Depravando a Livia: capítulos 20, 21 y 22

Por fin sabremos lo que ocurrió realmente la noche en el hotel de San Pedro Garza García entre Livia y Valentino. Tres capítulos para no perder el hilo de la trama

  1. AMENAZAS

ANÍBAL ABASCAL

Martes 28 de febrero

10:38 hrs.

—Te extraño, papá —me dijo mi amada Ximena por video llamada, que era la gemela más apegada a mí. Pese amar a nuestros hijos por igual, siempre hay uno en particular con el que tienes una conexión mucho más íntima. Ximena fungía ese papel, y aunque a Vanessa también la amaba con locura, no puedo negar que mi favorita siempre había sido Ximena, la más cariñosa, inmadura y caprichosa de las dos—. Ya quiero que sea junio para estar contigo de nuevo. Odio estar tan lejos de casa. Los europeos son bastante fríos, secos, antipáticos. No me gusta estar aquí. Me urge volver, papi, porque me prometiste a mi hermana y a mí que nos dejarías estar contigo durante la última semana previa a elecciones para sentir nuestro apoyo moral.

Habría querido decirle lo mucho que echaba de menos sus abrazos, sus besos, sus mimos, sus pequeños pero significativos detalles, pero haberlo admitido habría significado inquietarla, y hacer de su estancia en Inglaterra mucho más insoportable. Tampoco tenía pensando decirle que mi decisión para que estuvieran conmigo en junio ya era imposible. Entre más lejos estuviesen de mí, por una buena temporada, mejor sería.

—Las he criado para que sean mujeres fuertes e independientes, mi vida —le dije mostrando seguridad en mi voz. Yo, un hombre tan poderoso, manipulador y perverso, quedaba desarticulado y en la completa debilidad cuando se trataba de atender a los caprichos de alguna de mis dos hijas—. Quiero que dominen su existencia  sin complejos ni ataduras, princesita. Eso quiero de ti. No me decepciones.

—¡Yo no quiero ser fuerte ni independiente, papá! —respondió con un puchero que no correspondía a su edad—. Odio las responsabilidades y saber que cada día soy mayor, y que entre más crezca más alejado estarás de mí. ¡No quiero, papá, no quiero! ¡Yo solo quiero ser feliz, sin preocupaciones, y saber que siempre estarás tú para cuidarme!

Ximena había heredado la inestabilidad emocional de la estúpida de su madre. Era la más enfermiza y voluble de mis dos hijas. Quizá por eso la sobreprotegía tanto y me preocupaba en exceso por ella.

—Tendría que estar muerto para desentenderme de ti, mi princesita. Yo voy a cuidarte siempre, cielo, pero también quiero que madurez un poco más. Me dejarás tranquilo si me demuestras ser una niña más sensata y juiciosa.

No podía pasar un día sin que la hubiera llamado al menos tres veces, ya fuera a ella o los escoltas que la cuidaban.

Vanessa, en cambio, era mucho más fuerte, más emancipada y tenía la particularidad de que nunca me llamaba «papá» sino «señor grande». Ella no me necesitaba tanto con Ximena, y aun así, la adoraba.

—Papi, ya no le des tantas obligaciones al tío Jorge, que por tu culpa ya casi no responde a mis llamadas.

Ah, sí, Ximena adoraba y trataba al  cachorrito como si fuese su hermano mayor.

—Hagamos una cosa, princesita —negocié con Ximena—: tú me prometes que vas a portarte bien, a dejar de cometer locuras, que ni William ni Trevor me darán quejas de tu rebelde comportamiento de ahora en adelante, y yo te prometo que me encargaré de que tu tío te reserve un tiempo libre todos los días para que te hable.

—¡Por eso te amo, papá! —Su voz me reconfortaba en demasía y me llenaba de vitalidad.

Ezequiel acababa de recibir en mi correspondencia tres esquelas ficticias

(sin posibilidad de rastrear al remitente) donde se anunciaba la muerte de Ximena, Vanessa y Raquel, con fecha del 4 de junio, que curiosamente, sería el día de las elecciones en el país. Tales avisos fúnebres los tomé como claras amenazas de muerte si no claudicaba en mi empeño de ser presidente de Monterrey. La vida de mis gemelas estaban en peligro y mis enemigos serían implacables hasta no obligarme a recular. Qué ilusos eran si pensaban que lograrían amedrentarme. De todos modos, tuve que tomar precauciones.

Puse a toda mi gente en estado de alerta máxima. En seguida me comuniqué con los cuatro escoltas que cuidaban a mis hijas en Inglaterra y les exigí que no se despegaran un solo instante de ellas, pues había recibido amenazas muy fuertes de parte de mis adversarios (¿Leobardo Cuenca, el Tártaro, Olga Erdinia, el propio Heinrich Miller, o el traidor que tenía infiltrado en mi equipo?) y que era imperativo que redoblaran sus esfuerzos por mantenerlas a salvo.

Francamente lo que le pasara a mi esposita me importaba una mierda, si la mataban o simplemente la desaparecían me harían un gran favor. Así que no hice nada por procurarle más vigilancia de la que ya tenía.

—¡Papá, desde que el tío Jorge vive con esa tal Livia ya no me hace tanto caso como antes! Mamá tiene razón, y esa mujer lo está cambiando.

—No, hija, no quiero que te dejes mal influenciar por tu madre. Livia es una chica buena, cuando la conozcas mejor, creo que la querrás tanto como yo y serán muy buenas amigas.

Ximena frunció el ceño, desconfiada, echó sus cabellos rojos detrás de las orejas y me dijo:

—¿De qué me perdí, papá? ¿Qué significa eso de que yo la querré tanto como tú?

—Nada, princesita, nada —le dije cuando vi que Livia se aparecía en mi despacho exultante, bellísima, radiante, rompiendo todos mis esquemas y la tensión que se había acumulado en mi cuerpo desde que recibiese las amenazas—. Papá tiene que trabajar en algo que dejó pendiente esta mañana; nos hablamos luego, Ximena, ¿vale?

—Vale, papá. Te amo.

—Y yo a ti, mi princesita —le colgué, contemplando la encantadora sonrisa que esbozaba la mujer de mi cuñado, mientras peinaba su cortina de pelo con los dedos y se relamía sus turgentes labios de fresa.

—Cierra la puerta con seguro y ven aquí, conmigo —le ordené a la recién llegada señalando el borde de mi escritorio que daba frente a donde yo permanecía sentado, con las piernas separadas—.  Te necesito aquí, mi pequeña, justo ahora.

  1. DE LA NOCHE EN SAN PEDRO GARZA GARCÍA

JORGE SOTO

Miércoles 28 de febrero

20:18 hrs.

Entré a la habitación de Livia tan furioso que por poco tropiezo con Bacteria. El gato maulló, mordió mi zapato y se fue indignado con la cola esponjada.

Y yo. Pues yo ahí estaba. Parecía estar teniendo una regresión a esos días de desconfianza en que mis celos me carcomían por dentro.

—¿Qué te pasa, Jorge, por Dios? —me recriminó Livia, que estaba recostada en su enorme cama leyendo un libro—. ¡Por poco aplastas a Bacteria!

—¿Dónde carajos estuviste durante el día después de que Aníbal te trajera a casa? —le exigí saber, poniéndome delante de la cama, las mejillas ardiéndome y el pecho agolpándose fuerte.

—¿Cómo que dónde? ¡Aquí, en casa, es obvio!

—¡Mentirosa!

—¡Si no me crees puedes preguntárselo a Malena!

—¡Estuviste con Valentino Russo ¿verdad?! ¡Estuviste con él y por eso fingiste sentirte mal!

—¿Pero tú estás loco, Jorge?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Me estoy volviendo loco, loco de celos, de rabia… de dolor! ¡Lo reconozco, Livia, te amo, aunque ya no sé de qué maldita manera, y por más que intento no puedo arrancarte de mi corazón! ¡Tu amor me está matando!

Livia por un lado estaba estupefacta, incapaz de comprender mi actitud, mis gritos ni mis confesiones. Por otro, parecía complacida con mi declaración.

—¿Por qué estás así? —quiso saber con el ceño fruncido—, ¿por qué me tratas de esta manera y me acusas de no sé qué?

—¡Porque hoy se presentó Valentino en el aparcadero, y el muy hijo de puta me entregó esto —Saqué de mi bolso el condón que contenía el anillo de compromiso nadando entre semen y se lo tiré en los pies con violencia. Ella lo miró con asco, y no fue hasta que se acercó al látex, atado de la punta, que entendió mi rabia—. ¡Ahí está tu anillo desaparecido, dentro de este puto condón! ¡Un condón repleto de semen que parece fresco! ¡¿Por qué lo tenía él, Livia?! ¡¿Por qué mierdas lo tenía él?!

—¡Porque me lo robó! —exclamó ella eufórica, llevándose las manos a la cara—, te lo he repetido mil veces, Jorge, ¡Valentino me lo robó!

—Tú dijiste que te lo había robado Leila.

—¡O los dos, qué se yo!

No conforme con su respuesta, y sintiéndome terriblemente humillado, cogí el condón con el anillo, me dirigí al baño de su habitación y lo tiré por el resumidero.

—¡¿Qué has hecho?! —gritó ella levantándose y yendo hasta mí, siendo testigo de cómo el condón desaparecía.

—¿No lo ves? Terminar de una vez por todas con toda esta mierda.

—Jorge… yo me quiero casar contigo.

—¿Cómo confiar en ti, Livia? —le dije regresando al cuarto, dirigiéndome al alféizar donde me hundí derrotado—. ¡Cómo confiar en ti si desde siempre me mentiste!

—¡Yo nunca te he mentido, mi amor! —me juró poniéndose de rodillas frente a mí.

—Claro que lo hiciste, muchas veces. Una de las mentiras más descaradas que me dijiste fue cuando me aseguraste que Leila iría contigo a esa puta reunión de San Pedro y yo me di cuenta muy pronto que era mentira cuando vi un estado que ella misma subió a Instagram donde aparecía en una discoteca aquí en Monterrey, ¿lo recuerdas?

—¡Te juro por lo que más quieras que esa maldita noche Leila estuvo con nosotros! A lo mejor desde entonces tenía esas ideas raras y locas en la cabeza de separarnos y por eso ideó perversamente subir un estado de Instagram porque sabía que de esa forma tú desconfiarías de mí. ¡Todo tiene lógica, pero tú no lo quieres ver!

Era una posibilidad, pero no era suficiente para estar convencido de lo contrario.

—¿Y esas bragas que nunca trajiste al día siguiente? ¿Y esas pantimedias rotas a la altura de tu pubis? ¿También me vas a decir que fueron producto de mi imaginación, que todo tiene lógica y que yo no lo quiero ver? ¡Yo no soy estúpido, Livia!

—¡Escúchame, amor mío! —me cogió de las mejillas y las frotó con cariño—, si no confías en mí, no lo vamos a lograr.

—¡Es que Livia, te lo ruego, te lo suplico, quiero creerte, pero necesito que me digas la verdad! ¿Pasó algo esa noche entre Valentino y tú? ¡Sólo dime la verdad, por favor, por favor!

—¡No, Jorge —me aseguró mirándome a los ojos—, te lo juro que no, ni esa noche ni nunca!

LIVIA ALDAMA

Lunes 26 de diciembre

Hotel Safi Royal Luxury,

San Pedro Garza García,

metrópoli de Monterrey.

Quisiera tener el valor para decirte lo que ocurrió esa noche en realidad, Jorge. Desearía ser tan fuerte, sincera y menos cobarde para contarte esos eventos tan deshonestos, sucios y vulgares que cometí y que ahora me llenan de vergüenza.

En ese momento no pensé del todo en las consecuencias, mi hermoso niño. Cada día que pasaba estaba más molesta contigo por todo lo nuevo que iba descubriendo de ti. Era como si ese Jorge resabiado fuera otro al que yo había conocido y querido desde el día uno. De hecho, mi decepción hacia tu persona era tan creciente, que llegó un momento en que comenzaste a darme repulsión. No concebía que pudiera existir un hombre tan mentiroso y tan hipócrita como tú que ante mi mirada se comportara como un caballero íntegro y detrás de bambalinas tuviese semejante despliegue de sordidez.

Tuvimos que haber terminado nuestra relación enseguida, Jorge, lo sé: pero tú, a solas conmigo, seguías siendo el mismo muchacho bueno y amoroso del que me había enamorado y mi sentencia hacia ti te indultaba por momentos. Además… yo no estaba lista para afrontar la vida sola.

Yo te amaba en demasía, tal y como te amo ahora, pero entonces era un amor que sólo dependía de tu redención o de tu declive. Y eso me fastidiaba.

Esa noche en San Pedro Garza García (ciudad que se había convertido en mi centro de deshonestidades) hice cosas tan nauseabundas que si las supieras te llenarían de asco. Y aunque no es una justificación, en el fondo me dejé llevar porque lo deseaba, y porque, de alguna manera, quería equiparar  mi ruindad y vileza a la tuya, igualándome a tus perversidades.

A pesar de todo, de mis rencores hacia ti, de mi decepción, ya mismo comprendo que no merecías que te hubiese hecho lo que te hice: que te hubiese faltado al respeto como novia, prometida, amiga y mujer. Pero ese fue un tiempo de desorden mental que aún no puedo entender.

¡Por eso no te puedo contar la verdad, mi cielo, porque te perdería!

Es verdad que Leila nos canceló de último momento; es verdad que el plan original contemplaba que ella estuviera presente esa noche acompañándome en la negociación con el empresario: es verdad que Valentino me invitó a tomar una copa cuando terminó la cena con don Severiano, para celebrar una más de mis vitorias. Todo esto que te dije fue verdad: sólo que omití un pequeño detalle: esa copa (que nunca me bebí) fue en la suite de su habitación, y, además… allí pasaron ciertas cosas que nunca debieron de pasar.

Ya de por sí estar a solas con el Lobo me suponía morbo y desconfianza. Si estando en público, a esas alturas del partido, nuestra proximidad resultaba peligrosa, producto de la irresistible atracción que cada día era menos disimulada entre ambos, sabernos solos en una suite enorme que daba hermosas vistas a San Pedro, la ciudad de la luz, en la última planta del edificio, y con la semioscuridad prodigándonos sombras, la excitación se hizo inminente.

Apenas me aparecí en su habitación apreté los muslos al caminar, la respiración se me aceleró al verlo tan poderoso al fondo del salón, y mis piernas comenzaron a temblar. Ese hombre me enloquecía.

A lo mejor no lo recuerdas, Jorge, pero Valentino me había hecho vestir como una auténtica puta; o al menos así me sentía con aquél vestidito corto de tubo blanco que se embebía a mi cuerpo como una segunda piel, resaltándome los glúteos y aplanándome el vientre de una forma muy sensual.

El escote halter iba anudado a la parte posterior de mi cuello, dejándome al descubierto los hombros y la espalda. La abertura del busto era tipo “V”, se describía bastante prolongado, razón por la que sólo me cubría una tercera parte de las laterales internas de mis pechos, insinuándose el extenso canalillo que había entre mis dos redondas carnosidades y que sobresalían vulgarmente de la tela, apretándose una con la otra.

Después de extraer mi teléfono móvil y guardarlo en una pequeña abertura que tenía mi vestido, por si me llamabas o algo, deposité mi bolso en el sofá de la entrada y avancé hasta él. Pero apenas pude llegar al centro del salón me detuve instantáneamente, porque toda la virilidad y testosterona que desprendía mi jefe llenaba la habitación y me intoxicaba.

No recuerdo qué nos dijimos en el primer acercamiento, pero tuvo que ser algo insustancial para no acordarme. Sólo se me viene a la mente su gesto ávido, hambriento y bravío cuando se quitó su saco y se acercó a mí; enorme, varonil. Estoy segura que tuvimos que habernos dicho algo relacionado al trabajo, a mi exitosa negociación. Pero juro que no lo recuerdo.

Lo que sí recuerdo es que posó sus ásperas manos sobre mis hombros, que las frotó hacia mi espalda poniéndome el cuero de gallina, y que los temblores de mi pecho cobraron factura cuando sentí su poderoso bulto restregándose sobre mí.

Casi al instante me sentí desbordada, incapaz de no ceder a sus encantos. Estaba caliente, casi bramando como una auténtica guarra.

Recuerdo haberme asustado muchísimo sintiendo su dureza en mi cuerpo: recuerdo haberle empujado y dicho algo sobre que se detuviera, que yo tenía novio y que no podía hacerte esto. Me acordé de ti, Jorge, pero a él no le importó, me lo dijeron sus continuas caricias y movimientos salvajes sobre mí.

De un momento a otro me rodeó de la cintura y pegó su torso contra mis endurecidos y turgentes senos, que se bamboleaban debajo de mi escote con mis pezones erectos.

¡Te juro que intenté detenerlo, Jorge! Que hice esfuerzos magnánimos para apartarlo. Y si bien pude haberme esforzado aún más, poniéndome más firme contra él, mi calentura me lo impidió.

Estaba caliente, y aun si estaba frente a él… la realidad de las cosas es que en ese momento estaba pensando en otra persona. Tú no lo entenderías.

—¡No! —exclamé, ante su peligrosa cercanía, empujándolo en vano otra vez hacia atrás. Era fuerte y pesado. No podía contra él. Encima, esa vulnerabilidad me excitaba.

—¿No qué? —me preguntó mientras olfateaba mi cuello como un Lobo hambriento, picándome la piel con su barbita.

—Pues… eso…

—¿Eso qué?

—Tengo novio.

—¿Y qué? —Su aliento me quemaba el lóbulo de la oreja, luego el mentón, el cuellito otra vez, y después las comisuras de mis labios.

—Lo amo —respondí casi sin fuerzas, aspirando su caliente respiración y sus exquisitos jadeos de macho.

Le dije que te amaba, Jorge, porque era vedad. Te amaba, pero en ese momento mi útero ardía aparentemente por Valentino.

—Bien por él —se burló el descarado.

—Por favor... sabes lo que digo… —le supliqué.

—Y también sé lo que quieres —adivinó.

No sé cómo hizo para cogerme de las caderas con fuerza, levantarme del piso con brusquedad y llevarme alzada hasta sentarme en el filo de la mesa de cristal que daba hacia San Pedro, en cuya superficie coloqué mi móvil para evitar que se me cayera.

Valentino abrió mis piernas un poco y se introdujo en medio de ellas para maniobrar mejor. Luego me hizo acariciar su poderosa musculatura, por arriba de su exquisita camisa, guiando mis manos con las suyas, para después obligarlas a descender hasta la hebilla de su pantalón, donde permanecieron un rato hasta que, de manera increíble, las deslizó hasta su poderoso y abultado paquete, que palpitó en mis manos cuando cerré por impulso mis dedos sobre él.

Valentino gruñó de gozo, diciéndome al oído:

—Siente cómo me la pones…

¡Claro que lo sentía, Jorge! Si supieras cómo me puse de cachonda, aferrándome a ese rígido y palpitante bulto que apenas podía abarcar con mis pequeñas manos.

—Acaríciala, preciosa… como has querido acariciarla desde que me la viste aquella noche en la oficina —me ordenó con lujuria, olfateándome como Lobo a su presa—. Sóbame la verga, y siente cómo la tengo dura por ti. ¡Ah… que rico, encanto… síguemela sobando… así, uffff, así… que rico nena…!

Y ahí sentí su lengua acometiendo mi cuellito; lamiéndolo y besándolo con sus labios presionados sobre él. Mi reacción natural fue jadear, apretar mis manos sobre su bulto y luego acariciarlo.

—Esta noche voy hacerte mi hembra, Livia, tal y como has fantaseado desde que me descubriste con el rabo en las manos esa noche en mi  oficina…

Ni siquiera me sorprendió que lo supiera, yo me estaba deshaciendo por él.

—Voy a quitarte la ropa, tus pantimedias transparentes y voy a chuparte todo tu hermoso cuerpo como un lobo que prepara a su presa antes de devorarla.

Sus dedos hacían círculos en mi espalda baja, casi llegando a la línea que separaba mis dos nalgas. Su mentón continuaba picándome el cuellito, haciéndome vibrar de arriba abajo incontrolablemente.

—¡Basta…! —grité más fuerte, sin dejar de acariciarle el enorme bulto que a cada segundo se hacía más grande y palpitaba más fuerte.

—Voy a lamerte y a morderte tus preciosos pezones hasta dejártelos enrojecidos —me seducía mientras me mordía la clavícula y yo echaba mi cabeza hacia atrás—, ¡quiero vértelos, y pellizcarlos! Quiero asegurarme de que cada vez que sientas dolor en la mañana te acuerdes de mí y de cómo  gritaste como gatita en celo toda la noche.

—¡Te digo que pares…! ¡Valentino! —Sentí que estaba sudando frío, justo al tiempo que sus colosales manos abarcaron mis senos, estrujándolos fuertemente como dos pelotas de goma, mientras recorría poco a poco el filo de la tela que las cubría.

—¡Vas a gritar de placer, Livita, como nunca antes te hicieron gritar!

—¡Valentino por… favor  … quiero… irme…!

—¿Sí? ¿Quieres irte… así, toda mojadita?

—¡S…í! ¡Quiero… Ahhh… irm… Mmm… me…! —bramé ante las oleadas de placer que recibía mientras él estrujaba mis pechos con contundencia, en tanto yo removía mi culo en el cristal, sabiendo que a estas horas ya estaría encharcadísima— . ¡Valentino… tengo… novio…! —me acordé de nuevo de ti, Jorge, pese a todo, mis instintos nobles aún se acordaban de ti, y me acusaban de mi falta de piedad hacia nuestras promesas.

—¡Me voy a comer tu coñito primero con mi boca, mi lengua, y  después con mis dedos, hasta que mis huevos reboten sobre tu pelvis, nena, y mi capullo golpee el fondo de tu útero una y otra vez y tú  te retuerzas sobre mis piernas mientras te corres de placer!

—¡Tengo… noviooo…! ¡Apártate de mí…!

—¡Vas a gritar mi nombre, Livia! ¡Y vas a pedirme más… y más…!

—¡Y… lo… amo…! ¡Amo… a mi… novi…o…!

Ahora sus dedos hurgaban en mi entrepierna, acariciando mis pantimedias ya húmedas por mi calentura.

—¡Hoy te haré olvidar que existe tu puto novio de porquería! ¡Hoy…  sólo estoy yo… seré tu hombre, tu macho, tu semental, y sólo en mí  tendrás que pensar!

—¡Basta…!

—¡Voy a cogerte, me pedirás más, y yo voy a darte más; todo lo que me pidas te daré, porque estás hambrienta, lo siento, te siento… noto tu  calentura, tus ganas!, ¡tienes hambre de mí, de mi polla! ¡Y te voy a  follar, Livia Aldama… esta noche te voy a follar y bien follada hasta que las piernas te tiemblen y no te puedas levantar!

—¡Valentino! ¡Ahhh! ¡Ufff! —grité ardiendo de placer, desplazando mis manos hacia donde debían estar guardados sus testículos, y se los acaricié por encima del pantalón—. ¡No! ¡Ufff! ¡Basta! ¡Ahhhh! ¡Mmmm!

Entonces, sin previo aviso, mis labios y sus labios se adhirieron en un inequívoco gesto de deseo y ya no me pude controlar. Rodeé sus nalgas con mis piernas, lo atraje hacia mí. Y nos comimos la boca con salvaje contundencia. Le metí mi lengua y batallé con la suya mientras nuestros labios se exprimían como si quisiesen destilar sus respectivos líquidos.

  1. CON LAS BRAGAS EN LA BOCA

LIVIA ALDAMA

Lunes 26 de diciembre

Hotel Safi Royal Luxury,

San Pedro Garza García,

metrópoli de Monterrey.

En ese instante, cielo, no puse resistencia. Ya no podía. ¡Valentino me gustaba demasiado! Quería comérmelo y que él me comiera.

Sus bramidos de macho me erotizaban, y estoy segura que mis gemidos femeninos hicieron lo propio a su cuerpo. Ganosa, extendí mis dedos por mi propia voluntad y los aferré a su duro torso, cual roca labrada. Propagué mis manos por su camisa hasta sentir, a través de ella, sus marcados abdominales, que se sentían fuertemente desarrollados. Mis yemas se hundían en las líneas de las subdivisiones de su abdomen,  hasta que él me rodeó con sus brazos y me apretó tanto que me sentí asfixiar.

Mis gordos senos, uno de ellos casi saliéndose del escote, se aplastaban contra sus duros pectorales, y esa sensación de sentirme atrapaba entre sus pétreos brazos, con su corpulento y compacto bulto rozando mi entrepierna, me mojó aún más, y me arrancó un cálido gemido.

—Me encantas —me gruñó mientras me devoraba la boca con jadeos animalescos, deseosos, apetecibles—, me gustas un chingo, ¡me fascinas…! ¡No sabes lo que te deseé y lo que odio que no te hayas entregado a mí a voluntad! —Me confesaba al fin.

Se lo creí por la violenta forma en que me mordía los labios, por la brusca manera en que su lengua reptaba dentro de mi boca, y por la forma extasiaba con que expulsaba sus resuellos en mi garganta.

Se separó un poco de mí, permitiéndome respirar en medio de una aturdida agitación, y, tras dedicarme una demoniaca sonrisa, hundió sus gruesos labios en mi cuello, mordiéndomelo con suavidad, al tiempo que su lengua se deslizaba hasta mi clavícula, donde me lengüeteó y chupó dejándome un fluvial torrente de saliva.

—No m…e de…jes marcas… por favor… —le supliqué jadeando, apoyando mi peso en la superficie de la mesa. Y cuando advertí que mi petición sonaba más a que ya me había resignado a entregarme a él, intenté corregir mi argumento—: Suficiente…. es una locura… es una… lo…cura…

Valentino me ignoró. Me subió el vestido con ferocidad hasta que quedó enrollado a la altura de mi vientre; y mis nalgas, todavía cubiertas por el nylon, sintieron la frialdad del cristal.

—Ponte quieta, Culoncita, que tu macho te va a devorar —me condenó.

«Mi macho» me erotizó ese término tan vulgar, antes de advertir que se ponía de rodillas, quedando sus aguzados dientes amenazadoramente a la altura de mi sexo, los cuales utilizó para romperme las pantimedias con avaricia justo en el centro de mi vulva, mientras empleaba su mano derecha para cogerme fuerte de la cintura y recorrerme de golpe hacia la orilla de la mesa, de manera que mi entrepierna chocó contra su boca.

—¡Para! ¡Para! ¡Por Dios para! —grité al comprender que ya habíamos llegado demasiado lejos—. ¡Por favor… Valentino…! ¡Yo… no puedo…! ¡Jorge….! ¡Jorge…! —Tu recuerdo no dejaba concentrarme.

Su respuesta fue levantar mis gruesos muslos con sus dos manos y echarlos encima de sus hombros, justo antes de mirarme con malicia a los ojos por última vez, previo a separar el triángulo frontal de mis braguitas y que mi vagina chorreante quedara expuesta a su boca.

—¡Ay, por Diosss! —grité una vez más, mirando con horror que su cabeza estaba en medio de mis piernas, y con la vergüenza de que mi vulva estuviese desnuda delante de él.

—Calla y goza, putita —me conminó.

La palabra «puta» siempre me pareció corriente, misógina, despreciativa, vulgar, displicente; no obstante, esa noche entendí que ese mismo término al expresarse como connotación sexual en medio de un acto erótico, no era tan malo, sino más bien libidinoso, y por eso al escucharla de boca de un hombre que, en lo profesional, me trataba como la dama que era, no pude evitar excitarme enardecidamente.

Mientras él soplaba sobre mi sexo; te juro, Jorge, que tuve unas enormes ganas de acariciarme los pezones, de introducir mis dedos en mi caverna caliente, ávida, jugosa, y masturbarme con ímpetu delante de él, hasta gritar y jadear de placer, obligándome a una predisposición irrefutable para tener su verga dentro de mi sexo hasta saciarme.

—Ya verás lo que es un macho de verdad.

Con resignación cerré los ojos y apreté los dientes, y me pregunté la razón por la que me sentía incapaz de girarme, de saltar de la mesa y salir corriendo de la habitación pidiendo ayuda. La respuesta era casi lógica: yo deseaba que pasara lo que estuviera a punto de pasar. Ya habían sido muchas semanas deseándolo, anhelando sentirlo dentro, ¡imaginando su boca justo así, allí abajo, delante de mi caliente vagina!

—¡Ahhh!

Mi primera reacción al sentir su barbado mentón rozando mis vellitos púbicos fue sacudir mi culo sobre la mesa, lanzar un explosivo alarido y echar mi cabeza hacia atrás, tocando el ventanal que daba al exterior, con las puntas de mi cortina de cabello acariciando el vidrio de la mesa.

Valentino rugió tras la primera lametada, probando mis flujos, y mi enésimo pujido no se hizo del rogar.

—¡Ufff! ¡Ammm! —lloriqueé, entregada a la deliciosa sensación de sentir cómo su lengua separaba lentamente los pliegues de mis labios vaginales y luego me los absorbía.

—¡Déjate llevar —me ordenó eufórico—, y vas a disfrutarlo!

Primero fueron suaves lamidas, desde el perineo hasta ese botoncito que estaba más arriba de mi orificio uretral externo, y luego se hicieron más intensos.

—¿Sabes lo que te estoy acariciando? —me preguntó con un rugido que pretendía ser sugerente—, tu clítoris, la principal fuente de placer sexual femenino, y está tan escondidito, que apuesto que el imbécil de tu novio nunca te lo estimuló.

—¡Ay… por Diosss, Valen… Val….!

Cuando presionó mi clítoris con su lengua mojadita, sufrí una descarga de adrenalina que me estremeció el cuerpo entero, seguido de un alarido que me ensordeció. A mayores lamidas, mayores vibraciones y gemidos. «¡Ahhhh! ¡Diooos!».

Sus chupadas abarcaron toda la zona de mi clítoris y uretra, rozándome mis labios mayores. La señal más notoria de que lo estaba disfrutando como una loca eran mis continuos gemidos y la cantidad de flujo que expulsaba por mi vagina.

—Ufff, no mames, putona, ¡cómo te chorreas! Ya me mojaste toda la boca y la cara, ¡Mmmm! ¡Tu sabor es riquísimo, y me pone la verga muy tiesa!

No supe cómo lo hizo, pero con su poder de macho musculado, me arrancó las braguitas deslizándolas por debajo de mis nalgas, pasándolas entre mis gordas piernas hasta que al fin me las quitó.

—¡Tenemos que parar, Valentino, tenemos que…!

—Calla, guarrita —se incorporó un poco, sosteniendo mi ropa interior con sus dedos—, abre la boca y muérdelas, para que te quedes calladita un rato y lo disfrutes, porque calladita te ves más bonita. Eso sí, quiero que sigas pujando como puta, que me encanta cómo lo haces.

Tampoco sé por qué abrí la boca y mucho menos la razón por la que obedecí, permitiendo que me metiera mis braguitas empapadas entre los dientes. Pero lo hice, y me sentí humillada, grotesca y absurda.

—¡Gudggd! —gimoteé, con mis bragas en la boca.

Y él volvió a su fascinante labor de comerme mi sexo con avidez.

Cuando menos acordé mis manos presionaban su cabeza rapada sobre mi coño, donde su lengua y labios ya me lo comían como tú nunca lo habías hecho, Jorge. ¡Como me avergüenza admitirlo y saber que nunca te enterarás de ello!

Es que no sabría cómo decirte lo ridícula que debería de verme allí, temblando sobre el escritorio de cristal, con mis muslos sobre los hombros de Valentino, con las braguitas entre mis dientes mojándose con mi propia babaza, y mi garganta absorbiendo los gritos de perra en celo que estaba dando.

—¡Mggmmggmg! ¡Mggghghh!

Su barba raspando mis labios vaginales me enloquecían, mi culo se estremecía sobre la superficie mientras él me devoraba y me convertía en un pedazo de carne de su propiedad. ¡Quería empujarle hacia atrás! ¡Ansiaba gritar que me dejara en paz y removerme bruscamente para apararlo! Pero la excitación me tenía dominaba; el placer me consumía, ¡ese oral que me proporcionaba me estaba matando de gusto!

Tú nunca me hiciste uno igual, Jorge, lo siento.

De tanto placer y gritos incontenibles, escupí las braguitas de mi boca y comencé aullar de placer.

—¡Ahhhh! ¡Uffff! ¡Ammmm! ¿Qué… me hac…es? ¡¿Qué… me haceees?!

Con mis piernas y pantorrillas lo rodeé por detrás de su nuca, envolviéndolo de forma oval. Con cada pujido, impulsaba mis muslos para enterrarlo más en mi coñito, así una y otra vez. De vez en cuando los tacones se clavaban en su espalda alta, y él, con todo y el dolor, seguía devorándome.

—¡Aaahhh! ¡Aaaahhh! —lloriqueaba.

—¡Uffff, eres virgen, guarrita, estás estrechísima! —bramaba mi jefe poseído por el deseo. Si Valentino hubiera sabido lo que mi «estrecho» coño era capaz de succionar a esas alturas de mi vida, y la razón incuestionable por la que no podía dejar que me penetrara sin una orden expresa, no habría pensado lo mismo—. ¡Mi lengua apenas te entra, mamacita, lo que será mi polla cuando te la meta!

—¡Noooo! ¡Por Favoooor! ¡Nooo!

El hormigueo de sus pelillos del mentón rozándome la sensible vulva me descontroló, mientras su lengua se hundía y serpenteaba dentro de mi caverna de carne, embelesándome, cada vez más expuesta al placer que me ofrecía.

Las oleadas de calentura me estaban volviendo loca, envolviéndome en una ardentía excesiva y un criminal torbellino de sensaciones impúdicas poco experimentadas en mi sexualidad. Juro por Dios que todo mi cuerpo se estremecía, escalofriándome la piel: juro por el diablo mismo que ya no sabía de dónde sostenerme para no colapsar de bruces producto de aquellas sacudidas originadas desde el centro de mi conchita.

De pronto los músculos de mi vagina y de mi ano se contrajeron una vez por segundo: dos veces, tres veces… seis veces… ocho veces… y la paroxística sensación de querer orinar me puso los pelos de punta.

—¡Ahhhh! ¡Yaaa! ¡Dios…! ¡Dios! ¡Virgen míaaa!

—Esa es una de mis cualidades, gatita, mis mamadas vuelven religiosas a todas mis putitas… —lloré cuando sentí uno de sus dedos gordos introduciéndose en mi vagina lentamente.

—¡No! ¡No! ¡Para! —grité horrorizada.

Un segundo dedo penetró en mi cavidad, removiéndose hacia la parte rugosa de mi vagina. Puedo intuir que me introdujo los dedos índice y medio, y que con el dedo pulgar me estimulaba mi clítoris haciendo movimientos meramente circulares.

—¿En verdad quieres que pare, Culoncita?

—¡Sí…! ¡Para… !¡Para…!

La electricidad continuó irradiándose a mi cabeza, senos y espalda.

—¿Los saco…? ¿Quieres que los saque?

—S….no…s….nooo…

—¿No?

—¡Noooo!

—Te los voy a sacar de tu puchita, Culoncita, ¿eso quieres? Lo haré justo ahora que te estás contrayendo y un orgasmo se avecina.

—¡No pares! ¡Noooo pareeesss!  —No conocía mis aullidos, ni mis súplicas ni mi voz—. ¡NO PAREEES!

Valentino me estaba masturbando de una forma sobrenatural que me tenía extasiada, demente, vulgar….

—¿Quién te está metiendo los dedos a tu coñito, guarrita?

—¡Túuu…! —lloriqueaba, quemándome por dentro.

—¿Y quién soy yo?

—¡Vale…ntino….!

—¿Y qué soy de ti….? —me atormentaba, como si quisiese que fuera consciente de la puta que era.

—¡Mi je….fe!

—¡Entonces grítalo….! —me ordenó, bombeándome fuerte. Los chapoteos y el aroma a sexo abrumaban la estancia, y mi inminente estallido me seguía enloqueciendo—. ¡Grita que tu jefe te está metiendo sus dedos en el coño, puta! ¡Grita!

—¡Me corro! ¡Me corrooo! —bramé excitadísima.

—¡Te los voy a sac…!

—¡Mi je…fe me está me…tiendo los de…dos en el coñooo! —fui capaz de caer ante semejante degradación.

Ni siquiera me importó que me hubiese faltado al respeto de esa manera, ni siquiera me importó que me hubiera tildado otra vez de «putita» (y quizá no se lo reproché porque en verdad lo era, ya que estaba allí abierta de piernas para un hombre que no era mi novio y que me estaba masturbando), ni siquiera me importó que mi teléfono, que yacía al costado de mi nalga derecha, estuviera sonando con tu imagen, mi querido pelirrojo, en la pantalla: nada pudo evitar que un tremendo orgasmo reventara desde adentro de mi vagina y saliera expulsando a borbotones de flujos directo a la cara de Valentino Russo.