Depravando a Livia: capítulos 14 y 15

Aníbal Abascal pondrá las cosas en su lugar, con un enfrentamiento brutal contra Valentino Russo. Jorge, por otro lado, tendrá que enfrentarse a la realidad e ir de frente contra un nuevo chantaje que podría alterar su vida. Además, descubre una verdad que lo trastoca.

  1. DESQUITE

ANÍBAL ABASCAL

1 de enero

16:37 hrs.

—¡Estoy rodeado de pura gente estúpida, pendeja e ineficaz! —exclamé a Ezequiel y al Tamayo (uno de mis más serviles matones) cuando se presentaron en mi despacho tras haberlos mandado llamar—. ¿En qué cabrones estaban pensando cuando permitieron que la señorita Aldama se presentara con el Lobo a ese maldito bar?

—Señor… —comenzó a excusarse Ezequiel dando un paso adelante, siempre recto, inexpresivo y con su cara de piedra caliza—, yo mandé al Tamayo y a sus hombres para que cuidaran los flancos del señor Russo, como quedamos, quien estaba acompañado de su guardaespaldas personal. Él jamás habló de que llevaría a la señorita Aldama y no pensé que…

—¡Ese es tu puto problema, Ezequiel, que últimamente no piensas, te la pasas parado como imbécil y estás cometiendo error tras error! ¿Es que ya no estás feliz trabajando para mí? Porque si tu respuesta es no, a la hora que quieras te puedes ir a chingar a tu madre a otro lado.

—Señor Abascal —intentó excusarse de nuevo—, lamento haberme equivocado al confiar en la buena voluntad del señor Russo. Le repito que en el plan original nunca estuvo contemplado que la señorita Aldama participara de la misión con el Serpiente. Creo que el error lo ha cometido él.

—¡De ese ya me encargaré yo! —estallé, removiéndome en el asiento—. ¡Y tú, Ezequiel, déjate de tantas lamentaciones y compórtate como el colaborador de alto mando que se supone que eres! ¡Con este van dos errores que cometes en tus gestiones y no voy a tolerarte un tercero, me conoces bien! Primero lo del robo de videos que llegaron a las manos del hijo de puta del Serpiente (a quien se la tengo jurada y al que mandaré a reventar con plomo cuando menos espere) y ahora esto, poniendo en riesgo a la señorita Aldama ¡cuando la orden era protegerla hasta de su propia sombra! ¿Qué carajos tienes en la cabeza?, ¿mocos?

Ezequiel permanecía imperturbable, mirándome a los ojos con un extraño deje de resentimiento que no me gustó nada. Ojalá no me estuviese retando, o iba a lamentarlo, el cabrón cornudo.

—¿Y tú, pedazo de pasmarote? —pregunté al Tamayo, que dio un paso adelante cuando me dirigí a él—. ¿Puedes explicarme por qué aún no tengo la cabeza en mi escritorio del redactor del diario “El Regiomontano”, que sugirió hace dos meses en un artículo que escribió (estoy seguro que pagado por alguno de mis adversarios) que yo tenía una red de lavado de dinero entre mis empresas?

—Patrón —tembló la voz de ese gordo gigantón—, usted me dijo que quería dejar pasar algún tiempo para que no hubiera sospechas de su desaparición.

—¿Cuánto más quieres esperar, pendejete? —estallé—, ¿tres años? ¿cinco años? ¡Pasaron más de dos meses desde la publicación del artículo, y tengo conocimiento de que el muy imbécil planea ahondar más en una nueva investigación ahora con mi vida personal, lo que podría ponerme en el ojo del huracán, cosa que no me conviene! La perra de Cerdinia y Leobardo Cuenca, mi ahora contrincante oficial en campaña, sólo están esperando el mínimo escándalo para echar cuesta abajo mi candidatura. Así que, por favor, Tamayo, ¡quiero la cabeza de Gilberto Serrano, el articulista de “El Regiomontano” a más tardar el viernes en mi escritorio!

—Como usted ordene, patrón.

Volví a removerme en el asiento, aspirando largo.

—¿Qué noticias me tienes? —seguí con el Tamayo—, ¿o qué era eso tan importante que querías decirme?

Mi obeso sicario se acercó un poco más para informarme:

—La doctora Olga Erdinia y sus colaboradores se han estado reuniendo con frecuencia con Leobardo Cuenca en Palacio Monterrey. Mis hombres han rastreado sus visitas y la semana pasada contabilizaron tres, en las que llevaban bastantes documentos y archivos electrónicos consigo.

Leobardo Cuenca ahora mismo era mi principal opositor, pues era el actual presidente de Monterrey y pretendía ejercer su derecho de reelegirse para su segundo y último mandato. Leobardo haría lo que fuera con tal de evitar que yo le arrebatara la silla presidencial. Él era un pobre tipejo de cincuenta años, de izquierda socialista, que estaba obstaculizando a los grandes empresarios de la región con los nuevos estatutos que impedían monopolizaciones y la creación de nuevas firmas en la municipalidad.

Tengo que reconocer que, gracias al cabrón de Valentino y mi querida Livia, ahora tenía a los más grandes empresarios del norte de México a mi favor. Con ellos sería más fácil derrotar a Leobardo y a sus estúpidas políticas socialistas que lo único que estaban haciendo era joder a la región, que siempre había sido reconocida como la más próspera del país. Leobardo y su partido anodino pretendían promover la mediocridad entre sus electores, en lugar de crear las condiciones para hacerles progresar. La izquierda mexicana tenía la intención de mantener a los pobres más pobres y con una filosofía barata que impidiera aspiraciones económicas, para tenerlos sometidos a ese régimen de mediocridad que los mantenía en el poder.

Si la derecha nos descuidábamos un poco, la República mexicana terminaría siendo una dictadura o una monarquía, en pleno siglo XXI

—Así que esa perra está jugando sucio —carraspeé—. Bien, bien. Busca pruebas, Tamayo, que la inculpen de traición. Eso me bastará para someterla a juicio en La Sede y mandarla a chingar a su madre.  Ya si veo que la muy cabrona de Cerdinia sigue jodiendo, entonces ya tomaremos otras medidas. Ahora sí, largo de mi oficina, que aquí apesta a mediocridad —les ordené—. Y tú, Ezequiel, recibe al Lobo en el primer acceso de la mansión, que ya no tarda en llegar. Tan pronto llegue lo haces pasar a la biblioteca.

—¿Aquí?

—¡A la biblioteca, no al despacho, sordo!

No había caído en la cuenta de que mi escolta no había dejado de mirar (de forma intermitente) el sofá que estaba en el lado opuesto de mi escritorio, hasta que rodé mis ojos hacia la misma dirección y me encontré con que las braguitas negras de su esposa estaban colgando del brazo derecho.

Casi me quise echar a reír, (ya me hacía falta un poco de desahogo, que toda la mañana había estado muy tenso por culpa de mi cuñadito y las ineficacias de mis colaboradores) porque Ezequiel era tan pendejo que estuve seguro que él sería incapaz de reconocerlas. Los hombres no somos mucho de percibir con exactitud y detalle la ropa interior que usan nuestras mujeres, así que confié en su inexperiencia. Podría pensar que eran de cualquier chica, incluso de mi protegida, así que no tuve reparo en sonreírle a la cara mientras él suspiraba.

—¡¿Qué esperan para salirse de mi despacho?!

Los dos hombres asintieron con la cabeza y escaparon con la cola entre las patas.

¡Qué fastidio tratar con inútiles!

Raquel nunca entraba a mi oficina, pues la mayor parte del tiempo me rehuía, se iba al club con sus estúpidas amigas, o se la pasaba dormida (con los fármacos que de vez en cuando obligaba a mi amigo, el psiquiatra Suarez, a recetarle para mantenerla dopada), por eso no me preocupé que entrara y descubriera las prendas de vestir que a veces dejaban algunas de mis amantes. Por fortuna mis criadas eran muy discretas a la hora de limpiar.

—¿Me puedes explicar por qué carajos dejaste las bragas en el sillón? —increpé a Lola cuando eché la silla rodante hacia atrás y la miré allí debajo del escritorio.

No hay nada más morboso que entablar una conversación con un cornudo, mientras la guarra de su esposa te chupa la polla con la habilidad de una prostituta debajo de la mesa. Lo había hecho muchas veces con Lola, mujer de Ezequiel, quien esa tarde yacía de rodillas mamándome la polla que salía por el hueco de mi bragueta, con la falda arremangada a sus caderas, su blusa rosa de botones desabrochada hasta el ombligo y sus redondas tetas color canela colgando sobre las copas de su sostén que iban a juego del color de las braguitas que pendían del sofá yuxtapuesto.

—¡Madre mía! ¿Ezequiel las vio? —Tuvo que sacarse mi verga de su boca para preguntármelo. Tenía el labial y las sombras de ojos corridos de forma soez—.  ¿Ves lo que provocas, Aníbal?

—A mí no me eches la culpa, cabrona —dije carcajeándome, al tiempo que me ajustaba el saco y la corbata en mi cuello.

—¡Eres tú el que me obliga a quitarme las bragas cada vez que entro a tu despacho! —me acusó, mientras masajeaba la longitud y grosor de mi rabo.

—En todo caso, la culpa la tienes tú por no entender que cuando estarás a solas conmigo, no debes de portar bragas.

Con la habilidad que la caracterizaba, Lola dio otro par de lamidas a mi sonrosado glande, y luego se la metió toda hasta que el capullo tocó su garganta. Sabiendo que era una gran experta en la garganta profunda, la sostuve de la cabeza, enredando mis dedos en sus cabellos rizados, y la mantuve allí hundida sobre mi verga hasta que comenzó a sentir arcadas y a expulsar abundante babaza. La solté. La alfombra se había llenado de su propia saliva y mis líquidos pre seminales.

—A veces es imposible venir sin bragas—se excusó tosiendo, con los ojos llorosos por el esfuerzo anterior—, porque Ezequiel últimamente se la pasa muy cerca de mí cada vez que me cambio. No consigo ahuyentarlo de la habitación y tampoco lo puedo sacar porque le parecería muy raro, ¿no crees? Y más raro le parecería darse cuenta que no me pongo ropa interior.

Le di un par de golpes en las mejillas con mi pollón, y ella la volvió a atrapar con su boca. Era su caramelo favorito.

—A tu maridito no me lo menciones —la conminé—, que como ya habrás escuchado, no para de cometer estupideces. Algo me huele mal de todo esto y no me gusta.

—¿Qué estás pensando? —Vi un gesto de desconfianza en su cara al sacar mi falo de su boca.

—Que al final van a terminar siendo ciertas las hipótesis del Lobo respecto a que tu maridito me está jugando chueco.

Lola ahora me estaba masturbando, y con sus uñas acariciaba mis huevos desde el escroto.

—Ay, por Dios, cielo, ¿cómo se te ocurre? —se echó a reír, pero continué viendo un halo de terror en su semblante. Lola sabía que si mis sospechas eran ciertas podría quedarse viuda de la forma más atroz posible—. ¿Ezequiel por qué sería un traidor? —Adoraba cuando Lola usaba las dos manos para masturbarme, pasando sus palmas mojadas por mi capullo y luego las deslizada violentamente por todo el tronco hasta llegar a mis testículos—. Si gana bastante dinero contigo, si él es cómplice de tus atrocidades y, lo más importante, si yo misma trabajo para ti, y sabe que tu fracaso sería algo contraproducente para nosotros.

—¿Es que no se te ha ocurrido que Ezequiel ya se haya enterado de que te llevo culeando desde que te contraté? —Lejos de darme temor, todo esto me parecía divertido, y se lo hice saber con mis carcajadas—. Después de todo, tiene acceso a cámaras, agendas e itinerarios donde pudo ver algo raro. Tendría que estar muy estúpido para no haberse dado cuenta de que ya es pariente de los alces.

—¡No! ¡No! —contestó una Lola cada vez más intranquila. Pese a ello, seguía masturbándome con religiosidad, mientras yo le pellizcaba sus oscuros pezones y le estrujaba los senos—. ¡Me habría dado cuenta de algún cambio… en su personalidad para conmigo! Y te juro que no he visto nada raro en él. Es cierto que últimamente anda más amargado que de costumbre, pero yo lo atribuyo al exceso de trabajo que le cargas y a que se preocupa bastante por su hijo Fercho, al que ahora tienes de tu halcón.

—Y… hablando de Fercho —musité con una gran sonrisa cuando tuve una idea perversa—. Se me ha ocurrido algo que podría mitigar mi desconfianza y aborrecimiento que comienzo a tener por tu marido.

—A ver, Aníbal… tu mirada me está dando miedo. Prométeme que no harás ningún daño a Ezequiel. Te juro por lo que más quieras que él… no es ningún traidor. Es más, yo apuesto más por Valentino que por mi marido. ¡Júrame que no lo vas a lastimar!

—Yo no juro ni prometo cosas que no puedo cumplir —sentencié, recogiendo con mis dedos los restos de babaza que tenía en su boca para dárselos a tragar—. Si descubro que tu maridito tiene algún vínculo con todos estos reveses que estado teniendo últimamente (robo de videos, los documentos secretos de mi campaña política que cayeron en manos de Cerdinia, la puesta en peligro de Livia con la gente del Serpiente, y esos artículos que ha escrito Gilberto Serrano contra mí…) tú misma vas a ser testigo de cómo lo descuartizo pedazo por pedazo, para después meterte sus vísceras por la vagina y finalizar bañándote con su propia sangre.

—¡Aníbal…! —gritó palideciendo, con un gesto de horror que me resultó muy gracioso—. ¡No digas eso ni en broma, ¿quieres?!

—¿No me crees capaz?

—¡Porque te creo capaz es por lo que me asustas!

—Entonces… más vale que tu maridito se ande con cuidado conmigo, porque costará muy caro traicionarme.

—Bueno… bueno… Aníbal, es que ahora estás enfadado con él por las sospechas que te ha alimentado ese animal de Valentino Russo al decirte que es un traidor, pero ya verás que con los días te darás cuenta que mi Ezequiel te es más leal de lo que me es leal a mí misma, que soy su esposa. —El tono de su voz era demasiado peticionario. Y yo en el fondo abominaba que ella pudiera sentir compasión por su marido, por encima de mí, después de tanto—. A todo esto, ¿qué tiene que ver Fercho, su hijo, con ese plan macabro que tienes para «mitigar la desconfianza y aborrecimiento» que comienzas a tener hacia mi marido?

Mis dientes volvieron a resplandecer, mientras le sambutía mi verga en la boca.

—Quiero desquitarme de Ezequiel —le confesé mi maquiavélico plan—. Si cabe, quiero sentir un poco de compasión por él para que mis ansias por hacerlo pedazos se disipen. Sus errores me han hecho repudiarlo momentáneamente, causándome grandes malestares, y bien sabes que no me gusta sentir que estoy perdiendo el control sobre algo o alguien. ¡No tolero a los fracasados en mi equipo de trabajo, y tu marido, aun si antes era bastante proactivo, ahora se está convirtiendo en un perfecto inútil! Por eso, como compensación a lo anterior, quiero que seduzcas a su hijo y te lo folles.

Casi escupió toda mi polla cuando escuchó mi orden. Ella mejor que nadie sabía que mis órdenes eran inapelables, y que no había forma de echarlas abajo una vez que se me ocurrían.

—¿Pero tú estás… loco?

—Sí, loco en exceso, y sabes bien que mi locura puede llegar a destrozarlo sin piedad.

—¡Pero Aníbal!

—A Fercho —Dado que su boca se había alejado de mi polla, la atraje con fuerza hacia mí para que me hiciera una cubaba con sus tetas—, quiero que lo seduzcas y te lo folles, en tu propia cama matrimonial, y que grabes todo para que me lo enseñes.

El calor de mi polla sobre sus gordos senos se intensificó a medida que aceleraba mis movimientos dentro de sus melones de carne.

—¡Aníbal! —chilló Lola, descompuesta, paniqueada, cavilando mi enferma propuesta mientras el glande de mi falo golpeteaba su mentón—. ¿Cómo… cómo puedes ser tan perver…?

—Anal y vaginal —añadí nuevos deberes—, que te deje bien abierta por ambos agujeros.

—¡Aníba…! ¡NOOO! —me seguí masturbando con sus tetas.

—Y, por último y más importante, Lolita bella; quiero que tu hijastro se corra dentro de ti las veces que sean necesarias para que te preñe —coroné mi perversa venganza.

—¡Aníb…!

—A partir de mañana irás con la ginecóloga que te tengo asignada para que cambie tus hábitos alimenticios e interrumpa los métodos anticonceptivos que te ha establecido durante los meses en que has sido mi puta.

Mi polla seguía incrementando el ritmo de sus pulsaciones mientras le explicaba mi voluntad.

—¿Lo haces para librarte de mí? —gritó de pronto, indignada—, ¿para que ahora sí puedas darle rienda suelta a tus perversidades con tu nueva putita?

Ya se había tardado en reprochármelo.

—Calla, zorra, y no metas a nuestra conversación a gente que no viene al caso.

—¡No es por darle un escarmiento a Ezequiel por lo que quieres que me preñe su hijo, ¿verdad, cabrón? —se rebeló, indignada—, sino para deshacerte de mí y ahora sí dedicarle todo tu tiempo a esa zorra inmunda que te tiene trastornado!

—Harás lo que te digo o mato a tu marido —sentencié categóricamente, echándole toda mi leche en la cara cuando el morbo de lo que le proponía no me dejó contenerme—. Yo a la primera desconfianza me deshago de mis adversarios, Lola, yo no doy segundas oportunidades, así que deberías de agradecer las consideraciones que estoy teniendo con tu marido.

Me limpié la polla con su propia blusita, luego me puse de pie y la dejé allí tirada, lloriqueando.

—Tienes un mes para hacer lo que te he ordenado —finalicé, dirigiéndome a la biblioteca donde me dispuse esperar al Lobo.

ANÍBAL ABASCAL

1 de enero

17:29 hrs.

—¡Incendiaste mi Ferrari, cabrón! —exclamó Valentino Russo nada más entrar a la biblioteca donde lo estaba esperando, sentado a la mitad del salón con una copa en mi mano derecha—. ¡Incendiaste mi puto Ferrari! —Insistió, pálido y sobrecogido.

—Y no sabes la suerte que tuviste de no haber estado dentro de él —contesté dando un sorbo a mi whisky—, porque la orden que di fue precisa e inapelable: quemen ese puto carro rojo sin importar quién esté dentro.

Sus ojos estaban crispados, allí delante de mí, enorme, endiablado.

—¿Pero tú estás pinches putas loco, macho o qué mierdas te pasa? —gritoneó—.  ¡Perdiste los papeles por completo!

—¡El que los perdió fuiste tú, hijo de la chingada! —me levanté de pronto, dejando la copa en el brazo del sofá—. ¡Te advertí que dejaras a esa muchacha fuera de esto, lejos de tu verga y lejos de cualquier asunto que la perjudicara! ¿Y qué fue lo primero que hiciste? ¡Desobedecerme cual vil hijo de las quinientas mil putas! ¡A mí, a Aníbal Abascal! ¿Quién chingados crees que eres tú para desafiarme, pendejo de mierda? ¡Yo soy tu amo y patrón, y tú mi servil, hijo de puta, que no se te olvide!

—¡Hey, hey, bájale a tu tonito de voz, macho —tuvo el atrevimiento de desafiarme—, porque si me sacas de mis casillas soy capaz de golp…!

De un puñetazo lo lancé contra el suelo. Valentino Russo podría pesar mil toneladas de músculos, pero yo era un veterano de guerra, y ningún cabrón como ese me iba a amenazar gratuitamente.

—¡No ha nacido aún el hijo de perra que me desafíe, Valentino Russo, y tú no serás el primero!

La expresión del Lobo era de orgullo, asombro y de rabia contenida. Pronto se puso en pie e infló su pecho, retándome, pero sin los huevos para responder a mi agresión.

—¿Yo qué hice para que me trates así, Abascal?

—¿Qué hiciste? ¡Expusiste a Livia Aldama ante el Serpiente, cabrón! ¿Qué putas tenías en el cerebro cuando tuviste los huevos de llevarla con un sicario como ese? ¡Encima te la llevaste a esas putas carreras!

No pareció tan impresionado de que yo supiera tales antecedentes; lo que sí le sorprendió fue la forma tan colerizada con que se lo reprochaba.

—¡Me conoces bien para saber que Aldama nunca corrió peligro a mi lado, Aníbal, y que lo de las carreras sólo fue una invitación sin ninguna malicia!

—¡Me castra que me mientan a la cara, hijo de la chingada! —estallé colerizado, dando tres pasos hacia adelante—. ¿Que a las carreras la invitaste sin ninguna malicia? ¿Se pusieron a rezar la novena de la virgen de la Macarena? ¿En serio me crees tan estúpido para creerte, cuando yo mismo he presenciado en ediciones anteriores lo que ocurre al término de las competiciones?

—¡No me la he cogido, si ese es tu puto problema, Abascal! ¡Y lo del tatuaje ni siquiera es verdad!

—¿Tatuaje? —la sangre hirvió dentro de mi pecho—. ¡Como te hayas atrevido a marc…!

—¡Que no, que no le hice nada! —Valentino retrocedió un par de pasos ante mi avanzada—. Supongo que estos chismes te los dijo esa maricona llorona que tienes de cuñado, ¿verdad? Pero ahora mismo te digo que yo no tengo la culpa de que él sea un pelele que no sabe cuidar a su novia.

—Todo efecto tiene una reacción, Lobo, y a éstas le devienen  consecuencias. Esta cagada que acabas de cometer te costará cara: voy a acabar con tu dignidad sólo para que te enteres de una vez por todas quién es Aníbal Abascal. De momento, si deseas continuar teniendo mi beneplácito, tendrás que buscar a mi cuñadito y convencerlo de que Livia jamás se acostó contigo, que la chica tiene intacta su virtud y que todo lo que has hecho lo hiciste simplemente porque querías herir su orgullo.

Valentino parecía contrariado, incrédulo, indignado.

—¿Es mi impresión o en serio no me crees que no hice nada con Aldama? —me preguntó con los ojos entornados—. Tú bien sabes que he seguido tu ejemplo de marcar a las mujeres con las que me acuesto y con las que pretendo tener una relación sexual más prolongada, y ya mismo te digo que ella no tiene ninguna marca en la piel, ¡yo no la marqué!

—A lo mejor no la marcaste, porque pendejo, pendejo… al parecer no eres, y sabes bien que el día que esa chica tenga un tatuaje en cualquier parte de su cuerpo, vinculado a ti, ese día te mato.

—¿Pero es que tanto te has enculado de la mujer de tu cuñadito, Abascal? ¡No me explico tu rabia al…!

Valentino no vio llegar el segundo puñetazo con el que rompí de tajo su labio inferior. Esta vez trastabilló sobre la alfombra y su espalda chocó contra la puerta de la biblioteca. Yo avancé hasta él, gruñendo de cólera.

—¡Tú vuelves a hacer un comentario que me vincule a esa muchacha en una relación sexual, y será la última vez que abras el hocico!

Valoro demasiado la contención que tuvo el Lobo para no lanzarse contra mí, porque las ganas de partirme la cara y hacerme mierda las tenía. La rabia que exudaba de sus ojos no mentía. Se limpió la sangre de las comisuras y escuchó mi sentencia:

—Valentino Russo, que sepas que he perdido mi confianza en ti. Otra pendejada de estas, Lobito, y te convierto en cordero asado. Ah, y te aviso desde ya que he instruido a Lola para que mañana a primera hora notifique a La Sede mi decisión inapelable para que seas destituido como mi futuro asesor de campaña, y removido inmediatamente como jefe del Departamento de prensa.

—¿Qué? ¡Estás de coña! ¿Verdad? —exclamó sin dar crédito a lo que oía.

—¿Tengo cara de que esté haciéndote una broma, Russo?

—¡Tú no puedes hacerme esto, Aníbal! ¡Tú no me puedes castigar de esta forma sólo por dos… circunstancias sin importancia!

—¡Te advertí que no se te ocurriera pasarte de listo con Livia Aldama, y lo hiciste! Mejor dame las gracias por estar siendo benevolente con tu castigo en lugar de estar en el interior de un tambo con ácido.

—¡Entiende que yo no me pasé de listo con ella, cabrón! ¡Aldama misma puede decírtelo!

—¿Después de que la den de alta del hospital donde está internada? —le pregunté con ironía—. Porque tus putadas la llevaron a terapia intensiva, cabrón, y eso no te lo perdonaré.

—¡Yo…! ¡Yo no lo sabía, Aníbal! Tienes que darme otra oport…

—¡Aníbal Abascal nunca da segundas oportunidades! —se lo recalqué—. Lo que pasó pasó, y hay que asumirlo con huevos.

—¿Sabes… el impacto social y familiar que me supondrá esto que me estás haciendo, macho?

—Precisamente por eso, Lobito: tu única labor en la vida es follar, joder gente y enorgullecer a tu padre, en vano. Pues bien, hoy te estoy quitando esa posibilidad de hacer sentir orgulloso a tu padre por una vez en tu vida. ¡Hoy le estoy dando la posibilidad a tu hermano para que sea mejor que tú, como lo ha sido siempre! Pero no sufras tanto, que mira, te he perdonado la vida, después de todo. Y mucho ojo, Russo, que te tendré vigilado de hora en adelante. Seguirás trabajando para mí pero ahora desde un bajo perfil. Dinero no te faltará, porque tienes tus propias empresas y yo seguiré pagando por tu lealtad. Ah, pero eso sí; te quiero lejos de esa chica a partir de ahora, y cuidadito me juegas chueco porque te arranco las vísceras o te echo a la jaula de mis leones para que te devoren vivo, y sabes que hablo de forma literal.

Por supuesto que el Lobo no quedó conforme con la sentencia final. De hecho, a estas alturas sigo pensando que si le hubiera llenado de plomo la cabeza esa misma tarde, y después lo hubiese hecho pedacitos, no habría ocasionado la de desmadres que provocó más adelante.

—Si así es como le pagas al cómplice de todas tus fechorías —bramó rabioso antes de largarse de casa—, que no te quepa ninguna duda que esto no se quedará así, Abascal.

—¡Vete a la chingada, Lobo!

Nunca se me ocurrió que acabábamos de firmar una lucha de machos en la que, al final, iba a ganar el mejor.

  1. MIRTA

JORGE SOTO

1 de enero

19:16 hrs.

Cuando Aníbal, Raquel y Renata se marcharon, yo me levanté de la cama sin ánimos de nada: permanecí contemplando el exterior a través de una ventana empañada que yo limpié con mis dedos haciendo figuras amorfas.

Pasaban de las cuatro de la tarde y parecía que la noche ya había conquistado la atmósfera. Luego las horas continuaron yéndose al abismo y el cielo describiéndose renegrido, con la bruma gélida (a consecuencia del poderoso frente frío invernal que asolaba al norte del país y que había inundado a Monterrey) condensándose en el firmamento, convirtiendo mi abatimiento en una doble sensación de alma carcomida y huesos calados.

Hasta el tiempo lloraba mi suerte; las fuertes ventiscas y el ambiente glacial hacían juego con mi propia configuración interna.

Nunca imaginé que amar a alguien pudiera doler tanto, que los juramentos se rompieran con tanta facilidad y que el cariño y afecto pudieran mezclarse con el odio. La decepción me tenía devastado, los recuerdos hostigaban mi alma, y las mentiras me mantenían hundido en un pozo muy álgido, insondable y enjuto que me asfixiaba.

Recordé nuestras promesas, nuestros anhelos, esos planes guajiros, ahora irrealizables, que soñamos juntos; los hijos que nunca fueron y esa vejez que creímos alcanzar juntos. Y me eché a llorar con sentimiento, tristeza, desilusión, impotencia, odio y resentimiento.

Lloré en silencio para evitar que mis propios gimoteos se burlaran de mí.

Encima la estúpida advertencia de Aníbal respecto a su orden, que me parecía frívola y hasta irrisoria, ¿qué carajos tenía en la cabeza?

Yo no sé si en verdad fui un hijo de puta o simplemente un hombre que no supo cómo ser una buena persona, pero lo que sí me quedó claro fue que a ella nunca le fallé, que gasté cada uno de mis segundos, horas, días y tiempo en amarla y complacerla hasta el hartazgo, y que eso ella nunca lo valoró. Lo que me había hecho, yo no lo merecía.

Esa tarde apenas comí. Apenas hablé. Apenas pensé. Todo estaba consumiéndome. Me hallaba abatido y desesperanzado, sin ganas de nada.

Pato, Mirta y yo estábamos cenando en una pequeña mesa de madera, mientras mi amigo se fumaba un porro y no dejaba de palmearme el hombro para confortarme, sintiéndose muy preocupado por mí.

A esa hora Valeria, su otra novia, se había marchado a su jornada de enfermería a un hospital público de occidente, y mi teléfono no dejaba de sonar… por enésima vez. ¿Hasta cuándo dejaría Leila de joderme con sus mentiras?

—¿Podrías atender la llamada de una puta vez, Jorge? —me dijo Mirta con agresividad. Ella siempre era fría y su carácter muy apático. Nunca me gustó nada para Pato, que era todo lo contrario a ella. Pero en fin—. O apágalo, que me duele la cabeza de tanto sonsonete.

Su voz, su mirada agria enterrándose en la mía, su expresión maquiavélica desprendiéndose de su rostro como un halo fantasmagórico. Y de pronto surgieron imágenes en mi cabeza. Mirta y Valentino. Un auto. Una mirada. Ella mamándole el rabo. Su labial corrido. Su boca obscena empapada de saliva y flujos masculinos. Esas imágenes no dejaban de salir de mi mente. ¿Habría desvariado? No, no podría ser un desvarío, o la imagen de Livia en el interior de ese auto también sería producto de mi imaginación. Mirta había engañado a mi amigo Pato con su peor enemigo. Sentí que la bilis ascendía por mi esófago.

—No lo fastidies, Mirta —le recriminó Pato dando una nueva calada a su porro—, si te molesta el ruido vete a la habitación.

—¿Cuál habitación, si él ya se apoderó de ella?

Me dio vergüenza saber que mi presencia en esa casa estaba ocasionando problemas. Valeria y Pato estaban felices de tenerme allí, pero Mirta… carajo.

Mirta terminó de cenar (si se le podía llamar cena a las siete de la tarde) y luego recogió los platos haciendo bastante ruido, (con el mío casi lleno del pollo a la salsa de mango habanero que Valeria había cocinado) y se dirigió al trastero, contorneándose de un lado para otro.

Ella era una chica bastante alta, de facciones toscas pero bonitas, pelirroja teñida y con la punta de los cabellos a los hombros: sus senos lucían medianos, pero su espectacular culo era tan grande que apenas le cabía en ese minúsculo micro short de mezclilla que llevaba puesto y que le llegaba a la mitad de sus nalgas.

Mientras Pato servía la comida, Mirta había estado sentada en un sofá que daba al frente de la mesa (el apartamento apenas era de dos piezas, la habitación y un habitáculo fraccionado con la cocina, la sala y la mesa) husmeando en su móvil y con las piernas abiertas, cuyo micro short era tan pequeño, que incluso podía ver sus braguitas negras encajadas entre sus labios vaginales.

Noté, en un avistamiento rápido, que ni siquiera llevaba sostén; la punta de sus pezones se marcaban a través del tono color coral de la tela de su camiseta, y me pregunté si Pato no se sentiría incómodo de que anduviera ella así vestida estando yo presente.

Mientras Mirta lavaba los cubiertos, Pato se acercó un poco más a mí y me dijo:

—¿Ya me perdonarás por no haber traído al microorganismo entre tus cosas, hermano?

—¡Bacteria, se llama Bacteria, y no, no te lo perdono! —bufé.

—Lo siento, pelirrojo, pero cuando lo intenté cargar te juro que me rasguñó los brazos, mira —Ni siquiera lo miré—. Igual en cuanto estés mejor vamos por él. mientras tanto, chíngate una dona de chocolate, pelirrojo, para que adquieras calor corporal. El frío nos está jodiendo.

—No tengo hambre, Pato, gracias.

—¿Quieres hablarlo conmigo, pelirrojo?

—No. —dije tajante—. Aunque lo que sí quiero decirte es que me iré a un hotel esta noche. Por ahí tengo algunos ahorros. No quiero regresar a mi apartamento y encontrarme… con ella. Tampoco quiero ir a la mansión Abascal para recibir más sermones, ni mucho menos con Fede, sobre todo si cabe la posibilidad de encontrarme con la estúpida de Leila.

—No, no —me dijo Pato quitándose los lentes y haciéndose una cola de caballo en su cabello rizado—. Tú te quedas aquí, que no estorbas a nadie.

Y desde la cocina, fue Mirta la que respondió:

—Siempre que no duermas en nuestra cama matrimonial, Jorge, puedes quedarte los días que quieras.

—¡Mirta, deja de andar de castrosa, chingado! —le recriminó Pato.

—En serio —dije, lanzando un suspiro al aire—, no quiero causar incomodidades.

—¿Cómo vas a causar incomodidades, cabrón? —me regañó—. Tú te quedas aquí hasta que veamos cómo marchan las cosas, ¿entendiste?, no voy a dejarte solo arriesgando que hagas una locura.

—¿Qué locura podría hacer, Pato? ¿Matarme? Pero si ya estoy muerto.

Mi amigo me sonrió conmovido, revolvió el cabello sobre mi cabeza y me dio un par de palmadas.

—Iré al OXXO a comprar frituras, unas cervezas y un poco de cigarros, para ver algo en netflix —me dijo el plan de la noche. El OXXO es una cadena de tiendas de conveniencia que abundan por todo el país y que abren las 24 horas del día—. Pero antes de irme, necesito que me prometas que te quedarás. No estás en condiciones para estar solo.

—Pato…

—Anda, pinche pelirrojo, déjame ir tranquilo por las cosas.

—Bueno, está bien, pero me quedo en el sofá.

—Qué sofá ni qué mis huevos —me volvió a refutar—. Te quedas en nuestro cuarto y no se habla más.

Oí un bufido desde la cocina. Así que fui contundente con mi determinación:

—Mira, Pato, me quedo en el sofá o me voy. Tampoco quiero incomodar.

Mi amigo me dio un manotazo en la cabeza, sabiendo que mi terquedad era inalterable, y sonrió:

—Okey, como tú quieras. Ahora vuelvo. Si quieres algo del OXXO me llamas.

En ausencia de Patricio fui a la habitación por mi abrigo y la cobija que me había entregado Valeria por la mañana, y me dirigí al sofá, donde me tumbé para soportar el frío, que no daba tregua aunque estaba encendida la  calefacción.

Cerré los ojos y creo que dormité por algunos minutos. Me sentía tan bajo de defensas y tan desmotivado, que con sólo cerrar los ojos caí en los brazos de Morfeo.

Entonces pasó algo desconcertante y vergonzoso. Sentí cómo alguien se metía debajo de mis mantas, como solía hacerlo Livia cuando estaba cachonda, y cómo unas manos hurgaban en mi pantalón. Abrí los ojos de golpe, intenté removerme, pero el pesado cuerpo que estaba sobre mí me lo impidió.

—¿Livia? —dije, y decir su nombre me quemó la garganta. Era ridículo que fuera ella. Imposible.

La perversa risita de la mujer ejecutora retobó en mi cabeza.

—¡Mirta! —exclamé consternado—. ¿Pero qué mierdas estás haciendo? ¡Mierda! ¡Mierda!

Mis movimientos fueron tan bruscos que la tiré al suelo, sobre la alfombra. Me levanté del sofá como un resorte y retrocedí agitado, alejándome de ella como si estuviese huyendo de una serpiente.

Mirta, lejos de enfadarse, se echó a reír mientras se levantaba y yo me abrochaba la bragueta.

—¿Qué chingados crees que hacías? —Mi corazón palpitaba a mil por hora. Sentía mucho asco y vergüenza. Me refiero a asco por la situación, no por ella, que era muy atractiva. ¿La novia de mi mejor amigo intentando sacarme la polla para chuparla?—. ¡Estás bien pinche loca!

Lejos de ofenderse, Mirta se relamió los labios, se acomodó los pechos debajo de su blusita transparente y me miró con lascivia.

—He visto cómo me mirabas mientras estabas en la mesa, Jorge, así que conmigo no te hagas el santurrón, que ya me sé esa faceta tuya de ser un chico doble moral. Tú eres de los que tiran la piedra y luego esconde la mano.

—¿Qué…? ¿Pero tú de qué vas, loca?

No me podía creer lo que hacía y me decía.

De pronto aquella zorra comenzó a acercarse a mí con una expresión de completa lujuria; se desabrochó el micro short y lo deslizó muslos abajo, costándole más trabajo escurrirlos por sus tostados muslos, por lo corpulentos que eran.

—¿Qué…? ¿Q…? ¿Qué crees que estás hac…iendo?

Todo era inaudito, completamente irracional. De un solo movimiento, Mirta se quitó la blusa y quedó completamente desnuda, salvo por las braguitas negras que le ocultaban escasamente su hinchada vulva y cuya parte inferior yacía clavada entre sus labios vaginales. La punta de los pezones estaban erectos en medio de sus aureolas color canela. ¿Era una mujer con un cuerpo espectacular? Sí, claro que lo era, ¿eso le daba derecho a burlarse de mí de esa manera? No, no le daba derecho.

—Vamos, nene, ¿en serio me vas a rechazar? —dijo con una seductora voz mimada, metiéndose los dedos en el interior de sus bragas, para después sacárselos completamente mojados y llevárselos a la boca, con una expresión de puta que no podía con ella—. No me huyas, pelirrojo, que sé cómo me deseas y las ganas que tienes de cogerme hasta correrte dentro de mí. Anda, pecosillo, que me pone que me parta el coño un niñito pijo como tú; un nerd presumido que cree que el dinero lo da todo en la vida. Supongo que acabas de darte un golpe de frente a la realidad, ¿cierto?, y ahora te has dado cuenta que aunque hayas nacido en cuna de oro, en la vida todos somos la misma mierda.

Mirta al fin se quitó sus braguitas y quedó desnuda, aun con lo helado de la atmósfera; sus pezones se exhibían más erectos y duros que antes, aunque no me quedó claro si era por el frío o por el morbo. Sus labios vaginales aparecieron brotados hacia adelante, mientras sus dedos de vez en cuando se enterraban ahí dentro al tiempo que ella jadeaba como si se la estuvieran tirando.

—¡Carajo, Mirta, basta ya! —choqué contra la barra que delimitaba la sala con la cocina, que me impidió retroceder más.

En un movimiento abrupto, Mirta posó su enorme culo en la alfombra, abrió las piernas obscenamente todo lo que pudo y me enseñó su coño depilado, su clítoris hinchado, y sus labios brotados, diciéndome:

—Ven, perrito, y cómeme el coño.

Me dio un vuelco el corazón.

—¡Vístete ya, Mirta, y ten un poco de respeto! Vístete, te digo, que Pato podría llegar en cualquier momento y malinterpretar las cosas.

—¿Pato? Va… —se echó a reír, como si no le importara, jugando con su brotado clítoris mientras ella comenzaba a jadear.

Y no entendí su comentario, o a lo mejor sí y no lo quería creer. ¿Pato habría planeado todo? ¿Él habría orquestado ese plan de salir de casa para ir al OXXO a fin de dejarme solo con su novia con el propósito de que me sedujera y me olvidara un poco del temita de Livia? Dado el estilo de vida que él tenía con sus mujeres, era posible, pero yo no creía que hubiera sido capaz de planear algo tan fuerte en el estado en el que me encontraba.

—La cosa es sencilla, pelirrojo, ven, cómeme la concha, o si lo prefieres te la chupo yo a ti, y follamos un ratito, que no creo que dures tanto.

A pesar de que su ofrecimiento pretendía persuadirme, no perdió oportunidad de humillarme.

—Yo me largo de aquí, que estoy harto de tratar con golfas —dije, haciendo amago de dirigirme a la puerta, que estaba a tres metros de distancia hacia mi derecha.

Mirta puso los ojos en blanco y siguió encajándose los dedos en su coño.

—Déjate ya de pendejadas, Jorge, que no me creo nada tu posición de beato. Al final todos los hombres son iguales y pierden la dignidad cuando se trata de follar a una buena hembra como yo. Así que anda, no desperdicies más el tiempo, que una oportunidad así no se te volverá a presentar. Deja de hacerte del rogar y fóllame, porque, a no ser que seas maricón, dudo que no se te antoje metérmela justo como estoy ahora, ¿acaso no te gustan las golfas como yo? Sí, claro que te gustan, por eso amas a tu Livita —Y se echó a reír con crueldad.

—¡Te estás pasando, Mirta! —le grité temblando.

—La cosa está así, Jorge, o te quedas calladito respecto a lo que viste anoche conmigo y Valentino, o te juro que te hago mierda, a ti, a Livia y a Pato.

Allí fue cuando encajaron todas las piezas. Claro que Pato no había planeado nada de esto. Era Mirta la que había pretendido chantajearme sexualmente y, al no conseguirlo, ahora se quitaba la careta y se dejaba ver tal cual era.

—De eso se trata todo, ¿verdad? —deduje, sintiéndome un estúpido—, me estás chantajeando para evitar que le diga a Pato la clase de zorra que eres. Ahora lo tengo claro, Mirta, esa chica del auto claro que eras tú, ¿cómo has podido hacerle semejante perrada a Patricio? ¡Con su peor enemigo! Es que tú no tienes escrúpulos.

—Bla… bla… bla… —se burló aquella golfa—. Si no quieres follarme, pues no me folles, que tampoco es que se me antoje tanto cogerme a un eunuco como tú. —Se puso de pie, resignada, se vistió de nuevo y me dijo—. Sé que lo quieres mucho y que te dolería bastante que yo le partiera el corazón. Patricio parece fuerte, pero no lo es. Ni a ti ni a mí nos conviene que mi Patito se entere de mis… aventuras con Valentino, ¿sabes por qué? Porque eso lo destrozaría. Una revelación así (que de todos modos yo negaré siempre) lo convertiría en un desdichado. Y, conociéndolo, le cantaría las cuatro a Valentino y es posible que entre los dos se maten. Conoces el temperamento de ambos, ¿eso quieres?, ¿propiciar una tragedia? De todos modos, sería tu palabra contra la mía.

—No me creas tan imbécil, Mirta, ni te pienses que me puedes convencer de quedarme callado así de fácil. Eso sería como traicionar a mi mejor amigo, y no lo haré.

—Pero si eso de quedarte callado a ti no te cuesta ningún trabajo, ¿no es cierto, pelirrojo? A fin de cuentas no sería al primero que traicionas, salvo que en esta ocasión no recibirías dinero a cambio.

—¿De qué hablas, enferma de mierda? —Mi carácter comenzó a inflamarse, causándome laceraciones en el pecho.

—¿Te piensas que no sé que has sido capaz de traicionar a tu propia hermana con tal de recibir una buena paga de parte de Aníbal Abascal con el propósito de hacerle coartadas?

Aquél fue un golpe bajo que no me esperaba y que sacudió mi conciencia y mi cuerpo.

—¿Ves que tú tampoco eres agua limpia? —se burló de mí, posándose a un palmo de mi cara. Olí su aliento femenino, su aversión hacia mí, su ruindad—. De hecho eres un charco sucio y contaminado que va de digno por el mundo simulando ser un caballerito cuando en el fondo eres peor que yo.

—¡Sí, soy malo, ¿y qué?! —intenté intimidarla—. ¡Ahora cállate!

Mirta me cogió del mentón con fuerza, y yo hice por dominar mis impulsos a fin de no prensarla del cuello y asfixiarla. Al cabo de un par de segundos, aflojó sus dedos y con sus uñas recorrió mi mandíbula y mi cuello, como acariciándome, aunque yo sabía muy bien que lo que quería era dañarme.

—El que se tiene que callar eres tú, pecosito de mierda —me amenazó—, olvidarte de lo que viste y callar, a menos que estés dispuesto a hacerte cargo de una tragedia inminente.

Entendí su advertencia, pero me valió un pito.

—Eso lo hubieras pensado antes de convertirte en la puta de Valentino —la inculpé, apretando los dientes con odio.

—Eso lo tienes que pensar tú… Jorgito, antes de que tu querida Livita en verdad se convierta en una puta en potencia, y no sólo de Valentino.

—¿Qué no lo es ya? —ironicé con dolor, mientras ella seguía arrastrando sus uñas en mi cuello y mentón, en tanto usaba su rodilla para sobar mi polla por arriba de mi bragueta.

—No al grado máximo —me sonrió furiosa.

—Livia ya no me importa —mentí, y esa dolorosa mentira me partía por dentro.

—¿En serio? —No me creyó. Sacó su lengua y lamió mis labios. Yo jadeé y eché mi cabeza hacia atrás—. Me alegra saberlo, así no te importará que tu noviecita se convierta en la puta de Monterrey.

—¡No se les ocurra hacerle daño porque no respondo! —la empujé hacia atrás, perdiendo la paciencia.

—Creí que Livia ya no te importaba —me descubrió ante mi violenta reacción—. Pero me alegra saberlo. Tú no conoces los límites del Lobo, Jorgito. Él es capaz de joderte la vida hasta consumirla, ¿y sabes cómo? Encargándose de convertir a Livia Aldama en un despojo humano.

—¡Eres una hija…!

—¿Una hija de puta? Sí, lo soy, pero tú también lo eres. La diferencia es que yo sí asumo lo que soy. Así que… dime en qué quedamos, nene, ¿guardarás mi secretito ante Patito?, ¿o prefieres contárselo, provocar una tragedia y… encima… sufrir la pena de ver la degradación completa de tu futura esposa?

—Tú no amas a Patricio ni a Valeria; de hecho, tienes tan poca dignidad que ni siquiera te amas a ti misma: y esto me lleva a preguntarme qué carajos haces con ellos, si no pintas nada. Eres una mujer sádica y despiadada, Mirta, y no mereces a ninguno de los dos. Pensando en ello creo que sí podemos llegar a un acuerdo para que yo cierre la boca y los dejes ser felices, porque Pato y Valeria se aman de verdad. Podemos llegar a un acuerdo para que ambos se libren de la escoria que eres, pero… si sabes sumar, comprenderás que 1 + 1 son 2, y en que en esta ecuación tú sales sobrando. Así que… yo me quedo calladito, pero tú tendrás que agarrar tus cosas y largarte de sus vidas a la voz de ya.

Ella me miraba con una sonrisa despótica, desafiante. Yo me abotoné el abrigo hasta el cuello y me calé el gorro en la cabeza. Tenía que marcharme, aun si le había prometido a Pato quedarme en esa casa un par de días más.

—¿Y si no qué? —me provocó.

—Y si no…. yo asumiré las consecuencias de mis actos; le contaré a mi amigo lo que vi anoche, y me vale un carajo si estalla la tercera guerra mundial o si Valentino me amenaza con joderme la vida. Patricio Bernal es casi como mi hermano, y no voy a consentir que una perra como tú lo lastime, ocasionando daños colaterales que arrastrarán a Valeria. —Me acerqué a Mirta con mi rostro más monstruoso que pude, y ahora fue ella la que temerosa retrocedió—. Ahora mismo no parezco ser nadie, Mirta, pero ten la seguridad de que sí, como tú lo has dicho, yo soy un «niño pijo» «un fresa» «y un traidor», pero un traidor con influencias: y si se me da la gana, me puedo convertir en tu peor pesadilla, pues Raquel y Aníbal conocen a las personas precisas para hacerte mierda y acabar contigo, golfa estúpida.

Mirta retrocedió más de prisa hasta que fue ella la que chocó contra el sofá donde antes había estado recostado.

—Piénsatelo y haz lo que más te convenga —la amenacé—. Por ahora me largo, y si tienes los ovarios bien puestos, espero que le digas a Pato la verdad de por qué me fui. Me largo, Mirta, pero espero que tomes una decisión pronto y te largues de aquí, o no respondo. Y que sepas que no amenazo en vano.

Y dicho esto abandoné su apartamento, no sin antes escuchar una última amenaza «¡Valentino te va a demoler!»

La ignoré. A estas alturas, lo que esa golfa me dijera me importaba un carajo. Mi advertencia le había tocado fibras y confié en que tomaría la mejor decisión, que era la de largarse de allí. Bajé rápido las escaleras pues era probable que Pato ya viniera de regreso y lo último que quería era encontrármelo en la puerta del edificio y tener que darle explicaciones del porqué me iba.

Yo nunca creí en las casualidades ni en las coincidencias, pero esa tarde comencé a replantearme que en verdad esa clase de eventos y circunstancias que no tienen razón de ser de pronto hicieran una extraña conexión entre sí y existieran de verdad. Mi amiga Renata estaba llegando a las afueras del edificio para visitarme de nuevo. No se había quedado tranquila por no haber podido hablar conmigo y me llevaba una cobija para calentarme.

De niños y hasta adolecentes, siempre fuimos los mejores amigos, de esos que viven toda clase de aventuras y que, cuando son mayores, quedan como grandes anécdotas que les gustaría volver a vivir. Fuimos confidentes, compañeros de clase y hasta papás, pues cuando estuvimos juntos en la secundaria, nos hicieron cuidar a un huevo por un mes entero que hizo las veces de nuestro hijo. La idea era conocer las responsabilidades que implicaba ser padres, así como las consecuencias de no hacerlo correctamente.

Nuestro hijo/huevo se llamaba Renato, el masculino del nombre de mi amiga, y nos esmeramos en vestirlo y cuidarlo de forma cuidadosa durante todo ese tiempo, pero el último día de nuestra actividad, cuando nos disponíamos a recibir nuestras notas, tropecé contra la pata de una silla y caí encima del huevo, cometiendo un terrible infanticidio en contra de mi propio hijo que Renata no pudo superar en mucho tiempo.

Nuestra amistad se fracturó cuando yo tuve a mi tercera novia Leticia, antes de Livia, y Renata se alejó de mí. Con su gran belleza y estilo, ella también tuvo sus grandes amores y decepciones, pero, a voz de mi propia hermana, un día Renata le confesó que estaba enamorada de mí y que por tal motivo no podía tener una relación estable con ningún otro chico. Esa presunta confesión me tomó por sorpresa, pues siempre tuvimos un acercamiento casi filial, y durante mucho tiempo yo no podía verla de otra forma, mucho menos después de haberme puesto en una relación con Livia, que era el amor de mi vida.

No obstante, allí estaba Renata otra vez, apareciendo en mi vida como un ángel de mi guarda, justo cuando más la necesitaba.

Tocó el claxon al verme y me abrió la puerta de su vehículo para que entrara. Nos saludamos con un beso en las mejillas y le dije, casi como una súplica:

—Vámonos de aquí.

—¿A dónde quieres ir, bonito? —me preguntó con cariño, frotándome las mejillas.

—A cualquier parte.

Renata parecía una muñequita de mármol, su piel era tan blanca como la nieve que esa noche se desprendía del firmamento y hacía grandes estragos en la localidad.

Mi hermana Raquel y yo éramos pelirrojos, más tirando a anaranjado cobrizo (razón por la que Leila me apodaba Zanahorio) que al rojo. En cambio, la melena larga de Renata se descubría granate (antes se había pintado el pelo castaño), en cuyo brillante rojizo oscuro sobresalía una pincelada púrpura que resplandecía como la gema misma.

Su perfil era tan delicado y fino que parecía una modelo italiana. Sus ojos destellaban como cuarzos de citrino, y sus formas elegantes y refinadas de andar la habían convertido, ante Raquel, en la mejor prospecto de mujer para mí.

—Quiero que sepas que estaré contigo siempre que lo necesites, bonito —me transmitió su apoyo moral—, que no importa lo que haya pasado entre nosotros en el pasado ni lo que te esté pasando a ti justo ahora; yo siempre estaré para ti, aunque nunca te pueda perdonar que hayas aplastado a nuestro hijo.

Era lo que necesitaba para escapar de aquella cotidianidad vaporosa que me estaba asfixiando.

Renata y yo rompimos en carcajadas y conversamos un buen rato recordando anécdotas desde que éramos niños, mientras ella conducía hacia ningún sitio en específico. Al final nos detuvimos cerca de un parque, compramos churros azucarados en un puesto ambulante y nos quedamos un buen rato mirando los copos de nieve incrustarse en la ventana del auto.

—Livia me engañó con otro hombre —me descargué con Renata de repente, como si la confianza que había tenido con ella durante nuestros mejores años nunca se hubiera quebrado. Su rostro fue de asombro. Suspiró—… Y ahora mismo… siento… como… como si…

Y no pude más. Ella se limitó a quedarse en silencio y a abrazarme muy fuerte mientras me quebraba y rompía en llanto. Ya no soportaba tanto dolor. Por más que simulara entereza me sentía terriblemente mal. Tuve mucha vergüenza enfrentarme a mis debilidades ante ella, después de todo había pasado muchísimo tiempo desde que nos distanciáramos y, aun si en Nochebuena la habíamos pasado genial, esa fractura seguía allí. Pero esa noche, en su auto, comiendo churros con atole decidimos forjar un nuevo puente que nos uniera como antes.

—No tienes que contarme nada, Jorge, no si aún no te encuentras… emocionalmente bien. Te hará daño.

Pero se lo conté todo, desde nuestros momentos felices hasta el día en que promoví el ascenso de Livia en el departamento de prensa y comenzó a desmadrarse todo. Ella conocía a Valentino por nuestro entorno social, y parecía molesta por todo lo que le contaba sobre él.

Lo bueno de Renata es que sabía escuchar; no me interrumpió ni un solo momento, limitándose a comentar algo breve cuando yo me quedaba callado. Lo único que me negué a contarle fue lo del día de las carreras, pues era demasiado vergonzoso tanto para Livia como para mí. Nuestra conversación terminó como a eso de las nueve de la noche, cuando Pato comenzó a llamarme por teléfono. Yo no contesté.

—Perdona por tanta lloriqueadera —me exculpé con Renata—; pensarás que soy un poco hombre.

—Es más hombre el que demuestra sus sentimientos que el que demuestra invulnerabilidad —me dijo—, yo los valoro más. Valentino nunca te llegará a los talones. Ser hombre no implica ser un musculitos. Ser hombre implica ser auténtico y leal.

Su perfume había penetrado completamente en los poros de mi piel. La mayor parte del tiempo estuve abrazado a Renata y su fragancia había ejercido como un relajante emocional. Es probable que hubiera continuado serenándome, de no ser porque a las 9:50 de la noche recibí una imagen de WhatsApp procedente de Aníbal Abascal.

Gimoteé.

No venía ningún texto ni ninguna indicación, sino la imagen de una Livia postrada en la cama de un hospital con una manguera adaptada en sus fosas nasales.

La imagen me impresionó tanto que quedé en shock. No pude reaccionar de otra forma, ni pensar más ni pensar menos. En un santiamén determiné mi proceder: Tenía que ir a verla.