue bajando el nivel al tarro.
—Sabía que te gustaría. Ahora falta que pruebes las alitas con chipotle que hacen aquí. Hey, mesero, apunta mi siguiente pedido.
La conversación durante los primeros cuarenta minutos transcurrió tranquila. Valentino se interesó en un montón de cosas de mí, lo que me hizo sentir especial. Quiso saber sobre mi familia, sobre los deportes que practicaba (le dije que en la universidad jugaba Pádel, un deporte originario de México que, con todo y eso, por desgracia, sólo era famoso en Monterrey, aunque muy conocido en Argentina y España). Él me habló de un club privado donde podía practicar ese deporte, y también me recomendó varios gimnasios, entre ellos el suyo, que tenía instalado en su casa para ejercitarme.
No le respondí en seguida, pero su invitación a ir a su casa me dejó entre inquieta y arrobada.
Comimos alitas con chipotle y dedos de queso, (una especie de queso derretido rebozado con huevo y pan rallado crujiente), y la noche siguió transcurriendo.
Contra todo pronóstico, pedí un segundo litro de michelada, y Valentino me apremió dando unos aplausos que me hicieron sentir muy bien:
—Esa es mi chica —exclamó entusiasmado, renovándome esos deseos que tenía de quedar ante él como una mujer intrépida y osada.
—Gracias —le agradecí al tiempo que mi teléfono celular vibraba sobre la superficie de la mesa.
“Jorge Soto, llamando”
Era la tercera vez que me llamaba. Y también era la tercera vez que la cancelaba.
Valentino, que me estaba platicando sobre un nuevo volvo que había adquirido la semana pasada, alcanzó a mirar la pantalla. Me observó con curiosidad y me preguntó:
—¿Problemas? —Su sonrisa burlona se insinuó con una satisfacción enorme, como si a él sí que le fascinara la idea de que yo estuviera en problemas.
—No, ninguno —mentí abocanando aire para después dar un buen trago a mi tarro.
—Me alegra —chasqueó la lengua—, no me gustaría pensar que estoy frente a una mujer que, hasta este momento, se ha ganado mi admiración por el arrojo y la seguridad que me ha demostrado últimamente. Aunque…
—¿Aunque qué? —le pregunté con insistencia cuando vi un deje de desconfianza en su mirada.
—No sé si estés preparada para lo que viene, Aldama. Me refiero a las cuestiones políticas.
—Yo estoy preparada para todo —le externé seguridad, aunque la verdad era que su repentino cambio de actitud me intranquilizaba.
No podía permitir que por unas llamadas impertinentes de mi novio, ahora Valentino estuviera reconsiderando tenerme como su mano derecha. Le había demostrado astucia, responsabilidad e intrepidez, así como una maduración constante que me alejaba de aquella tímida Livia que un día llegó a trompicones a su despacho para recibir ese puesto de trabajo.
—Sólo digo que si tu novio comienza a presionarte, a darte problemas, podríamos reconsiderar tu permanencia como asistente del departamento de prensa.
—¡No! ¡No! ¿Cómo se te ocurre? Con lo que me ha costado llegar hasta aquí.
Mi jefe recargó su ancha espalda sobre el respaldo de la silla y se acarició los vellos de su barbilla, cavilando. Su pecho se veía poderoso, exquisito…
—¿Es que ya no estás contenta conmigo? Sé sincero, Valentino, ¿he cometido algún error?
—A ver, tranquila, que no has cometido ningún error, sino todo lo contrario. Yo estoy satisfecho con tu desempeño. Y si te soy sincero, me siento muy bien contigo. No te voy a mentir, al principio dudé que pudieras cumplir mis expectativas, porque la verdad es que no te veía con buenos ojos para este puesto… que requiere de tantos esfuerzos adicionales. Pero, como te digo, me sorprendí para bien.
—¿Entonces? Es que no entiendo —di otro trago a mi michelada para contenerme—. Algo tuve que haber hecho mal para que ya no me quieras a tu lado. ¿Es sólo por las llamadas que me ha hecho Jorge o hay algo más?
—A ver, no. No se trata sólo de eso. Claro que te quiero en mi equipo, pero… existen algunos asuntitos que podrían volverse complejos para ti.
—¿Catalina tiene que ver con todo esto? —pregunté un poco molesta cuando me acordé de ella. Esa mujer no iba a descansar hasta que me echaran del departamento de prensa.
—En parte —admitió, y su respuesta me llenó de rabia. Fruncí el ceño para demostrarle disgusto.
—¿Tienes un compromiso con ella y por eso le quieres dar mi plaza? ¿O será que te ha envenenado contra mí? —le pregunté.
Catalina lo había hecho durante los últimos días, envenenar a todos contra mi persona, formando un #TeamAntiLivia que ya comenzaba a tener efectos con dos de mis secretarias. Catalina se estaba volviendo una piedra en mi camino, y yo no podía consentirlo.
Maldita perra… suspiré sorprendida, sobre todo porque en mi vida había insultado a nadie de esa manera, ni siquiera mentalmente.
—Aldama, creo que me conoces bastante bien para saber que yo no me dejo influenciar por nadie, mucho menos por una mujer. —Vaya comentario tan machista—. Quiero decir que tú sabes de sobra que tu puesto era para ella, no para ti, pero espera, no pongas esa cara, que ya te explico. La política en este país es perra, ya lo verás. Hay corrupción, malversación, y tipos de personas con los que hay que lidiar y que tú...
—Yo puedo con eso y más. Puedo tratar con todo tipo de personas. Creo que te lo he demostrado con hechos —me adelanté a su comentario.
Me estaba poniendo demasiado alterada, y debía tranquilizarme. Allí fue cuando pedí una tercera michelada. Valentino sonrió como antes, satisfecho por mi apertura al alcohol.
—Y lo has hecho excelente, Aldama.
—¿Entonces? ¿En verdad piensas que Catalina sería mejor que yo en esto?
—No, ella no es mejor que tú. Si el puesto de mi asistenta personal lo quería para ella y no para ti, no es porque dudara de tus capacidades, que las tienes, sino porque el perfil que buscaba era más como el de Catalina, que es una mujer más… frívola, más vivida, con más malicia y bravura. Y, lo más importante, con la mente abierta. Quiero decir que una vez que inicien verdaderamente las campañas electorales, cuando en las primarias elijan a Aníbal Abascal (porque él le ganará a Erdinia, de eso estoy seguro) estaremos pasando al siguiente nivel, y este nivel es mucho más peligroso y complejo para una mujer como tú.
—¿Y para Catalina no es peligroso? Vamos, Valentino, habla tal cual, no te vayas por la tangente. Es que me molesta que me subestimes tanto y me digas que ella es más que yo.
Mi jefe se echó un gran trago, vaciando por completo el tarro. Pidió que se lo rellenaran y luego volvió a chasquear sus labios con la lengua. Se incorporó más hacia mí, se re acomodó las mangas y me dijo, penetrándome con sus ojos negros:
—Iré al grano, Aldama. En la siguiente fase del proceso electoral hay todo tipo de negociaciones, con todo tipo de gente y lugares, en el que interviene el sexo, las drogas y el alcohol. Una depravación total, vamos. Y yo veo que tú eres una chica mucho más… inexperta, inocente, y estas cosas seguro te afectarían. Tampoco es como si quisiera pervertirte. —Y en esta parte vi que sonreía con malicia—. Pero es lo que hay, y sé que Catalina…
—Ponme a prueba —No me lo pensé al decírselo, irguiéndome con seguridad y entornando mis ojos.
—Aldama, esto sería muy fuerte para ti.
—Ponme a prueba —insistí sin medir las consecuencias.
Valentino esbozó una sonrisa torcida, casi de victoria, y por un momento tuve miedo a esa expresión diabólica y de su verdadero significado.
—¿Estás segura? —me puso a prueba.
No, no, ¿cómo iba a estar segura? Si me asustaba todo. Pero no podía darle la razón, dejando que pensara que yo era una niñita inexperta. Tampoco podía sucumbir ante Catalina y darle la satisfacción de que al final ella se quedara con mi puesto. Sería humillante y vergonzoso para mí, así como un trauma permanente. Por eso accedí.
—Completamente —acepté con la voz trémula.
Su sonrisa se hizo mayúscula.
—En ese caso, salud por la nueva Aldama —levantó su tarro, antes de chocarlo contra el mío—, porque tienes que saber que, si tú accedes a ser parte de esta segunda fase, al término de la temporada electoral, tú serás otra… Una mujer mucho mejor de lo que eres ahora. Serás gloriosa y reconocida. De mí te acuerdas si no.
—Salud —brindé sintiéndome un poco abrumada, sin saber que acababa de firmar el boleto de un viaje sin retorno hacia mi perversión.
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Hoy, para evitar romper el hilo del argumento, por única ocasión hay entrega doble, ¡ve a leer los capítulos 7 y 8!