Depravando a Livia: capítulos 30 y 31

Cuando el deseo es imparable, no queda más que la consumación de una dolorosa infidelidad.

  1. ENTREGA TOTAL

LIVIA ALDAMA

Esta es la parte más compleja de mi historia, Jorge, esa que no te puedo contar salvo en mi mente, sin que tú la escuches, sin que tú la conozcas, porque, estoy segura, esto te mataría.

Muy tarde he comprendido que el amor en pareja es un estado de paz y de confort cuya perdurabilidad se basa en la capacidad que tiene el individuo para defenderlo y volverlo infranqueable cuando entran en juego factores externos que amenazan con detonarlo.

A veces el amor es eterno, otras veces efímero. Todo depende de la solidez de tus convicciones. Siempre estuve consiente de que los únicos que podríamos romper una relación como la nuestra, Jorge, éramos nosotros mismos, pues nuestra voluntad, a no ser que fuese bajo coacción, nunca podría ser alterada por nadie, salvo por nuestros deseos.

La lucha es interna cuando se trata de entender tus sentimientos. La lucha es corporal cuando se trata de entender tu cuerpo, lo que necesita y lo que, sin embargo, puede tener.

Mi problema era que en mis sentimientos tú siempre estuviste tatuado hasta mis tuétanos, mi Joli; tu voz, la paz que me proveías, el futuro que me inspirabas… en fin. Todo lo tenías. Lo que más me unía a ti era saber que eras el ancla que me sostenía. En mi futuro siempre estuviste tú, siendo el padre mis hijos, compartiendo éxitos, viajes y envejeciendo juntos. Pero, cuando se trataba de mi cuerpo, llegó un momento en que comprendí que tú no me satisfacías. Y no porque no lo disfrutara, sino porque tú mismo, por tus celos, habías puesto limitantes hacia mí.

Mi segundo y más grande problema fue que quise tener todo a la vez. A ti y a los otros. Por eso, cuando despertó en mi cuerpo aquella vorágine infernal a la que me vi sometida, no pude liberarme.

Sufrí un dolor intenso enterarme que tú no eras el chico bueno, incondicional y clemente que yo había creído. Fue la decepción de haber vivido engañada lo que me obligó a estallar en una locura en mi, de por sí, inestable identidad, (misma que había adoptado a raíz de mis constantes desencuentros con Leila, Felipe, Valentino y Aníbal).

Con Valentino me sentía confusa ante su presencia. Con Felipe Rebelde. Con Aníbal poderosa.

Mi tercer problema fue cuando hice conexión con quien no debía, con quien estaba prohibido para mí, con quien se apoderó de mi entendimiento, de mis caprichos y de mis mentiras. De quien me hizo conocer lo peor de mi razón.

Al principio vi en él a esa figura paterna que me faltaba, o al menos eso trataba de hacerme creer, para que no me poseyeran esos deseos raros que, por donde lo viera, me suponían una prohibición.

Yo nunca quise esto, Jorge, y por eso te pido perdón: te juro que no sé cómo sucedió, pero él consiguió ensamblar esas piezas que me faltaban en una vida en la que ni siquiera sabía que me sentía incompleta.

Sigo intentando identificar el día y la hora en que me encapriché con él, sintiendo una obsesión tan fuerte y tan intensa que fui incapaz de dominar.

Mis sentimientos volcaron en una trituradora perniciosa y se hicieron añicos. De pronto él ya era dueño de mis pensamientos, de mis días y de mis horas. De pronto él me gustaba como el diablo al fuego, como la tentación al pecado, como la lengua a su boca y como la muerte a la vida; de forma lasciva, impúdica y pasional.

Al final entendí que Valentino Russo sólo había sido el conducto para llegar a mi verdadero macho, obteniendo, a su vez, toda una retahíla de desenfrenos que no pude aparcar.

Te estoy hablando de Aníbal, Jorge, tu hermano mayor, como a veces lo llamabas, tu padre, tu jefe, tu cuñado, el hombre que cuidó de ti cuando tus progenitores faltaron y el mismo que, en muy poco tiempo, me enloqueció, así como yo lo enloquecí a él. Y juntos estallamos en una red repleta de pecados, de mentiras, de lujuria, de hambre, de ansias, de electricidad y de mucha perversión.

«Nunca ames a alguien que te haga sentir ordinario» parafraseó Aníbal esta frase de Oscar Wilde la primera vez que me besó, apenas pocos días después de la noche en que me había llevado al club de los Baroneses.

Lo recuerdo bien, Jorge, porque fue un quince de diciembre, el mismo día en que me obsequió el volvo blanco C30 sin que tuviera una razón aparente para regalármelo salvo sorprenderme.

Recuerdo haber ido esa tarde a su despacho para agradecerle el detalle, pero con la firme intención de devolvérselo enseguida.

No pretendía alimentar malos entendidos ni que se hiciera ideas raras conmigo que, por muchas razones, no podían ser.

—Aníbal, no creo que sea correcto recibir semejante regalo —le dije.

—Recibir no te obliga a darme nada, pequeña —me respondió observándome sin parpadear.

—Me comprometes a hacerlo, inconscientemente aceptar estos regalos, dícese de las joyas y el vestido de aquella última noche que nos vimos, y ahora este lujoso auto… me obligan a estar en deuda contigo. Y no está bien. Tú eres como el padre de mi futuro esposo, y yo como tu nuera. La hermana de Jorge es tu esposa, y esa esposa tuya me odia con todas sus fuerzas. No, Aníbal, por donde lo veas esto es incorrecto. No está bien.

—¿Quién dice que es incorrecto? —me preguntó casi al segundo en que se puso de pie y comenzó a desplazarse lentamente hacia mí—, ¿tú o la moralidad con que fuiste criada?

Yo comencé a retroceder hacia atrás, observando asustada cómo aquél atractivo caballero me asechaba.

—¡Es que no es ético! —intenté rechazarlo, con la experiencia que creí tener al haber intentado rechazar tantas veces a Valentino—. Yo soy una mujer con valores.

—¿Y quién te impuso esos valores? —me preguntó, avanzando un poco más. Sus ojos azules destellando, su mentón duro, perfecto, su expresión segura, imperturbable—. ¿No será que tienes miedo de poner aprueba tu voluntad?

—¿Y si así fuera qué? —arrastré mis tacones hacia atrás intentando no tropezar.

—Si así fuera mejor todavía —me sonrió, dando pasos más largos como una espesa sombra que intenta consumir la claridad—. Eso me diría que yo significo más para ti de lo que tú piensas. Que no me ves como el padre de tu novio y mucho menos como el esposo de Raquel. Si tú tienes miedo a poner a prueba tu voluntad significa que tú me ves como hombre, como alguien que podría convertirte en una reina, en una hembra de verdad. En mi mujer y yo en tu hombre.

Lancé un jadeo cuando sentí que mi culo chocaba contra el picaporte de la puerta y él se posicionaba delante de mí y me encarcelaba poniendo ambos brazos a mis costados, impidiéndome el paso hacia ningún sitio. Allí, a un palmo de mi cuerpo, lo vi más alto, más enérgico y más poderoso. Su exquisito aliento me intoxicó, y esa mirada tan honda que expulsaba electricidad, atrapó a mis ojos y a partir de entonces no pudieron parpadear.

Entonces levantó un poco su rodilla y buscó abrirme la entrepierna, provocándome un ligero jadeo.

—Que no te escandalicen los roces de la piel sino el silencio que no dice nada —me dijo con suavidad, sabiendo que detrás de mí se abría paso a un largo pasillo rebosante de cubículos, incluido el tuyo, Jorge, cuyos trabajadores podían escucharnos si acaso no controlaba mis jadeos—. Los roces son palpables y tú los sientes, sabes cuándo te tocan y hacia dónde se dirigen. En cambio los silencios son criminales, casi voraces. Atacan a sus presas invisiblemente y lo hacen tan lento y certero como un hipócrita que ha hablado mucho.

—Por favor… —supliqué, removiéndome sobre la puerta.

Y él insistió en separar mis muslos, de forma más hábil y ávida.

—Tú no sabes lo que daría por saber cuán húmeda se pondrá tu lengua cuando te bese con deseo y pasión, Livia, y mi mentón choque contra el tuyo, y mis manos se apoderen de esas ricas nalgas tan grandes y tan duras que posees, mientras mi endurecido bulto, debajo de mi pantalón, se entierra entre tus piernas.

Mis labios vaginales comenzaron a gotear. Mi corazón se estremecía. Mi aliento se condensaba.

—Tú no sabes lo que añoraría por ver cómo se crispan tus ojos de princesa cuando mi boca bese tu vulva, y mi lengua la entreabra lentamente a fin de saborear tu acuosidad de hembra en celo.

Le cedí el triunfo de la batalla a su rodilla cuando la calentura me hizo separar los muslos a voluntad.

—Tú no sabes, Livia Drusila, lo que me encantaría descubrir qué expresión perversa se pinta en tu cara cuando mi verga ataque y te tenga empalada sobre mi escritorio.

Su bulto se hizo más compacto y más grande en mi vientre, y la cercanía de su boca cortaba distancia con la mía cada vez que emitía una palabra.

—Tú no sabes lo que desearía saber cómo se escuchará tu  voz cuando me supliques que «te folle duro» y yo te acepte tu capricho y me introduzca dentro de ti hasta que tu boca destile veneno, hasta que la vulva te queme los bordes y tu rostro se deforme al culmen de un poderoso orgasmo, ese que Jorge nunca te ha provocado, y razón por las que acudes a tus propios dedos en los baños de esta empresa y a las burdas caricias de tu jefe inmediato, un hombre que apenas es una réplica inexacta de mí.

—¡Aníbal…! —resollé sintiendo cómo un hormigueo muy caliente se proyectaba desde mi vagina hasta mis piernas, espalda, pecho, boca y cerebro.

Aníbal sonrió, complacido, diciéndome:

—Mi lengua, mi boca, mis manos, mi mente y mi verga tenemos planeadas muchas cosas para ti, Livia. Yo haría de ti una emperatriz, ¿lo sabes?

Y lo que a Valentino le costó meses, con bastante dificultad y desencanto, Aníbal lo consiguió en sólo unos minutos.

Quisiera decirte, Jorge, que me resistí, que intenté golpetearlo, gritar, pedir ayuda o simplemente rechazarlo. Pero no fue así. Me entregué a sus labios como nunca lo hice con Valentino, ni siquiera contigo. Y es que fue deseo en estado puro, ansiedad, avidez, necesidad. Estaba harta de contenerme tanto… y con él no lo pude soportar más. Su fuerza de atracción y dominio era mucho más potente que la de cualquier otro hombre.

No sé por cuánto tiempo nos besamos, Jorge, pero tuvo que ser bastante rato a juzgar por el tiempo en que permanecí encerrada con él. Sus dedos se enterraron en mis nalgas y las hizo rebotar.

Sin dejarnos de besar, y sin separarnos un solo milímetro, cuerpo con cuerpo, me arrastró jadeando hasta encima de su escritorio donde me sentó para que yo pudiera rodear su culo con mis piernas y así ceder a sus deseos con mayor facilidad, una escena que, por mi experiencia, repetí con Valentino en aquella suite de San Pedro semanas después.

En todo ese tiempo sólo nos separamos un par de veces cuando tuvimos ansias de respirar. Y después volvimos a lo nuestro, sin decirnos nada, sin hacernos promesas y mucho menos sin pensar en ti.

Y cuando digo que nos besamos, querido amor, no me refiero al simple contacto de nuestros labios, sino a esa insaciabilidad que conecta a dos personas que se desean e incluye gemidos, pujidos, humedad, mordiscos, y una batalla entre dos lenguas serpenteantes que se salen de sus bocas sólo para combatir.

No tienes idea, Jorge, de la vergüenza que siento de haber cedido tan pronto con él. Pero es que nuestra atracción era irremediable, y mi locura desmedida. Esa misma noche te hice mi primer oral, Jorge, ¿lo recuerdas?, para eso sí que fuiste el primero, y me lo tendrías que agradecer.

A merced de los consejos de Felipe, el motero, previamente me entrené con un plátano, y ya que me resultaba asqueroso meterme un pene a pelo en la boca, pues no tenía idea del sabor que éste tendría, empleé la técnica del chocolate. Seguro que te acuerdas.

Mientras te la chupaba, cielo… no dejaba de pensar en tu cuñado, en su voz, en sus besos, en la forma precisa y salvaje de estrujarme las nalgas y hacérmelas bambolear. Al final, cuando llegamos al orgasmo, me encerré en el baño y me masturbé.

La culpa y los remordimientos llegaron después, cuando la parte más sensata de mi alma me decía que esto estaba mal, dimensionando el alcance de semejante error. Esa parte más humana de mi cuerpo me decía que no podía ser tal estúpida para hacerte esto, pues si no conseguía pararlo a tiempo, terminaríamos haciéndote mucho daño.

Te juro que muchas veces intenté parar con todo, pero entonces Aníbal aparecía, nos encerrábamos en su oficina y nos volvíamos a besar, aun si tú permanecías afuera en un pequeño cubículo, ignorando que adentro tu cuñado me devoraba la boca.

Fui ingenua al creer que Aníbal y yo no podríamos pasar de esto; besos ahogados y mojados, estrujadas de nalgas y de pechos y hasta ahí. Pero, de nuevo, cuánto me equivoqué. Y aquí vuelvo a maldecirme y a reiterar lo débil que fui, pues del 15 de diciembre, que fue nuestro primer beso, al día 22 del mismo mes en que todo se consumó, apenas fueron siete días…

¡Sólo fueron siete malditos días los que Aníbal, con su encanto, su manipulación y destreza, tardó de besarme por primera vez y luego abrirme las piernas!

  1. LA CONSUMACIÓN

LIVIA ALDAMA

22 de diciembre

22:07 hrs.

Esa noche, Jorge, mientras tú te quedabas en casa enfadado, como era habitual cada vez que salía por la noche, creyendo que estaría en una nueva cena de negocios con Valentino Russo, yo conocí por primera vez la mansión que te heredaron tus padres, esa que Raquel no quiso que supieras que era tuya hasta que encontraras a la mujer de tu vida.

Yo siempre lo supe, cariño, tu cuñado mismo me lo dijo en esa ocasión; fue muy tarde cuando le pediste a Aníbal que no me contara nada sobre la herencia que don Enrique y doña Minerva, mis suegros, te habían dejado antes de morir.

Esa misma noche, mientras Aníbal me mostraba cada rincón, cada estancia, cada habitación de esa preciosa mansión donde te imaginé jugando y desplazándote cuando eras niño, fue cuando le di por primera vez la razón a tu hermana. Yo no era digna de ti ni de tu amor. Yo, Livia Aldama, no te merecía ni como hombre ni como ser.

Quizá por eso cada vez que descubría una de tus mentiras, una de tus tretas, una de tus malas acciones yo magnificaba la decepción que sentía por ti, provocando que me doliera demasiado, aunque en el fondo me sintiera aliviada al saber que yo no era la única trasgresora entre los dos.

—Esta será tu casa cuando te cases con Jorge… si es que lo permito —me dijo, entrelazándome en sus brazos mientras lamía mi cuello, y mi cabeza permanecía echada hacia atrás—. Mientras tanto, querida mía, esta casa deshabitada desde hace muchos años será nuestro rincón clandestino en donde desataremos todas nuestras pasiones. Esta noche, mi cielo, te follaré.

Sufrí un poderoso pálpito que me dejó sin aliento.

Ya no pude decir nada, pues prefería sentir sus labios en mi boca antes que desperdiciar el poco tiempo que teníamos para hablar. Nos separamos un momento en que él mordió y estiró mi labio inferior y al soltarlo me dijo:

—Ahí adentro, mi pequeña Drusila —señaló una habitación que estaba cerca de las escaleras que llevaban a la segunda planta—, hay un conjunto de prendas que quiero que luzcas esta noche para mí. Yo te esperaré en la segunda sala del pasillo, donde estaré encendiendo la chimenea para que el frío del invierno no se interponga entre los dos.

De nuevo no dije nada, sólo asentí. Me dolió desprenderme de sus brazos y tener que meterme a esa habitación donde me encontré con una serie de sorpresas que me llenaron de dicha.

«Para tu cuerpo» decía la etiqueta pegada en una pequeña caja donde veía una gargantilla de rubíes.

«Para tus ojos» rezaba el título de una preciosa pintura de óleo de la emperatriz Livia Drusila que estaba colgada en el muro frontal de esa enorme habitación como si mirara a la antigua Roma.

«Para mis ojos» decía la última etiqueta pegada sobre un conjunto de lencería negra de seda y encajes y unos tacones altos del mismo color que tenía que lucir para mi macho.

Y así fue como encontré la sensibilidad del erotismo en los detalles más inadvertidos de las cosas y, por supuesto, también en las más perversas; hice mía la libídine por el simple hecho de saber que unos ojos masculinos se posarían indiscretamente sobre mis pechos, mis nalgas y el resto de mi cuerpo.

Aprendí a ponerme cachonda con el solo hecho de deslizar un par de medias de seda negras sobre mis tersos pies, mis humectadas pantorrillas y hasta el límite de mis voluminosos muslos; aprendí a excitarme y a escurrir flujos vaginales cuando me sujeté los encajes de mis medias con los ligueros que iban a mi cintura, sin demeritar el inmediato ardor uterino que experimenté cuando el delgadísimo hilo de la tanga partió en dos mis enormes nalgas, enterrándose con obscenidad entre ellas.

El minúsculo sostén que apenas me cubría los pezones, dejando al descubierto mis enormes aureolas sonrosadas, hicieron un efecto nocivo en mi vientre.

Los finos tacones, como es natural, entornaron mi figura, levantaron mi culo y echaron adelante mis senos. No había vestido, ni blusas ni faldas. Sólo esa provocativa lencería que exhibiría frente a él.

Esparcí mis cabellos por toda mi espalda, retoqué mi maquillaje recordando que a Aníbal le gustaban los colores naturales, aunque puse un rojo carmesí en mis bullidos labios para que fueran llamativos. Y entonces estuve lista para él, y allí fue la única vez en que me replanteé lo que estaba haciendo y lo que estaba a punto de hacer:

«Esta noche, mi cielo, te follaré» era una promesa.

Si salía de esa habitación y me reunía con él, estaría accediendo a que otro hombre… que no fueras tú, Jorge, me penetrara por primera vez.

¿Qué decidir?

La respuesta no me demoró demasiado.

No puedo describir esa potente sensación de calentura y miedo que se apoderó de mi cuerpo cuando la punta de mis tacones comenzó a resonar por todo el pasillo de esa antigua y solitaria mansión hasta posarme frente a Aníbal Abascal, que me esperaba de pie delante de una vieja chimenea decorada con magnolias, y que ardía con ímpetu y con la misma intensidad con que ardía mi útero por dentro.

Tu cuñado quedó maravillado al contemplarme, se relamió los labios y vi por primera vez esa fiereza en sus ojos azules que no había advertido antes.

—Acércate —me ordenó, y yo le hice caso, porque quería sentir sus manos en cada milímetro de mi cuerpo, que no dejaba de palpitar por la excitación.

Cuando me hube a solo un palmo de su exquisita figura, él me susurró, mojándose los labios, extasiado:

—Las mejores y más exquisitas caricias son aquellas que te ofrecen las miradas, las que te provocan desbocarte y perder la razón, esas que te inducen a la locura y persuaden tu juicio y sensatez. Las caricias físicas vienen después de ellas, cuando tu piel ya se encuentra tórrida y dispuesta al placer carnal.

—Tú… me estás robado mi conciencia, Abascal —lo acusé, con mi aliento mitigado.

—Tu conciencia no la necesitas conmigo.

No sé qué me inspiró a obrar así o porqué lo hice, si siempre me consideré dueña de mi voluntad: no obstante, un ansia de irrefrenable deseo produjo que mis rodillas se flexionaran y terminaran enterraras sobre la alfombra, al tiempo que mi corazón retumbaba violento, mi boca húmeda de angustia y apetito, y mis ojos sobre sus ojos, que, con ese exquisito azul eléctrico, me miraban desde arriba.

A medida que me arrodillaba, mis manos frotaron su pecho, piernas y finalmente su duro bulto, que se miraba firme y  duro, escondido en su pantalón.

En un segundo las fibras musculares de mi cuerpo se inflamaron y mi sangre comenzó a chisporrotear como si fuese hierro derretido en una caldera. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué lo estaba haciendo? ¿En serio iba a continuar? El ardor de mi cuerpo me tenía extasiada, palpitante, ganosa.

Estaba perdiendo el control de mis actos.

—Eres preciosa, Livia —me susurró con lujuria—, cada centímetro de tu cuerpo es fantástico e irreprochable. Tú mereces todos los placeres del mundo… siempre. Conmigo tendrás poder, gloria y éxitos.

Allí, voluntariamente de rodillas, incapacitada para obrar con juicio y cordura, aun faltándome el aire, sólo pude atinar a mirar de nuevo hacia el hombre que tanto deseaba, y por cuya lujuria estaba rendida a sus pies.

—Algo me conecta a ti, Livia… y no lo entiendo —susurró.

Él me observaba con astucia, jactancia, adoración, y su diabólica sonrisa me señaló cuál tenía que ser mi siguiente movimiento.

Por eso procedí con la religiosidad de quien sigue un protocolo perverso.

Esa excitante sensación de saberme transgresora, sometida a la lujuria que me suponía estar a punto de cometer uno de los mayores pecados de mi vida, con el hombre más prohibido de mi entorno, no hizo sino revitalizar mi calentura, pasión y ganas por redescubrirme sexualmente; un redescubrimiento deteriorado por la culpa de mi propia debilidad.

En un segundo pasaron mil cosas por mi cabeza, y, a la vez, ninguna de ellas pareció hacerme entrar en razón.

¡Puta! Eso es lo que era yo… ¡una auténtica puta! La peor de todas. Porque aun sabiendo lo que te amaba, Jorge… y todo lo que había hecho para que perdonaras cada una de mis faltas, lo estaba mandando al carajo por un instante de calentura.

Y luego estaba el punto que lo empeoraba todo: aquél hombre era tan prohibido como quien comete incesto. Él te había criado, Jorge y, por tanto, era como tu padre, por consiguiente, mi suegro. Estaba por cometer un pecado filial. ¡Encima Aníbal era mayor que yo por casi veinte años, y eso lo agravaba todo!

Sí; por donde quiera que lo viera, todo estaba mal, terriblemente mal: una vileza tan aborrecible que si llegaba a ser descubierta…  se desencadenaría una terrible fatalidad.

Entendí que entregarme a mis más bajos instintos con Aníbal Abascal sería el equivalente a la apostasía, pues de no frenarme estaría rompiendo mis propios ideales, y la poca dignidad y valores que me quedaban después de lo que había hecho ya con Valentino.

Pero ni siquiera porque puse en balanza todos los pros y los contras de esta locura que estaba por cometer me frené. De hecho… me entregué al pecado y no me importó. Al menos no en ese momento. De entre todas las cosas negativas, tuve un consuelo, y eso me llenó de ansia, morbo y poder. Raquel. Maldita seas, Raquel. ¡Maldita para hoy y para siempre seas! «Tu marido será mío. ¡Y se volverá loco por mí! Esa será mi venganza hacia ti, maldita granuja.»

—¿Estás segura de lo que haces, Drusila? —Tuvo la perversidad de preguntarme ese maravilloso semental—. Si accedemos a esto, todo será irreversible.

Me quedé en silencio un segundo, y luego afirmé:

—Nunca deseé a ningún hombre con el ardor con que te deseo a ti. —Y ahí fue cuando vendí mi alma al diablo.

—Yo soy tu peor pecado —me dijo—, y tú eres mi mejor tentación.

Apenas pude reaccionar cuando el sonido de la cremallera de su pantalón azul marino de raso arrancó la poca nobleza y orgullo que me quedaba, y todos mis principios se fueron a la mierda, supliéndolos, en su lugar, por una retahíla de instintos que no se fatigaron al desbocarse, haciéndose propios de mí.

En segundos tuve su poderoso miembro delante de mi cara; blanco, venoso, carnudo, inhiesto, inflamado, palpitante, con su glande sonrosado al descubierto, brillante, húmedo, torvo, como un rifle de carne que me apuntaba en un acto de fusilamiento.

—Es tuyo, mi pequeña, acarícialo, haz con él lo que te plazca. Esto es lo que ambos hemos soñado con hacer y con sentir.

Necesité de mis dos manos para rodearlo, temblorosas, descaradas, audaces, nerviosas. Y al tacto de mis palmas con su gordo y duro falo, un súbito acceso de locura me sacudió.

ANÍBAL ABASCAL

22 de diciembre

22:47 hrs.

Yo siempre obtuve lo que quise, yo siempre conseguí cumplir todos mis antojos, yo siempre luché por ganar todas las batallas, sin importar las consecuencias de mis actos, sin importar a quien traicionaba, sin importar a quien destruía y sin importar a quien hacía daño.

Esa vez, Jorge, te tocó perder a ti. Pero ojalá pudieras entender que nunca lo hice con la intención de joderte. Te quiero, a mi manera, aunque tú no consigas entenderlo jamás. Simplemente tuviste la mala suerte de que mis ojos se encapricharan con esa preciosa diosa de culo turgente y de tetas de infarto que me presentaste ese primero de octubre en mi casa, y cuyos ojos, boca y piel quedaron tatuados en mi mirada por la posteridad.

Lo que más me gustó fue su mirada… su exquisita y fascinante mirada… que me recordaba a ella.

Uno siempre debe de ir por lo seguro, y si hay atajos, mejor. No importa los obstáculos que tengas que derribar. A mí no me gusta andar por ciénagas tortuosas.

Mi obsesión por tu novia no fue una simple casualidad; ya que ella tenía un cierto parecido con quien fuera el amor de mi vida de juventud, su propia madre, mi querida Olivia Aldama, quien, después de vivir un tórrido romance con ella, la muy hija de puta no me pudo esperar cuando tuve que irme a cumplir con mi deber en el ejército militar.

Al volver… supe que la había perdido para siempre. ¡Olivia! ¡Maldita seas Olivia!

Por eso esa noche de la fiesta en mi mansión, los ojos por poco se me salieron. Por eso ese impacto tan evidente que nadie pudo percibir.

Y, perdóname que te lo diga, cuñadito, pero después de quedar prendado de ella, a mí no me importó que fuera tu novia, tu futura esposa o el amor de tu vida. Lo mismo si hubiera sido tu hermana o tu madre yo de todos modos me la habría comido. Livia siempre me pareció la tentación más hermosa en la cual caer. Esa mirada siempre me llevaría a esos ojos que una vez amé.

Valentino siempre creyó ir un paso delante de mí. Pobre imbécil, que además de poseer todos esos complejos de inferioridad que lo hacían ser un hijo de puta, gracias a los desprecios de su padre, pensó que podía engañarme cuando me aseguró que no intentaría nada con tu novia luego de que esa misma noche yo se lo prohibiera. ¿Y sabes por qué lo hice? Porque estaba casi seguro que el muy cabrón tomaría mi prohibición como un reto.

Y lo dejé actuar. Él fue quien, involuntariamente, preparó a Livia para mí, haciendo el trabajo sucio tras desprenderle esas primeras capas de inocencia.

Sin que ninguno de ellos lo supiera, yo siempre estuve al tanto de todas sus salidas y de cada una de sus actividades, desde la más inocente hasta la más perversa, excepto la ocasión del bar de los Leones y la noche de las carreras, en que bajé la guardia por asuntos laborales.

Mis deseos por tu futura esposa se fueron acrecentando a medida que más conocía detalles de ella a través de mis detectives. Habría esperado un poco más antes de ejercer mi trabajo de cazador, pero mis deseos no entendieron lo que era la paciencia y yo la quería para mí, cuanto antes.

Y lo que son las cosas, querido cuñadito, que esa noche, en la mansión que te heredaron tus padres, la que compartirías con ella en caso de que me diera la gana de que te casaras con ella (todo dependía de mi futuro en las elecciones de Monterrey), tu querida mujer estaba de rodillas delante de mí, vestida como una auténtica puta, con su preciosa boquita muy cerquita de mi pollón y presa del deseo.

—Ahí te miras perfecta, Drusila —le confesé, cuando sentí que mi verga se quemaba al tacto con sus pequeñas manos, las cuales apenas pudieron abarcar la totalidad de su circunferencia—, preciosa.

Sabía que todo aquello era una locura, Jorge, una puta locura. Y allí, teniendo a tu novia prendada de mi verga, me encontré por primera vez con esa gran disyuntiva: hacer valer la lealtad que debía tenerte al ser alguien tan cercano a mí, o dejarme llevar por el deseo.

Tú conoces el instinto natural del hombre, querido cuñadito, así que podrías entender que al final ese instinto animal no me dio tregua y permití que sucediera, aun si estoy consciente de que yo era el único que habría tenido el poder de parar con todo esto. Porque te lo confieso, amigo, ella ya estaba totalmente entregada a mí.

Su inocente mirada me enloqueció sobremanera cuando posó sus ojos color chocolate sobre los míos. A sus veinticuatro años Livia Aldama era una niña traviesa con un caramelo en las manos que me observaba con miedo, lujuria y vergüenza, esperando una señal de mi parte para que le indicara que podría llevarse el caramelo a su boca.

—Luces hermosa allí abajo, mi emperatriz; sumisa pero a la vez poderosa; virginal, pero a la vez execrable.

Ella, en medio de su inocencia y depravación, sonrió como una muñeca de porcelana expuesta en un bonito aparador de cristal. Y al momento frotó con sus manitas mi poderosa verga, dándole un cariñoso estrangulamiento que me hizo estremecer; y ella gimió: gimió como quien siente un inmenso placer, como si alguien le hubiese introducido un dedo o una lengua en su sonrosado coñito, apretado, limpio, mojado, y la hubiese hecho temblar.

Acaricié su nuca como si fuese una perrita a la que había que agradecer por su proeza, y ella volvió a sonreír y a frotar de nuevo toda la longitud de mi falo con adoración.

Ojalá hubiese detenido más tiempo para contemplar tan sensual imagen; ojalá se hubiese prolongado esa estampa tan erótica de ella de rodillas frente a mí, mirándome con su boquita mojada, entreabierta, con su gesto perverso, hambriento, pero a la vez infantil frente a mi polla, que se veía aún más grande delante de ella; ojalá se hubiese tatuado en mis ojos la imagen de sus senos colgando sobre su pecho como dos colosales gotas de carne, cuyos pezones de fresa relucían en medio de sus enormes aureolas cuando le arranqué el sostén.

No sabes lo cachondo que me puse al contemplar esas aureolas tan grandes que abarcaba buena parte de su superficie. Quise comérselas en seguida, pero después me obligué a esperar para que todo fuese fluyendo.

Ella debió sentir el irrefrenable pálpito de mis venas en el falo, y quizá por eso no aguantó más el imperioso deseo de metérselo en la boca sin necesidad de que yo se lo pidiera. Apenas le cupo el glande cuando noté que su boca se había hinchado como si estuviese inflando un globo. El calor de su aliento quemó mi capullo, y me estremecí de gusto.

—¡Más adentro, cielo! —le dije con cariño a mi pequeña perrita, acariciándole la cabeza—. ¡Ohhh!

La ardentía fue voraz, acuosa, sucia. No tuve valor ni siquiera para parpadear. Me obligué a mirar a esa niña traviesa desfigurando su rostro a medida que metía mi verga lo más hondo que podía dentro de su boca. Lo hice en tres intentos, la primera sólo fue la cabeza, la segunda llegó a la mitad, y en la tercera ella misma se puso como desafío tocar los pelillos de mi pelvis en su mentón.

—¡Ohhh, que bien, que bieeen! —bramé con orgullo—. ¡Ufff! ¡Que deliciaaaa, mi nenaaa!

Era su perfecto gesto trasmutado en el de una pequeña putona lo que más me calentó. Sus ojitos lagrimando por la fuerza de tragársela toda, y su boquita abierta de forma ridícula, mientras intentaba mantener mi polla el más tiempo posible dentro de su boca, me volvieron loco.

—¡Ahhh… nenaaa… así… así…!

De vez en cuando sentía sus dientes en mi capullo, pero lo hacía bien, muy bien.

Cualquiera habría adivinado que esta niña poseía una vocación de puta innata. No es que lo hiciera con destreza, pues apenas era una linda aprendiz, pero sí que lo disfrutaba. Y eso valía más que todo. Gemía y pujaba como si el clítoris y el punto G lo tuviera en la garganta.

—Eso, mi pequeña mamona, eso, sigue, me gusta, me gusta…

Sus continuos jadeos eran la prueba fehaciente de lo mucho que disfrutaba tragarse mi verga. Y es que no sólo era una verga, sino que era la mía, la de alguien prohibido para ella: la verga de su casi suegro, del esposo de su peor enemiga: de un poderoso político que, además, era dos décadas mayor que ella.

Sería el morbo que le producía lo prohibido, o de verdad sentía placer chupándome el rabo; lo cierto es que a medida que los maderos se consumían en la chimenea que tenía detrás de mí, ella se entregaba mucho más a mi verga, lamiéndola, chupándola, besándola…

Uno como hombre sabe cuándo una mujer está ardiente de verdad, sometida al placer, cachonda, y ella lo estaba. Livia, tu mujer, lo estaba. Y eso me hincha de orgullo.

—Saca la lengua, mi pequeña, y lámeme la punta del glande, disfrútalo… uffff… así… justo así… qué bien lo haces, mi niña, qué bien…

Sus dos manos apenas podían abarcar el grosor de mi rabo, el cual lamió como si fuese una paleta.

Era cerrar mis ojos de placer y seguir mirando  mi rabo rellenando su pequeña boquita.

—Ufff, mi niña… tienes una boquita mamadora muy… muy… deliciosaaa, ¿lo sabes?

—Hmmmhuuu —contestó ella sin sacársela de la boca, satisfecha.

—Qué labios… uffff… eres…toda… una hembra… agggghhh, qué bien lo haces… cielo… qué bien te la comes…

—Gglub… glub…glub…

Ojalá pudiera haberse visto ella misma desde un ángulo aparte, para que hubiera admirado su pequeño e inocente rostro profanado con mi polla en su boquita.

—Así… nena… así… cómetela…

El labial carmesí que originalmente había estado pintado en sus labios, ahora estaba embarrado alrededor de sus comisuras y en los bordes de mi pelvis y mi escroto. No puedo negar que Livia, aun con toda su inocencia, siempre tuvo una vocación de prostituta. Y eso me embargaba de morbo.

—Ahora chúpamela sin manos, amor —le ordené, y ella obedeció, con una ligera sonrisa—, escupe sobre mi pollón, cielo, y luego trágatela toda.

Y ella lo volvió hacer.

Jugué con Livia al ridículo juego del «atrapa mi verga con tu boca». Privada de sus pequeñas manos para atraparla, tuvo que ser astuta para inmovilizar mi polla cuando comencé a sacudirla sobre su cara.

Con mis brazos en jarra blandí mi rabo cual si fuese una espada, y de vez en cuando sonaron un par de cachetazos sobre su cara cuando me vi obligado a bofetearla con la verga. Ella reía como una infanta que se divierte con su papi.

La atrapó un par de veces y yo la premié estrujándole los pechos.

—Ufff, cómo te cuelgan esas preciosas ubres… —le decía mientras veía cómo bamboleaban según el movimiento que hiciese para atrapar mi rabo.

A la tercera estocada, Livia se llevó mi polla a la boca y la devoró con premura.

Aproveché ese momento para masajear de nuevo sus preciosas ubres, que eran duras, pesadas y ahora brillantes por toda la babaza que escurría desde su boca a través de las comisuras y mentón.

—Así, así… qué rico me la chupas, gatita… sí, lo eres, ¿sabes?, eres una niña mala, y una linda gatita carnívora que le gusta comerse mi rabo.

Ella pasó de ser mi perrita a ser mi gatita por la fragilidad de su constitución.

—¡Hummm! ¡Aggggrrr! —respondía la muy putita.

—¿Te gusta, cielo? ¿Te gusta el trozo de papi?

Gí me gugta … —respondió mientras se atragantaba.

—Ojalá pudieras ver cómo se te deforma el rostro mientras tienes mi verga dentro de tu boca, ufff que vistas tengo desde aquí arriba, dulzura.

Livia se incorporó un poco, y con mis manos sobre su nuca marcando el ritmo impedí que se la sacara de la boca.

—No tengas miedo, cielo, abre más la boquita… veamos hasta dónde eres capaz de tragar.

Me sorprendió su disponibilidad para complacerme; para entregarse a mis deseos. Para descubrir ella misma lo que la erotizaba y descubrir sus límites. Sus fantasías. Ya me tocaría a mí desbaratarla de placer cuando me la comiera. Ya me tocaría a mí hacerla descubrir lo que un macho como yo era capaz de hacer con una hembra como ella.

—¡Ufff, delicioso, mi niña! ¡Papi está muy orgulloso de ti!

Introduje una vez más toda mi polla con cuidado hasta que ella tuvo arcadas, escupiéndome el rabo hacia afuera, expulsando una gran cantidad de babaza, cuyos gruesos pegotes resbalaron hacia su barbilla y cayeron en el canalillo de sus enormes tetas.

—Muy bien, preciosa, ya vimos que no te cabe toda mi verga en tu boquita, pero no te preocupes, que con tu boquita de abajo seguro que te atragantaré, ¿quieres explotar de placer? ¿Quieres que te haga sentir una hembra?

—¡Sí….!

—Entrégate a papi, mi niña, quiero que te entregues completamente a mí.

De todos modos, con lo caliente y predispuesta que estaba, no habría habido necesidad de que se lo pidiera.

LIVIA ALDAMA

22 de diciembre

23:17 hrs.

Le chupé su hermosa verga hasta que me dolió la mandíbula. Aníbal, que era un experto en las artes amatorias, notó mi cansancio e impidió que yo me hastiara de estar en la misma posición.

Se quitó los zapatos, los calcetines, la camisa, el pantalón y por último los bóxer, de manera que su atlético cuerpo marcado por sus años en la milicia apareció desnudo ante mí.

¡Era un hombre maravilloso!

Se puso de rodillas y me hizo gatear hasta alcanzar su boca para devorarnos mutuamente. Los chasquidos de nuestras lenguas se convirtieron en una sinfonía erótica que se anudó al chapoteo de nuestras lenguas.

Cuando menos acordé, Aníbal me recostó sobre la cálida alfombra, acomodándome muy cerca de la chisporroteante chimenea, cuyas lenguas de fuego por poco lamían mis hombros. Allí me dejó un buen rato, calentándome con las llamas del fuego. Luego, cuando se aseguró de que mi calor corporal era intenso, me cogió de los tobillos y me arrastró un par de metros hasta él, cerca de una mesa de cristal que contenía hielos y vino recién servido.

Y él bebió, cogiendo un hielo con los dientes para luego deslizarlo por mis calientes pezones.

—¡Por Diooos! —grité extasiada, retorciéndome, sintiendo el poderoso contraste de la intensidad frígida del hielo sobre lo caliente de mi pecho—…¡Qué me haceees…! ¡Aaaah! ¡Ohhhh!

Con su boca me lamió de arriba abajo, centímetro a centímetro, empleando nuevos cubos de hielos para hacerlos patinar sobre mi vientre plano, mis muslos y mi pubis.

Mi reacción ante los explosivos estímulos eran los de jadear, revolverme sobre la alfombra y derramar mi néctar sobre su boca.

—¡Me mataaaas! ¡Aaahhh! ¡Dioooosss!

Te juro, mi amado Jorge, que apenas puedo creer que pudiera haber sobrevivido al placer de sentir todo el vino vertido por Aníbal sobre mis gordos pechos, mi vientre y mi vagina, mientras él se lo bebía con la boca de manera impulsiva y frenética.

Cuando no quedó un solo rastro de vino en mi cuerpo, salvo la humedad que había quedado adherida a mi tanga, medias y ligero, tu cuñado no perdió más el tiempo y se posicionó entre mis piernas, dándome el mejor oral que había recibido hasta entonces.

Primero hizo a un lado el minúsculo triangulito de la tanga, y sin quitármela separó mis labios menores y mayores con su lengua, antes de introducírmela con la calma de quien tiene toda una vida para experimentar el placer. Al mucho tiempo comenzó a absorber mi rajita con gran presión, cosquilleándome intensamente, y cuando se aseguró de sacarme mi primer orgasmo, creyó justo y necesario tumbarse sobre mí, de manera que su pecho quedó a la altura de mis senos, y su boca a  la altura de mi boca.

Nos miramos, y mi corazón golpeaba tan fuerte que creí que me reventaría el pecho.

Y ahí comprendí que el momento culmen de mi infidelidad estaba a punto de ser consumada. Y es que mi vagina siempre fue tuya, Jorge, un gran tesoro que siempre reservé para ti. Solía tener la idea de que esa intimidad femenina era un sagrario  exclusivo para el amor de tu vida, y que una vez que alguien lo hiciera suyo, éste debía de guardarle honor el resto de su vida.

Ni siquiera a Valentino permití que me lo profanara, pues ese tesoro era sólo tuyo, por respeto a nuestro amor, a nuestras promesas y a nuestras lealtades. Pero esa noche, posesa por mi locura, Aníbal hizo olvidarme de todo y blasfemó ese sagrario, tu sagrario, nuestro sagrario.

—¡Aníbaaaal! —fue lo único que pude decir en un débil jadeo.

Tu cuñado abrió mis piernas en un ángulo bastante indecente. Con sus manos me asió de las piernas y las puso arriba de sus hombros, y en esa postura me sentí expuesta ante él, expuesta ante mi mis inmoralidades, y expuesta ante mis deseos.

Te juro que estaba agitada, y que por primera vez en toda la noche pensé en ti con remordimientos, embargándome un horror tremendo ante el hecho de fallarte, por eso estaba dispuesta a claudicar, pero en lugar de eso cerré los ojos cuando sentí la punta de la corona de su polla húmeda presionando mi estrecha cavidad, y esa misma sensación transgresora de antes me obligó a dejarlo profanarme.

—¡Aaaahhh! —aullé cuando percibí un ente desconocido y de gran envergadura tratando de invadir mi sagrario—…¡Diooos! ¡Diooos! ¡Qué me hace…s!

Ni siquiera se me ocurrió nada sobre los peligros que podrían acaecerme que no se hubiese puesto un condón. Y, no obstante, lo dejé.

Lo más extraño y excitante fue sentir cómo aquella monumental polla fue entrando descaradamente mientras los ojos de tu dueño se penetraban en los míos con perversidad; quería ver mi gesto descompuesto por el placer, mi rostro de vergüenza y remordimiento al saberme ultrajada. Y me siguió devorando con sus ojos azules mientras su miembro me dilataba a voluntad, invadiéndome con ímpetu, estimulando mis paredes interiores, las fibras de mi carne, las células nerviosas de mi cuero, aunado a la obscena sensación de percibir cómo algo nuevo va a apoderándose de tu cuerpo, como si ya le pertenecieras.

—¡Ohhh! ¡Uffff! ¡Hummm!

Apenas si podía respirar. Tenía las piernas temblando sobre sus hombros, la mandíbula rígida y mi boca a medio abrir. Entonces comenzó una placentera fricción carnosa que me apretaba por dentro y al mismo tiempo me abría y me ensanchaba, sumado a esa apoteósica sensación de sentir cómo tu agujerito se va acostumbrando al dolor y al placer, contrayéndose y mojándose de una forma que enloqueces.

Y entonces comenzó a expulsar su miembro fuera de mi vagina para luego hundírmela de nuevo, afuera y adentro, afuera y adentro, hasta que un fuerte cosquilleo surgido desde el centro de mi vagina se irradió a mis muslos, pecho y espalda, enchinándome la piel.

—¡Aaaah! ¡Ufff! ¡Hummm! —jadeé ante cada penetración, sintiendo un calor inmenso en el interior de mi coñito.

—¡Ohhh sí… mi niñaaa! —empezó a gemir él, sintiendo todo su peso sobre mi cuerpo.

Mis pezones duros se clavaron en su piel, e inclinando su cabeza atrapó mi boca y nos besamos. Mis jadeos y los suyos se fundieron en nuestras gargantas, mientras yo lo rodeaba con mis brazos en su cuello para atraerlo más hacia mí.

—¿Te gusta… Livia… te gustaaa?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Ahhh! ¡Me encantaaaa!

Sus lentas embestidas aceleraron el ritmo exponencialmente, friccionando y cosquilleando con más fuerza mi vagina….

—¿Qué eres para mí?

—¡Lo que quieras que sea…! ¡Ah! ¡Ah! ¡Sí! ¡Ah!

—¡Mi putita, quiero que seas mi putita!

—¡S…í… eso… seré…!

—Eres mía, completamente mía. Eres mía como mujer y putita, en ese orden.

—¡Sí…!

—¿Sí qué…?

—Soy tuya…

Plash Plash Plash

—¡Dilo…!

—¡Soy tu…ya! ¡Ah! ¡Ah!

Plash Plash Plash

—¡Dilo!

—¡Soy tu putitaaa!

—¡DILO!

—¡SOY TU PUTI… AHHH!

Me siguió horadando por largo tiempo, hasta que de pronto una sensación muy intensa que se concentró en mi vientre me hizo gritar de susto y placer.

—¡Aníbal… por Dios…! ¡Me meo…! ¡Me meooo!

—¿Te vas a correr?

—¡Oh por Dios...! ¡Ufff! ¡Ammm! ¡Hummm!

—¡Córrete, Livia! ¡Córrete para mí sobre mi verga!

—¡Para…! ¡PARAAA! —aullaba horrorizada—. ¡Me meooo… me meoooo!

—¿Te la saco? —me martirizó.

—¡Síiii…! ¡Nooo!

—Dime que no te la saque…

—¡Me da vergüenza!

—¡Dilo!

—¡Aníbaaal… me….da…. vergüenza!

—¿Te la saco?

—¡Noooo!

—Entonces dilo…

—¡Métemela…!

—¿Así? O más

—Máss

—Dilo…

—¡Métemela más!

—Dime que quieres que te coja duro.

—Aníb…

—¡Te la voy a sacar… Livia…!

—¡Nooo!

No hay mujer más auténtica en la vida que cuando está siendo penetrada, o al menos eso fue lo que me dijo tu cuñado tiempo después. A él le gustaba saber que tenía el control sobre mí. Por eso me martirizaba, sin compasión.

—¡Cógemeeee durooo! ¡Duroooo!

Y exploté en un orgasmo sublime.

Él aún no se había corrido, y yo aún tenía ganas de más. Así que cambiamos de posición y me llevó cargando hasta un sofá sin brazos donde me sentó.

Aníbal me hizo separar mis piernas para introducirme en esa enorme verga que ya se había adecuado a su grosor y longitud, y volvieron mis oleadas de placer.

Temblé de gozo al compenetrarnos, al sentirlo tan dentro de mí. Tan mío, y yo tan suya. Ambos entregados a nuestro ilícito pecado.

Tuve una convulsión cerebral que me nubló el entendimiento hasta límites insospechables, rayando en la locura. Las convulsiones se esparcieron por el resto de mi cuerpo ante mi nueva corrida hasta detonar en mi cérvix uterino, advirtiendo un tórrido hormigueo que me estremeció y me obligó a dar el mayor grito de placer de mi vida.

—¡AAAAAHHHH!

Esto era totalmente diferente a todo lo que había sentido y experimentado antes contigo, Jorge, no lo puedo negar. Y tampoco te culpo. Ambos éramos inexpertos, y tu fimosis había impedido llegar al culmen.

Y yo estaba deseosa de más, por eso me dejé arrastrar hasta la encimera de la barra que estaba en el centro de esa sala de la chimenea y ahí lo atraje con más fuerza hacia mi pelvis, hundiendo mis talones contra sus firmes nalgas, forzándolo a que se encajara más en mí; quería sentirlo dentro, muy dentro y muy hondo, que me rellenara la vagina con su longitud y circunferencia.

Quería sentirme colmada, rebosante,  henchida de placer, saciada, saturada de su verga, congestionada de su semen hirviente cuando se corriera dentro de mi útero; quería que me rellenara de su simiente hasta quedar empachada, hasta que sus mecos salieran por mi boca, hasta que su leche, de tan atiborrada y ardiente se desbordara por mi vagina, chorreándome los muslos y sus piernas, que toda la multitud de espermatozoides libraran una batalla campal en su lucha por enterrarse mis células.

—¡Ahhh! ¡Ufff! ¡Más! ¡Máaas! ¡MÁAAAS! —gritaba con ímpetu, hambre y deseo, botando el culo sobre sus piernas.

Sus bufidos se enterraron en mi boca cuando sepultó mis gemidos comiéndome los labios, mi lengua, mi todo. El estuoso vapor de su aliento se deslizó por mi garganta, descendiendo por mi esófago hasta estallar en mis entrañas, donde se corrió en borbotones muy calientes para finalmente quedar tirados sobre la alfombra, a la mitad del salón de tu casa, Jorge, ambos desnudos, yo arriba de él, satisfecha, plena, sintiendo cómo grandes cantidades de su lefa se escurrían y burbujeaban a chorros por mi hinchado y horadado coñito.

—Lo has hecho increíble, gatita —me halagaba mientras acariciaba mi pelo—, eres hermosa, perfecta… eres lo que necesito para mí.

Cuánto quisiera decirte que esa deliciosa follada que me sacó más orgasmos de los que tú me producías en un mes, fue la primera y última vez, pero te estaría mintiendo.

Cuánto querría decirte que esa chica a quien una mujer del servicio encontró en los baños del departamento de prensa chupándole la polla a tu cuñado no era yo… ¡Cuánto querría decirte que esas botellas que se quebraron en la velada de nochebuena en el interior de la vinatería de la mansión Abascal no fueron culpa de una intensa follada sobre los cojines abombados de un sofá color canela, que crujían y se hundían debajo de mis tetas ante cada envestida de Abascal!

Pero te estaría mintiendo…

Me entregué a él como una zorra, Jorge, una y otra vez. Y no lo pude parar.

Fui una puta, mi pequeño príncipe, sé que fui una vil puta que no tiene perdón de Dios y que no hay nada que pueda hacer al respecto.

Pero el consuelo que me queda es que fui una puta que te amaba.