Depravando a Livia: capítulos 16 y 17

Jorge debe de hacer frente a la realidad, encontrándose con Livia por primera vez desde la noche de las carreras. Además, descubre un secreto que cambiará el rumbo de su historia.

  1. DE FRENTE A LA REALIDAD

JORGE SOTO

1 de enero

21:12

Sentí que el alma me caía a los pies, que los ojos se me crispaban y que mi nivel cardiaco subía a niveles insospechables.

—¿Estás bien? —me preguntó Renata.

—¡Ella…! ¡Ella…! —dije apenas con voz, pues la garganta se me había anudado.

Le mostré la pantalla de mi celular y Renata emitió un suspiro de asombro.

—¿Entonces era verdad?

Asentí con la cabeza, temblando.

—Quiero verla —le supliqué, con la imagen de mi novia postrada en aquella cama todavía grabada en mi mente.

—Yo te llevo, bonito, pero necesito que te calmes.

Sólo pude asentir.

Los vientos invernales eran brutales. Decían en la radio del mercedes de Renata que estábamos ante uno de los inviernos más gélidos de las últimas décadas. La nieve caía sobre el cristal del auto y poco a poco se difuminaba con la intervención de los parabrisas. Yo iba temblando durante el trayecto, y no precisamente de frío, pues las temperaturas bajo cero eran compensadas por la calefacción.

—Tranquilo, Jorge —me alentaba Renata, colocando su mano izquierda sobre la mía, que estaba empuñada en la palanca de velocidades, a fin de infundirme valor—. Ella estará bien. Y tú también.

Llegamos al hospital de forma muy lenta, pues el pavimento de las calles permanecía resbaladizo por el hielo y lo último que quería era derrapar.

—Anda, vete yendo, Jorge —me instó Renata cuando llegamos—. En un momento te alcanzo, sólo dejaré el auto en el aparcadero.

Apenas pude asentir con la cabeza cuando escapé de la calidez que me prodigaba el interior del auto y me dirigí a la recepción corriendo. No sé cómo pude preguntar por la habitación de Livia si apenas podía formar una palabra en la boca, pero lo hice.

—¿Qué es usted de la paciente? —me preguntó la recepcionista.

Esa pregunta me mantuvo escasos segundos divagando. ¿Qué era yo de Livia?, ¿su prometido?, ¿su conocido?, ¿su amigo?... ¿su burla?

—Soy… soy su primo  —recordé esa absurda actuación en el Bar de los Leones y en la casa del Serpiente. Rememorar esos acontecimientos me dolían en el alma.

—Bien, suba al tercer piso, habitación 313, si sus intenciones son las de entregar un recado a quienes están con la paciente, porque ya le informo que estas no son horas de visitas.

Asentí con la cabeza y me dirigí al ascensor que me llevaría al piso por donde intuí estaría la habitación 313. Entendí que estaba en el pasillo correcto cuando encontré a Leila recargada en un muro que daba hacia una ventaba.

—¿Cómo está ella? —le pregunté.

Al escuchar mi voz, Leila Velden giró su rostro de golpe y se encontró con el mío. Parecía sorprendida de encontrarme allí.

—Al fin te apareces —me reprochó con frialdad, envuelta en un abrigo aborregado negro mientras sostenía un vaso con café—. Mejor estuvo aquí Aníbal que tú, ¿no te da un poco de pena? Ya podrías haber esperado que se muriera para venir, inconsciente.

No tenía ánimos para alegar con ella. No ahora.

—Te pregunté que cómo está ella.

—Livia, se llama Livia, ¿tanto te cuesta pronunciar su nombre?

En efecto, el nombre de aquella mujer quemaba mi paladar, y cada vez que lo pronunciaba aunque sólo fuera en mi mente, me destrozaba un pedazo de vida.

—¿Cómo está ella? —reiteré mi cuestionamiento con un matiz más frívolo en mi voz—, ¿eres sorda o estúpida?

Leila al fin entendió mi severidad y me dijo:

—¿Cómo va a estar? Enferma, allí adentro.

—¿Cómo le ocurrió esto, Leila?

Aquella tipa no me respondió de inmediato. Miró de nuevo a la ventana, revestida de minúsculos cristales de hielo, y después dio un trago al café. Tras cuatro suspiros volvió a mirarme. Sus ojos estaban hinchados, como si hubiera dormido poco y llorado mucho.

—¿Qué le ocurrió, Leila? —Sus silencios me estaban colmando la paciencia.

—Se… intoxicó. —Su respuesta fue sombría, y por un momento pensé que se echaría a llorar.

—¿Con qué se intoxico? —No moví ningún músculo, ya fuera porque la gélida atmósfera me tenía aterido, o porque mi cuerpo ya estaba lo bastante estresado y abatido para poder reaccionar.

Volvió a quedarse en silencio.

—¡Respóndeme, carajo!

—¡Con… pastillas… pastillas…! —Su voz se rasgó, y entre las fisuras de su frígida cadencia pude encontrar un deje de culpabilidad y turbación.

Sentí una fuerte punzada en el pecho.

—¿Pas…tillas? Es que no te entiendo…

—¡Fue a tu apartamento, Jorge, después… de las carreas… para hablar contigo y aclarar cosas que pasaron entre ustedes dos. Yo la llevé, porque estaba muy afectada por el alcohol y drogas que alguien le dio a consumir, qué se yo. Livia estaba muy… asustada, confundida, y necesitaba verte, por eso fuimos de regreso contigo pero… al no encontrarte… salvo a Bacteria, al ver que te habías ido y que te habías llevado tus cosas pues… ella… Livia se impresionó mucho y se puso como loca… Sufrió un colapso nervioso y pues no sé qué ocurrió. De pronto no fue capaz de medir la consecuencia de sus actos y… en su desesperación intentó… ella intentó… suicidarse…

Me llevé las manos a la cara y sentí que un cúmulo de hielos puntiagudos se enterraba en mi pecho. ¡No podía estar pasándome esto!

—¿Por qué lo permitiste? —Fue lo único que se me ocurrió decir—. ¡Si la quisieras como dices que la quieres… la habrías cuidado, Leila!

Los ojos me ardían y el pecho cada vez se me oprimía con más fuerza. Ella tragó saliva y volvió a mirar hacia la ventana, abstraída, conteniendo el llanto.

—Hice lo que pude, Jorge, no creas que sólo me quedé mirando —se defendió—, cuando vi que se estaba muriendo… llamé al 911 y…

—Quiero verla —declaré, mirando hacia la primera puerta del pasillo, que tenía el «311» con números de bronce.

—No podrás entrar si no tienes permiso —gimoteó ella sin mirarme.

—¡Leila, necesito verla!

—Su madre está dentro —me aclaró, volviéndose a mí.

—¿Olivia?

—¿Tiene otra?

¿Qué hacía su madre allí dentro?

—No, no… —suspiré contrariado—, pero tú sabes que esa mujer es…

—¿Una madre cuervo? —contestó Leila con resentimiento. Al menos estábamos de acuerdo en eso—. ¿Una madre desnaturalizada que sólo explota a su hija para vivir con comodidades? Pues ahí está adentro, Jorge, seguramente rogándole a Dios que no se le muera su minita de oro.

—¡No hables de muerte en mi delante! —le ordené.

Estaba muy nervioso y con halos de ansiedad.

—¿Ahora sí te preocupas? —me reprochó—. ¡Toda la madrugada y todo el día se la pasó en terapia intensiva, debatiéndose entre la vida y la muerte! ¡Cuando reaccionó, lo primero que hizo fue mencionar tu nombre, por eso te hablé, porque ella quería verte, no porque en verdad hicieras falta tú aquí! Y ¿qué hiciste? Nada, no estuviste aquí cuando ella más te necesitaba. Tu puto orgullo…

—¡Ya no me atormentes más, Leila! —le dije con la voz quebrada y mis ojos llorosos.

Juro por mis padres que quería odiar a Livia, aborrecerla, sacarla de mi mente y reconocer que lo que sentía por ella sólo era pasión y un estúpido capricho: pero… esa noche, allí, esas circunstancias tan lamentables, con ella al borde de la muerte… me di cuenta que la amaba de verdad, que me dolía a madres saberla allí dentro, postrada, y que si algo le llegaba a pasar yo me moriría de la pena.

«Mi Livia… mi preciosa Livia… ¿por qué…?... si éramos tan felices… si teníamos planes… si tendríamos hijos… nietos… gatos, ¡muchos gatos…! si nos haríamos viejitos juntos...»

¿Cómo se hace para dejar de amar en un ipso facto a quien no te ama con la misma intensidad? ¿Cómo se desentierra ese sentimiento tan absurdo sin deshumanizarte ni volcar tu vida en un valle de amargura? ¿Cómo se hace para sacar de tu mente, de tu alma y de tu corazón a esa persona que sólo se ha burlado de ti, provocándote daños irreparables? ¿Cómo se odia a quien amas? ¿Cómo se olvida a quien recuerdas? ¿Cómo se suprime el dolor…? ¿Cómo se inmola a quien no se arrepiente?

Todo es tan fácil desde el exterior, y tan difícil aquí dentro… en el pecho… en tu vida.

—¿Ahora te duele saber que ella está aquí por tu culpa, Jorge?

—¿Qué estás diciendo? —exclamé ante su despliegue de cinismo—. ¡Yo no soy más culpable que tú, Leila! ¡En todo caso, yo no soy culpable de nada, salvo de haberla amado sin medida y haber confiado ciegamente en ella!

—¿Acosándola? ¿Fastidiándola…? ¿Controlándola? ¿Engañándola con tu doble moral? ¡Bonita manera de amarla y de confiar en ella!

—¡Es cierto que me equivoqué, y ahora mismo estoy asumiendo mis errores y haciéndome cargo de ellos, Leila! Pero lo que yo hice no es ni de lejos equiparable a lo que ella me hizo.

—¿Y ella qué te hizo, machito de mierda?, ¿qué te hizo? Lo único que hizo fue vivir, salir de la burbuja en que la tenías metida. Lo que pasa es que todos los hombres son iguales, son unos egoístas y orgullosos de porquería que pretenden manejar nuestras vidas y mantenernos controladas con su maldito sistema patriarcal con el que fueron criados. Ustedes pueden hacer y deshacer, ¡ah!, pero que no se trate de que nosotras hagamos lo mismo porque entonces sí se les carcomen los huevos.

—¡Claro, esas palabras… esos pensamientos estúpidos sólo podían ser tuyos! —la acusé—. Livia no era así, pero tú le metiste esas ideas revolucionarias en la cabeza y todo se desmadró.

—¡Yo sólo le abrí la puerta de salida del mundito falso donde la tenías secuestrada, y ella lo único que hizo fue salir!

—¡Salir a arruinarse! ¡A convertirse en alguien que no era ella! Pero descuida, Leila, que al final has ganado. Cuando ella se recupere, me iré de su lado.

Quise ver un gesto de triunfo en su mirada, pero sólo percibí pesar.

—Si la dejas terminará matándose, Jorge, y a lo mejor la siguiente vez tiene más suerte.

Me dio un vuelco el corazón.

—La llevaré con un especialista, para que la estabilice emocionalmente y evite locuras.

—¿Pero es que tú tienes hielo en las venas, Jorge?¿Cómo puedes decir que la abandonas en el estado en el que está?

—Es que no tiene sentido permanecer con alguien que no me ama, Leila, así que no pongas esa cara de rata atropellada, pues ¿no es eso lo que querías?  —se lo reproché. Ella sólo lagrimaba—. Yo puedo luchar contra mis oponentes, contra sus dudas, incluso contra mis inseguridades y mi propia dignidad, pero nunca contra la posibilidad de recuperar un amor que nunca existió.

—¡Ella te ama, imbécil! —me gritó perdiendo los papeles—, ¿es que no te has dado cuenta? ¡Con todo el dolor de mi corazón debo admitir que ella te ama y que no soportaría vivir sin mí!

—No me amaba, Leila, jamás lo ha hecho. Yo sólo he sido el ancla que le ha permitido no caer al vacío de sus propios vicios, y contra ello no hay nada que yo pueda hacer. A nadie se le puede obligar amar. Además hay algo que se llama dignidad, no sé si la conoces, (creo que no), y yo la tengo. Creí que la había perdido por todas las pendejadas que estuve haciendo últimamente cuidando algo que nunca fue mío. Pero es que… es imposible que tú me entiendas.

Leila se limpiaba las lágrimas y me miraba con resentimiento:

—¿Tienes una puta idea de la clase de mujerón que tenías a tu lado, Jorge Soto? ¿Tienes idea de la capacidad de Livia para emprender proyectos, presentarlos a empresarios, negociar con ellos y formalizar alianzas? ¡No! ¡No lo sabes! Porque a ti solo te preocupaba que ella no fuera mejor que tú. Ella siempre pensó en ti…

—¿Pensó en mí mientras me ponía los cuernos con Valentino Russo? ¿Pensó en mí mientras rebotaba sobre…. Sobre ese asqueroso viejo?

La mirada de Leila por poco reventó.

—¿De qué hablas, tontonazo?

—¡Las vi… a ti y a ella… en ese auto… revolcándose con un viejo como si fuesen…!

—¡¿Qué estás diciendo, imbécil?!

—Imbécil tal vez, pero ciego no.

—Estás delirando, Jorge, ¡medicateee!

—¡Medícate tú, merolica mentirosa! ¡Te digo que las vi en un trío con un hombre…!

Leila meneaba la cabeza de un lado a otro, metía sus manos en las bolsas de su abrigo y luego las sacaba, frotándolas la una con la otra. Los nervios apenas la contenían, y la ansiedad de tener que afrontar mis acusaciones la hicieron reventar.

—¿Te digo un secretito, Jorge? Esa que estaba en el auto ¡no era Livia!

Me eché a reír más de rabia que de gracia.

—¡Yo la vi, no me trates de ver la cara de imbécil!

—¡Esa era la idea, tarado, que la vieras para que la dejaras en paz de una vez por todas! El problema es que nunca pensé que ella llegaría a estos extremos al saber que te perdía.

No entendía sus excusas baratas.

—¿Pero tú estás loca? ¿Esa es tu forma de justificarla y que yo la perdone, echándote la culpa? ¡Estás enferma, Leila! ¿Cómo puedes decir una cosa así sólo para defenderla?

—¡Porque estoy enamorada de ella —me reveló, enseñándome un gesto de tormento que era imposible que fuese fingido— y por ningún motivo consentiría que ella se acostara con nadie más! Bastante he tenido con soportarte a ti… ¡Sus besos! ¡Sus muestras de amor! ¡Estoy enamorada de Livia, y por eso hice lo que hice! Ah, y lo del tatuaje, que sepas que no era real, y si no me crees, cuando entres revísale el brazo.

—¡Per…! ¡Pero…!

Me estaba volviendo loco.

—Pero nada, Jorge. Yo sé que cuando Livia se entere de todo lo que hice para separarlos me odiará y no querrá verme nunca más, ¿pero sabes qué?, ha valido la pena, porque de esta manera he sacado lo peor de ti, y ella se ha dado cuenta de la clase de hombrecillo que eres. Te confieso que mil veces fantaseé con el día en que se separaran. Pero mira lo que ocurrió, tres horas de Livia pensando que te había perdido bastaron para que ella terminara postrada ahí. Así que no, no. Prefiero que esté contigo a que esté muerta.

—¡Estás enferma! ¡Enferma! ¡Estás completamente enferma…! —me llevé las manos a la cara, como tratando de sostenerla para que no se me partiera. Todo esto era muy fuerte e irracional.

—¡Enferma no, enamorada sí! Y… aunque ella ahora me odie… yo te juro, Jorge… te juro que no descansaré hasta que me perdone y…

—¡No te quiero cerca de Livia! —exclamé.

Toda esa revelación cambiaba demasiado, y mi percepción respecto a lo que había ocurrido en realidad parecía un buen justificante para asumir cada una de nuestras culpas. Aun así, no me sentía preparado para exculparla.

—¿Y a ti qué más te da, princesito, que esté lejos o cerca de ella? ¿No dices que ya no la quieres y la dejarás? Yo tengo que estar a su lado para que no vuelva a intentar una nueva locura y…

—¡Basta ya! —estallé—, ¡y Largo de aquí!

—Córreme de tu casa, Jorge, no de aquí, desagradecido, que he sido yo quien la ha estado cuidando, hasta que llegó la ogra de su madre.

Iba a responderle algo, pero noté que sus ojos se dirigían hacia atrás de mí, luego de que se oyera el sonido de una puerta que se abría y se cerraba.

Olivia Aldama se encontró con mi angustiada mirada, y ella no pudo sino venir hasta mí hecha una furia.

—¡Qué le hiciste a mi hija, patán! —me plantó una bofetada que me hizo trastabillar, llorando y gritando como una loca—. ¡¿Qué le hiciste a mi niña, desgraciado?!

Sus palabras bruscas calaron tanto en mi ser que me rompí por dentro, lo noté cuando los espasmos de mi cuerpo me hicieron temblar, mismos que no tenían nada que ver con el golpe que me había dado.

—Yo… —De nuevo se me fue la voz. Quedé bloqueado momentáneamente. Una tormenta de sentimientos se volcó en mi interior y amenazó con colapsarme—… lo… siento… Olivia… yo… lo siento…

La señora Aldama era una mujer mucho más alta que Livia. A sus cuarenta y cinco años poseía una presencia intimidante y enérgica. Era la viva imagen de su hija, con la diferencia de que ella no tenía ni su dulzura ni el carisma natural de su unigénita. Y, sin embargo, era muy semejante a ella, y cuando digo que era la viva imagen de su hija también me refiero a su belleza y fisonomía. Claro, una belleza mucho más madura.

—De verdad… lo siento…

—¡Más lo vas a sentir si a mi niña le llega a pasar algo! —me cogió del abrigo para zarandearme—. ¡Tú serás el único responsable de lo que sea que le llegue ocurrir a mi hija! ¡Siempre supe que eras una mala influencia para ella! ¿Un riquillo como tú detrás de una niña bien criada como la mía? No, no, yo siempre supe que la ibas a corromper, que tus intensiones no eran buenas. ¡La has drogado, cretino maldito, lo he visto en los estudios de laboratorio que me han enseñado los médicos! ¡Y encima no sé qué le habrás hecho para que ella se intentara suicidar ingiriendo todas esas pastillas que le provocaron la sobredosis!

—Por… favor… —quería que se callara. No soportaba sus palabras. No toleraba sus gritos. ¡Los gritos me descomponían, me carcomían por dentro!

—¡Te responsabilizo de lo que le pase, Jorge Soto, ¿oíste, infeliz?! ¡Te responsabilizo!

—¡Señora, por favor, basta! —Oí a Renata, que se interpuso entre Olivia y yo cuando se apareció en el pasillo—. ¡Déjelo en paz! ¿No ve el estado en el que se encuentra?

—¿Y ésta quién es? —se horrorizó mi suegra al ver a Renata abrazándome—. ¿Tu amante? ¿Por eso Livia hizo lo que hizo? ¡No puedo creer tanto descaro!

El perfume de manzana de Renata me trasmitió paz, y sus susurros en mi oído derecho me infundieron sosiego «Tú no eres culpable de nada, bonito, no la escuches, tú eres un buen hombre, y yo estoy aquí contigo. Respira hondo. Tú no eres culpable de nada.»

—¡Descarado, y esta zorra que no tiene ningún respeto presentándose en el sitio donde mi hija se está muriendo!

—¡Basta, Olivia, basta, y no le permito que le vuelva a faltar al respeto a la señorita Valadez! —exploté cuando tuve el valor suficiente para enfrentarme a ella. El abrazo de Renata me reconfortó y por un momento me hizo sentir que no estaba solo. La moví a un lado y di un paso al frente—. Usted no puede reprocharme a mí el estado actual de su hija porque no tiene idea de lo que ha pasado en realidad. Usted no puede culparme a mí de nada cuando he sido yo el único que la ha procurado, defendido y amado cuando usted lo único que ha hecho toda su vida es humillarla, golpearla y darle la espalda.

—¡Grosero! ¡Atrevido! ¡Descarado! —Los ojos de Olivia lanzaban chispas.

Y yo seguí reprochándole todo lo que se merecía:

—No venga ahora a hacerse la buena madre ni a victimizarse cuando nunca le ha dado cariño a su hija, pues usted, Olivia, siempre la maltrató.

—¡Pediré que te saquen de aquí! —me ultimó, dándose la media vuelta para ir a servicios sociales—. ¡No te quiero cerca de mi hija!

Corrió al ascensor y yo aproveché para ir hasta la habitación de mi novia, aunque en el trayecto Renata me detuvo.

—¡Jorge! ¿Qué haces?

—¡Tengo que verla! —respondí con ansiedad, desprendiéndome de sus manos.

—Espera, bonito, que la imprudencia es la madre de muchos errores.

Pues yo estaba dispuesto a cometerlos. No le hice caso. La dejé a la mitad del pasillo y entré a la habitación girando la perilla.

Allí estaba Livia Aldama, despierta, y su mano derecha se entrelazaba a la de Aníbal Abascal.

  1. RETOMANDO UNA VIDA

JORGE SOTO

1 de enero

21:40 hrs.

Iba a preguntarle qué hacía allí, y por qué estaba en esa postura tan «paternalista» con mi novia, pero él habló primero, como siempre.

—Hasta que te apareces —me reprochó, mirándome a la cara con  un gesto imperturbable. Vi los esfuerzos vanos que hacía Livia para retirar su mano de la de mi cuñado, sin éxito—. Dada tu pasividad, al enterarme de dónde estaba tu prometida, tuve que hacerme cargo de ella en representación de la familia Soto Abascal.

—Pues ya llegué —dije malhumorado, cerrando la puerta tras de mí—. Si me lo permites, quiero hablar con ella.

Aníbal enarcó una ceja, y me dijo:

—Te permito que te quedes, porque de una vez te digo que te vas a quedar con ella toda la noche. Mas no quiero que la perturbes. Está cansada y tiene que dormir.

Livia lucía pálida, con los cuencos hundidos, los ojos inyectados en sangre, los labios resecos. Se le veía asustada y un tanto confundida.

—Olivia no consentirá que yo me quede con ella —le advertí, recordando nuestro último altercado.

Aníbal soltó a mi novia, se puso en pie y se ajustó la prolongada gabardina negra que le llegaba hasta los talones.

—De la señora Aldama yo me encargo —Pulsó el timbre de enfermería y esperamos cinco minutos a que una enfermera apareciera—. Suministre a la señorita la medicación que corresponde para que duerma. El señor Soto se quedará con ella toda la noche y se hará responsable de cualquier inconveniente.

La enfermera asintió, sedó a Livia suministrando medicamento en el suero, y luego Aníbal se dirigió a la puerta. Allí se detuvo, se giró hasta mí y me dijo:

—Tu novia me recuerda a tus sobrinas, Jorgito, por eso estoy aquí, porque sería incapaz de concebir que Vanessa o Ximena estuviesen en la indefensión en un hospital dada la ineficiencia de su orgulloso novio. Pero ahora te toca a ti hacerte cargo de Livia. Recuerda que un caballero jamás deja sola a una mujer, mucho menos si es su prometida. Y recuerda lo que te dije sobre el plazo que te di para que vuelvas con ella y sean felices públicamente durante los próximos seis meses. Después de ese tiempo, haz de tu vida un papalote.

Livia ya estaba más dormida que despierta. Me dirigí al sofá donde previamente había estado sentado mi cuñado y luego lo vi desaparecer. Lo primero que hice fue mirar sus muñecas, pues no recordaba en dónde había lucido el tatuaje la última vez. No había nada. Su piel estaba limpia. Suspiré confundido, turbado aún. Por instinto cogí la pequeña y fría mano de mi novia y la mantuve así toda la noche, preguntándome cuándo explotaría todo de nuevo.

JORGE SOTO

Lunes 2 de enero

Le di las gracias a Renata y le pedí que se marchara. Ella aceptó, dándome un fuerte abrazo e infundiéndome su apoyo. Livia, por su parte, durmió toda la noche sin ningún altercado. La calefacción ahí dentro era acogedora, así que no tuve reparo en acomodar mi cabeza junto a su almohadón para dormirme cerca de ella, aun si había una cama al fondo donde podía descansar.

A las ocho de la mañana me pidieron que saliera de la habitación para realizar los chequeos de rutina. Livia había despertado, me miraba con una extraña manifestación en su rostro que denotaba angustia, confusión y vergüenza. No nos dijimos nada ni a esa hora ni dos horas después cuando volví con ella y la ayudé a desayunar.

Se dieron las dos de la tarde y seguíamos en silencio. Había una tensión que podía cortarse con los dedos. Nuestros códigos gestuales decían mucho, sin hablar. Ella entre durmió de nuevo y yo permanecí a su lado cuidándola. Sólo salí un momento para comer algo en la cafetería del hospital. La señora Olivia Aldama ya no se apareció, a saber lo que le había dicho Aníbal. Leila, por su parte, iba y venía de su casa al hospital. Nos hablamos lo indispensable, para decirle cómo estaba ella.

Más tarde justifiqué a Pato mi ausencia diciéndole que había ido al hospital con Livia. Él lo entendió, y hasta fue a verla, junto con Fede y Gerardo, éste último que era mi tercer y gran amigo, aunque lo hicieron sólo por compromiso, no porque sintieran pena por ella. Miré a Pato de reojo y sentí pena por él. Confié en que Mirta se alejara de su vida por las buenas, porque si no lo hacía, me prometí que le contaría a mi amigo su infidelidad.

A las cinco de la tarde nos quedamos solos de nuevo en el hospital, y fue entonces cuando Livia me dijo directamente sus primeras palabras:

—Bacteria no ha comido.

—Te equivocas —contesté sereno, sintiendo que le hablaba a cualquier persona, menos a Livia—, Renata se ofreció a ir al apartamento para alimentarlo.

—¿Renata? —me preguntó sorprendida.

Asentí con la cabeza. Vi un deje de disgusto en su expresión, pero nada más. Livia tenía un mejor semblante, y aunque no era el mismo que solía ostentar, este mejoró cuando a las seis de la tarde el doctor que la atendía la dio de alta.

Aníbal pagó el hospital, y también envió a Ezequiel para que nos llevara al apartamento. Yo no le había informado a mi cuñado nada sobre el estado de salud de Livia pero parecía que él sabía completamente todo, absolutamente todo, hasta la hora de egreso y el monto a pagar.

Dispusieron una silla de ruedas para ella y la llevaron hasta un volvo negro. A las siete de la tarde ya estábamos instalados en casa, con Livia en nuestra cama y Bacteria pisándome los talones, alejándose de mi novia y reprochándome entre maullidos que lo hubiera abandonado tanto tiempo.

—Si necesitas algo me avisas —le dije a Livia cuando le llevé la cena; una cena basada en la dieta que le habían dispuesto, y que había preparado una mujer de servicio que había contratado Aníbal para ella. Cada vez me fastidiaba más que mi cuñado estuviera metiendo sus narices donde no lo llamaban. Ya habría oportunidad de quejarme por ese motivo—. Estaré en la sala.

A las diez de la noche Livia me mandó llamar. Había permanecido tumbado en el sofá con Bacteria en mi regazo. Me levanté como un resorte y fui hasta la habitación para saber lo que quería. Ella permanecía recostada con un camisón blanco de seda, luciendo radiante de pies a cabeza, recién bañada. Su cabello húmedo se desplegaba sobre los almohadones blancos, y sus labios mullidos brillaban por algún tipo de barniz hidratante que se había untado. El color había vuelto a su rostro, y su dulzura inmanente refulgía con candidez.

—¿Qué necesitas, Livia? —me dolió pronunciar su nombre.

Con la cabeza señaló hacia su costado izquierdo, donde ya estaba preparado mi sitio de dormir, con un edredón claro y los dos almohadones que acostumbraba poner en mi cabeza.

—Es hora de dormir, cielo. —Su voz era tersa, conciliadora, divina, como si nunca hubiese ocurrido nada. Como si fuésemos los mismos de siempre, los que éramos antes de que se convirtiera en asistenta de Valentino.

—Dormiré en la sala —determiné con frialdad. Livia abrió sus ojos chocolate asombrada, y antes de que me dijera nada yo me apronté a añadir—: quiero que duermas cómoda.

—Pero tú no me incomodas aquí —señaló el espacio vacío de la cama, improvista de aliento—. Sabes que nunca lo has hecho. Ven, Jorge, te necesito aquí, conmigo. Yo no puedo ni quiero dormir sola —Hizo uno de esos pucheros infantiles que siempre me desarmaban y me persuadían.

El boquete que se me había formado en el vientre se hizo más hondo y frío ante cada una de sus palabras. No sabía si llamarla cínica o desvergonzada. De cualquier manera, hice por no acelerar una discusión, no hasta que estuviera en mejores condiciones.

—Dormiré en la sala —concluí, abandonando la habitación—, y así será el resto de los días.

Es tan difícil intentar retomar una vida, como lo es intentar dejar de amar.

JORGE SOTO

Martes 3 de enero.

12:15 hrs.

Aníbal Abascal aprovechó que un médico particular revisaría a Livia en nuestra casa al día siguiente para mandarme citar en el bar que estaba en un portal a dos cuadras de mi apartamento.

Sabía lo que quería de mí, conocer mi decisión respecto a si aceptaba o no vivir con Livia seis meses hasta el día de las elecciones. Por supuesto, yo no hice por retrasar más mi decisión de decirle un rotundo «no» y salí de casa hacia el bar.

Aníbal siempre vestía trajes finos, aunque no fueran días laborales, como ese. Su elegancia y remilgo me remontaba a todas esas veces en que me insistió para que vistiera bien. Me senté en un banquillo que daba frente a él, en cuya mesa ya estaban servidos dos copas de lambrusco. Se quitó los ray-ban para evaluarme de arriba abajo a fin de criticar con la mirada mi ropa deportiva y luego carraspeó.

—Qué tal, Aníbal —saludé con desgano.

—He pensado muy seriamente —empezó sin responder a mis cortesías—, y creo que la mansión de tus difuntos padres sería ideal para que viviesen Livia y tú de ahora en adelante.

Me eché a reír casi al instante por lo ridículo de la situación. Encima me hablaba como si estuviese seguro de que yo aceptaría acceder a su plan. Antes de darle mi negativa, le dije lo obvio:

—Antes de permitir que Livia y yo vivamos en la casa de mis padres, Raquel preferiría incendiarla.

—A ver, cachorrito, a ver —dijo Aníbal tomándose una copa de vino—. Creo que ya va siendo hora de que repartamos las cartas legalmente.

—¿Qué quieres decir con eso? —bebí un trago.

—¿En qué país vivimos, cachorrito?

—Pues… en México, ¿por?

—¿En qué región de México vivimos?

—Pues en el norte, Aníbal, ¿qué son esas preguntitas tan cansinas? —torcí un gesto.

—¿Sabes tú la cultura de nuestro país? —insistió sonriente—. ¿Sabes tú la cultura de los norteños?

—¡Habla ya! —me impacienté.

—Un padre mexicano, mucho más un norteño, jamás heredaría a una hija sus bienes, por más primogénita que haya sido; claro, claro, a no ser que no tuviera hijos varones, como es mi caso.

—No entiendo, Aníbal, ¿qué tiene qué ver que mis padres le hayan dejado como herencia a Raquel nuestra mansión familiar?

Aníbal hizo un gesto demeritorio hacia mi persona, como si le fastidiara que no pudiera adivinarle el pensamiento.

—Tiene que ver mucho, cachorrito. Lo que quiero decir es que Enrique y Minerva Soto no le dejaron a tu hermanita esa mansión, sino a ti.

De pronto se me fue el habla y los ojos se me crisparon, irguiéndome completamente sobre el banco.

—¿Qué? —reí casi de nervios—. No jodas, Aníbal.

—De hecho, tus padres te heredaron el 70% de sus bienes, Jorgito, incluida la mansión Soto.

De nuevo aquella sensación de vacío dentro de mi pecho; de densidad y trizas.

—¡Pero eso no es cierto, Aníbal, yo mismo leí el testamento!

—No saltes, cachorrito, no saltes, que me fastidias.

—¡Es que no tiene sentido!

—Que sí, niñato del carajo, que sí, que sí tiene sentido. Aunque parezcas una vieja bien hecha, eres varón. Además del fideicomiso que recibiste en la universidad, tus padres te heredaron casi todo, incluida la mansión Soto.

Tuve que soltar la copa de vino para evitar que reventara en mi mano. Todo lo que decía era demasiado fuerte y duro para asimilarlo así de golpe.

—¡Pero es que… Aníbal! ¡Yo…!

—Lo que pasa es que eres demasiado pendejo la mayor parte del tiempo, Jorgito, para darte cuenta de la realidad de las cosas. Si Raquel me hubiera dejado criarte como un verdadero hombre, ahora mismo serías el más chingón de Monterrey. Tu problema es que eres demasiado pasivo, estúpido y confiado. ¿De verdad creíste que tus padres no te dejarían nada? Si Raquel te ocultó todo este tiempo el contenido real del testamento (y falsificar uno diferente que fue el que leíste) fue para tenerte entre sus faldas, dominarte y elegirte a la mujer que ella considerara correcta para ti. Está claro que tarde o temprano terminarías recibiendo todo tu capital, porque legalmente es tuyo, sólo que con mis influencias y las de Raquel evitamos que lo supieras hasta que hubieras encontrado a la mujer ideal.

El corazón me temblaba violentamente. No me podía creer todo lo que estaba escuchando.

—¿Sabes que de ser cierto lo que me estás diciendo, Aníbal… quiere decir que ustedes dos han cometido un delito?

—Déjate de disparates y mejor comprende bien lo que te digo.

—¡Es que… estoy en shock! ¡Quisiera reclamarte, Aníbal, y decirte todo lo que pienso de ti… pero no sé ni cómo afrontarlo! ¿Cómo han podido tú y Raquel jugar con la voluntad de mis padres tanto tiempo y de esta manera tan cruel? ¡Es que me parecen tan perversos que no me lo creo!

—Ambos creímos que era por tu bien.

—¿Quién chingados se creen ustedes que son para decidir qué es por mi bien y qué no? Esto es una locura. ¿Cuándo pensaban decirme sobre el testamento? ¿Cuándo me muriera?

Aníbal volvió hacer un gesto que demeritaba mi rabieta de «niño caprichoso.»

—Ya te dije que Raquel iba a decírtelo cuando considerara que tenías a tu lado una buena mujer.

—¡Pues si esa es su lógica, déjame decirte que su instinto le ha fallado, porque Livia no es…!

—¡Huevos! No comiences con tus discursitos de fracasado, niñito baboso, porque me aburres.

—¿Sabes que podría demandarlos a ambos por todo esto? —volví a exaltarme, sin importarme que las miradas de los comensales se posaran sobre mí—. ¡Legalmente está penado!

—Apenas puedes cuidar a tu novia, ¿y ahora pretendes meterte en asuntos legales conmigo?, ¿con Aníbal Abascal? No seas mamón. Mejor dame las gracias de que por fin podrás dejar de vivir como pordiosero y tendrás una vida decente, que si fuera por la loca de tu hermana, seguirías tragando frijoles, agua de lima y sopa de fideo todo el tiempo.

Me entregó un maletín con dinero en efectivo, una copia del testamento original, y dos de las llaves de una bóveda bancaria, donde había joyas de mi familia, según me explicó.

—Conoces mi poder, Jorgito, y yo conozco tus deficiencias. Hagas lo que hagas, si yo quiero, nunca podrás hacer válido el documento original. ¿Quieres recuperar la mansión Soto ya? ¿Quieres recibir lo que te corresponde de verdad? Seis meses. Es lo único que necesito de ti. Seis meses de sacrificio y todo esto será tuyo.

—¡Eres un cabrón! —le gritoneé.

—Y tú un pusilánime, pero eso ya lo sabíamos. Te lo digo y te lo repetiré mil veces; si te hubiera criado yo, ahora mismo no serías este ser tan fracasado que eres. En fin. Era todo lo que tenía que decirte, ahora, sino te molesta, me iré a follar a una putita que me está esperando en la habitación 69 del hotel Safi Valle. Paga la cuenta con el adelanto que tienes en el maletín. Ah, y déjale un par de besos a tu novia, que ella sabrá gratificarme. Hasta luego, cachorrito y, por favor, nene ridículo, deja de lloriquear.

Cuando Aníbal se marchó, ni siquiera pude decirle nada. Me sentía feliz pero a la vez frustrado por enterarme de que había vivido en una mentira. Había sufrido hambres y una vida indigna gracias al egoísmo de Aníbal y de Raquel, especialmente de Raquel, que tuvo que ser la de la idea. Al llegar a casa me la pasé llorando toda la tarde abrazado de Bacteria, nostálgico, recordado a mis padres y en cómo habría sido mi vida si ellos nunca hubiesen fallecido en la avioneta.

Antes me sentía nadie. Ahora, por alguna razón… me sentía diferente. Mucho más fuerte.

Ser heredero del 70% de los bienes de mis padres, Enrique y Minerva lo cambiaba todo.

Alcé la cabeza, limpié mis mejillas y de pronto sonreí.

—Ahora sí se les acabó su pendejo —murmuré…