Depravando a Livia: capítulos 32 y 33

A veces los pecados, la locura y el deseo son tan fuertes que provocan grandes tragedias.

32.  REVANCHA

JORGE SOTO

Sábado 13 de mayo

21:13 hrs.

No cabe duda que los errores se cobran caros, que a veces tienes muchas ocasiones para enmendar tus equivocaciones y que a veces sólo tienes una oportunidad para desmostar tu lealtad.

No podía hacerme a la idea de haber perdido a mi mejor amigo por haberme quedado callado ante la infidelidad que le había hecho su ex novia Mirta con Valentino Russo.

Esa noche me pesó aún más que no me hablara, y es que Valeria, la mujer que le quedaba, y con la que yo seguía en contacto, pues ella comprendía las razones por las que había ocultado a su novio esa delicada información, me había llamado días antes para contarme que con la liquidación que Patricio había recibido de La Sede, tras su renuncia, y el dinero que había adquirido con la venta de su antiguo apartamento, había comprado un local en la zona hípster de Monterrey, donde había montado un Bar al que había llamado Fermenta, cumpliendo de este modo ese sueño guajiro con el que soñaba desde que íbamos en la preparatoria.

Entre Fede, con quien había recuperado mi relación amistosa, Renata, quien de buenas a primeras se había unido a la pandilla después de tanto tiempo alejada de nuestro grupo, Gera, Valeria y, por su puesto, Pato, reformaron ese local de tal manera que la primera planta fungiera de «El Bar Fermenta» y que la segunda planta, que en palabras propias de Valeria había un desorden abismal, hiciera las veces de un mini apartamento donde vivían los dos.

De esta forma, el mismo local ejercería de bar y casa.

La pasé muy triste viendo los estados de Facebook y de Instagram en los que aparecían fotos de mis amigos acompañando a Pato en este momento tan importante para él. Pero a la vez me sentía orgulloso de mi amigo y aplaudía desde lejos que cumpliera uno de sus anhelados sueños.

Claro que entendía su distanciamiento hacia mí. De todos modos, no dejaba de lamentarme por haberlo perdido.

Livia me encontró bastante abatido cuando llegó del acto de campaña de ese día. De reojo miró la pantalla de mi celular y entendió lo que me ocurría. Se acurrucó junto a mí y comenzó a revolotearme los cabellos, mimándome.

—Patricio te quiere un montón, mi bebé —me susurró en el oído, dándome un par de besitos en las mejillas que poco a poco me reconfortaron.

—Lo decepcioné muy feo, Livy.

—Ninguna decepción dura cien años —me recordó, y entendí que se refería a cómo yo había pasado del resentimiento hacia ella a tomarle cariño de nuevo—, y él, cuando se dé cuenta que todo lo hiciste fue para evitarle dolor, te prometo que te pedirá disculpas y reestablecerán su amistad.

Ladeé mi cabeza para intentar besarla… aunque al final no lo hice. Ella sintió mi rechazo y suspiró.

—Gracias por apoyarme, Livia.

—Si me hubieras dicho que hoy sería la inauguración del «Fermenta», te juro que me habría quedado contigo para acompañarte y no habría ido al mitin de hoy —me dijo, acariciando mi espalda, que cada día que pasaba era más dura y fuerte—. Con mi apoyo te habría resultado mejor este episodio. No debí de dejarte solito, mi pecosín.

—No, no —le dije agradecido por su buena voluntad—. He oído que te has vuelto muy indispensable para Aníbal, y lo último que quiero es que por una tontería mía lo hagas enfadar.

Vi que Livia tragaba saliva, y desviando la mirada me dijo:

—Me importa muy poco si Aníbal se enfada si un día no voy. Tú eres mi prioridad, mi niño, y aquí estaré siempre para procurarte y ocuparme de mí. Aníbal lo entendería.

—Ajá —susurré.

Con ese día habíamos cumplido casi seis meses que no hacíamos el amor. Al principio fue por asco, por orgullo, después fue por mi rehabilitación tras hacerme la circuncisión. Ahora simplemente era porque, aun si volvíamos a dormir en la misma cama, no había encontrado el momento ideal para propiciar una noche de pasión. Y tampoco quería forzarlo todo para que no me saliera mal.

Lo que me dolía bastante era que Livia ya no se me insinuara como antes, ni me suplicara que tuviera sexo con ella como solía hacerlo al principio. Era como si mi negativa para hacerle el amor hubiese sido tan constante que ella se había resignado a nunca más  pedírmelo.

En mi maestría todo iba de viento en popa, si bien no tenía tantos amigos como había esperado al inicio del curso, pues el 90% de los matriculados eran mayores que yo, sí que me estaba empapando de conocimiento en mi ramo profesional.

Y luego estaba Renata… y sus ojos… y su pelo… y su boca…

Y pensar en ella con tanta asiduidad me asustaba.

LIVIA ALDAMA

Domingo 14 de mayo

9:47 hrs.

Ese domingo me levanté temprano, pues Jorge había madrugado para ir a comprar un regalo para su hermana, ya que esa noche celebrarían su cumpleaños, una fiesta a la que, por cierto, no había sido invitada.

Hacía tantos años en que yo no era tomada en cuenta para las cerebraciones familiares que organizaba mi cuñada, que me había acostumbrado a no ser partícipe de nada sin que me afectara.

Además tampoco es como si me fuera a sentir cómoda presentándome en aquella casa del brazo de Jorge para celebrar el cumpleaños de esa odiosa cornuda, mucho menos si su guapo marido me había exigido que no hiciera rabietas si no me invitaba, mientras yo enterraba mis uñas sobre las sábanas de la cama de una de las habitaciones vacías de la abandonada mansión soto, mientras él me rellenaba el coño con su lechita caliente el jueves pasado, en tanto yo pegaba alaridos de placer.

Quise ocuparme de algo y sacudí el buró donde resplandecía un retrato de Jorge. Una foto que le había hecho un año atrás. ¡Cuánto había cambiado desde entonces!

No podía evitar sentirme cachonda cada vez que hacíamos ejercicio juntos y yo miraba a hurtadillas sus fuertes brazos, sus robustas piernas, sus acentuados abdominales y la seguridad de su mirada cuando hablaba y reía. Era eso… una seguridad que siempre le faltó y que ahora había alcanzado desde que la odiosa de Renata Valadez apareciera de nuevo en su vida.

Y aunque estábamos tan juntos… a veces lo sentía tan lejos. Y eso me daba pesar.

Y lo que son las cosas, que justo cuando me acababa de poner unas mallas rojas para pasar un domingo cómodo, Malena, que por orden de Aníbal también tenía que ir un rato en las mañanas los fines de semana por si se nos ofrecía algo,  me informó que me buscaba «la señora de Abascal.»

No puedo negar que me sentí inquieta al saberla en mi casa justo en el tiempo en que Jorge estaba ausente. Fue como si la hubiese mandado llamar con el pensamiento.

—Pásala a la sala de estar, Malena, y dile que Jorge no está, que si quiere esperarlo que lo haga. Ofrécele café o un té de cicuta, a lo mejor diosito nos hace el milagro y me deja de fastidiar.

No creí que Malena hubiese tomado tan literales mis palabras sobre envenenar a mi cuñada, hasta que vi un gesto de horror que luego aligeró:

—Doña Raquel me ha dicho que ha venido hablar con usted, no con el señor Soto.

Sentí que se me congelaban las bragas en mi entrepierna. Suspiré hondo y, haciendo acopio de la frivolidad que había aprendido de Aníbal durante los últimos meses, me presenté en la sala de estar para encontrarme con la mujer de mi amante, misma mujer que no se había cansado de humillarme durante los últimos años.

Lo que nunca me dijo Malena fue que la estúpida de Renata Valadez, que no perdía oportunidad para estar de encimosa y coqueta con mi novio, la acompañaba. Solo ver a esa alzada chiquilla mis nervios se crisparon y me puse de mal humor.

A ambas les lancé una mirada desdeñosa, para demostrarles que ninguna de las dos era bienvenida en mi casa. Ellas, a su vez, me evaluaron de arriba abajo petulantes, altivas, vistiendo los vestidos negros y las sevillanas con peineta alta que usan las mujeres finas y tradicionales de Monterrey los domingos para asistir a misa de ocho, en las capillas privadas de sus propias mansiones.

Fui yo la que rompió el hielo:

—Le dije a Malena que Jorge no estab…

—¿Cuánto dinero quieres para que dejes a mi hermano en paz? —me dijo Raquel con altivez sin dejarme terminar la frase.

Estábamos paradas a la mitad del salón, Raquel y Renata entrelazadas, la última más alta que la otra, y yo delante de ellas, sintiéndome inferior.

—Buenos días, Raquel —la saludé con ironía, indicándole con mi gesto su indudable falta de respeto.

—Quitémonos las caretas, engreída, y abstengámonos de hipocresías —continuó mi cuñada mirándome con desprecio, haciendo énfasis con las cejas enarcadas, erguida como la aristócrata que simulaba ser en tanto recogía detrás de las orejas sus cabellos hermosamente rojizos—. Ni tú ni yo nos queremos y, puesto que tú ya eres pasado en la vida de Jorge, no veo la necesidad de esforzarnos en caernos bien justo ahora.

¿De dónde sacaba esta idiota que yo era pasado en la vida de Jorge? ¿La chismosa de Renata le habría contado algo sobre nuestros problemas? Fuera cual fuera el caso, mi cuñadita estaba muy retrasada en noticias, pues habían omitido decirle que Jorge y yo nos habíamos reconciliado, y que yo no iba a descansar hasta casarme con él.

—Y si tan segura estás, Raquel, de que yo ya formo parte del pasado en la vida de tu hermano, ¿por qué me ofreces dinero para apartarme de él? —le pregunté con una serenidad y sonrisa que la enfureció.

—A ver, pordiosera de alcantarilla —endureció aún más el tono de su voz—, a mí no me tutees, que no somos iguales. Para ti soy la señora de Abascal, y ese es el tratamiento con el que me tienes que hablar.

Renata esbozó una sonrisita que me secó los ovarios. ¡Maldita!

—¿Cuánto dinero quieres? —insistió Raquel, dando un paso más adelante, seguido de su acompañante.

—De momento —dije intentando mostrarme inalterable—, «señora de Abascal», le acepto cincuenta pesos para pagar un taxi que devuelva por donde vino a su querida «Renatita», quien no es bienvenida en mi casa.

La aludida enarcó una ceja, y Raquel me dedicó el peor de los gestos antes de gritonearme:

—Última vez que te lo pregunto, rata de basurero, ¿cuánto dinero quieres para que desaparezcas de la vida de Jorge y, de paso, de la mía? Y piénsalo muy bien, que esta oportunidad no se te volverá a presentar en tu jodida vida de pobretona que tienes. Aquí sólo hay de dos sopas; te largas de nuestras vidas con un buen cheque, para que puedas gastártelo en lo que sea que se lo gasten las ordinarias y corrientes procedentes del bajo mundo como tú, o rechazas mi dinero y te a tienes a las consecuencias.

Intenté suspirar, aunque estaba perdiendo la paciencia. Renata poseía una naturaleza tan imponente, detrás de esa aparente mirada dulce, que temí que mis sospechas fueran ciertas y que un día pudiera quitarme a mi novio, ¡que era mío, sólo mío y de nadie más!

—Si no aceptas mi cheque —continuó esa loca enseñándome los dientes—, será peor para ti, porque de todos modos voy a encargarme de que te esfumes de nuestro entorno, y te juro por Dios que te arrepentirás hasta de haber nacido. Tú no me conoces, insulsa muerta de hambre, pero yo soy capaz de hacer que te corran de La Sede como una perra pordiosera en el peor de los términos, y por mi cuenta corre que el desprestigio al que te verás sometida por mis influencias, impida que ninguna empresa de la metrópoli de Monterrey, (incluyendo San Pedro mismo) te contrate. Destruiré tu carrera, tu vida y el de tu familia, y todo por no haber puesto a trabajar las dos o tres neuronas que te quedan y aceptar mi proposición.

«Si supieras, perra, quién es mi protector, no te atreverías siquiera a mirarme» le dije en mi fuero interno, recordando las palabras que Aníbal solía decirme: «Nunca bajes la mirada ante tus oponentes. Ataca antes de que ellos te ataquen y escucha muy bien antes de responder.»

—Para ser una mujer tan temerosa de Dios, señora Raquel Soto de Abascal —le sonreí—, tan educada y con clase, está siendo usted demasiado grosera conmigo. Nunca conocí a alguien que abominara tanto a una persona por su posición social.

Eso es lo que más aborrecía de las personas, ¡su clasismo! ¡Su maldito clasismo! Cuando yo vendía galletas en la calle, en La Sede e iba a arreglar casas de gente rica, había recibido muchas veces humillaciones. Me habían minimizado, hasta hacerme sentir que no valía nada. Y eso nunca lo iba a olvidar.

—No, no, chiquilla —sonrió mi cuñada por primera vez, como lo hacía cada vez que quería humillarme—, no digas tonteras, que yo no odio a los de tu clase; sino todo lo contrario; estoy convencida de que para que podamos existir los que somos como yo, tienen que existir los que son como tú, que perteneces al proletariado. Mi problema contigo no es que procedas de una familia ordinaria, disfuncional, mísera y barriobajera como la tuya, sin estilo, renombre e interés, sino que hayas cometido el grandísimo error de pretender mezclarte con los de mi clase creyendo que de esa manera ascenderías a nuestra élite, aprovechándote de la ingenuidad y sensibilidad de mi hermano, que fue criado por mí para que fuera un digno y admirado caballero, con todos los códigos morales y éticos que dicta la sociedad mexicana.

—Códigos morales y éticos de los que carece usted, «señora», porque una mujer que se precie de su religiosidad, rectitud y decoro, no viene a insultar, humillar, y vituperar a la prometida de su hermano con semejante desfachatez.

El rostro de Raquel volvió a descomponerse.  Renata, que me incomodaba con esa veleidosa mirada que no dejaba de lanzarme, la contuvo. Claro que esa amiguita de mi novio era hermosa, ¡claro que lo era! ¡Y por eso la detestaba! ¡Odiaba verla en mi casa, abrazar a mi novio, hacerlo sonreír y que él fuera feliz a su lado! ¡No lo soportaba! ¡Los celos me consumían por dentro!

—¡Eres tú la que nos faltas al respeto cada vez que apareces públicamente en fotografías del brazo de mi hermano! ¡Cada vez que las revistas de sociales te asocian a nuestra familia! ¡Cada vez que tienes la desvergüenza de pisar la casa donde vivo como si fueses una igual! ¿Tus planes eran casarte en el verano con mi hermano? No me hagas reír, chusmita, que si tu ilusión era que te dijeran «doña Livia o señora de Soto» ya mismo se te puede ir borrando, porque eso no sucederá.

”En este país, para que una mujer merezca ostentar el título de «doña» o de «señora» necesita más que una cara bonita como la tuya.  Así que no, pequeña listilla, yo no crie a un Soto para que termine casado con una muerta de hambre como tú, hija de una vil y ridícula costurera.

—¡Con mi madre no se meta, Raquel! —me exalté cuando cruzó ciertos límites—. Y perdón si no le digo «doña Raquel», pero al parecer a usted también el «doña» le queda muy grande.

—¡Atrevida! —gruñó, echando un paso hacia adelante.

—Sus faltas de respeto tienen un límite, Raquel, y creo que, para una mujer de su categoría, ya se está pasando de la raya —le advertí—. Si me contengo es por educación, esa que tanto usted pregona ostentar y no tiene, pero no le voy a consentir una grosería más, mucho menos en mi casa. Así que, si era todo lo que tenía que decirme, largo de aquí.

—¡¿Cómo te atreves?!

—Mejor que nos vayamos, Raquel —le dijo la otra, abriendo la boca por primera vez—. Es evidente que esta «señorita» no cederá.

Fue ahí cuando ya no la pude tolerar.

—A ver si tienes un poquito de dignidad, Renatita —despotriqué contra ella—, y dejas de venir a mi casa. A Jorge no le interesas salvo para entretenerlo. Así que deja de hacerte ideas raras en la cabeza creyendo que tú podrías compararte conmigo. ¡Jorge me ama a mí, y si alguna vez tuvo alguna confusión contigo, sólo fue para tratar de olvidarme!

Raquel ya había salido de la casa cuando Renata, fulminándome con la mirada, me respondió con toda la clase que una señorita como ella podría albergar:

—En algo tienes razón, Livia: es imposible que yo alguna vez pudiera compararme contigo… porque yo sí soy una dama. Yo no soy una zorra como tú.

—¡Eres igual a ella! —le grité, refiriéndome a Raquel—¡Iguales de clasistas y de doble moral!

Renata se apartó la mantilla que cubría su cara para mirarme a los ojos. Retrocedí de repente.

—Tú no me conoces de nada, niñita insolente, si me conocieras tanto como me conoce tu novio, sabrías que yo sería incapaz de despreciar y mucho menos faltar al respeto a las personas por su condición social —dijo con la misma sonrisa y serenidad de antes—. Lo que yo desprecio es la hipocresía, y tú, «señorita farsante», eres una vil mentirosa que no merece a Jorge de ninguna manera.

Y dicho esto salió de mi casa con el sonido de sus tacones aturdiendo mis orejas.

—¡GRRRRR! —grité rabiosa, golpeando con mis puños los sofás—. ¡Jorge es mío! ¡Es mío!

Corrí a mi habitación y me tumbé, llorando de impotencia. Bacteria salió huyendo y el dolor fue más grande aún. ¿Por qué me huía? ¿Qué le había hecho yo para que ya no me quisiera como antes?

—¡Me lo quieren quitar, Bacteria! —lloré cuando mi gato se esfumó de mi vista—. ¡Renata y Raquel me lo quieren quitar! ¡Pero no se los voy a permitir!

No entendía qué carajos me estaba pasando, que últimamente actuaba con demasiada ligereza y frivolidad. Estaba tan enfadada que, cuando Jorge se marchó al chalet del oriente donde se llevaría a cabo la fiesta de su hermana para ayudarla a ultimar los detalles de su fiesta, yo llamé a Aníbal por teléfono y le exigí verlo pues tenía que hablar con él algo importante.

Mi amante se mostró bastante renuente, y de hecho al principio se negó, sobre todo cuando le dije que quería verlo en su casa, allá en la mansión Abascal, donde vivía con la desquiciada de Raquel.

Le dije que quería aprovechar que ella no estaría ahí para decirle algo urgente. Pero luego de una discusión en la que él no quería darme tregua, lo amenacé con que si no hacía lo que le pedía,  se fuera olvidando de mí para siempre.

Y él aparentemente accedió.

LIVIA ALDAMA

Domingo 14 de mayo

20:25 hrs.

—¡Que sea la última vez que crees tener derecho para chantajearme, ¿entendido, niñita caprichosa?! —me reprendió Aníbal cuando me aparecí en su despacho, vistiendo un cortísimo vestido color plata que apenas me cubría la mitad de las nalgas y la mitad de mis senos, y que traía oculto debajo de una larga gabardina que todavía no me había quitado.

Mi concuño lucía maravilloso, un traje de raso negro, con una corbata del mismo color, y una camisa blanca que contrastaba con el resto de su ajuar.

—Quiero que le prohíbas terminantemente a Raquel que vaya a mi casa a gritonearme como lo hizo esta mañana —le dije, ignorando su sermón anterior—. ¡Y quiero que obligues a esa tal Renata Valadez a que deje de andar provocando a Jorge! ¡Él es mío y ella me lo quiere quitar!

Aníbal se levantó de la silla bastante furioso, pasándose delante del escritorio, y me dijo:

—¿Ahora crees que puedes venir a mi casa a darme órdenes, muchachita babosa?

Recibí sus palabras como una bofetada con guante blanco.

—¿En serio no te importo aunque sea un miligramo, Aníbal? —le dije con mi voz temblando.

Él se llevó las manos a la cara cuando me vio hacer un puchero e hizo un gesto de incredulidad.

—¿Que si no me importas, Livia? ¡Huevos! ¡¿Cómo no me vas a importar si te has convertido en la única excepción a todas mis putas reglas? ¡Contigo he roto mis propios códigos de conducta, mis propios esquemas! ¡Contigo he hecho todo lo que juré que nunca haría, mucho menos por los caprichos de una mujer! ¡Y heme aquí! Cediendo a tus putos caprichitos de niña berrinchuda de dos años cuando debería de estar ahora mismo en el chalet de mi esposa, recibiendo a los invitados al menos por apariencia.

—¡Es que necesitaba verte! —hice un puchero con el que pretendía conmoverlo. Él mismo me había dado las armas para desarmarlo con mi voz y con mis gestos, y lo intenté de nuevo—. ¿Tan malo es que quiera venir a ver a mi hombre?

Sabía las palabras exactas que robustecían su orgullo como semental, su ego, su poderío. Él, suspirando, se acercó a mí, acarició mis mejillas y endulzó el tono de su voz.

—No, mi niña, no es que sea malo, es que me lo exiges y yo no estoy acostumbrado a que nadie me ordene nada. Además… lo haces hoy, el día del cumpleaños de la desquiciada de mi esposa, y encima me pides verme aquí, en mi propia casa, donde están mis criados, como si meter a mi amante a mis aposentos fuera lo más normal.

—Aquí tenías siempre a Lola —le reproché con voz mimada, deslizando mi mano a la entrepierna de su pantalón—, ¿qué diferencia hay conmigo?

—Que Lola siempre fue la mejor amiga de Raquel, y podía andar aquí cuando le placiera. En cambio, tú eres su peor enemiga… —intentó separarme, justo cuando noté cómo su bulto se endurecía en mi mano—. ¿Qué jueguito es este, niñita?

—Tú también juegas siempre conmigo, Aníbal —le reproché—, es justo que de vez en cuanto yo juegue contigo.

—Yo nunca juego en contra de nadie —me respondió, mientras su polla se hacía cada vez más grande debajo de su pantalón—, lo que pasa es que yo siempre juego a mi favor.

—¿Otra vez cediendo ante mí? —le expuse una sonrisa cuando logré mi objetivo, poner dura su polla.

—No te acostumbres, niñita caprichosa y traviesa —se acercó a mí para olisquear mi pelo—, que no siempre será así.

—Ajá —lo desafié.

—¿Te revelas? —me preguntó.

Y yo continué sobándole su bulto, mordiéndome el labio inferior para incitarlo.

—Usted me domina, señor Abascal, pero yo también lo domino a usted —le quise dejar claro—, cuando entienda esta verdad, dejará de enojarse conmigo.

—Aquí el único que da las órdenes soy yo —me recordó, proveyéndose de toda la fuerza de voluntad que podía ejercer sobre sí para no tocarme—. Así ha sido siempre y así será.

—¿Quieres apostar que no? —lo desafié, enseñándole mi lengua como una gatita en celo que requiere toda su atención.

—¿Me estás retando, muchachita respondona e indisciplinada?

—Sólo quiero demostrarte que yo también ejerzo un poder igual de fuerte en ti del que tú ejerces en mí, Aníbal.

—Me ofende que me subestimes así, Livia Aldama —me sonrió—, el semental de sementales, el macho de machos. Creo que te he demostrado con hechos de lo que soy capaz. ¿O ya se te olvidó lo que le hice al hijo de puta que abusó de ti en esas putas carreras de mierda a las nunca debiste de haber ido?

—No, no se me olvida —me estremecí al recordarlo.

¿Cómo iba a olvidar una ejecución que había sido por mi culpa? Tan no la olvidaba, que durante los primeros meses no dejé de despertarme gritando producto de esas horribles pesadillas.

—¡Le arranqué los ojos para que nunca más te viera! —gruñó, mientras yo empleaba mi segunda mano para buscar la cremallera de su pantalón—, ¡le arranqué las piernas con una motosierra para que nunca más fuera tras de ti! ¡Le corté las manos para que nunca más te profanaran! ¡Le arranqué su miserable verga, para que aprendiera a jamás atacar a una mujer contra su voluntad!

No sabía a ciencia cierta si lo había hecho él mismo, pero, por mis teorías, más bien lo había mandado a ejecutar, lo que, por supuesto, no le restaba crueldad al hecho.

—Y todo lo hice por tu culpa, Livia, por rebelde, por irresponsable, por inmadura, ¡por largarte a esas putas carreras sin mi autorización, humillándome al entregarte a otro cuando tú eres solamente mía!

Tragué saliva ante su poderoso grito.

—No conforme con eso, Livia Aldama, a ti te salvé la vida cuando fui por ti a esa casa donde te estabas muriendo por tu maldita idea de querer intoxicarte con esas pastillas.

”Y encima te ayudé a orquestar un plan para que pudieras volver con mi cuñadito, a fin de complacerte con ese maldito afán tuyo de retenerlo a tu lado. ¡Te interné en un hospital para que todos pensaran que te estabas muriendo, cuando tú y yo sabemos que cuando llegué a tu apartamento, te hice vomitar las pastillas para que no te hicieran mayor efecto! ¡Hice que borraran todos esos putos videos donde aparecías en esas malditas carreras, follando como una puta con tu amiguita y el motero! ¡Corrí a tu «amiga Leila» de La Sede y la amenacé para que nunca más te buscara! ¡He hecho cada cosa que me has pedido, matando por ti, mintiendo por ti, demostrándote todo lo hijo de puta que puedo llegar a ser por complacerte, ¿y tú crees que puedes poner en tela de juicio esa idea absurda de que no me importas?!

Si eso que había hecho por mí no era chantaje de mí hacia él, entonces no sabía lo que era.

—Me gusta ser el dominante y tener el control de absolutamente todo —continuó, cuando logré meter mi mano en el hueco de su bragueta—. ¿Y ahora vienes tú, una niñita caprichosa de 24 años, a decirme que me domina? No me hagas reír.

—¿Quieres ver que sí te domino, Aníbal Abascal? —le sonreí como una niña mala—. Te recuerdo que tú me has convertido en esto que soy ahora, así que no te quejes y asume lo que hiciste.

Sonrió irónico, diciéndome:

—Si crees que por mamarme la polla eso ya es dominación, creo que mejor te das la media vuelta y te vas, que putas tengo muchas.

Su comentario me ofendió y me dolió tanto, que tuve dejar su verga dentro del pantalón, retroceder unos cuantos pasos hacia atrás, y luego sonreír maquiavélicamente para hacerle tragar sus palabras. Tenía que demostrarle que yo también lo dominaba a él.

—Tú te quedarás esta noche conmigo, Aníbal, y vas a follarme en tu habitación.

—Ah, chinga… —se burló a carcajadas, acomodándose de nuevo la bragueta con la firme intención de largarse a la fiesta de su esposa y dejarme plantada allí—. ¡Yo no cedo a caprichos estúpidos, Drusila, y lo sabes bien! Así que dime ¿qué te hace pensar que voy a quedarme sólo porque tú me lo dices?

—Porque tengo un regalo para ti —le confesé, desprendiéndome de mi gabardina y mostrándole el puti vestido que me había puesto para él.

Antes de que él pudiera reaccionar, me puse a cuatro patas sobre la alfombra y él sólo pudo jadear.

ANÍBAL ABASCAL

Domingo 14 de mayo

20:37 hrs.

Su lógica para dominarme parecía incuestionable.

Cuando Livia se puso a gatas sobre la alfombra de mi despacho e hizo a un lado la tanguita que yacía mordiendo su culito, pude contemplar cómo el diamante del plug anal que le había regalado semanas atrás sobresalía por su recto.

—Ufff —me estremecí, poniéndome duro como un hierro—, ¿qué es esto, mi niña?

—Tu regalo, papi —me dijo, moviendo su enorme culo como una perrita cuando quiere que le den de comer.

—Eres una adorable perra, ¿lo sabes?

—No cualquier perra, papi, soy tuya, tu perra.

Me puse de rodillas detrás de ella, abrí sus dos nalgotas con mis manos y le di una larga lamida al centro de su culito. Su aroma y sabor era a jabón. Se había preparado para mí con minuciosidad.

—¿Y si te has enterrado ese plug anal es porque…?

—Porque quiero darte mi culito —me confirmó, meneando la cola como una zorrita—. Quiero que me lo rompas con tu verga, papi. Tú me dijiste que cuando estuviera preparada para que me lo desvirgaras, te lo hiciera saber insertándome este plug anal sobre mi recto. Y mira lo que son las cosas, que ahora mismo aquí lo tienes.

—Ufff, preciosa —me saltó la verga dentro de mi pantalón, mientras volvía a separar sus dos nalgas con mi mano para repasarle la lengua por en medio.

—Me hice una lavativa —me informó—, siguiendo las instrucciones que venían en las hojas que me diste. Emplee mucho tiempo para esto, y deberías reconocérmelo.

—¿Y cómo te sientes? —quise saber, ansioso, caliente, con deseos tremendos por horadarla.

—¿No me ves? —me dijo moviendo su culote—. Como una perra en celo. Todo el día he estado muy cachonda, Aníbal, pensando en este momento. Me siento sucia, obscena… ofreciéndote mi culito.

Cuando ella advirtió mi propósito de perforarla allí mismo, me detuvo, tomando las riendas de la situación (con lo que abominaba que tomara el control en el sexo) se puso en pie y me dijo:

—Te dije que quiero que me rompas el ano en tu habitación, anda, llévame, quiero conocerla.

¡Maldita muchacha babosa! A ver si iba a terminar siendo cierto que yo mismo la había convertido en una frívola gatita que era capaz de dominarme.

—¡Te perforo aquí y te callas! —le grité.

—En tu cuarto o no hay culito —me retó.

Estaba tan caliente que no pude objetar.

La lancé contra mi cama nada más entrar a mi habitación. Ella giró varias veces antes de ponerse a cuatro patas otra vez. Descorrí las cortinas del muro de cristal que daban al jardín posterior de la mansión, y en seguida volví hasta mi putita.

Ella me esperaba como la había enseñado; a cuatro patas, con el culo en pompa, y con las piernas extremadamente abiertas, agarrándose sus anchas caderas. Cuando me desnudé y afilé mi polla con los dedos, Livia movía las nalgas de un lado a otro, bamboleándolas sobre sus muslos, invitándome a romperle el ojete.

—¿No te ibas con tu mujercita, guarro? —se burló de mi estúpida debilidad, la muy cabrona.

—Prefiero romperte el culo —me sinceré—, pero no te sientas tan triunfadora, putita, que lo vas a padecer.

Y vaya si me valía una mierda lo que pensara, gritara o hiciera Raquel; por nada del mundo iba a perder la oportunidad de reventar ese lindo y virginal ojete por ir a esa maldita fiesta que sólo era una farsa social.

—Eso quiero verlo, machito… —se burló.

¡Hija de la chingada!

—¿Tu madre aprobaría esto? —le pregunté con todo el morbo acumulado en mi cabeza, dándole una fuerte nalgada que marcó mis dedos en su piel.

Yo mismo me respondí: claro que no lo aprobaría, aun si Olivia siempre fue tan guarra como su hija, ¡por eso no me esperó la adúltera inmunda!¡Por eso le valió una verga nuestro compromiso y nunca me esperó! ¡Por eso cuando me enteré que había parido a la bebé que ahora tenía a cuatro patas delante de mí, sufrí tanto que hui de su puta vida sin mirarle la cara nunca más!

—¡Aaaahhh! —gimoteó esa pequeña demonio, que estaba volviéndome loco día a día, tras otro cachetazo.

Ni siquiera hice aprecio a las decenas de llamadas que me hizo mi esposa mientras yo desenterraba con los dientes ese brillante diamante cristalino que lucía encajado en su ano.

Esa niñita rebelde necesitaba un castigo ejemplar; por eso decreté que no iba a tener piedad de ella. Enterré mi cara en medio de su culo, y repasé mi lengua en los bordes de su asterisco que, en efecto, olía a jabón.

—¡Aaaaah! ¡Síiii!

Livia gemía excitada mientras movía el culo restregándomelo en la cara. Sus gritos se hicieron más expansivos cuando hundí mi lengua en ese estrechísimo agujero y con mis dedos la comencé a masturbar, introduciendo dos dedos sobre un coñito que ya estaba estilando flujos sexuales.

—¡Amo que seas tan puta! —le gruñí entre sus nalgas—. ¡Amo que seas tan caliente! ¡Ya estás chorreando como una guarra!

—¡Aaaah! ¡Uffff!

—Vamos, Drusila, déjate llevar, mi preciosa, mi dulce diamante, mi dulce niña.

Si algo amaba Livia de mí era el equilibrio que tenía para decirle guarradas y al mismo tiempo comportarme como todo un caballero, tratándola como la hermosa hembra que era. Me pareció una pena que esa noche descubriría una faceta más violenta de mí hacia ella. Lo merecía por traviesa, por caprichosa, por querer dominarme. ¡Por recordarme a la puta de su madre, a quien tuve ganas de estrangular cuando la vi después de tantos años en el hospital, al costado de su hija!

—Ábrete las nalgas sola, Livita, así… así…

De todos modos estaba muy orgulloso de mi niña, ella había aprendido demasiado  bien durante los últimos meses. La Livia de ahora no tenía nada que ver con aquella inocente niña y temerosa a la que le metí el rabo por primera vez frente a la chimenea de la mansión Soto. Ahora era una mujer digna de mí.

—¡Aaahhh! ¡Aaahhh! ¡Por Diooos! —rezaba ella  mientras friccionaba su culo sobre mi cara.

Permanecí hundido entre sus nalgas, masturbándola por delante y metiéndole mi lengua por detrás, hasta que noté que su rosado agujerito ya había dilatado lo suficiente para no provocarle tanto dolor, pero lo necesario para que apretara rico cuando se la encajara.

—Nunca olvides este momento, amorcito —le dije cuando puse mi glande en la puerta de su ano—, porque ya no volverás a ser la misma niña inocente de antes. Con esto te reafirmo que eres mía para siempre.

El primer grito lo expulsó cuando la cabeza de mi polla, que ya estilaba varias gotitas de flujos pre seminales, traspasó el umbral de ese hermoso agujerito estrecho cuya contracción me lo apretó deliciosamente.

El segundo grito que la estremeció completa lo expulsó cuando la mitad de mi tallo se enterró en su interior, castigando su ano con bestialidad; y el tercer y último grito, el más fuerte, desgarrador y contundente, fue cuando mis huevos chocaron contra sus muslos.

—¡Diooooossss!

Las estocadas fueron despiadadas, salvajes, casi sobrenaturales, y sus gritos sólo me indicaban los potentes impulsos de mis embestidas.

—¡Ah! ¡AH! ¡Ah! ¡Aaaah!

—¡Siénteme duro, mi amor… siente cómo te poseo! ¡Ahora sí eres mía, completamente mía! ¡Tu culo es mío, putita!

—¡AAAAHHH! ¡AAAHHH!

Puesto que Livia se había ido de boca, aplastando sus tetas sobre las sábanas, enrollé su pelo en mi muñeca y la obligué incorporarse mientras la bombeaba con ímpetu, coraje y lascivia.

—¡Esto es para que aprendas a no ser tan caprichosa ni tan tóxica conmigo, cabrona! —le grité—, ¡esto es para que comiences a tratarme con mayor respeto y consideración!

—¡Aggrrggg! ¡Ahhhh! ¡AHHHH!

Los «¡Plaz!¡Plaz!» de mis muslos contra su culo inundaron mi habitación.

—¿Quién es tu papi?

—¡Tú…ú… Ah! ¡Ah!

—¿Quién es mi puta?

—¡Ahhh! ¡Diosss! ¡Aní…b…al!

—¡DILO!

—¡Yo soy tu puta!

—¡DILOO!

—¡Yo… soy… tu putaaaa….!

Todos los lloriqueos y gritos de aquella virginal señorita eran de placer, dolor y sorpresa, y cada vez que gritaba recordaba que la estaba follando por el culo, uno que había reservado virgen solo para mí. La estaba sodomizando, y lo peor es que yo lo estaba disfrutando tanto o más de como lo había imaginado en mis más perversas fantasías.

Ella apenas fue consiente de cuando la giré, la arrastré a la orilla de la cama, y me arrellané sobre los bordes.

—¡Siéntate sobre mis huevos, gatita! —le ordené—, ¡y rebota… bota… bota… ahhh, así… así…!

Livia hundió su culo en mi endurecido mástil, gritando y bramando de placer y de dolor. No me importó que las criadas y criados que a esas horas estuviesen en mi casa escucharan cómo sodomizaba a mi puta. No me importó que Livia misma me suplicara que parara porque la estaba lastimando.

No obstante, me resultaba ridículo que me lo pidiera cuando era ella la que tenía el control de las embestidas, cuando era ella quien seguía botando una y otra vez sobre mi pollón cada vez que le daba la gana.

Las contracciones de mi putita fueron determinantes para que la punta de mi glande hormigueara y me hiciera correr dentro de su recto, terminando nuestra sesión de sexo con un romántico beso que no fue acorde a nuestro reciente hardcore.

Nuestras lenguas mojadas se enlazaron, y abrazados nos tiramos sobre la cama, mientras yo limpiaba su rostro, sus pechos,  y su cuello con mi lengua, protegiendo su piel, y corroborando que no le había hecho ningún daño.

—¿Qué me estás haciendo, Livia? —le pregunté, sintiéndome por primera vez… inseguro—. ¿Qué putas me estás haciendo?

Pero ella no me miraba. Sus ojos estaban perdidos, como si pensara en él…

¡EN ÉL!

  1. AÑICOS

ANÍBAL ABASCAL

Domingo 14 de mayo

23:55 hrs.

A veces la vida es tan perra, que de vez en cuando orquesta todo un plan para chingarte. Y es que la calentura te convierte en un pendejo cuando no sabes dominarte, lo que provoca que de un momento a otro, tus planes se jodan.

No sé en qué momento bajé la guardia y permití que Livia penetrara en mis sentidos, en mi cerebro, en mi inteligencia… en mi corazón: de otra forma no me explico cómo pude ser tan estúpido para quedarme dormido con ella, en mi cama, sabiendo que Raquel podría llegar en cualquier momento y descubrirnos, tal y como sucedió.

—¿PERO QUÉ… ES ESTO? ¿QUÉ… ES ESTOOO ESTO? ¡¿QUÉ MIERDAAAS?!

Yo ni siquiera me inmuté cuando me desperté de golpe, bostecé, y la vi parada en el umbral de mi habitación. Livia saltó al instante, lanzando un gemido de horror, se puso a cuatro patas, desde donde aún podía percibir cómo le goteaban restos de mi semen desde su precioso ano, y se dirigió hasta el extremo opuesto de la cama, envolviéndose la sábana en su cuerpo.

Como pude me levanté, me sacudí la polla y me limpié el capullo con el vestido plateado de mi puta.

Volteé hacia la puerta y sonreí a Raquel con perversidad.

—¿Apoco pensabas que te ibas a follar a Valentino Russo y yo iba a quedar como un grandísimo cornudo, pinche loca inmunda? —le solté con rabia.

Livia estaba temblando en una esquina, petrificada, con el horror pintado en su semblante. Era evidente que ni ella ni yo esperamos que mi esposita pudiera descubrirnos de esa manera, desnudos y recostados sobre la que en algunos momentos (para ser exactos sólo cuando mis hijas estaban en casa) se convertía en nuestra cama matrimonial.

Era una mala suerte que hubiera sucedido así, pero de lo malo lo bueno, y este bochornoso momento podría servirme para comenzar a reordenar lo que sería el futuro de mi vida.

Valentino tenía las horas contadas. Le arrancaría las entrañas y lo mutilaría de la manera más cruenta y despiadada posible, hasta que sus huesos y su carne se confundieran con la mierda. El cabrón no tenía idea de lo que le esperaba. Haberse metido con mi esposa sólo para fastidiarme ya era una buena razón para cortarle los huevos con una motosierra; pero… enterarme por Ezequiel (con todas esas evidencias que recopiló) que se había cogido a mis dos hijas, que eran lo más sagrado y puro que tenía en mi puta vida, eso sí que nunca se lo iba a perdonar, ni aunque lo mandara al séptimo infierno. Ya tenía todo preparado para hacerlo pedazos de una vez por todas, pero me faltaba el día y la hora para evitar sospechas.

Y luego estaba Raquel. Esa maldita casi asesina de mierda. Esa odiosa loca de porquería que ya me tenía harto. Su papel en mi vida familiar, personal, sentimental y política sobraba. Era una pieza inútil de mi puzle, y por tanto tenía que sacarla de contienda. Encima acababa de descubrirme con la futura esposa de su hermanito en una situación bastante comprometedora, ¿y en qué posición me ponía? En una muy compleja si se le iba la lengua. Por tal motivo, francamente, yo no estaba dispuesto a sufrir ni tolerar ninguna contrariedad.

—Sal de aquí, Livia, y espérame en el cuarto de huéspedes que está al lado, hasta que yo haya resuelto este problemita —le pedí a mi hembra con seguridad.

La pobrecilla estaba sollozando, presa del miedo. Ella sabía que una palabra de Raquel a su novio y ella quedaba en la completa ignominia.

—Tranquila, mi pequeña —le dije a Livia con ternura, cuando me acerqué a ella, limpiándole los pegostes de semen que aún colgaban de su culito—. Raquel no te hará nada. ¿No la ves? La loquita maniática ha quedado petrificada.

Raquel, en efecto, estaba estática, en shock. Permanecía tan tensa y rabiosa que estuve seguro que podría quebrarse en mil pedazos con cualquier brusco movimiento.

—Espérame en la habitación de huéspedes, preciosa —le pedí otra vez, ofreciéndole una sonrisa mientras mi pequeña Livia temblaba de horror y lloraba en silencio.

Se sentía perdida, derrotada, descubierta. Se sabía acabada en lo moral y en lo sentimental. Y no era para menos.

Miré a mi esposa y la encontré inmovilizada. Maldita payasa, ¿por qué no le daba un paro cardiaco de una vez por todas y me dejaba de joder? Tenía que hacerla reaccionar, a como diera lugar. Luego, ya vería.

Y fue justo cuando Livia pasaba por su lado, estremecida y con un ataque nervioso sin precedentes, cuando le dije a Raquel:

—¿Qué se siente que tu marido se esté follando a tu peor enemiga, grandísima cornuda?

Me esperé sus gritos, sí, sus rabietas y pataletas. Lo que no me esperé fue que cogiera a Livia de los pelos, la tirara al suelo, la abofeteara sin cesar y que luego la arrastrara por todo el pasillo de la planta alta con saña y furia mientras mi hembra gritaba de dolor.

No reaccioné al momento por la impresión sino hasta que las dos mujeres desaparecieron de mi vista. Así, desnudo como estaba, corrí hacia el pasillo hacia donde se oían los gritos.

—¡Siempre supe que eras una maldita puta y arrabalera, hija de tu perra y desgraciada madre! —le gritaba Raquel mientras la abofeteaba—. ¡Una maldita rastrera! ¡Pero es que mi hermano te sacó de un basurero, pobretona de mierda! ¡Pero se te acabó el teatrito, cerda degenerada! ¡Te voy a matar, porque mi hermano no merece tener a su lado a una inmunda cerda como tú! ¡Te juro que te voy a matar perra mierda!

Livia gritaba de miedo y de dolor.

—¡Basta, Raquel! —le grité, saliendo disparado hasta esa salvaje que molía a golpes a su cuñada, mientras ésta gritaba y lloraba de dolor.

Cuando llegué al sitio donde se desarrollaba la paliza, Livia estaba en el filo de la escalera y Raquel la arañaba de la cara y le pisaba la cabeza.

Cogí a Raquel de los pelos y le apreté el cuello para que la soltara. Me habría bastado con empujarla para hacerla rodar por los rellanos. Me habría bastado un movimiento para romperle el cuello y matarla como la perra que era. Pero ante eso… yo no podría defenderme en los juzgados. Así que idee otra artimaña.

Mientras tanto, parte de la servidumbre apareció en el acto, presenciando escena semejante. La prometida de Jorge en pelotas, ensangrentada de la cara, desnuda y a punto de rodar escaleras abajo, Raquel convertida en el demonio de Tasmania, gritando, maldiciendo e intentando zafarse de mis vengativas manos. Y yo allí, junto al barandal de madera, desnudo, arrastrando a mi esposa a la habitación donde me había encontrado tras haberle roto el culo a su concuña.

—¡Auxílienla, imbéciles, no se queden ahí paradas como pendejas! —les grité a mis sirvientas, que como pendejas sólo veían a Livia sufrir la paliza que le acababa de dar mi esposita.

—¡Los voy a matar, perros inmundos! ¡Los voy a matar! —gritaba Raquel mientras la llevaba a mi habitación arrastras.

Confié en que mi hembra fuera atendida antes de poderme reunir con ella. Mientras tanto, metí a Raquel por la fuerza a nuestra habitación y la tiré en el suelo, mientras cerraba la puerta con el seguro.

—¡A ti también se te acabó el teatrito, Aníbal Abascal! —me gritoneó mientras se levantaba, convertida en una auténtica loca—. ¡El consuelo que me queda es que me follé a tu mejor amigo, al ¿cómo lo llamas? El Lobo. Pues sí, Aníbal, vaya que es un lobo, ¡a mí también me hizo aullar como una puta, como ni siquiera tú me hiciste gritar de placer ni en tus mejores tiempos, cornudo de mierda!

La rabia y el orgullo herido casi me hacen explotar por dentro.

—Eres tú, o soy yo, querida esposita —le dije a Raquel, justo al momento en que la cogí de los pelos y la empujé con todas mis fuerzas de espaldas contra el muro de cristal, el cual reventó por el impacto en millones de añicos. Raquel salió volando como una muñeca de trapo desde el segundo piso. Pero, para mi puta mala suerte, la maldita perra cayó justo en la piscina que estaba debajo.

—¡¿Quién putas le puso agua a la piscina?! —grité como un demonio.

De todos modos tuve la esperanza de que si el impacto no la había matado, el shock nervioso que había sufrido, aunado al golpe contra el cristal y su caída en el agua desde una segunda planta, hiciera al menos un efecto irreparable en ella.

No, no quedé viudo, pero ya me las arreglaría para sacarme a mi esposa de contienda durante un buen rato… antes de que abriera la boca y me destruyera desde los cimientos.

No obstante, al parecer, la contienda apenas comenzaba.