Depravando a Livia: capítulos 12 y 13

¿Cómo se vuelve a cause después de una dolorosa traición? Jorge Soto tendrá que enfrentarse de nuevo a la vida, luego de, aparentemente, haber descubierto a su novia follando en un auto en un trío el día de las carreras.

SEGUNDA PARTE

“RED DE MENTIRAS Y PERVERSIONES”

Diario«El Regiomontano»

16 de enero

Monterrey, Nuevo León.

Según datos periciales, los restos humanos desmembrados, encontrados en bolsas negras en las inmediaciones del cerro de la silla el pasado domingo 1 de enero al mediodía, con una presunta narco manta que decía «esto les pasará a todos los violadores que se atrevan a atacar una mujer indefensa» corresponden a Felipe N., reportado como desaparecido por su esposa e hijos desde hace quince días.

La última vez que se le vio con vida fue en las carreras clandestinas llevadas en la carretera New Park, donde resultó victorioso y donde, se rumora, habría participado en diversas orgías sexuales que se desarrollaron en el transcurso de la madrugada.

Seguiremos informando.

Gilberto Serrano

  1. DE CÓMO LA CONOCÍ

JORGE SOTO

Tiempo atrás…

Amar a una mujer como Livia, sobre todo en el tiempo que la conocí, no se podría decir que costara alguna dificultad. Su sola mirada inquietaba hasta los hombres más inconmovibles, y su encantadora sonrisa era el culmen de una belleza seráfica y pueril que satisfacía a quienes tenían la fortuna de contemplarla.

Sus ojos puros, su sonrisa fresca, sus hoyuelos cautivadores y su expresión de bondad y luz fueron un conjunto de casualidades que me robaron el aliento y me convirtieron en un fiel esclavo de su mirada. Me enamoré de ella como un loco, de esos que se olvidan hasta de respirar y de entrecerrar los ojos con tal de no perder un solo detalle de su belleza y de sus sentidos. Desde entonces me desviví para hacerla feliz. Y yo, creyendo que lo era, idealicé en ella una mujer que nunca fue.

Jamás podré olvidar la primera vez que nuestras miradas se cruzaron en la cafetería de La Sede. Ella, tan discreta, cautivadora y tan poco acostumbrada a los halagos o que las miradas masculinas se posaran sobre su rostro por más de un segundo, se puso muy nerviosa cuando advirtió mis indiscretos atisbos. Tanta fue su impresión y asombro que el chocolate caliente que bebía burbujeó en su boca y resbaló por sus comisuras, ensuciándola.

Puesto que nuestras mesas estaban de frente, al ver el accidente me levanté de prisa, me desplacé rápido hacia ella y con mi pañuelo gris (como tus ojos, me dijo después), limpié su boca.

«Qué vergüenza, perdón, perdón, señor… ¿Soto, dice su gafete?, perdón, en serio, ya le ensucié el pañuelo» recuerdo que me dijo apenadísima, mientras yo intentaba contener la risa por su divertida reacción.

Ella se preocupó por haber ensuciado mi pañuelo; yo me deleité contemplando su mirada.

«¿Tus ojos son color avellana, chocolate claro, marrón verdoso o verde dorado? Pareciera que posees todos los colores del mundo» le dije, ignorando sus disculpas, quedándome hipnotizado por el brillo de sus iris.

Ella, que en ese tiempo no usaba una sola gota de maquillaje en la piel que ensombreciera la magnificencia y esplendor de un rostro bello y natural como el suyo, me miró consternada, con el pañuelo en la mano, los labios aún con restos de la espuma de la bebida y sus hermosísimos ojos resplandecientes puestos en los míos.

«Mis compañeras del internado donde estudiaba decían que tenía ojos color moco. Creo que ya es cuestión de subjetividad a la vista.»

Y como si nos conociéramos de toda la vida, los dos rompimos en carcajadas.

«Yo les encuentro un color como de chocolate con miel» le confesé, cuando ella me invitó a sentarme en su mesa, todavía nerviosa y con el pañuelo en la mano.

Después de un tiempo en que permanecimos en silencio, la chica, evitando mirarme, pues cada vez que la sorprendía haciéndolo se ponía colorada, le sonreí, y le pedí que descifrara el color de mis ojos.

La muchacha, transfigurada en un auténtico ángel celestial, pestañeando un par de veces, se atrevió a contemplar mis honduras, hasta que pudo observarme a profundidad.

«Los suyos son como el plomo derretido» me dijo, sonriéndome sin nervios por primera vez. Los hoyuelos que se plasmaron en sus mejillas enternecieron su expresión y ahí me enamoré de su sonrisa y, ratito después, de cada gesto que esbozaba. Era la niña más bonita que había visto nunca. «Sus ojos, señor Soto, parecen un cielo nublado, por el gris que domina sus pupilas y el azul que se refleja por dentro.»

Su voz siempre fue sedosa, esclarecedora, con una modulación tan musical, tersa y dulce que era capaz de acariciar la atmósfera donde su entonación resonaba.

«¿Cómo te llamas y dónde trabajas?» quise saber, luego de ir a mi antigua mesa por mi jugo de naranja y volver con aquella preciosa deidad, que estaba envuelta en un enorme saco negro, una falda larga como las que se ponen los testigos de Jehová, y una larga trenza, cuyo cabello era semejante al color de sus ojos. Ella era tan hermosa que ni siquiera las fachas que llevaba ensombrecieron su divinidad.

«Mi nombre es Livia Estefanía Aldama Cortines, y estoy como becaria aquí, en La Sede, en el departamento de prensa. Soy estudiante en la facultad de relaciones públicas, y en mis tiempos libres vendo postres para poder costearme la universidad, aunque ya dentro de poco me gradúo» me respondió con otra renovada sonrisa y bastante naturalidad.

Ella siempre sonreía, siempre sonreía… y sus ojos de mil colores me siguieron enfervorizando.

Me sorprendió la genuinidad de sus expresiones y palabras. A la mayoría de las chicas de mi entorno les habría avergonzado decirle a un chico que recién conocen que vendían postres para sostener sus estudios. De hecho, en esa zona de Monterrey era muy raro que hubiera jóvenes como ella que tuvieran que trabajar para el sustento; por lo general eran los padres quienes les proveían a los hijos lo necesario para sobrevivir, hasta que pudieran encontrar un trabajo que los hiciese valerse por sí mismos, y a veces ni así.

Lo podría creer de los sureños o centroamericanos que migraban a la metrópoli para superarse, pero no de la gente que vivíamos allí en el mero norte.

«Y cuéntame, señorita Aldama, ¿tú eres de aquí de Monterrey? Y perdóname que te lo pregunte así, pero…»

Antes de responder me volvió a sonreír:

«No se preocupe, señor Soto, no es el primero que me lo cuestiona. Y tienen razón en pensarlo, puesto que no soy tan… fina, impresionante y lo suficientemente rica para ser regiomontana.»

La palabra «regiomontano» hace referencia al gentilicio de la gente nacida en Monterrey.

«Qué torpe soy» me disculpé, «perdona si he sido grosero con mi pregunta, es sólo que…»

«Es sólo que no soy lo suficientemente llamativa para ser una oriunda de Monterrey, ¿verdad? Pero descuide, no pasa nada. Mejor dígame cuál es su nombre completo y en qué trabaja, pues está claro, por su gafete, que tiene un puesto importante en La Sede.»

Ahora fui yo quien se puso nervioso. Y a diferencia de ella, que no le había costado ningún trabajo decirme con franqueza su clase social y el sitio de La Sede donde se desempeñaba, yo sí que tuve evitar ser tan específico.

¿Qué iba a decirle?, ¿que mi hermana me mantenía económicamente?, ¿que vivía como niño fresa/pijo mimado, rebosante de privilegios, en la mansión de mi cuñado, y que mi puesto de secretario del secretario de la secretaria era prácticamente una simulación donde pudiera justificar las excesivas mensualidades que recibía de Aníbal y Raquel?

«Me llamo Jorge Enrique Soto Galvin, y trabajo en la oficina del vicepresidente del partido, Aníbal Abascal. Pero, por favor, señorita Aldama, no me hables de usted, que me haces sentir viejo y apenas tengo 22 años. Y, por cierto, ¿cuántos años tienes tú?»

«Acabo de cumplir 19 años, el día de ayer» me respondió muy animada, buscando en su bolso (algo desgastado) un recipiente con un estampado de Hello Kitty que contenía algunos postrecillos «y ayer hice algunos brownies con cacao para celebrarme a mí misma, y no sólo porque fue mi cumpleaños, sino porque día a día es un instante para celebrar la vida, la luz del sol, las flores y las sonrisas de los niños. Mira, aquí están, ¿quieres uno?»

Me enternecí tanto al ver el estado desgastado en que se encontraba su bolso, las mangas de su saco, y el estado de sus zapatos que se me hizo un nudo en la garganta. Es probable que hubiese gastado parte de los ahorros que destinaba para su universidad haciendo esos brownies, no obstante, me obsequiaba uno sin conocerme de nada, desinteresadamente.

Por supuesto que le recibí el postre, y luego me interesé por saber sobre sus padres. Ella me explicó que era huérfana de padre, y que de momento vivía con su madre y tías en los suburbios de la ciudad. Eso me despejó las dudas y las razones por las que tenía que hacerse cargo de la universidad. Después de una charla insustancial, pero muy armoniosa, prometiéndonos encontrarnos otro día, nos despedimos con un par de besos en las mejillas y la vi partir, sonriendo a todo el mundo, mientras se dirigía a su lugar de trabajo.

Algunas veces pasa que trabajas en un sitio y nunca vez a una persona, pero luego, cuando la conoces, te la comienzas a encontrar por todos lados. Y así me pasó con ella. Me la encontré en el vestíbulo del edificio a la hora de la comida y a la hora de la salida, y ella permanecía con su permanente sonrisa, aunque siempre sola.

Esa misma noche les pedí a mi amigo Pato y a Gerardo (un amigo que trabajaba con nosotros en esa época) que me acompañaran a un centro comercial de lujo para comprar un bolso a esa chica. Mi pretexto sería «regalo de cumpleaños.»

Mis amigos me encontraron muy entusiasmado, pues hacía tiempo que no tenía una novia y consideraban que ya era hora de que cambiara mi situación sentimental, aunque pronto les aclaré que a esa chica apenas si la conocía y por lo pronto no tenía ningún interés de ese tipo con ella, salvo hacerla mi amiga, aunque les confesé que sí me hallaba muy ilusionado y que la chica era muy bonita.

«¿Y esa bolsa tan de mal gusto?» me preguntó Raquel cuando llegué a mansión Abascal, mirando  con asco el obsequio que había comprado para Livia.

«Es un regalo para una compañera de trabajo que conocí hoy. Y no es de mal gusto, es marca Hello Kitty, y por lo que vi en las pulseras que la chica llevaba en sus muñecas, el dije y su propio bolso, parece que el personaje le gusta mucho, a no ser que lo que le guste sean los gatos» le respondí contento, imaginando la sonrisa de aquella dulce niña cuando recibiera mi regalo.

«¿En La Sede trabaja una chica con esos gustos tan esperpénticos? Por Dios, Jorge. ¿Quién la contrató?»

Y le conté sobre Livia, cómo la había conocido, su puesto de becaria y su condición social. Le expliqué que me había percatado que su bolso estaba desgastado y que ella arreglaba casas y vendía postres para sustentar la universidad, toda vez que era huérfana de padre y tenía qué colaborar con los gastos de su casa.

Mi hermana, horrorizada, me dio un ultimátum:

«Mira, Jorge, espero que este ridículo bolso se lo entregues a esa muchacha como un simple acto de caridad y tu acto de beneficencia del día, y nada más.»

«No te entiendo, Raquel.»

«Claro que me entiendes: tú eres muy confiado y enamoradizo, y sabes lo que opino de la gente de nuestra clase social que luego anda queriendo tener amiguitos y amiguitas con chusma que no pinta en nada con nosotros. Así que, por favor, nada de amiguismos ni mucho menos amoríos con esa niña, que yo no te crie para que terminaras relacionado con una repostera con aires de criada.»

«Raquel, la acabo de conocer, tranquila.»

«Precisamente por eso, mi amor. Tú eres un niño muy noble, un caballerito sin malicia que luego anda ahí confiando, creyendo y queriendo ayudar a todo el mundo sin merecerlo. Por eso te cuido, hermanito, porque no quiero que en algún momento se aparezca por ahí una loca oportunista e interesada que te trate de enamorar por tu dinero. Así que no, ¿eh?» me apretujó las mejillas como si todavía fuera el niño que un día quedó bajo su tutela tras el accidente aéreo donde murieron mis padres. «Además aún estás muy pequeño para andar queriendo quedar bien con una niñita de esas.

«Tengo 22 años, Raquel, ya soy mayor en todo el mundo…»

«Pues aquí no. En esta mansión aún eres menor de edad y tienes que sujetarte a mis consejos. Así que ya, le das ese bolso a esa muchacha y no la vuelves a ver más, porque, según lo que me has contado, esa chiquilla tiene toda la pinta de ser una interesada.»

Qué equivocada estuvo siempre Raquel respecto a Livia, o al menos en esa época. Tan equivocada estaba que mi nueva amiga ni siquiera aceptó mi bolso como regalo. De hecho ella se sintió tan avergonzaba y, puedo decir, que hasta ofendida, que los ojos se le aguaron.

«Te juro que en ningún instante se me pasó por la cabeza faltarte al respecto» me disculpé con ella muy apenado y sorprendido de su reacción «es sólo que… me dijiste que era tu cumpleaños y a mí se me ocurrió que podría obsequiarte un bolso… también por agradecimiento por el postre que me diste ayer.»

Y porque tu bolso está más desgastado que el discurso político de un candidato en campaña… pensé para mis adentros.

«Un brownie no compensa este bolso tan costoso que intentas obsequiarme, Jorge. Es que ni siquiera el bolso que traigo yo es original, lo compré de segunda mano en un bazar de mi barrio y...»

«¿Y si me regalas otro brownie sí lo compensa?»

Ella sonrió, por fin, después de una conversación tan tensa en esa mesa redonda donde, a partir de ese día, nos comenzamos a reunir para desayunar.

«Ni siquiera con cien.»

«Negociemos, entonces» le dije «yo te regalo el bolso por el día de tu cumpleaños y tú me haces un pastel de chocolate el día del mío, que será a finales de septiembre… ah, y no, no me digas que tampoco eso se compensa, porque los regalos no tienen precio ni son equivalentes con nada. Si no aceptas mi obsequio, Livia, me harás sentir muy mal, y ahora el ofendido seré yo.»

Y luego de mucho sopesarlo y a fuerza de insistir, ella lo aceptó, aunque todavía muy incómoda.

Supe con rabia y mucha tristeza, tiempo después de hacernos novios, que esa noche su madre la abofeteó hasta marcarle los dedos en la cara por haber recibido el bolso, tildándola de «zorra» «inmoral» y de «“quién sabe qué le habrás dado a ese chico para que te pagara con este bolso”.»

  1. CHANTAJE

JORGE SOTO

Domingo 1 de enero

15:04 hrs.

Con qué facilidad nuestras inseguridades se convierten en incertidumbres, las incertidumbres en  miedos, los miedos en sospechas, y las sospechas en certezas.

Mi inseguridad era Livia, mi miedo era que un día dejara de amarme; mis sospechas eran sus continuas salidas, a deshoras de la noche, y mis certezas fueron encontrarla allí, en Sodoma y Gomorra, siendo poseía en el interior de un vehículo por un viejo y su mejor amiga, mientras un puñado de hombres pervertidos rodeaban el vehículo y se masturbaban mientras venían la escena.

La impresión que tuve fue tal, que colapsé mientras pretendía huir de imagen tan dantesca,

¿En qué instante una flor comienza su proceso de descomposición hasta marchitarse? ¿Es cuando dejas de regarla por descuido o cuando, pese a tus diligentes cuidados, la alcanza una plaga incontrolable y voraz?

Las flores tienen la desventaja de que están plantadas en tierra, y cuando llega la plaga ellas permanecen allí, enterradas, sin la posibilidad de huir de la infestación. Pero ella, mi ángel, mi Livia… Ella sí podía correr, sí podía desvincularse de ese jardín infectado, ella sí tenía la posibilidad de desterrarse de esta tierra infecunda e infestada de plaga y marcharse sin mirar atrás.

Pero decidió quedarse, corromperse y mustiarse.

Yo nunca entendí del todo cuándo fue que Livia se comenzó a marchitar: si cuando yo mismo hice todo lo posible para que ascendiera, aun sin saber que ese ascenso la llevaría a la cueva del lobo, ese inmundo y perverso Lobo que me la desgració, o cuando ella misma se dio cuenta del poder que ejercía con su belleza en los hombres y, aun así, procedió.

Mi problema fue que, a pesar de todo, yo nunca lo vi venir. Nunca se me ocurrió, ni en mis peores pesadillas, que aquella muchacha dulce e inocente que un día conocí y me regaló un brownie, se hubiese convertido en aquella otra que encontré el día de las carreras, regalándome el peor infierno para mis ojos y clavando mil espadas en mi corazón.

Y ahora ahí estaba yo, derrotado, desmoralizado, humillado y tendido en esa enorme cama en la que mi mejor amigo Pato solía dormir con sus dos mujeres todas las noches.

Lo peor de todo no había sido despertar casi a las tres de la tarde de ese domingo con una punzada en la cabeza, horas después de haber descubierto la peor traición que el amor de tu vida puede ofrecerte; tampoco que Leila me hubiese llamado para decirme que Livia se estaba muriendo en un hospital (cosa que no creía bajo ninguna circunstancia) sino que Raquel, mi hermana, Renata Valadez, mi amiga de la infancia, y Aníbal Abascal, mi jefe y cuñado, estuviesen plantados en ese mismo cuarto, esperando una explicación sobre no sé qué.

Me pregunté qué tanto sabían respecto a lo que había pasado entre Livia y yo, pero me negué a preguntárselos.

—Hola —dije escuetamente, casi sin aliento.

Muy pronto tuve a Raquel sentada junto a mi almohada, preocupada, con sus ojos claros intentando entrar en mi mente y sus cabellos rizados y rojos acariciándome las mejillas. Raquel era una mujer madura, alta, de buenas formas físicas, y muy hermosa, que sólo la afeaba su fría conducta hacia los demás. Frotó mi frente con cariño, acarició mi cabeza y me besó las mejillas.

—¿Qué te han hecho, mi niño? —me susurró.

—¿Qué chingados ha pasado aquí, Jorge? —Oí el primer ladrido de mi cuñado, explotando de tajo el cariño con que Raquel me había hablado—, ¿qué carajos ha pasado contigo?

—Renatita, cielo —le dijo mi hermana a aquella chica de grandiosa blancura, que me miraba preocupada desde el marco de la puerta sin saber qué decir, ¿qué hacía Renata allí?—, ¿podrías dejarnos a solas un momento con mi hermanito?

—Por supuesto, Raquel —le dijo ella, siempre tan correcta y educada, sin apartar sus ojos preocupados de los míos—. Esperaré afuera. Y bueno, Jorge, que te mejores.

—Gracias —le dije, forzando una sonrisa.

Esperamos a que aquella chica desapareciera de la puerta y esperé a que comenzara el interrogatorio.

—¿Y bien? —Aníbal permanecía en el otro extremo de la cama, sin darme respiro, observándome con una violenta mirada—. ¿Responderás ya a lo que te pregunté, o continuarás haciéndote el interesante?

Ante mi nula respuesta, fue mi hermana la que intentó hacerme hablar:

—¿Qué tienes, mi niño?, ¿te hizo algo esa golfa?

Evité responder también a eso. Conocía el temperamento de Raquel y me angustiaba lo que pudiera hacer contra Livia si se enteraba de la verdad. Pese a todo, yo la seguía amando, ¿quién puede dejar de amar de un día para otro a su pareja, con la que has compartido años de una apasionada e intensa relación?, y aunque era cierto que tenía que cortar con ella por lo sano, de momento no podía permitir que mi hermana la lastimara.

—Mira nada más este asqueroso cuchitril en el que estás metido, Jorge, por Dios —comentó Raquel mirando con repugnancia la habitación de Pato, que era todo, menos repugnante—. Huele a marihuana en el pasillo, además, ¿has visto las fachas que tiene esa mujer que vive con Patricio? Y ojalá no se me cruce la otra, la tal Mirta, que tiene una fachita peor que la enfermerita. No, mi cielo, esta pocilga no es digna de ti. Me queda claro que si estás aquí y no en tu apartamento, con esa noviecita tuya, es porque algún problema debiste tener con ella, y aunque no me alegra tu sufrimiento, no puedo negar que sí me alegra que no estés con ella. Anda, corazón, levántate y vamos a la mansión Abascal, que también es mi casa, y de donde nunca debiste de haber salido por ir detrás de esa fulana.

El pasado, el maldito pasado, ¿en verdad hacía una diferencia mirar hacia el pasado?

—Por favor, Raquel. No me siento con fuerzas ni para hablar ni para moverme de aquí. Al menos no ahora. —Mi propia voz me resultaba desconocida.

Mi cuñado me respondió con dureza:

—Es que tú no tienes fuerzas ni para hablar, ni para resolver tus putos problemas, ni para nada. Tú nunca tienes fuerzas para nada, para absolutamente nada.

—No le hables así, Aníbal —lo retó mi hermana posando otra vez su mano sobre mi frente—, ¿qué no ves cómo está? Pobrecito de ti, hermano mío.

—Anda, Raquelita, sigue consintiéndolo —le reprochó su marido—. Continúa alimentando su idiocia, que lo único que ha provocado es que tenga estas reacciones esperpénticas. Él está así por tu culpa, por haberlo criado como una princesita en lugar de como un hombre.

—¿Te quieres callar? —Raquel alzó la voz. Ella era la única persona en el mundo capaz de desafiar a Aníbal Abascal. El resto del mundo le temía, como yo—. Ya te dije que no es momento para reproches.

—¿En verdad quieres que resolvamos este problema con tu hermanito, Raquel? Entonces salte tú también de aquí y déjame quedarme a solas con él. Tenemos que hablar de hombre a hombre. O bueno, de hombre a símil de hombre.

Lo que me faltaba, un sermón de Aníbal Abascal. Encima, Raquel aceptó, seguramente confiada en que su marido me persuadiría para sacarme de allí y volver a su casa.

—Está bien, te dejo con él pero trátalo bien —le dijo Raquel, y luego se volvió hasta mí—. Me ha dicho Patricio que esos bultos y cajas que están en el mugroso pasillo contiene tus pertenencias. Sólo me falta que te hayas traído al gato también. En fin. De una vez te digo que no quiero porquerías en mi casa. Vendrás conmigo con lo que llevas puesto, y ya me encargaré yo de comprarte todo nuevo, como antes, lo que un caballero como tú merece.

Torcí un gesto pero no respondí.

Raquel me dio un par de besos en las mejillas y salió, advirtiendo a Aníbal con la mirada que más le valía convencerme para salir de allí.

No bien Raquel había cerrado la puerta de la habitación cuando mi cuñado empezó:

—El mundo es de los que saben dominar sus sentimientos Jorgito, no de los estúpidos sentimentalistas como tú que se dejan aplastar ante cualquier contrariedad. Por eso ahora estás aquí, anímico, obsoleto, frágil, roto, tirado como un vil pelele. Como un perfecto imbécil, como un pobre adefesio. Me das vergüenza. Un hijo varón mío jamás tendría esa pinta de fracasado que tú tienes ahora. —Su voz era taxativa, fuerte, agresiva—. Enrique, tu padre, debe de estar revolcándose de rabia en la tumba al saber que el hijo en el que depositó todas sus esperanzas en un auténtico fracasado. ¡Él era un macho de verdad!

—¡A mi padre no lo metas en esto! —me exalté, cuando me dijo las palabras justas para lastimarme—. ¡Te lo prohíbo!

—¡Te callas cuando esté hablando, cabrón! —me gritó. Cerré los ojos, apreté los dientes y suspiré—. Mucho mejor, Jorgito, mucho mejor.

Aníbal sabía lo que me chocaba que me dijera Jorgito . Intuí que lo hacía para burlarse de mí, para minimizarme como hombre, para empequeñecer mis talentos y dignidad. «Jorgito», el tontito, el estupidito, el pequeño «niñito estúpido» que no sabe nada de la vida y juega a ser un hombrecillo.

—Si supieras cómo me siento, Aníbal, no me dirías esas cosas tan horribles —susurré, mirando hacia el buró, donde una taza rebosante de café, a juzgar por el aroma, permanecía igual de fría que mis esperanzas.

—¿Qué es lo que quieres, cachorrito? ¿Que te felicite por tus pendejadas? ¿Quieres mimos? ¿Apretones cariñosos de mejillas? ¿Que te consienta como lo hace la loca de tu hermana? ¡Por culpa de ella y sus consentimientos estás como estás, porque siempre te tuvo entre sus faldas! ¿Cuándo vas a comportarte como un hombre? ¡Pareces maricón, llorando por todo, sumiéndote en tu mediocridad y rememorando en lo desdichada que ha sido tu vida!

—¡Tú mejor que nadie sabe cómo ha sido mi vida! ¡He crecido con trauma tras traumas! ¡La muerte de mis padres fue el desencadenante de todo, y fue tan grande mi dolor que ni siquiera lo he podido superar! ¡Encima las histerias de Raquel y…!

—¡No, no, baboso! —Me calló con otro grito—. ¡No intentes justificar tus mal hechuras colgándote de tu pasado! Deja de ser tan sufrido y pusilánime y compórtate como un norteño normal. Un hombre mexicano nunca debe de llorar, porque somos machos, ¡un norteño jamás se deja pisotear, y menos por una hembra! ¡Por eso te pasa lo que te pasa, por estúpido, por imbécil y por pendejo! Pareces un niño de cinco años y no un hombre de veintisiete.

—¡Basta ya!

—¡Es lo que yo digo, infeliz! ¡Basta ya! ¿Qué payasada es esta de que por una discusión con tu novia te vienes a esconder a esta porquería de casa?

¿Él sabía lo que había pasado entre Livia y yo?

No tuve el valor de preguntárselo de frente. Lo reconozco, a veces Aníbal me daba miedo. Es que siempre lo vi como una figura paterna y de autoridad que él mismo se encargó de consolidar durante toda mi vida.  Era férreo, violento y con un carácter que forjó muy bien en la milicia.

—¡No es tan simple! —exclamé, volviendo mis ojos hacia donde él estaba de pie, con ese porte de caballero de la realeza y con esa mirada porfiada digna de un ex militar.

—No hay nada más simple que manejar una puta relación sentimental, mucho más si se trata de un noviazgo —me contestó, como si no pudiera comprender mi conducta—. Mi vida sí que es infierno teniendo por esposa a una desquiciada como tu hermana. Y no ando llorando por las calles ni lamentando públicamente mi miserable vida, arrastrándome con el culo por las calles para causar lástimas. A ti lo que te falta es autodeterminación, coraje y firmeza. ¡Te faltan huevos!

—¡Si supieras lo que me ha hecho Livia me entenderías, pero por respeto a ella y a mí mismo (y porque yo sí soy un caballero) no te lo diré. Prefiero que sigas pensando que lo que me pasa es algo demasiado «simple». Lo que sí puedo decirte es que el cerdo de Valentino Russo, es el responsable de mi rompimiento con Livia.

Aníbal extendió sus ojos azules con asombro y por poco me carcome con la mirada. Pude ver un brillo de intriga y rabia desbordándose por sus cuencos, aunque no supe interpretar el resto de sus expresiones. Movió sus más de uno noventa metros de estatura de un lado a otro.

—Lobito, Lobito… ya me lo temía —lo escuché cantalear con una entonación lúgubre, misteriosa y ruin. Parecía hablar para sí mismo.

—¿Ya te temías qué? —quise saber.

¿Él tenía idea de lo que había entre el bisonte y mi novia? Novia, ex novia o lo que fuera. Qué vergüenza si la respuesta era afirmativa. Y qué horror si, pese a ello, nunca lo había hablado conmigo.

—Ahora que lo pienso, Aníbal, tú también tienes la culpa del rompimiento que ha habido entre Livia y yo.

—¿Rompimiento? —Se echó a reír de pronto, mirándome con cierto desdén—. ¿Eres tan exagerado para hablar de un rompimiento por simples malentendidos o celitos estúpidos? No seas ridículo, cachorrito. Ah, y por favor, a mí no me metas en tus putas mamadas, que tus pendejadas las hiciste solito y yo no tengo ninguna culpa.

—¡Claro que tienes culpa! ¿Por qué nunca me dijiste nada sobre esos trabajos incógnitos y subrepticios que le asignabas a Livia con Valentino?

—Tú sabías perfectamente que de un tiempo para acá tu prometida trabajaba bajo mis órdenes.

—No, cuñadito, yo no lo sabía. De hecho, me enteré el día que me acusaste de ser cómplice de Olga Erdinia, cuando me pusiste como palo de gallinero. Ese día que me corrieron de tu despacho y se quedó Livia con ustedes para que asignaras tareas de las que yo jamás tuve idea. Eso para mí ya fue una gran falta de respeto.

—A ver, cachorrito, relaja la pelvis y hazme el favor de tranquilizarte. Si tu novia no te contó las tareas que yo le asigné no es mi puto problema. Yo no recuerdo haberle pedido que te guardara el secreto, y si ella lo hizo por algo será.

No, no me valía su respuesta.

—Eso no te justifica, Aníbal. Al menos por educación tú mismo pudiste haberme dicho que Livia estaba trabajando para ti, me habría quedado más tranquilo.

—¿Y tú quién te crees que eres para pensar que yo debo de detener mis actividades diarias para avisarte sobre una de mis decisiones? No te confundas, Jorgito que, pese a que eres mi cuñadito consentido, tú no eres tan importante en mis asuntos para darte explicaciones. Antes de exigirme respeto, gánatelo, que por lo pronto ahora lo único que me inspiras es lástima y vergüenza.

—¡Vergüenza es lo que debería darte a ti por haber expuesto a mi mujer al peligro! ¿Ni siquiera por eso me pudiste preguntar mi parecer?

—¿Te parece peligroso asignarle tareas de persuasión ante empresarios? Ahora veo que esa muchacha tenía razón cuando me decía que tú la subestimabas como mujer y como profesionista. —Sentí un dolor muy grande en el pecho cuando le escuché decir aquello. ¿Livia había hablado nuestros asuntos personales con mi cuñado?—. Siempre limitaste y empequeñeciste su potencial. Esa mujer es grandiosa haciendo lo que hace, y parece ser que el único tarado que nunca se dio cuenta de ello fuiste tú, y es una pena. Encima te haces el ofendido… ¿para chantajearla emocionalmente? Vaya hombrecito estás hecho.

—¡Livia la ha cagado conmigo, Aníbal, no al revés! —Me defendí, y sin preverlo ni pensarlo se lo solté—: ¡Se ha ido con Valentino a esas putas carreras de mierda, y eso sin contar que un día antes estuvo con él en compañías peligrosas! ¿O me vas a decir que Livia no corría peligro estando en El Bar de los Leones con la grata compañía del Serpiente y sus sicarios, miembros del cártel de los Rojos?

Y en ese momento Aníbal explotó de rabia y sorpresa. En segundos estuvo junto a mi cama, con los ojos más grandes que le había visto nunca.

—¿Qué mamadas estás diciendo, Jorge?

—¡Eso, que la mandaste con Valentino a hacer no sé qué tipo de negocios con El Serpiente y su gente! ¡La pusiste en peligro y eso no te lo voy a perdon…!

—¡Como me estés mintiendo en este tema, Jorge Soto, no te la vas acabar conmigo!

—¿Es que no lo sabías?

—¿Me ves cara de que lo sabía? —rugió furioso—. ¡Evidentemente no!

—Pues ahí lo tienes, eso pasó, y si no me crees pregúntaselo al mismo Valentino delante de mí a ver si tiene los huevos para negártelo.

Nos quedamos en silencio durante un rato. Fueron los dos minutos más incómodos que tuve en mi vida. Aníbal caminaba de un lado a otro sin decir nada, con su monstruoso rostro vomitando fuego a donde miraba.

Finalmente se detuvo en frente de mi cama para remitirme su misma cantaleta:

—Si te hubiera criado yo ahora no serías el pusilánime que eres. —Suspiré, tragando saliva. Nunca entendí desde cuándo Aníbal había cogido el gusto por maltratarme de esa manera—. No has tenido el carácter que una mujer como tu novia necesita de un hombre.

—¿Y tú qué sabes qué clase de carácter necesita una mujer como mi novia? —lo cuestioné, doliéndome en el alma que me dijera esas cosas.

Aníbal se quedó en silencio, mirándome con una media sonrisa. Luego hizo un gesto como si tuviera en la punta de los labios una respuesta dolorosa, pero, al final, me respondió con otra acusación:

—Y, por lo que veo, ni siquiera has sabido defenderla.

—¡Ella ya está mayorcita para…!

—Cállate, pedazo de imbécil. Al final, todo lo tengo que arreglar yo.

—¿Arreglar qué?

No me respondió. En lugar de eso, me dijo:

—¿Dónde está ella?

Me quedé callado. Esa era la pregunta que más me temía. Si le decía que estaba en el hospital (estaba seguro que era una completa mentira de Leila para mitigar lo que Livia me había hecho y hacerme sentir culpable) tendría que contarle el resto de la historia. Y yo no quería hablar sobre eso ni mucho menos dañar más la imagen de mi todavía novia.

—No me respondas si no quieres, pero más te vale que resuelvas este problemita pronto —me advirtió—. Tengo planes para mi campaña política, Jorgito, y ustedes dos son parte de esos planes. He hecho mucho por ti durante toda tu vida, y, pese a lo imbécil que eres; tienes que reconocer que, por lo demás, si ahora eres alguien en la vida, es gracias a mí, así que ya va siendo hora de que seas agradecido conmigo y me lo compenses.

Pestañeé un par de veces. No sabía por dónde iban los tiros, así que esperé a seguir escuchando.

—En este momento soy el único candidato oficial de Alianza por México, y de una vez te digo que no voy a consentir, bajo ninguna circunstancia, que arruines todo lo que llevo ganado por un berrinchito de estos.

—¿Cómo puedes ser tan insensible a lo que te estoy diciendo, Aníbal? ¿Cómo puedes ser tan frívolo para no interesarte en mis sentimientos y decirme descaradamente que me necesitas para tus conveniencias personales? ¡Livia y yo estamos separados, o bueno, al menos tengo pensando separarme de ella una vez que la tenga en frente!

—¡Este es un partido derechista, y por tanto en nuestros militantes priman los valores familiares tradicionalistas, la religión y el conservadurismo! Tengo entendido que meses atrás, y sin mi autorización, hiciste gala de tu inherente estupidez, y compartiste públicamente tu compromiso con Livia por redes sociales. Ahora todo el mundo sabe que te vas a casar con ella, y creo que eres lo suficientemente centrado para entender lo que esto implica. Aclarado lo anterior, sabes perfectamente lo que un escándalo de rompimiento como este significaría para la sociedad regiomontana. Para mi gran mala suerte, tú eres parte de mi familia, y los militantes te asocian conmigo. Así que no, no voy a permitir que tus errores ensucien la imagen de mi campaña.

—¿Qué es exactamente lo que me estás tratando de decir? —le pregunté alarmado.

—Tratando no, te estoy diciendo. No, no, corrijo: te estoy ordenando. Tienes exactamente tres días para arreglar tus problemas personales con Livia Aldama y presentarte con ella en mi despacho, previa cita, para corroborar que están juntos de nuevo.

—No, no, eso sí que no —me incorporé, haciendo valer mi «autodeterminación» ante mi cuñado por primera vez en mi vida—. Tú no me puedes obligar. Es más, tú no me vas a obligar. Mi relación con Livia no tiene arreglo, está rota.

—¡Pues la pegas con cola o con resina epóxica! ¡La arreglas y punto! Ella es noble, no creo que tenga problema en volver contigo, aunque no la merezcas. Aquí la niñita orgullosa eres tú. Y no, no acepto un no por respuesta, me conoces bien.

—¡Pues no, Aníbal! Te he respetado toda mi vida y he hecho siempre todo lo que me has mandado, incluso traicionar a mi propia hermana... cosa que me sigue llenando de vergüenza. Pero en esto sí que no voy a ceder, bajo ninguna circunstancia. Seré otro a partir de hoy, se acabó el niño débil al que todo el mundo le veía la cara de imbécil. ¡Entre más bueno fui, más mierda me tiraron encima! ¡Y yo no voy a perder mi dignidad!

—¿Dignidad? —se rio con crueldad, entornando sus astutos ojos—. Por favor, niñito, ¿cuál dignidad? Dignidad tú nunca has tenido, si la tuvieras ahora mismo no estuvieses así. Si la tuvieras ahora mismo fueras mejor que yo, que es lo que siempre esperé de ti; una extensión mía, un orgullo personal, el hijo varón que nunca tuve. Pero aún estamos a tiempo, y si te dejas guiar, haré de ti un hombre de verdad. —Una lágrima muy gruesa cargada de impotencia se escurrió por mi mejilla derecha y Aníbal puso los ojos en blanco, decepcionado—. Tres días, Jorge Enrique Soto, tres días, ni uno más.

Y cerró la puerta tras de sí, casi al mismo tiempo que le oí enviar a alguien un mensaje de voz, diciendo:

Llévame al Lobo a mi casa aunque sea arrastras. ¡Y lo quiero ya!