Depravando a Livia: capítulos 34 y 35
Los flancos para Livia en su caída a los infiernos la están cercando cada vez más, y la reaparición de Valentino en su vida sólo empeorará su de por sí, depravada vida.
- FIESTA DE PRESENTACIÓN
LIVIA ALDAMA
Lunes 15 de mayo.
2:25 am.
No pude conciliar el sueño ni esa noche ni las demás. La adoración y ese amor que creí sentir por Aníbal se convirtieron en un terrible miedo que no dejó de atormentarme.
Si había sido capaz de intentar asesinar a su propia esposa, con quien había convivido toda una vida, ¿qué no haría contra mí o contra Jorge? Sobre todo contra Jorge si su obsesión por mí se potencializaba.
Esa noche, mientras regresaba a mi casa con mi culo adolorido y escocido, recordé una conversación que había tenido con Aníbal semanas atrás, luego de haber follado como locos en la suite que reservó, tras volver de la cena que el Presidente Peñalver y la Primera Dama habían ofrecido en el suntuoso Castillo de Chapultepec para los candidatos municipales de la región norte de México.
—Jorge no merece que le hagamos esto, Aníbal, en verdad que no lo merece —le comenté un tanto apenada.
Me encontraba de rodillas en medio de sus firmes piernas, limpiando religiosamente con mi lengua los restos de semen que habían quedado estilando en sus enormes huevos, tras habernos revolcado como dos cerdos en brama durante buena parte de la madrugada.
—Tampoco merece tenerte a ti y te tiene —contestó, fumándose un cigarrillo—. El mundo está lleno de injusticias, Drusila, ¿y quiénes somos nosotros para contravenirlas?
Empleé mi lengua para lustrar su escroto mientras pensaba en el futuro maquiavélico que nos esperaba si no acabábamos con esto de una vez.
—Aníbal… tú… ¿tú le harías daño a Jorge con tal de… retenerme a tu lado?
Conocía sus alcances. Cada vez que recordaba cómo es que había despedazado a Felipe tras enterarse que me había drogado para follarme en ese auto el día de las carreras no podía evitar mortificarme.
—El daño me lo hace él a mí, Livia, cada vez que tus sentimientos me demuestran que le tienes aprecio, más de lo que me tienes a mí.
Metí en mi boca uno de sus grandes testículos para dejarlo completamente limpio con mi lengua, y luego hice lo mismo con el otro.
—No puedes equiparar lo que puedo sentir por alguien a quien llevo queriendo tanto tiempo. Por eso no quiero que le hagas daño a Jorge, nunca.
—¿De qué hablas?
—Eres capaz de matar por mí, lo tengo claro, y me da miedo que…
—A ver, Livia —me dijo, levantándome del suelo para luego llevarme de la mano a la cama máster donde nos tumbamos, desnudos—. Tengo sangre en las venas, ¿captas?, por mucho que te cueste creerlo. Es cierto que soy capaz de nulificar a cualquiera que se interpusiese en mi camino, tengo la inteligencia, dinero y medios para hacerlo. Pero yo también tengo líneas rojas que no puedo sobrepasar, Livia. Podría nulificar incluso a Raquel, que es quien más daño me ha hecho en mi vida. Podría dañar a todos, pero no a Jorge, a quien, hasta donde me lo permitió mi esposita, tuve que criar como a un hijo. El hijo varón que nunca tuve.
No supe si creerle o no, pero lo dejé continuar.
—Lo que sí es inevitablemente es el dolor que sufrirá cuando se entere que tú y yo estamos juntos, Drusila, porque en algún momento se enterará. Él ya sabe que lo de vivir juntos fue sólo una estrategia política, ahora sólo tiene que entender que después de eso no te tendrá más, a no ser que yo decida que tienes que casarte con él. Yo no me sacrifico, cielo, no está en mi naturaleza. Sólo lo haría por mis gemelas y por ti. Te mentiría si te dijera que no me da morbo saber que me estoy follando a su novia, pero es lo que hay.
—¡Pero es que Aníbal, por Dios, no inventes! ¿Cómo podríamos continuar con esta aventura a costa de la desgracia de otro?
—¿Prefieres sacrificarte por amor, Livia?
—¡Prefiero no lastimar a Jorge! ¡Yo…! ¡Yo lo quiero!
De pronto el rostro de Aníbal se tornó monstruoso.
—¡En mi presencia no quiero que vuelvas a repetir cosa semejante!
—¡Pero Aníbal!
—¡Jamás permitas que los sentimientos te dominen, Livia!
—Es que no quiero que sufra, Aníbal: ¡no puedo, ni quiero, ni debo permitirlo! ¡Yo… pensaba que él…! ¡Yo pensaba que él…! ¡Cuando hablé con Leila… me di cuenta que…! ¡No, Aníbal… Jorge es… el chico más extraordinario que conocí nunca y… eso me duele muchísimo, porque me equivoqué… y sé que soy egoísta, porque lo quiero para mí aunque él ya no me quiera y…!
—¿Tanto lo quieres, Livia?
—Ya te he dicho que sí; ¿y tú no? ¿No le tienes siquiera cariño? Después de todo, como tú mismo lo has dicho, además de ser tu cuñado, hasta donde pudiste lo formaste y es con tu hijo.
Aníbal entrecerró los ojos, de deshizo del cigarrillo y suspiró.
—Tengo sangre en las venas, Livia, te lo vuelvo a repetir. Pero también quiero que me entiendas; cuando se trata de ti, no soy capaz de sentir ningún remordimiento por nadie. Tampoco por él. Ahora mismo y en lo sucesivo Drusila, tú y yo somos y seremos como el hierro hirviente, y desbarataremos cualquier obstáculo que se nos ponga por delante. Nunca olvides esto, querida: somos ese pecado que nadie es capaz de cometer, y es eso lo que nos mantiene unidos.
—Lo sé, yo sé lo que somos, Aníbal, pero también quiero que entiendas que yo amo a mi novio como mi futuro esposo, como alguien que me dará estabilidad. A ti te quiero como hombre. Sé que soy egoísta, pero necesito a Jorge en mi vida… porque él me dará algo que tú no… amor.
—¿Qué estás diciendo, tonta? —gritó afectado—. ¡Tú no sabes nada de lo que siento, me queda claro!¿Para qué lo quieres a él? ¿Para que te limpie la leche que yo te deje dentro? ¿Para que cure los moretones que te deje mi boca cuando te succione las tetas, tu cuello, o cuando muerda tu culo? ¿Para recuperar la dignidad que crees perdida y consideras que con él recobras? ¡Hipócrita! ¿No crees que es mucho peor alimentarlo de esperanzas cuando sabes perfectamente que al final terminarás siendo mía por completo?
Pensé mucho en esa conversación, y por más que lo intentaba, no lograba concluir si de verdad Aníbal cumpliría su palabra de no lastimar a Jorge, o si en verdad, llegado el momento, le haría lo mismo que a Raquel. Y eso me llenaba de terror. ¡Por eso lo complacía! ¡Por eso hacía lo que hacía con él! Para tener tiempo… tiempo de desparecer…
El taxi me dejó en la entrada de mi casa, y una vez que revisé que mi abrigo me cubría del cuello a los pies, entré a casa, dolorida, donde Jorge me esperaba con demasiada expectación.
—¡¿Dónde estabas, Livia?! —exclamó nervioso—. ¡Al llegar a casa y darme cuenta que no te encontrabas por poco me vuelvo loc…!
De pronto su gesto se descompuso, se acercó unos pasos más hacia mí y lanzó un gemido.
—¡Pero qué te ha pasado, mujer!
Las heridas de mi rostro ensangrentado lo sacudieron de arriba abajo.
Me abalancé llorando sobre él, sintiéndome una miserable, una mujer abyecta que no lo merecía. Se me estaba saliendo todo de las manos. No había forma de parar lo que sentía por dentro. Mi mente se estaba ensombreciendo a base de miseria, obscenidad, lujuria y ambición.
Me estaba perdiendo en el boulevard de la inmoralidad, el cochambre y el descarrío.
—¡No quiero hacerte daño, mi bebé, no quiero! —me desbordé sobre su pecho.
—¡Livia, ¿qué te ha pasado?! ¿Quién te hizo esto?
—¡Te juro que no quiero romperte, no quiero hacerte sufrir nunca más! ¡Pero no sé lo que me pasa! ¡No lo sé, Jorge! ¡Me estoy volviendo loca!
—¡Livy, estás muy nerviosa, respira, cielo, respira! ¡Mira cómo estás! ¿Quién te hizo esto?
—¡Eres lo mejor que me ha pasado! ¡Y no quiero perderte, Jorge, no ahora que estamos tan bien! ¡No quiero perderte, mi amor, no quiero!
—¡A ver, mi ángel, no me estás perdiendo, te lo juro que no! ¡Te quiero, y tú lo sabes…!
—¡Vámonos de aquí, por Dios, Jorge, vámonos! ¡Tengo miedo!
—¿Qué tienes, Livy? ¿Qué te hicieron?
—¡Vámonos lejos, muy lejos, tengo miedo!
—Sí, sí, cielo, lo haremos, cuando nos casemos te juro que lo haremos, porque nos vamos a casar, mi hermosa niña, ¡un día antes de las elecciones, nos vamos a casar!
No entendía si alegrarme u horrorizarme ante sus palabras. No entendía si estaba reestableciendo nuestro compromiso porque me veía en ese estado de shock y la conmoción lo había ablandado.
—¡Sí, sí, casémonos… pero… por favor, ayúdame, cielo, que me estoy perdiendo! ¡Te juro que esta no soy yo… esta versión aborrecible que tienes en frente no soy yo!
—Estás temblando, Livy, ¡estás temblando! Iré por tus pastillas….
—¡No me sueltes! ¡NO me sueltes! ¡No me dejes! ¡Tengo miedo de que me dejes! ¡Tengo terror de perderte! ¡Si me dejas me perderé! ¡Caeré, aún más bajo!
—Tengo que ir por las pastillas, Livy, estás teniendo una crisis nerviosa, hace tiempo que no te pasaba.
—¡Raquel… Raquel tuvo un accidente…!
JORGE SOTO
Sábado 20 de mayo
19:58 hrs.
Habían pasado varios días desde el intento de suicidio de Raquel, y aunque había mejorado considerablemente, pues no había recibido ninguna fractura en el cuerpo, salvo ciertas heridas provocadas por los añicos, su salud mental sí que empeoró, por lo que tuvieron que internarla en un hospital psiquiátrico por orden de mi cuñado, lo que produjo que tuviésemos un gran altercado.
—¡De una vez te advierto, Aníbal, que no voy a consentir que mi hermana esté internada dentro de un psiquiátrico y que yo no pueda verla!
—¡No te he preguntado si te parece o no, cachorrito! ¡Raquel es mi esposa, y está loca, por tal motivo tiene que estar encerrada! ¿O qué prefieres? ¿Qué en un arranque de locura se mate de verdad?
—¡Como si eso te importara, cabrón mentiroso! —le respondí furioso—. ¡Si por ti fuera preferirías que estuviera muerta! ¡Muy tarde estoy conociendo tu verdadera frivolidad, Abascal!
—¡No me faltes al respeto, estupidillo! —Aníbal se levantó de la silla que estaba detrás de su escritorio y se puso delante de mí como pretendiendo espantarme, mostrándome un rostro enfurecido—. ¡Te disculpas y te largas de mi oficina para que vayas hacer rabietas de niño estúpido a otro lado!
—¡A mí no me vuelvas a levantar la voz ni a tratar como si fuera inferior a ti, Aníbal, pues parece que ya se te olvidó que si ahora eres lo que eres, es gracias a mi padre! —grité más fuerte que él—. ¡Aceptaré que no pueda ver a Raquel, pero te advierto que si descubro que la haz internado a base de mentiras, esta vez chingas a tu madre! ¡Y que sepas que en su fiesta de cumpleaños me confesé ante ella y le he dicho todas tus pinches infidelidades!
A mi cuñado se le fueron los colores del rostro, y su expresión de asombro ante mis palabras sólo lo hizo retroceder. Suspiró hondo, reflexionó sin dejar de mirarme y enarcó una ceja.
—No creo que le hayas contado todas… Jorgito —me dijo casi en un susurro burlón—… o al menos no la más importante.
Tragué saliva y vi en su gesto algo que no pude comprender entonces.
—No eres tan infalible como piensas «cuñadito» —le dije imitando su tono sardónico—, y mejor que te la lleves calmado, o te podrías llevar una sorpresita el día de las elecciones.
Mi sonrisa tuvo que haberlo encolerizado, ya que el color de su rabia se tornó en mil colores, y ninguno de ellos fue capaz de descifrarse como uno solo.
—Quisiera ahora mismo aplastarte y aborrecerte, Jorge… —me dijo por primera vez sin minimizar mi nombre—. Sin embargo… que te plantes ante mí con este poderío sólo me hace pensar que… al fin te estás convirtiendo en ese hombre que siempre quise que fueras. Una extensión de mí…
Sonreí amargamente, sacudí la cabeza y di un paso adelante sólo para responderle.
—Aunque no lo creas te respeto y te tengo estima, Aníbal: pero quiero que entiendas que nunca, escúchalo bien; Nunca seré como tú.
Y me marché, dejándolo en silencio.
Todas las sirvientas de la mansión Abascal tenían la misma versión: Raquel se había tirado por el cristal luego de haberle dado una paliza a mi prometida cuando ella se presentó en aquella casa a deshoras de la noche, porque mi hermana la había engañado diciéndole que yo había tenido un accidente y me encontraba allí convaleciente.
Livia, a su vez, no salió de casa durante esos días, se la pasaba lloriqueando y diciendo cosas sin sentido. Aníbal, que durante quince días se mudaría a la Ciudad de México para la última convención de candidatos a nivel nacional, previo a la recta final de las elecciones de ese año, dejando de encargada a Lola para que se hiciera cargo de todo, creyó que sería buena idea permitir que Livia se quedara en casa para que se recuperara del trauma emocional que le había provocado Raquel.
Por eso organicé la fiesta de presentación, para reanimarla, una celebración que se acostumbraba en Monterrey semanas previas a la boda, donde se ofrecía una misa en la capilla de la casa del novio (si la tenían) y luego hacía las amonestaciones delante de los invitados. Por fortuna los arañazos de su cara poco a poco fueron desapareciendo, aunque le quedaran líneas oscuras. El resto lo hizo el maquillaje de esa noche.
Ese día, Livia lucía radiante, con un vestido holgado color perla en cuyo muslo comenzaba una abertura que enseñaba sus piernas. Aunque era un día importante para ambos, ella se mostraba extraña, seria, atribulada.
—¿Estás seguro que no vas a consultar a… Aníbal sobre esto? —me preguntó preocupada acomodándome el moño en mi cuello.
Por consejo de Renata (ojalá no se enterara Livia) me había comprado un traje color crema que hiciera juego con mi zapatos y mi camisa. Decía que me vería como «un pincel».
—Estoy completamente seguro, cielo —le dije, besando sus mejillas, que era lo más que podía ofrecerle—. Estoy hasta los huevos de que ese cabrón intervenga en mi vida y tenga que pedirle permiso hasta para cagar. Ya no lo haré nunca más.
—Pero Jorge — Livia se mostraba angustiada—, Aníbal no estará en la ciudad y…
—A ver, Livy, ¿por qué Aníbal habría de enfadarse de que hubiera organizado esta fiesta de presentación (aunque entiendo que todo es muy apresurado)? Tú sabes que prácticamente él me obligó a volver contigo. Además, nadie allá afuera sabe que tú y yo estuvimos separados. Para todos les resultará normal esta celebración, en donde haremos la presentación frente al sacerdote, y anunciaremos el día y la hora de nuestra boda.
Aunque ella no estaba muy bien convencida, y yo francamente no sabía la razón, nos presentamos ante los invitados esa noche, donde, por fortuna, acudieron la crema y nada de la sociedad, como habría querido mi pobre hermana Raquel.
Una hora antes Ximena y Vanessa se habían comunicado conmigo desde Inglaterra a través de videollamada. Primero lo hizo Vanessa, quien se burló por mi traje de pingüino, y luego lo hizo Ximena:
—¿Cómo está el tío más guapo del mundo? —me preguntó mi sobrina más cariñosa, lanzándome besos por la pantalla.
—¡Feliz de verte, mi hermosa! ¿Tú también piensas que luzco como pingüino con este traje? —le pregunté estallando en risotadas.
—¡Lo que yo creo, tío Jorge, es que si no fueses mi tío me casaría contigo! ¡No hay hombre más dulce, guapo y cariñoso que tú! Livia se las verá conmigo si te hace daño, ¿eh?
Livia, que iba pasando del otro lado de la cámara, palideció con la amenaza que le había hecho la pequeña señorita Abascal.
—¡Te amoooo, Ximena, y ya quiero que pasen los días para tenerte conmigo el día de mi boda, que recuerda que tú serás mi madrina de honor!
Livia se encontró con su madre y sus tías, que poco a poco habían aprendido a tratarme con menos desprecio, sobre todo después del día en que por poco muere mi prometida. Olivia Aldama lucía un vestido negro que la hacía ver hermosísima. Si no fuera por su cara de pocos amigos, diría que estaba radiante.
Yo me reencontré con mis grandes amigos, sintiéndome feliz de que fueran parte de ese momento tan especial.
El único ausente, para mi gran pesar, fue Pato, pues incluso Valeria se presentó esa noche con gran alegría.
—Perdónalo, Jorge —intentó exculparlo ella—, pero… ya lo ves… es sábado… y el Bar Fermenta lo necesita.
—Sí, sí, lo entiendo —fingí creer su excusa.
Renata, por su lado, apareció despampanante, bellísima, encantadora, fascinante. Sus cabellos borgoñas irradiaban como el fuego, y su piel de porcelana apenas se fracturó cuando, con la tristeza contenida, me abrazó para desearme un feliz matrimonio. Su aroma me contrajo el vientre y mirarla con ese vestido esmeralda me hizo palpitar el pecho y que el aliento se me fuera.
Por primera vez la estaba mirando como mujer… y no como amiga. Y eso me llenó la cabeza de alarmas. Pese a que estaba por anunciar públicamente una boda con la que había soñado desde el día uno en que me declaré enamorado de Livia… no me sentía del todo feliz.
A las ocho treinta de la noche se hicieron las amonestaciones frente al padre Juan Martín, y posterior a ello, con Livia en mi costado, me ceñí al protocolo que demandaba la sociedad conservadora regiomontana, y anuncié a los invitados el día y la hora de nuestro enlace matrimonial, forzando una sonrisa:
—Damas y caballeros, es un honor para mí anunciarles que, con el beneplácito de don Enrique Soto Cuenca y doña Minerva Galvin Alarcón de Soto, ambos de feliz memoria, mi boda ante los hombres y ante Dios con la señorita Livia Estefanía Aldama, futura señora de Soto, será dentro de tres semanas, el sábado 3 de junio del presente año, un día previo a las elecciones de Monterrey. —Todo el mucho se echó a aplaudir, alborozado—. La ceremonia religiosa se llevará a cabo en el Templo Expiatorio de San Luis Gonzaga, a las ocho de la noche, para posteriormente ofrecerse un banquete en la Mansión Soto, a la que, por supuesto, están todos cordialmente invitados.
La totalidad de los comensales estalló en aplausos.
En representación de mi familia (dado que Aníbal, que hacía las veces de mi padre, se encontraba en la capital y mi hermana permanecía internada en el psiquiátrico), mi tía Esther Galvin, la única hermana de mi difunta madre, se presentó a la celebración del brazo de su tercer marido.
Había viajado desde Guadalajara esa misma mañana, donde ahora residía con el tío Fabián, y después de que yo terminara mi intervención, conmovida entregó a Livia una gran caja atada con un lazo blanco que contenía un vestido de novia.
—No lo puedes abrir, querida, porque es de mala suerte que el novio lo vea —le dijo ella con mirada maternal—, pero aquí traigo para ti el vestido de novia que usó la madre de Jorge cuando se casó con Enrique.
Livia y yo nos miramos sorprendidos, y no pudimos evitar lagrimar mientras ella recibía la enorme caja que Olivia, su madre, le ayudó a sostener, mientras yo me recogía las lágrimas.
—Habrá que hacerle unas modificaciones, claro —continuó la tía Esther—, pero estoy segura que buscarás a una buena costurera que te saque del apuro.
Para sorpresa de mi novia, fue su madre la que se ofreció:
—Es lo menos que puedo hacer por ti, mi niña.
Olivia y Livia se abrazaron y lloraron durante un buen rato. Los ánimos no terminaron, porque apenas minutos después ingresaron a la sala un conjunto de mariachis que interpretaban la canción de «Si nos dejan».
Livia y yo bailamos en el centro de la pista un par de canciones de aquella romántica serenata, hasta que de pronto… algo ocurrió.
- PACTO
JORGE SOTO
Sábado 20 de mayo
21:36 hrs.
—¡Brindemos por esta linda parejita! —exclamó Valentino Russo, que, para mi gran sorpresa, apareció en la fiesta un tanto ebrio, con una copa que había robado de la bandeja de algún camarero, y vistiendo de forma casual, con una bolsa de regalo en las manos, de la misma textura a la que me había entregado con el condón y el anillo de compromiso nadando entre su lefa, aunque esa parecía ser el doble de grande.
Todo el mundo aplaudió como si aquello no fuera una burla muy cruel hacia mi persona. Incluso los mariachis propagaron una diana, uniéndose a los vítores, mientras yo me quedaba pasmado, pareciéndome increíble que ese rastrero hubiese tenido los huevos de presentarse en mi casa sin invitación. ¿Cómo podía atreverse a tanto?
—¡Dios ha de bendecir este próximo matrimonio! —dijo con gran cinismo.
Tuve que frenar mis impulsos para no arruinar la noche sacándolo a patadas delante de todo el mundo. Su presencia alteraba mis nervios, comprimía mi pecho y me hería el orgullo.
Gera, Fede, Renata y Valeria se aprontaron a flanquearme, quedando los hombres a mis costados y las chicas detrás de mí, en estado de alerta, como si fuesen a defenderme de un poderoso enemigo que estaba por atacarme. El soporte inmediato que sentí por parte de mis amigos me sosegó de forma momentánea. A veces sólo necesitas la presencia de tus incondicionales para que el apoyo te fortalezca.
Valentino avanzó un poco más hacia donde estaban los mariachis y tomó el micrófono, para dirigirse a toda la audiencia como si fuese un presentador:
—¿Ya cantaron «el venado»? —se echó a reír el muy cabrón, meneando la cintura y poniendo los dedos índice en la frente en forma de cuernos—. Compaginaría perfectamente con esta ceremonia.
Los presentes se miraron las caras extrañados. Di un paso adelante y Gera me retuvo cogiéndome del brazo. Livia parecía estremecerse de arriba abajo cada vez que Valentino abría la boca. Joaco dijo un susurro al Bisonte que yo interpreté con un «Vámonos ya, Lobo».
—¿Irnos? ¿Pero adonde, rubito? —se carcajeó Valentino—. Si la fiesta apenas comienza.
—Gera, o lo paras tú o lo paro yo —mascullé, apretando los dientes, sintiendo cómo la sangre me subía a las mejillas y mis músculos se hinchaban—. ¡Quiero desbaratarlo al hijo de perra!
La rabia que sentí por dentro fue casi asesina. Vino a mi mente agarrar uno de los cuchillos que había sobre las charolas y encajárselo en la cabeza, ¡metérselo en los ojos y en la boca hasta que la sangre lo ahogara! ¡Estaba harto de él y de todos los que me traicionaban! ¡No iba a consentir ninguna humillación más, ni de él, ni de Livia ni de nadie!
—Tú te quedas quietecito, campeón —me dijo mi enorme amigo, desbordando rabia y cogiéndome del brazo—, te está provocando para arruinarte la noche. Este pedazo de mierda andante si intenta decir o hacer algo que afecte tu reputación o la de tu chica, yo mismo lo desbarato. Te juro por mis muertos que le van a faltar dientes para romperle.
—Mejor se ponen quietos los dos —intervino Valeria, palmeando nuestras espaldas por atrás—, que no vamos a darle el gusto a este esperpento de malograr esta fiesta tan chula.
Joaco, avergonzado, sólo pudo lanzarme una mirada de disculpa mientras intentaba contener a Valentino. El aroma de Renata, de mi Retana, me llenó los poros y me tranquilizó mientras posaba su mano en mi espalda.
—¿Verdad que son una pareja muy bonita y admirable? ¡Animaos, gente, que la fiesta de compromiso está comenzando! ¡Aplaudid y bebed! —continuó el discurso simulando un ridículo acento peninsular—. Esto es muy emocionante, presenciar el compromiso de un par de enamorados que se ama sin medida, y donde se ve desde lejos que prevalece el amor, la confianza y, sobre todo, sí, sí, sobre todo, la fidelidad, ¿no es verdad, querida? —se dirigió a mi prometida.
Livia, que se había acercado a su madre, se puso blanca como un papel. Valentino, sin perder la fanfarronería, dejó la bolsa negra en una de las mesas de postres que había detrás de él y luego continuó:
—¡Pues bien, gente! ¡Brindemos por nuestro adorable pelirrojo, él siempre tan buenito y tan irreprochable! Y claro, sí, sí, también brindemos por la señorita Aldama, tan angelical, tan fiel, y tan entregada, sobre todo tan entregada. Desde que la conozco hemos compenetrado muy, pero muy bien, y nuestro querido Jorgito bien sabe la calidad de persona de su novia y, seguramente por esto, la ha pedido en matrimonio.
Livia estaba tan asustada, que creí que se echaría a llorar en cualquier momento. Por fortuna su madre, aun sin entender por qué ella reaccionaba así, la sujetó del brazo y le infundió calor. Ese gesto me conmovió, porque desde que mi novia se hubiese debatido entre la vida y la muerte en enero pasado, a Olivia le había nacido su instinto maternal.
—¡SALUD! —exclamó Valentino a lo que todos alzaron sus copas.
Renata intentó salvar la noche avisando a los mariachis que continuaran con la serenata. Luego volvió hasta mí y me dijo que cuando terminara la intervención de los mariachis ofreciéramos un concierto de piano y violín, como lo hacíamos de más jóvenes, yo con el piano, y ella con el violín.
Me pareció muy buena idea para evitar que ese cabrón intentara arruinar mi noche
—Trata de estar tranquilo, bonito —me dijo Renata, poniendo sus manos sobre mi tonificado pecho—. Gera hará lo posible por sacarlo de aquí sin hacer escándalos y sin que tú salgas manchado.
Un poco más sereno, la próxima media hora la dediqué a visitar a los comensales para agradecerles que estuvieran allí.
Apenas Renata me avisó que los mariachis se habían ido y que nos tocaba amenizar con al menos media hora más de canciones, me di cuenta que hacía mucho tiempo que ni Livia ni Valentino estaban por ningún lado.
LIVIA ALDAMA
Sábado 20 de mayo
22:16 hrs.
—¡No dejes que nadie venga, Joaco, por favor! —le supliqué al escolta de mi ex jefe que nos seguía apresurado mientras yo intentaba persuadir a éste último para que se fuera de mi casa.
—Vamos a dar una vuelta en mi Ferrari —me insistió Valentino que me arrastraba violentamente hacia el aparcadero—, para recordar viejos tiempos, Culoncita, ¿lo recuerdas?
—¡Valentino, tienes que irte!
—¡Sólo quiero que demos una vuelta y listo!
—¿Es que no lo entiendes? ¡Esta noche es mi noche, la ceremonia de presentación de mi boda, y tú la estás arruinando!
—¡Sólo una puta vuelta! —me desdeñó.
A los ebrios no hay quien los convenza de nada.
—Señorita, no puede estar sola con él… Valentino en este estado se torna muy violento —intentó detenerme Joaco que venía detrás de nosotros.
—¡Vete a la mierda, Joaco! —lo denostó Valentino mientras me apretaba más fuerte de mi muñeca y me seguía conduciendo hasta donde estaba aparcado su nuevo Ferrari. Yo apenas podía andar con esos tacones y el vestido que se enredaba entre mis piernas.
—¡Te estás pasando de lanza, cabrón! —lo desafió Joaco.
—¡Y tú te estás pasando de entrometido, gato estúpido!
—¡Deja de estar de castroso, Lobo!
Al fin llegamos a su auto, abrió la puerta de copiloto y me pidió que me subiera.
—¡¿Tú sabes por qué Joaco te defiende tanto, Culoncita?! —me preguntó Valentino mirando a su amigo con desprecio—. ¡Porque el muy pendejo se ha enamorado de ti y le arde el culo te vayas a venir conmigo porque está celoso!
—¡Serás cabrón! —gritó Joaquín haciendo amago de irse a golpes contra su jefe.
—¡No! ¡No se les ocurra pelearse ahora! —me interpuse entre los dos. Si estos se agarraban a golpes, que sería lo mismo que dos osos salvajes se pelaran, con la fuerza de ambos, uno de los acabaría desbaratando al otro y yo no sabría qué diablos hacer—. Joaquín, vuelve a la fiesta, por favor.
—¡No puedo dejarla sola con…!
—¡Te lo ruego, te lo imploro, necesito arreglar esto con él, a solas!
—¡Pero…!
—¡Que te vayas a la mierda, gato igualado! —lo increpó el Lobo.
Los ojos claros de ese muchacho rubio mostraban preocupación por mí. ¿En serio estaría enamorado de mí? No, no lo creí, si apenas si nos habíamos hablado. Y es que Valentino era un arma de destrucción masiva que no le importaba humillar, ofender y destruir a nadie (aunque fuera su mejor amigo) con tal de salirse de la suya.
—A ver, Joaquito —le dijo Valentino sardónicamente—: si tanto quieres cuidar la integridad de esta putita, ¿por qué mejor no vas y recoges esa bolsa de regalo que dejé en aquella mesa?
El rostro de Joaco fue casi de terror.
—¡Mierda! —exclamó, y se dio la media vuelta hacia el salón de mi casa donde se celebraba mi fiesta.
—¿Qué hay en esa caja, Valentino? —me horroricé—. ¿Qué hay?
—Entre otras cosas, pruebas muy fehacientes de tu relación amorosa con Abascal.
—¿Qué? —Sentí que el mundo me caía encima.
—Súbete al auto.
—¡Pero Valen…!
—¡Que te subas, con un carajo!
Tuve que acceder a su chantaje porque no me servía de nada recular, volver a la fiesta y no saber hasta dónde sabía ese imbécil respecto a mi relación con Aníbal. Lo mismo sólo me estaba tanteando.
Primero Raquel, ahora él. ¡Dios! Todos los flancos se me están cerrando.
Sólo esperé que Jorge no se diera cuenta que me había salido de la fiesta, que no me buscara y, sobre todo, que no supiera con quién me había ido, o todo se iría al diablo.
Cuando el auto tomó la carretera hacia el sur de la ciudad le pregunté de una vez por todas:
—¡Aníbal nos prohibió terminantemente estar cerca el uno de lo otro! Así que dime, ¿qué carajos quieres de mí, Valentino?
—Tu coño, tus tetas, tu culo, tu boca en mi verga y en mis huevos, eso quiero, ¿o qué otra cosa podría querer de una golfa como tú?
No lo increpé, no me defendí, no le dije nada, porque no me convenía. Al menos no podía actuar a la ligera hasta que no supiera qué era exactamente lo que Valentino sabía.
—¿Creyeron Aníbal y tú que me iba a quedar de brazos cruzados después de que me humillaran públicamente, arrebatándome mi trabajo, mi reputación y mi dinero…? No, par de pendejitos, de mí no se burla nadie. Que sepas que lo sé todo, putita, sé que Aníbal te está follando desde hace meses, y que su guarida de amor es nada más y nada menos que la antigua mansión de los Soto, ¿es que no te da un poquito de pena, golfita? —se burló, acelerando el vehículo muy fuerte.
No tenía que decirme más. Él sabía todo. Cualquier prueba que pudiera tener iba ser contundente para mi fracaso. Por eso, al verme perdida, no me quedó más remedio que suplicarle:
—¡No puedes hacerme esto, Valentino! ¡Esto… me arruinaría totalmente!
—Tú no te lo pensaste cuando dejaste que Aníbal me arruinara a mí, ¿verdad?
—¡Yo no podía hacer nada para ayudarte! Tú sabes cómo es Abascal, él… es poderoso. Él toma sus propias decisiones y…
—¡Me vale un pito el «poder de Aníbal»! ¿Sabes que con esto también lo arruino a él y a su carrera política?
—¡Te matará si lo haces, y lo sabes bien! ¡Él no se anda con jueguitos! ¡Además ya sabe que te acostaste con sus hijas y con Raquel!
—Pues a ver quién termina matando a quien —se echó a reír—. ¡El corneador salió corneado! ¡Maldito cornudo de mierda!
Esto se iba a salir de control si no lo hacía entrar en razón.
—¡Si no lo haces por mí ni por Aníbal, entonces hazlo por Jorge… que él no te ha hecho nada malo!
—¿Qué no me ha hecho nada esa mierdecilla de quinta categoría? —se carcajeó con animadversión—. ¡Me acabo de enterar que su padre se cogía a mi madre, a quien prácticamente la tenía como su puta! ¡Por eso mi padre orquestó todo para que esa maldita avioneta explotara en el aire!
Semejante revelación me contrajo el vientre.
—¡¿Qué estás diciendo?!
—¡Si Enrique Soto está ardiendo en el infierno en este momento, creo que es justo y necesario que yo cobre venganza tomando como puta a la mujer de su hijo, ¿no crees?! —Se refería a mí y mi pecho comenzó a temblar—. ¡Yo sabía que ese malnacido se había follado a mi madre y lo acabo de comprobar por ciertas investigaciones que hizo Amatista! ¡Yo lo sabía, claro que lo sabía, pero un velo me impedía recordarlo! ¡Yo era apenas un niño… Aldama, y Enrique, en las ausencias de mi padre, se presentaba en mi casa y… y… me encerraba en un armario y…! —Su voz se estaba quebrando por la rabia y la amargura—. ¡Y me amenazaba… y yo… y yo… por la rendija de las puertas lo veía todo! ¡TODO!
—¡Estás loco, completamente loco!
—¡Creí que eran pesadillas, pero no, Aldama, Amatista me ha hecho ver que esas imágenes que rondaban en mi cabeza son reales, las viví cuando era un niño! Y la tatuó, Aldama, el cabrón de tu «suegrito» la tatuó y se la cogía y se la cogía y yo…! ¡Jorge me la pagará, él me la pagará!
—¡Basta, Valentino, por Dios Basta! ¡Él no es culpable de cualquier porquería que hubiese hecho su padre con tu madre! ¡Así que déjalo en paz, por favor! ¡No puedes ser tan bestia con él! ¡No puedes ser así de cruel!
—Mejor ser cuchillo que herida, Aldama, eso lo aprendí de los mejores.
—¡Estás enfermo, Valentino, necesitas ayuda psicológica! ¡Estás completamente trastornado!
—El resentimiento no es ninguna enfermedad, Culoncita, sólo es un medio de escape para sentir tu propia liberación. Tarde o temprano la bomba tendrá que reventar, y si no es ahora será mañana. De ti dependerá de cuánto quieres que el estallido de tu vida, de la de tu querido amante Abascal y la de tu cornudo se retrase.
Dos semanas, me dije, sólo necesito dos semanas; las precisas para que Aníbal volviera de la capital y se hiciera cargo de este problema, así como lo había hecho con Raquel. Dos semanas… y Valentino Russo permanecería callado para siempre. Era así… por Jorge… sobre todo por Jorge.
—Haré lo que quieras con tal de que te quedes callado —le prometí, abocanando bastante aire.
Valentino sonrió. Me tenía en sus manos. Mi vulnerabilidad era evidente. Él lo sabía. Y se aprovecharía de ello. Pero yo también lo tenía en las mías. Una palabra mía bastaría para que desapareciera de la faz de la tierra. De todos modos Aníbal se la tenía jurada.
—¿De verdad… harás lo que yo quiera?
Contestar a esta pregunta era entregarme a él.
—Ponme a prueba —le recordé las mismas palabras que un día le dije en un vehículo como ese.
—¿Estás segura? —se echó a reír cuando se estacionó en un callejón, en cuya esquina parecían haber un puñado de chavales.
Tragué saliva, respiré hondo y cambié mi chip. No es que estuviera resignada a ceder ante sus chantajes, pero sí ansié convertirme en su igual. Después de tanto errar, después de tanto equivocarme. Después de tantos pecados cometidos y de todas mis ansias por redimirme y recuperar a Jorge, Valentino siempre estaría allí, recordándome mis pecados, mis traiciones, ¡mis mezquindades!
—Sal del auto, Culoncita, recárgate en el cofre del Ferrari y levántate el vestido.
Me dio un vuelco el corazón.
—Pero ¿tú estás loco? —me horroricé.
—¡Que te salgas del puto auto, te recargues en el cofre y te levantes el vestido!
Me quedé engarrotada, incapaz de hacer lo que me pedía aun si le había jurado que procedería atendiendo a lo que él me pidiera con tal de que permaneciera en silencio. Creí que me iba a increpar, que mi pasividad lo iba a poner furioso, y que de un momento a otro rompería el pacto que habíamos acordado tácitamente. En lugar de eso me sonrió, alcanzó con su mano la guantera del auto y de allí extrajo un par de bolsitas que contenían polvitos blancos y que yo muy bien conocía.
—Esto te ayudará a agarrar valor —me recordó.
No hizo falta que me dijera que hacer; valentino vertió no uno, sino dos sobrecitos de cocaína sobre su pierna, formando con su tarjea una sola raya, y me obligó a esnifarla.
—Aspírala toda, Aldama, para que el efecto sea más intenso.
Comprendiendo que esa sería la única forma en la que podía acceder a las locuras de Valentino, esnifé completamente la raya doble de coca. Y esperé a que su veneno me poseyera.
LIVIA ALDAMA
Sábado 20 de mayo
23:49 hrs.
Jorge Soto
Livia, cielo, dónde estás? Joaco me ha dicho que Valentino ya se ha marchado y que tú has salido al jardín a tomar un poco de aire, pero no te encuentro, dónde estás?
Mi querido Jorge, si yo en ese momento no te pude contestar el mensaje que me enviaste fue porque no estaba en el jardín, sino en un callejón de mala muerte, doblada sobre el capó del Ferrari rojo de Valentino, con mis tetas aplastándose contra la cubierta, mis bragas de color nácar mordiéndolas con mis dientes, y mi vestido perlado enrollado a la altura de mis caderas, con mis piernas separadas y con mi gordo culo echado hacia atrás, exponiendo mi rajita que ya goteaba por el morbo de saberme exhibida por un patán.
Aquel grupo de muchachos seguía a una cuadra de distancia, y yo permanecía allí en esa vulgar postura, expectante a lo que Valentino tuviera preparado para mí.
—¡Estás mojadísima, Livia! —me dijo él, introduciendo sus gruesos dedos en mi dilatada conchita.
—¡Valentino, por Dios —le dije, escupiendo mis bragas sobre el cofre—, no me metas mano que nos verán!
Sacó sus dedos húmedos de mi rajita y los puso en mi nariz. Me embriagué con el aroma y me mojé aún más.
—Límpiame los dedos con tu boca…
—¡No…! —me negué en primera instancia—. ¡Eso es asquero…so!
—Son tus fluidos, Aldama, no tienes que tenerle ascos a tus propios flujos vaginales. Anda, límpiame los dedos con tu boca, que me pone cachondo que los pruebes.
Y sin ningún permiso restregó sus dedos en mis labios y yo abrí la boca y me los metí, primero uno, luego otro, luego otro y pronto tuvo sus cuatro dedos mojados dentro de mí.
—Ahora lo sabes, Culoncita…—me dijo con perversidad—. Así es como saben los fluidos de las putas baratas como tú.
Devolvió sus dedos a mi entrepierna y comenzó a hurgar de nuevo, separando mis acuosos y húmedos pliegues, introduciéndolos uno a uno hasta que estuvieron de nuevo esos cuatro insertados en mi interior.
—¡Valen…tino, por Dios, nos van a mi…rar!
—Gime, Aldama, gime.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! —me cosquilleó mi caverna caliente—…. Basta… nos... van… a mirar… ¡Ahhh!
—¡Que nos miren, Aldama! ¡Mejor que gimas más fuerte mientras te masturbo, que nos miren y nos oigan, para que sepan la clase de zorra que eres! ¡Una gran zorra que no sólo se dejó meter mano por mí, sino que ahora se folla al mismísimo cuñado de su novio! ¡Serás puta!
Sus dedos me acometieron el coño encharcado, que se contraía frecuentemente ante cada embestida.
—A partir de mañana quiero que te depiles el coño —me ordenó, metiéndome más fuerte los dedos y frotándome el clítoris—; tienes los pelitos muy bien recortaditos y muy estéticos, pero yo siempre he preferido a mis putas con el coño depilado totalmente. Eso también le gusta a Aníbal, ¿no te lo ha dicho?
—¡Yaaa! ¡Bastaaa! ¡Aaaah!
—¡¿No te ha marcado aún como su puta?! ¿Qué estará esperando entonces?, ¿depravarte aún más?
—¡Ahhh! ¡Ahhh! ¡Hummm! ¡Ufff!
—¡Demuéstrame que serás una buena zorra!
«¡Plass!» un fuerte cachetazo bamboleó una de mis nalgas
—¡Demuéstrame que mereces mi silencio antes de descubrirte ante el mundo, Culoncita!
«¡Plasss!» ahora botó la otra.
—¡Paraaa! ¡Aaaah!¡Paraaa cabrón!
—¡Juntos haremos grandes cosas, putita!
—¡Déjam…e! ¡Dé…jameee!
—¡Vas a follarte al Patito Feo, ¿entendiste?! ¡Vas a meterte en el coño el rabo de Patricio Bernal!
—¿Qué? ¡Hummm !¡NO! ¡Aaah! ¡ESO SÍ QUE NOOO…! ¡Aaahhh!
—¡No me vale haberle quitado a su vieja! ¡No me vale haberle jodido la amistad con tu princesito! ¡Lo quiero jodido! ¡Completamente jodido!
—¡Nooo!
—¡O te lo follas o tu mundo de putería se descubre, hija de puta!
Los chavales seguían del otro lado conversando. Haría falta que uno de ellos mirasen hacia la derecha para encontrarse con que yo estaba replegada en el auto, con las piernas separadas, mi vestido a la mitad del culo y los dedos de mi ex jefe horadándome mi vagina, masturbándome.
«JORGE… JORGE… ¡JORGEEE!» lo llamaba en mi mente, imaginando que era él quien me masturbaba.
A lo mejor fue cosa de la coca lo que hizo que el morbo que sentía de que pudiéramos ser descubiertos de un momento a otro por esos malvivientes me calentara muchísimo. Y, como si de una maldición se tratara, de pronto escuché un gran alboroto a la distancia que me indicó que al fin se habían enterado de lo que ocurría en ese auto.
—¡Miren a ese wey, se está beneficiando a esa zorra! —dijo uno de ellos alertando al resto de sus colegas.
Fue cuestión de segundos para sentir, por sus densas respiraciones, que se congregaban a mi alrededor, proyectando sus aparatosos aromas con sabor a calentura, lujuria y marihuana que se adhirieron completamente a mi piel.
—¡No mames, pero miren tremendo culazo tiene el zorrón! —cantaleó otro.
Y yo me pregunté con pesar y vergüenza desde cuándo había pasado de ser la ilustre señorita Aldama para caer tan bajo y ser para los hombres un simple «zorrón»
—¡Wooow! ¡Yo a eso le llamo señora hembra! —estalló otro.
Quise cerrar las piernas de inmediato para terminar con ese humillante espectáculo, pero Valentino lo impidió clavando su dura rodilla entre mis muslos, castigando mi rebeldía con fuertes cachetazos
—¡Aaah! ¡Ahhh! —gemí.
Ya había sacado sus dedos de mi coño, y no parecía tener la intención de seguirme pajeando. Pero entonces, cuando creí que aquella vergonzosa postura había de terminar, le escuché decir las palabras más perversas que pudo idear:
—El que me dé mil pesos en este momento y traiga un condón en su cartera, dejo que se la coja.
—¡No! —grité angustiada, intentando levantarme para impedir cualquier clase de penetración de uno de esos vagos, pero la poderosa mano de Valentino se hundió en mi espalda y me mantuvo pegada al capó.
Me pareció escuchar un gran alboroto entre los muchachos, así como la propuesta de que entre todos se cooperarían para reunir los mil pesos, tras lo cual organizarían un sorteo para saber cuál de ellos me penetraría.
—¿Eso es lo que soy para ti, Valentino? —le reclamé llorando todavía con mis tetas aplastadas contra el cofre y mi culo expuesto ante la intemperie, mientras esos vagos hacían el sorteo—, ¿sólo soy un pedazo de carne que pueden obtener a base de un humillante sorteo, pagándote mil pesos como si fueses mi proxeneta yo una prostituta?
Él no me contestó, más bien parecía expectante por saber cuál de esos tipejos sería «el afortunado» ganador.
—¡Respóndeme cabrón! —gimoteé con rabia, siendo presa de semejante humillación.
Pero no me contestó. Al parecer estaba inmerso en aquella discusión entre los siete vagos que no parecían ponerse de acuerdo sobre un ganador.
—Sáquense las pollas —les sugirió Valentino cansando de tanto lío—, a ella le gustan las pollas grandes, ¿verdad cariño? —me humilló delante de esos marihuanos que sólo fueron capaces de echarse a reír—. El que tenga la polla más larga y más gruesa se la folla.
Me pregunté si valía la pena seguir denigrándome como mujer de esa manera, aniquilando lentamente lo que restaba de mi dignidad con tal de no perder a Jorge y evitar caer en la ignominia.
La esperanza de casarme con él e irnos lejos para nunca más volver me mantuvo firme.
—¡No… quiero…! —me removí sobre el cofre.
Jorge me estaría buscando a esas horas de la noche en alguna parte del jardín, haciéndose cargo de nuestra fiesta de presentación, previo a nuestra boda, mientras su novia se encontraba con el culo expuesto ante siete infelices y Valentino, en medio de una vergonzosa competición para saber cuál de ellos tenía la verga más grande a fin de que le fuera vendido mi coño como una vil prostituta.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que entre gritos de victoria y fracaso encontraron un ganador.
Ni siquiera lo volteé a ver. Ya no me importaba. Lo único que quería es que se pusiera el maldito condón y me la metiera para que concluyera todo de una buena vez.
Recuerdo haber cerrado los ojos muy fuerte y luego haber mordido mis propias bragas que Valentino me volvió a meter entre los dientes, cuando de pronto sentí la primer estocada.
Sabía que mis días como mujer decente y respetada se estaban terminando. Y por primera vez fui consciente de que faltaba muy poco para que todo estallara y mi vida se fuera a la mierda.
Las mentiras siempre caen por su propio peso.