Depravando a Livia: capítulos 41 Y 42
Entrega final.
- Y TODO ESTALLÓ
Cada vez que Renata pensaba en Jorge como el amor de su vida, imaginando un futuro con él en algún lugar del mundo, todo dentro de ella se derrumbaba al recordar que había una mujer llamada Livia que ensombrecería su futuro con él para siempre. Jorge amaba a esa chica de una forma tan obsesiva que daba miedo.
Nada parecía hacerlo abrir los ojos para ir de frente con la realidad y todo se dificultaba.
Cuando Renata se presentó en el sanatorio donde Raquel estaba internada, nunca pensó en creer lo que aquella mujer desquiciada le diría respecto a que Aníbal la había intentado matar, lanzándola por el ventanal de su habitación, luego de que ella lo descubriera a él, completamente desnudo, en la cama con la futura esposa de su hermano.
La revelación fue bastante abrumadora, álgida y muy perversa para ser cierta. Aunque Renata tomó esa confidencia de Raquel como uno más de sus delirios, una espinita quedó clavada dentro de su pecho y quiso desentrañar el misterio.
Después de todo, esas palabras de su amiga tenían que significar algo, sobre todo por el estado en que la había encontrado que no correspondía en nada al diagnóstico que le habían dictaminado «Tienes que creerme, Renatita» le había dicho Raquel «Aníbal me está matando aquí dentro, para evitar que yo abra la boca. Todos esos médicos son sus cómplices, y les está pagando para que me vuelvan loca de verdad. Me mantienen sedada todo el día y cuando despierto apenas soy consciente del tiempo. Aun no entiendo cómo conseguiste esta visita, pero agradezco a Dios que lo hicieras. Salva a mi hermano, Renatita, por favor, sálvalo de Aníbal y de esa maldita perra.»
Desde ese día lunes, Renata comenzó a frecuentar más asiduamente las inmediaciones de La Sede. Lo hizo varias veces durante la tarde y una más a la hora de la salida. Lo que nunca esperó fue confirmar que las sospechas de Raquel eran ciertas y que Livia y Aníbal eran amantes.
Lo descubrió al día siguiente, cuando los siguió desde La Sede hasta la mansión Soto, ¿qué carajos hacían metiéndose a la casa que le habían heredado a Jorge sus difuntos padres?
Renata, impresionada, estacionó su auto a dos cuadras lejos de la urbanización y avanzó a pie sin saber aún qué haría cuando llegara al cancel del complejo.
Sería cuestión de suerte o el mayordomo de Aníbal, el tal Ezequiel, simplemente le facilitó las cosas y la dejó entrar a la casa sin denunciarla ante nadie. El hombre la descubrió espiando la finca, y en lugar de mandar a la policía o él mismo someterla a un interrogatorio para saber lo que hacía en las inmediaciones de esa propiedad privada, él presionó un botón desde un dispositivo de mando y la puerta se abrió.
Era como si Ezequiel quisiera que su jefe fuese descubierto en sus andadas, ¿o si no por qué habría actuado así? Renata entró de forma intempestiva, sabiendo lo arriesgado que era aquella locura. Todos los accesos estaban abiertos y pudo ingresar hasta la puerta principal. Con el corazón en un puño, se desplazó hasta la sala de estar, donde se quedó en silencio entre la semioscuridad por casi media hora, terriblemente asustada, sin saber qué hacer o qué decir en caso de que Aníbal la descubriera allí dentro.
Confió en ese extraño hombre llamado Ezequiel y en que si la había dejado entrar así sin más era porque necesitaba que ella descubriera algo que él sabía, pero cuya información no le valía a él solo.
Pero Renata seguía asustada, y tanto fue su pavor que al pasar otros diez minutos decidió escapar de aquella casa, y seguramente lo habría hecho de no ser porque que de pronto escuchó unos jadeos procedentes de la planta alta que la detuvieron. Eran gemidos sexuales, femeninos, obscenos, y, dado que Raquel yacía enclaustrada en un hospital psiquiátrico, y Jorge se encontraba en su casa, a Renata no le quedó ninguna duda de que allá arriba, Livia y Aníbal, que eran los únicos que habían entrado a esa casona, estaban manteniendo sexo sin ningún tipo de pudor.
Lo confirmó cuando los gritos fueron más intensos y percibió el color de voz de Livia Aldama.
—¡Más duro… papi… dame más duro… por el culito…por favor… por mi culito… es tuyo…!
La puerta de la habitación donde estaban follando debía de estar abierta para que la nitidez de sus exclamaciones se escuchara con tanta claridad por todo el vestíbulo, aun si se notaba la distancia.
—¡Dilo! —exclamaba Aníbal, apasionado.
—¡Soy tu puta! —contestaba Livia con la voz más golfa que Renata podría haber escuchado nunca de una mujer.
—¡Dilo!
—¡Soy tu puta y quiero que me des por el culito!
Renata, aterrorizada, no tuvo el valor de subir a confirmar lo que sus oídos escuchaban. De todos modos todo era clarísimo, así que huyó consternada al borde del llanto, incapaz de saber cómo decírselo a Jorge sin que éste terminara destrozado.
¿Cómo podían ser tan desgraciados y sin sangre para hacerle semejante traición a ese pobre muchacho? ¡Es que era inconcebible y humillante! Una doble traición. ¡Encima en la casa que por herencia le pertenecía a Jorge!
Con toda la indignación llenándola de rabia, Renata Valadez decretó que, a como diera lugar, tenía que impedir esa boda, aun si en ello le fuera la vida.
La única manera que se le ocurrió fue buscar la colaboración de Ezequiel; después de todo ese extraño hombre la había ayudado esa noche y Renata estaba segura que, ya fuera por alguna cuenta pendiente que tuviera con Aníbal Abascal, él colaboraría con su plan.
—Ya lo sabe —le dijo Renata llorando a Pato esa misma noche por medio del móvil.
—¿Cómo está? —preguntó Pato entristecido.
—Destrozado, roto… muy abatido. Se ha herido así mismo, y tengo miedo de que cometa una locura.
—Quédate con él, Renata, no hay mejores manos en las que lo pudiéramos dejarlo que en las tuyas. Sé que lo amas con locura, y que no permitirás que se haga daño. Le avisaré a los demás para reunirnos en su casa en un rato más. Nos necesita. Necesita amor verdadero luego de tanta mierda a su alrededor.
Claro que Renata lo amaba… lo había hecho siempre. No había forma de sacarlo de su mente, de su pecho ni de sus ojos. A pesar de todo, siempre supo que era un hombre prohibido, por eso nunca lo sedujo, jamás se le insinuó, porque ante todo, ella era una dama. Eso hacen los amigos, amar en silencio y resignarte cuando no tienes oportunidad.
Renata tuvo ganas de llorar cuando oyó la bocina de la estancia encendida y encontró a Jorge bailando solo en el centro de la sala, después de haberse empinado un montón de cervezas luego de que ella lo hubiese curado de los nudillos, mismos que se habían desgarrado por los puñetazos que le propinó al suelo y a esa maldita tableta.
Jorge estaba borracho, roto, perdido, girando lentamente con los brazos extendidos, y mirando hacia el techo con los ojos cerrados, con una sonrisa melancólica mientras recordaba algún sueño guajiro.
—«…Eres como una mariposa» —cantaba a garganta abierta un tema de “Maná” titulado “Mariposa Traicionera”—… «Vuelas y te posas, vas de boca en boca… Fácil y ligera de quien te provoca…»
Renata fue por una copa de tequila y se la bebió de un solo trago. Quería ponerse a tono con su gran amor, para poderlo acompañar en su duelo.
—«Ay, mujer cómo haces daño… Pasan los minutos cual si fueran años… Mira, estos celos, me están matando…»
Cuando Pato, Fede, Gerardo y Valeria llegaron a la casa de Jorge se encontraron con una escena conmovedora. La hermosa chica de piel de mármol abrazaba a Jorge sobre su regazo, ambos tirados sobre la alfombra, mientras él, visiblemente borracho, lloraba y cantaba a todo pulmón.
—¡Eso, chingado, mi pelirrojo! —gritó Pato abriendo una botella de champaña que traía consigo y que bañó a todos los presentes—. ¡Que se escuche cómo canta la voz de un hombre de verdad!
Todos lanzaron vítores y fueron por copas. Minutos después, Pato ayudó a levantar a Jorge y a Renata y entre los cinco chicos abrazaron al pelirrojo, y comenzaron a girar a su alrededor, saltando y tarareando al ritmo de la canción «Triste canción de amor» de la banda de Rock «El tri»
—¡Llora todo lo que quieras, hermano! —lo animaba Pato—, ¡que las penas cuando se comparten con amigos nunca matan!
«Ella existió… solo en un sueño»
Todos seguían saltando, como si fuesen adolescentes en un concierto de Rock.
«Él es un poema que el poeta nunca escribió»
Jorge reía y de pronto lloraba, con sensaciones extrañas que le carcomían el alma.
«En la eternidad los dos unieron sus almas»
El alcohol se consumía en sus venas y lo vitalizaban.
«Para darle vida a esta triste canción de amor»
—Si un día muero y tengo hijos —gritó un Jorge casi colapsado por alcohol—, díganles que una noche de verano el cuerpo me estalló, que su padre tocó fondo y que, tras una destructiva borrachera en que bailó, lloró y cantó como un loco, murió para renacer en alguien que ya no volvió…
—Por el renacimiento —exclamó Pato.
—¡Por el renacimiento! —exclamaron todos juntos—. ¡Saluuuuuud!
—Nosotros tenemos dignidad, pelirrojo —aseveró Patricio, palmeándole la espalda—ellos tienen resentimiento; nosotros somos leales entre nosotros… ellos no tienen ni siquiera una vida para existir. La vida es tan corta y tan largo el destino.
«¡Caminaremos juntos..!» entonaron al unísono un tema de Fobia cuando ya estaban todos ebrios «Inventaremos mares que cruzar… Si nos perdemos, nada pasará… Ahora lo entiendo: amar es liberar…»
Las lágrimas volvieron a resbalan por las mejillas de Jorge. Pero nadie lo juzgó, nadie le lanzó ningún reproche ni nadie se burló. Más bien lo comprendieron, lo abrazaron y le sirvieron de soporte.
«¡Eres sangre tibia y yo… Me siento vivo, oh, oh, oh!»
Y Jorge, en medio de su terrible sentir, comprendió que esos eran los amigos de verdad, los que te sacan del pozo cuando saben que ellos también se pueden ahogar, los que hacen suyos tus pesares y se vuelcan sobre ti para evitar que te aplasten.
Esa noche, a deshoras de la madrugada, estando los dos borrachos, Renata y Jorge hicieron el amor con un deseo casi incontenido. No importó que el resto de amigos estuviesen dormidos afuera de la habitación. Jorge devoró con ansias los senos casi cristalinos de Renata, sus nalgas, sus piernas, sus muslos… su embadurnada vagina y ella deshizo su alma, su mente y su ser sobre el cuerpo del hombre del que estaba enamorada, desvaneciéndose sobre él como la sal en la arena.
—Vámonos lejos… Jorge —le dijo casi al amanecer—, a donde nadie nunca nos encuentre...
—Sí —respondió él—, vámonos lejos… para siempre.
Livia Aldama no supo nada de Jorge durante esas últimas tres semanas. Y así era mejor, pues era probable que si él la hubiese visto en esas condiciones, todo habría acabado.
A Livia le reconfortó el hecho de saber que ambos se verían (al menos desde lejos) ese sábado al mediodía en La Sede, durante la ceremonia previa al día de las elecciones, aunque habían prometido no hablarse ni tocarse para continuar cumpliendo con las normas sociales de veda pre-matrimonial.
La ceremonia en La Sede comenzaría a las doce del día y terminaría a la 1:00 de la tarde. Livia había pactado con Aníbal que no se quedaría al banquete que se ofrecería después de su discurso, pues apenas le quedaría tiempo para que las maquillistas y la peinadora se hicieran cargo de su rostro y su cabello. Además, Livia esperaba que la diseñadora de su vestido de novia lo tuviera nuevamente listo a la hora pautada, pues gracias a la sesión de sexo del jueves en la mansión de los Soto, éste había terminado rasgado y manchado de lefa, flujos vaginales y su propio maquillaje.
Aníbal había cumplido su amenaza de follarla con su vestido de novia puesto en la cama matrimonial donde dormiría con su cuñado después de la ceremonia religiosa el resto de sus días.
Como era natural, ella se negó, pero al final cayó rendida en la tentación de complacer a ese semental que no paraba de volverla loca día tras día desde la primera vez que se la cogiera.
La tarde y buena parte de la noche y la madrugada de ese jueves, Aníbal la había penetrado como un demonio, adelante y atrás, adelante y atrás, moviendo sus caderas sobre ella en círculos con un ritmo casi demoniaco. Se la metió en la boca, en su vagina y en su ano de forma voraz, introduciéndole el pollón hasta provocarle intensos cosquilleos que se irradiaron por todo su cuerpo.
—¡Siento que… me orino…. Siento que me meo…! —gritaba ella como una mujer enloquecida.
—¡Córrete para mí, Livia, córrete para mí! —le ordenaba Aníbal mientras la estocaba.
—¡Para… Aníbal…! ¡Para!
—¿Quién es tu macho, zorrita mía?
—¡Por Dios… me corro… me corro…!
—¡Dilo…!
—Tú… tú eres… —intentaba exclamar esas oraciones que se habían convertido en su ritual personal.
—¿Quieres que te la saque…?
—¡Noooo!
—¿Te la saco…?
—¡Nooo! ¡Nooo! ¡Cógeme duro papi…! —le decía ella al borde del orgasmo, antes de que las células nerviosas detonaran dentro de su carne.
—¡Dilooo, Livia, dilooo! —le exigía Aníbal con ferocidad.
En ese momento aquel semental la estaba follando implacable por la vagina, teniéndola a cuatro patas sobre la cama matrimonial, en tanto esperaba que el plug anal que le había insertado en el recto hiciera el efecto esperado para su dilatación.
—¡Soy yu puta… papiii!
—¿Quién es mi puta?
—¡Yooo…!
—¿Quién eres y de quién eres?
—¡Soy Livia… y soy… tuyaaaa!
Y en ese preciso momento Livia fue víctima de uno de los mayores orgasmos que tuvo nunca; las convulsiones la estremecieron desde los muslos hasta sus nalgas, y un potente chorro de fluidos escapó bajo presión hasta mojarle las piernas mientras la observaba desde atrás con una mirada siniestra y victoriosa.
En cada embestida Aníbal rompía una parte de su vestido de novia, a propósito, por el placer de profanarlo.
—¡Aunque te cases tú serás mía, mi pequeña… totalmente de mi propiedad, y así será siempre, porque te amo!
Recordar esos lujuriosos sucesos mientras Livia saludaba a Aníbal esa mañana en que subió al estrado que habían preparado para el equipo de campaña, y donde debían simular una relación de jefe y asistenta, la estremeció.
Se sentía sucia y abominable, y cada vez que Aníbal la observaba con esa complicidad obscena que ambos compartían, no podía quitarse la idea de que era una completa puta.
«Cuando nos casemos, Jorge, te juro que esto terminará. Nos iremos juntos para no volver nunca más. Es la única manera de cortar toda esta mierda con Aníbal sin que te haga daño. Falta poco, cielo… falta poco para ser libre y convertirme en una mujer libre que, a partir de esta noche… será completamente tuya»
La mesa era larga, y estaba ocupada por Aníbal, Livia, dos senadores y tres diputados federales, junto al resto del equipo de campaña de Abascal.
En las enormes pantallas que colgaban de los muros del auditorio aparecía Aníbal como el virtual ganador, según las últimas encuestas de salida, aun si las elecciones serían hasta el día siguiente.
Medios de comunicación, miembros del partido y la gente más influyente de Monterrey estaban reunidos en ese elegante auditorio, en espera del inicio de la ceremonia. Las hijas de Aníbal Abascal, Ximena y Vanessa, permanecían sentadas en primera fila con sus teléfonos en mano, preparadas para capturar con la cámara los momentos más importantes de la ceremonia.
—Jorge…¿a qué horas vas a llegar? —murmuraba Livia muy nerviosa, acomodándose sobre sus nalgas un precioso vestido negro que se había puesto para la ocasión.
Estaban ultimando los detalles técnicos para comenzar la ceremonia cuando Livia comenzó a hiperventilar, y es que Jorge no había llegado aún, y la plaza que habían reservado para él en aquella elegante mesa de manteles rojos permanecía vacía. Notó que Aníbal observaba furioso esa silla sin ocupar y tuvo miedo de que su prometido fuera a resultar duramente reprendido al final del evento.
Lo último que le apetecía es que una contrariedad como esa empañara la ceremonia política y, mucho menos, la boda que sería esa misma noche.
Cinco minutos después, cuando el evento comenzó oficialmente, sintió un nudo en la garganta que se hizo mucho más grande y frío cuando vio a su prometido llegar al auditorio de la mano de Renata.
No entendió el motivo por el que Jorge decidió no ocupar el sitio que le correspondía en el estrado de honor a pesar de que uno de los organizadores se lo pedía. Él, rechazando la oferta, avanzó hasta una plaza que había al lado de las gemelas, quienes le abrieron campo para que se sentara él y Renata, a quien en ningún momento soltó de su mano.
Muchas personas que conocían a la familia Soto Abascal se percataron del suceso y Livia sólo pudo hundirse en la silla y tragar con las murmuraciones de la gente malintencionada con la veían con burla, mientras ella pensaba en la terrible falta de respeto que esto suponía, pues prácticamente su prometido la estaba dejando en vergüenza y ridiculizando delante de toda la opinión pública, ¡y tenía que ser precisamente el día de su boda!
—Jorge… ¿por qué me haces esto? —murmuró sintiéndose humillada.
Livia no dejó de carraspear, furiosa e indignada, y Aníbal no se pudo concentrar cuando le tocó tomar la palabra y dar un apasionado discurso de agradecimiento en el atril. No podía concebir que su cuñado estuviese dejándolo en ridículo. Encima Jorge ni siquiera le ponía atención, más bien susurraba constantemente a la hija de los Valadez algo que a ella también la hacía reír. Lo que más le sorprendía era que Renata, con lo ecuánime y decente que era, se prestara a semejantes barbaridades.
Cuando tocó mencionar a cada uno de sus colaboradores, Aníbal evitó a toda costa nombrar a su «cuñadito», pues quería impedir a toda costa que los reflectores lo enfocaran y la totalidad de los presentes se dieran cuenta del espectáculo que estaba haciendo.
A Livia se le habían empuñado las manos, sus ojos se clavaban rabiosos sobre la parejita conformada por su prometido y «la estúpida de Renata Valadez» y de vez en cuando hiperventilaba.
Las cosas se pusieron peores cuando el presidente del partido tomó la palabra al mismo tiempo que todas las cámaras enfocaban hacia la entrada del auditorio, pues la aparición triunfal de Raquel Soto de Abascal había atraído ciertas murmuraciones.
Aníbal por poco pierde el equilibrio cuando se dirigía a su asiento y advirtió la presencia de su esposa quien, se suponía, a esas horas debería de estar ingresada en ese maldito hospital. Él la observó aterrorizado, y ella le devolvió una sonrisa victoriosa que le trastocó los nervios de golpe.
Las gemelas se sorprendieron por la llegada de su madre y no supieron cómo reaccionar al momento. Jorge, a su vez, no parecía asombrado de que su hermana se hubiese presentado al evento, sino que más bien la recibió con un par de besos en sus mejillas y la hizo sentar a su derecha.
Por su parte, Livia, que estaba al lado de Aníbal, palideció al instante mientras sentía cómo su pecho comenzaba a palpitar.
A Jorge le complació ver a un Aníbal Abascal minimizado e indefenso por primera vez en toda su puta vida. Y es que la angustia de no saber lo que iba a suceder con todo ese teatro montado lo tenía intranquilo y bastante nervioso, ¡con lo que abominaba sentirse vulnerable y saber que no tenía todo bajo control!
La ceremonia continuó avanzando, y finalmente se abrió la sesión de agradecimientos por parte de cada uno de los colaboradores. Livia no se sintió en condiciones para hablar, así que ese discurso que tenía preparado para robustecer el orgullo de Aníbal delante de todos, proclamándolo como uno de los mejores políticos que habían tenido en La Sede, se diluyó en su cabeza.
Más tarde, Aníbal notó que ya habían hablado todos los que tenían un discurso para él: lo que no vio venir fue que alguien le entregara un micrófono a Jorge hasta la primera fila donde estaba sentado junto a Renata, sus hijas y su esposa, y que éste se pusiera en pie para decir:
—Yo también quiero agradecer a Aníbal Abascal, mi querido cuñado, por todas las cosas buenas que ha hecho en mi vida.
A Abascal le temblaron las muñecas y las sienes al instante, la boca se le secó y el corazón le dio un vuelco dentro de su pecho cuando lo escuchó hablar con esa tranquilidad que al mismo tiempo iba acompasada por una entonación ácida y resentida:
—Gracias, querido cuñado, por regalarme la compañía de mis adoradas sobrinas, Ximena y Vanessa, que son lo único bueno que has dado a la vida en medio de tanta inmundicia.
Lo que había comenzado con un aplauso terminó siendo un asombroso murmullo.
—Quítenle el micrófono —ordenó Aníbal a alguien que se posó a su lado cuando intuyó que si Jorge continuaba hablando, todo se iba a desmadrar.
—¡Gracias, irreprochable Aníbal Abascal, por haberte follado hasta el cansancio a la que creí que era el amor de mi vida, y que resultó ser una más de esas zorras que tienes en tu aparador, al costado de Lola, la esposa de Ezequiel, con quien también te revuelcas como el cerdo que eres!
Todo el mundo jadeó y las murmuraciones comenzaron a extenderse por todos lados.
—¡Que le quiten el micrófono! —se exaltó Aníbal perdiendo los papeles, nervioso, histérico.
—¡Gracias, honorable señor Abascal —continuó un Jorge al que le quemaban las palabras—, por quitarme de mi camino a esa perra desgraciada que tienes a tu lado llamada Livia Aldama, a la cual te follabas cada vez que podías mientras sabías que yo la amaba con locura, mientras mi hermana Raquel se debatía entre la vida y la muerte luego de que intentaras matarla arrojándola por el ventanal, para luego hacerla pasar por loca cuando viste frustrado tu propósito de asesinarla!
—¡Basta! —exclamó el regordete presidente del partido, poniéndose de pie con un gesto de horror—. Sáquenlo de aquí —ordenó a la gente de seguridad cuando todo el mundo comenzaba a levantarse de los asientos escandalizada por las acusaciones que el propio cuñado de Aníbal Abascal denostada públicamente contra él.
—¡No hay necesidad de que me saquen! —gritó Jorge al presidente de «Alianza por México»—, pero antes… señor presidente, si me lo permite… quiero dejarles a todos un regalito que he recopilado con la colaboración de la doctora Erdinia, a quien he pedido perdón por ese horrible fotomontaje que hice el año pasado y que provocó su derogación como precandidata. Quiero que todos sean testigos de la clase de fichita que es ese perro que tienen ahí delante, quien se llena la boca al decir lo recto que es, cuando la realidad es que es un perfecto hijo de puta.
Y entonces ocurrieron muchas cosas a la vez: Livia lanzó un alarido cuando en todas las pantallas del auditorio se proyectaron imágenes de ella y de Aníbal follando la noche del jueves, ella vestida de blanco, y su amante estocándola por atrás. Luego se alternaron otras imágenes donde aparecía Abascal follando con Lola, y así sucesivamente con otras mujeres importantes de La Sede y la vida Social de Monterrey, así como diversas participaciones en una orgía en el interior del club de los Baroneses, donde aparecían otros políticos vinculados a La Sede.
Lo más escandaloso no fueron las imágenes sexuales, que las había por montones, sino el video de circuito cerrado que Ezequiel logró conseguir de la habitación de Aníbal, donde aparecía éste en cámara lenta, una y otra vez, empujando a Raquel por el ventanal.
—¡Dios Santo! —bramó uno de los senadores.
También se proyectaron imágenes de diversas reuniones con miembros del cártel de Los Rojos, así como audios comprometedores donde Aníbal hablaba sobre su presunta vinculación con la muerte del articulista del diario «El Regiomontano», y un tal Felipe N, desaparecido la madrugada de la noche de las carreras.
—¿Qué mierdas significa todo esto, Abascal? —exclamó el presidente del partido, mientras Aníbal no paraba de gritar como loco a los responsables técnicos para que apagaran los malditos dispositivos reproductores.
Lo que ninguno sabía era que todas las imágenes las estaba reproduciendo Fede desde una computadora madre a la que era imposible acceder.
Aníbal agarró los micrófonos de la mesa y comenzó a estrellarlos en las pantallas más cercanas para evitar que se siguieran difundiendo esas imágenes asquerosas.
Los diputados y senadores se gritaban insultos entre sí, preguntándose unos a otros quiénes eran cómplices de todas las perversidades que se estaban exhibiendo de Abascal. Mientras tanto, Olga Erdinia repartía a los colaboradores de la junta documentos oficiales que demostraban ingresos de dudosa procedencia para la campaña de Aníbal, mientras el resto de la gente se removía por todos lados, capturando imágenes con sus teléfonos.
Las únicas que permanecieron sentadas fueron Raquel y Livia, la primera observando con gran satisfacción todo el caos que estallaba en La Sede, y la segunda sumida aún en la silla de la mesa de honor, llorando y gritando «¡Basta!» «¡Basta!».
El caos fue tal que el sexagenario presidente estatal del partido Alianza por México se fue a los golpes contra Aníbal cuando éste continuaba quebrando las pantallas que podía. El momento más crítico fue cuando guardias y escoltas de seguridad ingresaron a La Sede y alzaron sus armas echando tiros en el aire, convirtiéndose todo en una completa orgía de gritos, golpes y reclamaciones, mientras toda la gente corría de un lado a otro buscando la salida.
Aníbal gritaba, tirando al suelo al presidente mientras un par de guardias lo sometían poniéndole una pistola en la sien; Livia lloraba desconsolada, gritando el nombre de Jorge, que en ese momento atendía un terrible ataque de histeria que estaba demoliendo a Ximena en el suelo.
Vanessa, la gemela más fuerte, simplemente había escapado corriendo del auditorio, gritándole a su padre lo mucho que lo odiaba.
—¡Te odio, Aníbal Abascal! ¡Te odio! ¡Me das asco y me avergüenzo de ti!
Ezequiel luchaba en la esquina opuesta de la estancia en un intento infructífero por esquivar a una Lola que gritaba, llorando y suplicando su perdón, mientras éste le confesaba que siempre había sabido todas sus infidelidades con su jefe, y que si se había quedado callado todo ese tiempo, recibiendo humillación tras humillación, era por la esperanza de que un día llegara a ese preciso momento, cuando, gracias a toda la información que había recopilado, aunada a las pruebas contundentes que había enviado directamente a la Fiscalía de la República, hundiría de una vez por todas a Abascal.
—¡Lo que nunca te voy a perdonar, golfa rastrera —le dijo a su esposa—, es que hubieras intentado seducir a mi hijo Fercho para que te preñara, y así cumplir con los deseos de tu macho! ¿Te sorprendes, puta? ¿En verdad creíste que mi hijo no me lo contaría? ¡La decepción que tuviste que tener cuando él te rechazó, zorra asquerosa!
Y la dejó ahí tirada en el suelo, mientras él se dirigía con su jefa, Raquel Soto, a quien siempre le fue leal, y quien durante las últimas semanas supo la clase de amiga que tenía.
Aníbal pudo hacer mil cosas en ese momento, cuando logró zafarse del guardia que lo tenía sometido, pero lo único que se le ocurrió hacer fue guiarse por su instinto paternal e ir hasta donde estaba su hija Ximena colapsada en el suelo y abrazarla fuerte, mientras esta gritaba y pataleaba en un ataque de histeria que nadie previó.
—¡Todo es mentira, mi amor… todo está manipulado! ¡No creas nada, nada! —le decía a su hija mientras ella se retorcía en el suelo—. ¡¡Ayuda!! —gritaba a los de servicios de emergencias, mientras Jorge era arrastrado por Ezequiel, acompañado por Renata, para impedir que éste hiciera una locura contra Aníbal—. ¡Por favor, ayuda… mi hija no puede respirar! ¡Ayuda! ¡Mi hija…! ¡Mi hija! ¡Mi niñaaa! ¡Por favor!
—Ese será tu castigo, hijo de puta —le susurró Raquel en el oído cuando se inclinó junto a su hija y su esposo—, ver cómo ella enloquece por tu propia vileza.
—¡Cállate, inmunda! —le gritó Aníbal empujándola al suelo—, ¿es que ni siquiera por Ximena te conmueves?
Pero Raquel se levantó, observando cómo su hija expulsaba espuma por la boca y se retorcía en el suelo, y respondió a su marido:
—Si ella será la responsable de saldarte todos tus pecados, «mi amor»… entonces que se muera.
A la mitad de la sala, Jorge gritaba el nombre de su sobrina, aterrorizado por lo que le pudiera ocurrir, en tanto Ezequiel lo persuadía para que salieran de allí.
—No se resista, señor Soto —le decía—, y déjeme sacarlo de aquí. Los servicios de emergencias atenderán a su sobrina.
Pero entonces, mientras Ezequiel lo arrastraba fuera del auditorio, el muchacho oyó una voz que le hizo volcar su cuerpo.
—¡Jorge… mi amor… me tienes que escuchar! —Era Livia, que, abatida, con el maquillaje corrido y fuera de sus cabales, iba tras él.
Ezequiel decidió soltar a Jorge, por si acaso él quería tener una conversación con la que lo había devastado. Pero el chico, con todo el odio que pudo expulsar desde lo más hondo de su alma, le gritó:
—¡EN TU PERRA VIDA VUELVAS A HABLARME!
JORGE SOTO
Sábado 3 de junio.
22:30 hrs.
Supe que Aníbal se había encerrado en su despacho desde que, a las cuatro de la tarde con cinco minutos, su hija, mi amada sobrina Ximena Abascal Soto, fuera declarada muerta tras un infarto fulminante provocado por una repentina descarga de adrenalina que nadie pudo controlar.
La puerta de su despacho no tenía llave, así que pude entrar. Él estaba sentado detrás de su escritorio, erguido, en silencio, con una expresión mortuoria infinita. Las cortinas de los ventanales derechos estaban descorridas, y era el único espacio por donde se filtraba el halo de la luna creciente que daba directamente a su cara.
El resplandor platinado que chocaba contra su rostro consumido por el dolor le daba a su semblante una sensación de ser un hombre muerto en vida.
—A estas horas de la noche, Aníbal —le dije con la garganta reseca luego de tanto llorar—, Ximena estaría bailando conmigo en la pista… como me lo prometió, celebrando mi boda con ella… con esa maldita mujer que ha sido mi perdición.
Aníbal no reaccionaba, seguía mirando el resplandor argentado del exterior como si quisiera traspasarlo.
—Nunca más me harás sentir culpable de algo que no he hecho —murmuré, sentándome entre la oscuridad que me prodigaba la silla que estaba delante de él—, toda la tarde me la pasé atormentado, creyendo que si yo no te hubiera expuesto públicamente en el auditorio, Ximena aún estaría aquí. Pero Renata y mis amigos, incluso Raquel, me han hecho entender que aquí el único responsable de todo esto eres tú. Haz matado a tu hija, Aníbal, a la que más amabas.
Sentía un gran dolor en el cuerpo, una horrible sensación de vacío y de intranquilidad que me parecía devastadora. Pero allí, mirando ese gesto congelado que tenía frente a mí, entendí que el que estaba sufriendo más que yo era Aníbal.
Es verdad que yo había perdido al amor de mi vida y a mi querida sobrina. Pero él… además de haber perdido su carrera política, había perdido al motor de su existencia.
No obstante, contemplarlo así, devastado, no me bastó para contener la rabia que sentía contra él, por eso me levanté de la silla, me incliné sobre el escritorio para acercarme a su cara y le dije con toda la crueldad posible:
—¡ASÍ TE QUERÍA VER, HIJO DE TU REPUTÍSIMA MADRE, DERROTADO, CON TUS ASPIRACIONES POLÍTICAS POR LOS SUELOS, ARRASTRÁNDOTE COMO PERRO DE DOLOR, Y, SOBRE TODO, SIN EL AMOR DE TUS HIJAS, PORQUE TIENES QUE SABER QUE XIMENA SE MURIÓ ODIÁNDOTE, Y ESO ES LO QUE MÁS TE DUELE!
Gruesas lágrimas comenzaron a brotar de esos ojos azules que durante mucho tiempo fueron poderosos, arcanos, impenetrables para mí. Por primera vez noté cómo su cuerpo, su piel y sus expresiones temblaban de dolor.
—¿Lloras? —di un fuerte golpe en su escritorio que hizo vibrar todo lo que había sobre él—. ¡No llores, imbécil, porque los mexicanos no lloramos, menos los norteños! ¡No llores, pusilánime, porque la vida es de los que dominan sus sentimientos, ¿ya se te olvidó?! —le gritoneé, recodándole las mismas palabras que él me dedicó a mí el día que me chantajeó para que viviera con Livia durante seis meses—. ¡Cuánto estarás sufriendo que ni siquiera puedes responderme a mis insultos, hijo de puta! ¡Ni siquiera te alcanzan fuerzas para burlarte de mí, regodeándote de todas las veces que te cogiste al amor de mi vida en la casa de mis padres; a esa mujer a la que te dije mil veces que amaba y que a ti no te importó!
La sangre me hervía en las venas y la adrenalina que se acumuló en mi cabeza provocó un punzante dolor.
—¡Siempre me dijiste que entre la familia debía de existir la lealtad! Dime entonces, ¿dónde estaba tu lealtad cuando te revolcabas con mi mujer mientras te corrías dentro de su coño, Abascal? —Volví a dar otro golpe en la mesa que me abrió las heridas de mis nudillos, sangrando debajo de mis vendajes—. ¿Dime qué mierdas te hice yo para que me pagaras de esta manera? ¡Te valió un carajo esa lealtad que siempre llevaste de bandera! ¡Solo te recuerdo que fallaste dos veces como padre, una conmigo, cuando juraste a mi madre que velarías por mí como si fueses mi propio progenitor, y luego fallaste a tus propias hijas cuando las desilusionaste por tu vida llena de perversidad y de mentiras! ¡Ojalá los remordimientos siempre te acompañen hasta que te pudran por dentro, Abascal, y que nunca te hagan olvidar que por tu culpa está muerta una de tus hijas! Y que sepas que a mí también me has matado, porque me jodiste la vida, ¿lo sabes? ¡Me la jodiste y no sé si algún día la podría recuperar! ¡Porque yo también he perdido a Ximena… a mi niña… a mi querida hermanita! —Y ahí estallé, rompiéndome por dentro—. ¡Te odio, hijo de tus veinte mil putas! ¡Te odio como nunca podré odiar a nadie más! ¡Púdrete! ¡Y sufre hasta que te mueras! Y, por último ¡Chinga a tu puta madre cada vez que respires!
Abandoné a un Aníbal destruido, y yo me salí de su despacho carcajeándome como un loco; reír para no llorar, decía mi amigo el Gera. Reír para dejar de morirme por dentro.
Así fue como me dirigí a hacer mi última estocada. Mi última locura. Compré cuatro garrafas de gasolina en el estacionamiento más cercano que encontré, dos bolsas con estopas y tres cajetillas de cerillos, y me desplacé en tiempo record hasta la mansión que durante mucho tiempo perteneció a mis padres. Una mansión que Aníbal y Livia habían profanado no sé cuántas veces con todas sus degeneraciones.
Fui directamente a la habitación máster, la más mancillada de todas. Quité las tapas de todas las garrafas y luego las vertí sobre la cama, muebles y alfombra, donde además añadí puñados de estopas. La depuración es un acto de valentía, sobre todo cuando tienes que acrisolarte para liberar tu alma.
Cuando eché el cerillo sobre la gasolina y todo comenzó arder, yo solo esperé que Livia ya hubiese leído mi carta.
- PARA LIVIA
Querida Livia, cuando estés leyendo estas líneas yo ya no seré parte de tu vida. Cuando estés leyendo estas líneas yo ya no estaré en ningún lado.
Me has destruido tanto que ya ni siquiera siendo dolor, ni pena ni gloria. Solo soy un hombre en pedazos que ahora mismo ha desaparecido.
Es hasta hoy que comprendo que siempre hubo dos Jorges en mi vida, igual que las dos Livias que fuiste en tu momento; el que te amaba y el que te idealizó. El que te amaba murió el día que te vio follando en las carreras como una auténtica puta. El que te idealizó, bueno, creo que ese nunca te amó.
Dejé de amarte cuanto te perdí el respeto, cuando permitiste que otros pisotearan nuestra relación; cuando tu dulzura se convirtió en hiel y cuando dejé de admirar tus valores por admirar solo tu cuerpo, tu belleza y la forma en que me follabas. Lo demás se convirtió en dependencia emocional.
Cuando una pareja deja de respetarse, también deja de amarse. Por eso ahora entiendo que no era amor lo que yo sentía por ti después de saber que tu cuerpo había sido profanado por otras manos, sino obsesión; obsesión a tu belleza y al recuerdo de lo que un día significaste para mí.
También capricho, pues no quería perderte, pero… ¿cómo se pierde algo que nunca fue tuyo?
Si estuve contigo en el proceso de perdón y después en nuestro segundo intento por recuperar lo que teníamos ni siquiera fue por cariño, sino por lástima y culpa. Me sentía culpable de tus locuras, de tus necedades, de tus equivocaciones… de lo que te había hecho Raquel. Pensé que por mi culpa habías caído en esta vorágine de desenfreno y perversión.
Ahora entiendo que nadie tuvo la culpa de tu perversión. Fuiste tú y tus estúpidas elecciones, fuiste tú y tu poquito amor propio que te convirtió en lo que eres ahora, un despojo humano y una mujer sin escrúpulos.
Por eso dejé de amarte, Livia, porque yo amaba a la otra, no a ti. Dejé de amarte porque uno no puede amar a quien le causa dolor. Porque uno no puede amar a quien le produce asco y desconfianza.
Eras tan sagrada para mí que te adoré por mucho tiempo, hasta que te blasfemaste con tu propio cuerpo y la espesura de tu perversión te ensombreció ante mis ojos.
Gracias a ti aprendí lo que quiero y necesito, y, sin duda alguna, lo que necesito no eres tú. Lo más importante es la certeza; y yo quiero estar con alguien que no me haga dudar nunca de si me ama o me aborrece. No podría vivir con esta incertidumbre permanentemente.
Te confieso que me ha dolido más la traición de Aníbal que la tuya, y será porque a él, pese a todo, le tenía un respeto y un cariño real. En cambio tú. Bueno, es que tú ya desde antes me habías decepcionado, y tampoco es como si hubiera esperado algo mejor de ti.
Aunque el dolor que me ha provocado descubrir tus amoríos con mi segundo padre ya no duele igual que la primera vez, debo decirte que de todos modos duele, cala… mata: te mentiría si te dijera lo contrario. El clavo está allí y se ha removido con crueldad y saña.
De ti me esperaba cualquier cosa. De Aníbal no: al menos no esto.
Me humillaste hasta cansarte, lo peor es que no te dabas cuenta. Para ti el ocultármelo era preservar mi dignidad. Cuán equivocada estuviste.
Me engañaste, sí, pero más te engañaste a ti misma, haciéndote creer que eras una mujer empoderada. Te equivocaste de nuevo: una mujer empoderada no se denigra como tú para escalar profesionalmente.
Me das lástima, Livia, por cómo terminaste de hundida. Por cómo vilipendiaste tu amor propio y tus años de carrera. Nada justifica que te convirtieras en un remedo de mujer, pues ya eras una y la mancillaste.
Te autodestruiste sola. Es cierto que otros te abrieron las puertas de Sodoma y Gomorra, pero fuiste tú quien decidió entrar.
De todos modos gracias, Livia; gracias por el tiempo que me quisiste y me hiciste feliz. Gracias también por destruirme, porque gracias a eso evolucioné y ahora soy mejor de lo que nunca fui. Sin ti nunca me habría dado cuenta de que estaba equivocado.
No te odio, porque sé que el odio y asco que sientes por ti misma es muy superior a lo que sea que yo pudiera sentir por ti. No te odio, porque el odio es un sentimiento que fecunda del amor y ya te he dicho que por ti ya no siento ni siquiera cariño, y quiero ser consecuente con mis actos.
Más que odio lo que siento por ti es lástima y decepción. Lástima porque ahora mismo estás destruida moral y profesionalmente, y decepción porque ya no eres esa gran mujer que alguna vez amé.
No soy un cobarde al dirigirme a ti por medio de una carta en lugar de hacerlo personalmente, como tendría que ser; pero yo lo veo como un castigo para ti por nunca haber ido de frente conmigo. Ahora mismo soy un símil de tus acciones, pero que quede claro que aquí la única cobarde has sido tú.
Por eso dejé de amarte, porque ya no representas esa chica buena, dulce y sincera de la que me enamoré.
De todos modos, gracias, Livia. Yo me quedo con lo mejor de ti; con nuestros mejores años, con nuestros te amos y todas esas noches en que nos amanecíamos haciendo el amor hasta cansarnos. Porque yo sé que esa Livia buena existió, aunque tú misma te hayas encargado de matarla. Por eso me quedo con lo mejor de ti, con tu primera mirada, con tu primera sonrisa, con nuestro primer beso, con ese brownie que me diste y con la primera vez que nos entregamos a nuestras pasiones.
Por último, quiero que quede claro que yo cumplí mi palabra, y cuando más me necesitaste yo estuve ahí para rescatarte. Cumplí mi promesa y ahora cumplo la tuya «si un día te hago daño, aléjate de mí» y es exactamente lo que voy hacer.
Hoy dejaré de pensar en ti permanentemente, Livia. Hoy desapareceré de tu vida para nunca más volver. Y tú te quedarás ahí, con la culpa de nunca haberme recuperado, porque, ¿sabes algo? Nunca nadie te amará como te amé yo.
Tu mayor castigo será que nunca podrás olvidarme.
Y es que decirme que me amabas fue tu mejor invento, perdonarte y nunca más mirarte a la cara será mi mejor desdén.
Atte. Jorge Soto.
Alguien que te amó hasta la muerte.
PD. Cuando quieras acordarte de mí, encuéntrame, allá donde me profanaste.
LIVIA ALDAMA
Sábado 4 de junio
23:59 hrs.
«Cuando quieras acordarte de mí, encuéntrame, allá donde me profanaste.»
Aun no entiendo cómo fue que esta simple frase me llevó hasta allí. Apenas aparecí en la intersección que llevaba a la mansión Soto, escuché las sirenas de los servicios de emergencias enarbolando por la atmósfera.
Allí había una ambulancia, un cuarteto de patrullas policiacas y dos enormes camiones de bomberos. Una enorme fumarola bordeada por fuertes llamas de fuego escapaba de aquella enorme mansión mientras los vidrios reventaban y se hacían añicos como todo el interior de mi pecho.
—¡JORGEEEE! —se me rompieron los tímpanos de la fuerza y volumen con que grité de dolor, con un terrible dolor—. ¡MI NIÑOOOO!
El tiempo es el único que nunca se detiene. Lo supe allí, cuando lo perdí, cuando entendí que nunca podría ser feliz.
—¡Díganme que no está dentro! —gritaba con desespero, desgarrada, partiéndome en mil pedazos mientras su carta se hacía añicos en mi pecho—. ¡Díganme que no está allí! ¡DÍGANME QUE NO ESTÁ DENTRO!
—¡Señorita, por favor, tiene que tranquilizarse! —decía uno de los bomberos que me arrastraba hacia atrás de los cordones amarillos—, ¡ya no puede hacer nada, todo está consumido ahí dentro!
—¡NOOO!¡ES MÍO! ¡MI JORGE! ¡MI NIÑO! ¡MI JORGE! —exploté, experimentando la peor tortura emocional que se pude sentir hacia la pérdida de la persona más amada.
—¡Atrás, señorita, atrás, no puede estar aquí!
—¡DÉJENME ENTRAR! ¡SI ÉL ESTÁ AHÍ YO TAMBIÉN ME QUIERO QUEMAR! ¡SUÉLTENME! ¡PIEDAD! ¡PIEDAAAAD! ¡YO TAMBIÉN QUIERO MORIR!
Las piernas se me doblaron y me tiré sobre el pavimento. Las sirenas me aturdían, el ahumadero se penetraba en mi nariz, mis labios sangraban de tanto morderme, la garganta me dolía y mi cuerpo se descuartizaba por dentro ante cada posibilidad de que Jorge estuviera muerto.
—¡JORGEEE! ¡NOOOO! ¡NOOOO! —mis ojos se inundaron de imágenes, mi nariz de aromas y mis oídos de sonidos.
Sus ojos grises.
Sus cabellos rojos.
Su voz.
Su sonrisa.
Sus manos.
¡Sus te amos!
Nuestros momentos felices. Él siempre me amó. ¡Nunca me engañó! ¡Fui yo, Leila, Valentino y Aníbal quienes siempre lo denostamos para justificar nuestras malas acciones!
Él nunca me falló. ¡Él nunca fue una mala persona! La mala fui yo… y ahora estaba recibiendo mi castigo.
Tantas oportunidades que tuve para morirme, ¡y tenía qué ser él! ¡NO! ¡NOOO!
—¡No! ¡No! ¡No!¡Dios! ¡Dios!
Recordé nuestra última canción juntos, cantándola como unos tontos “Radiohead” de Creep, mientras nuestra historia, nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro quedaba en cenizas.
—¡Que no estés adentro! —suplicaba a Dios, al diablo y a la vida—. ¡Por favor que no estés adentro!
Nuevas explosiones estremecieron el suelo y aturdieron mis oídos.
—¡JORGEEEE! ¡PERDÓNAAAME! ¡MI AMOOOOR! ¡TÚ NO ESTÁS AHÍ DENTRO! ¡NO LO ESTÁAAS! ¡CASTÍGAME COMO SEA! ¡PERO NO ASÍ! ¡NO ASÍIII! ¡NO ASÍIIII! ¡MI NIÑOOOO! ¡PERDONAMEEE!
La tortura me siguió consumiendo.
Los gritos de mi conciencia atormentándome eran voraces, mis propios demonios sometiéndome bajo tortura, y una violenta tormenta que se libraba dentro de mi pecho.
—¡JORGE RESPÓNDEMEEE!
Me rasguñé la cara hasta sangrar, me arranqué los cabellos con desesperación y me tembló el cuerpo al pensar que nunca más pudiera verlo. Mis impulsos eran dañarme. Herirme. Sangrar. Morir. Entendía que ese era el castigo que merecía. Que él estuviera allí dentro. Pero no lo podía soportar.
Eran sus palabras haciéndome eco las que no me dejaban comprender lo que ocurría a mi alrededor.
—¡TE DEJO IR, MI AMOR… TE DEJO IR… PERO TE QUIERO VIVO, TE QUIERO AQUIII! ¡PERDÓNAME POR FAVOOOOR! ¡PIEDAAAAAD!
Mis mejillas ardían y sangraban sin parar, mis cabellos entre los dedos se esfumaban con el ahumadero que se perdía en el cielo. Mi pecho explotaba en mil pedazos.
« Tu mayor castigo será que nunca podrás olvidarme».
No, él no podía estar muerto. ¡Jorge amaba la vida! Había salido ya de muchos baches en el pasado y había sobrevivido. No. Él no estaba muerto, no podía estarlo. Él no estaba allí.
Me levanté del suelo, y así, adolorida, ensangrentada y con el alma pendiendo en un hilo, busqué un taxi para que me llevaran a la casa que habíamos compartido durante los últimos meses. Ese era el primer sitio donde lo tenía que buscar, y si no estaba allí lo buscaría con Fede, con Pato, con Gera, incluso con Renata. ¡Él no podía estar muerto! ¡Jorge no podía estar muerto!
Apenas me bajé del taxi corrí hasta el ingreso de nuestra casa, donde cuatro hombres que nunca había visto en mi vida me esperaban.
—¿Livia Aldama? —preguntó uno de ellos con acento estadounidense.
—¿Jorge…? ¿Ustedes lo tienen? —pregunté como si estuviese trastornada.
Uno de los hombres miró un teléfono donde lucía mi rostro, y luego me contempló.
—Es ella, llévensela.
—¿Qué? —me horroricé, cuando los cuatro hombres me sometieron entre bofetadas y me arrastraron hasta una enorme camioneta negra que estaba a escasos metros de la puerta.
—¡¿Quiénes son ustedes?! ¿A dónde me llevan?
Ninguno respondió. Con un fuerte grado de violencia, entre los cuatro me levantaron, sujetándome de las piernas y de los brazos, y luego me echaron dentro de la camioneta como si fuese una muñeca de trapo. Me amordazaron, me cubrieron los ojos y me ataron de las muñecas por la espalda. Y así me mantuvieron durante todo el lapso de camino en que no pude dejar de llorar.
De pronto sentí que nos deteníamos, que abrían las puertas del vehículo y que de nueva cuenta entre los cuatro hombres me cargaban y me llevaban hacia no sé dónde.
Luego, me pusieron de rodillas, me quitaron la mordaza, me desprendieron de la venda de los ojos y, por último, me desataron las muñecas.
Lo primero que vi fue a Heinrich Miller, el enorme afroamericano que se había reunido con Aníbal el pasado primero de octubre. Al costado de él había una mujer excepcionalmente hermosa, de una piel tan blanca que parecía de porcelana. Ella llevaba un vestido corto de color dorado, y el azul de sus ojos brillaba con intensidad.
—Desnúdala y prepárala para mí —le ordenó Heinrich a la preciosa mujer—. Las espero a ambas en mi habitación.
La mujer corrió con gritos determinantes a los cuatro hombres que me habían secuestrado. Después, con la elegancia, clase y sensualidad que desprendía, ella se acercó a mí contoneando sus caderas de un lado a otro y haciendo repicar sus altos tacones. Se posó frente a mí, acarició mis mejillas ensangrentadas, con asombro, y me dijo:
—Haz lo que él te diga y no saldrás lastimada.
—¿Qui…én…? ¿Qui…én es usted? —quise saber.
Ella me cogió de la mano y me ayudó a levantar. Miró el desastre de mi ropa, mi cabello estropeado y la sangre de mi rostro, y suspiró conmovida.
Ella debía de pasar de los treinta y tantos años, a juzgar por la sabiduría y experiencia que irradiaba desde su azul mirada. Tuve que inclinar mi rostro hacia arriba para contemplar mejor su perfil, pues ella era una mujer mucho más alta que yo.
—Yo soy Lorna Beckmann… —me dijo—, y te voy a salvar.
FIN DEL SEGUNDO LIBRO