Depravando a Livia: Cap 40
Cuando menos te lo esperas... todo cae por su propio peso, hasta la mentira más oculta...
- DESENGAÑO
JORGE SOTO
Jueves 1 de junio
21:52 hrs.
Cuando te toca, aunque te pongas, y cuando no te toca, aunque te quites.
Ni un puto rasguño recibí en el accidente del día anterior, salvo una torcedura en la espalda por la sacudida; me dolió más cuando la bolsa de aire se infló sobre mi pecho y aplastó mi cara, antes que el tremendo trancazo. El que se llevó la peor parte fue mi amigo Federico, quien resultó con lesiones en el cuello y ahora tenía que portar un collarín.
Me sorprendió ver que hasta Leila Velden, menos extrovertida que de costumbre, se hubiese presentado en la cruz roja para visitarlo.
—Livia no sabe lo que pasó —le advertí—, así que no se te ocurra abrir la bocota de víbora que tienes.
—Ella ni siquiera me habla —me dijo con resentimiento.
Lola era una de las colaboradoras más extraordinarias que conocía cuando se trataba de callar a la prensa. Nadie se había enterado de que el cuñado de Aníbal Abascal había sido el protagonista del accidente que había ocurrido en el occidente de Monterrey.
De la cruz roja fui trasladado a un hospital privado, en donde Aníbal estuvo en constante comunicación con Ezequiel, que era quien me acompañó hasta que me dieron el alta.
Esa mañana sólo se lo conté a Pato, quien estuvo en mi casa acompañándome hasta el mediodía, y a atribuí su preocupación hacia mí, a juzgar por el hecho de que hubiese permanecido bastante serio y rarito. A las tres de la tarde se marchó, porque aún tenía que arreglar la casa que les había prestado una de las hermanas de Valeria, y durante la tarde me estuvo llamando para saber si necesitaba algo.
El muy obstinado no había aceptado vivir en mi casa, diciéndome que yo no lo merecía, por lo que me pregunté qué carajos pasaría cuando se enterara de que le reconstruiría el Bar Fermenta.
Por supuesto, Renata se enteró de mi accidente el jueves por la noche, y todo por la culpa del chismoso de Fede, que se le había olvidado cerrar su sonrosada bocota.
Allí tuve a la pobre abrazándome como si en verdad estuviera muerto. Me llenó de besos las mejillas y no paró de llorar hasta que de pronto me dijo:
—¡Jorge, tienes que saberlo!
—¿Qué cosa tengo que saber?
Renata estaba conmocionada y bastante helada de las manos.
—¡Esperaba que lo descubrieras por tus propios medios, Jorge… pero ya no puedo más con la angustia! —lloriqueaba sin soltarme—, y mucho menos ahora que sé que… pudiste haber muerto ayer en el accidente.
Fruncí el ceño y respiré.
—¿De qué hablas, mujer? —le pregunté con mortificación, apartándola un poco para lograr mirarla a la cara.
Ella estaba devastada, incapaz de mirarme fijamente. Y esta vez no tenía nada que ver con lo de mi presunto accidente.
—¡Jorge… sólo Dios sabes cuánto me está costando decírtelo!
—¿Decirme qué? —me alarmé por la forma en que me lo decía.
—¡Tú no mereces que ellos te hagan esto…! ¡No lo mereces!
Tragué saliva y las piernas me comenzaron a temblar.
—¡Habla, por favor, Renata, que me estás poniendo muy nervioso! ¿Es Livia? ¿Se trata de Livia?
No hubo falta que me lo respondiera, pues su fino rostro se contrajo.
—Lo sé apenas desde hace un par de días, porque yo misma me puse a investigarla —me reveló llorando—. Es que Jorge, Raquel me lo dijo el día que fui a verla, después de tanto batallar para encontrarme a solas con ella. Yo sospechaba que había algo raro en torno a su accidente que no cuadraba. ¿Tu hermana le da una paliza a tu novia y luego intenta suicidarse? No, Jorge, yo no lo creí. Y mira si tenía razón.
—Renata… —Todavía no me había dicho nada y yo ya lo intuía.
—¡No mereces lo que te están haciendo, Jorge! ¡Lo dos son unos cerdos!
—Livia tiene un amante, ¿verdad? —Mi voz casi se quebró al difundirle mis terribles sospechas.
Cuando ella asintió con la cabeza sentí que un globo muy helado estallaba en mi pecho.
—¿Q… quién… es…?
—Ay, mi amor —se echó a llorar de nuevo, estremeciéndose de pies a cabeza.
—¿Tan grave es… que estás llorando? —las manos me temblaban, las piernas se me blandían como las hojas de un par de espadas. Los ojos me picaban por dentro, la garganta se me hinchaba—. La gravedad no es que Livia tenga un amante, ¿verdad?, eso ya no me sorprendería después de… todo lo que ha pasado… Tú estás… así… Renata… porque su amante es alguien… que conozco, ¿verdad? Alguien que me importa... y ya no es Valentino, porque yo estoy seguro que él era su amante, sino otro… y Raquel la vio y…
Ella asintió con la cabeza, incapaz de contenerse.
—Me siento entre la espada y la pared, Jorge, porque cuando te lo diga sé que…
—Si me dices que… es… Patricio… Renata… —Fue allí cuando mi voz comenzó a hacerse agua, cuando ya no pude controlar mis emociones y los temblores me llegaron al cuerpo—… Te juro que no lo voy a soportar… no lo voy a soportar. —Intuirlo me torturaba. Pensar que fuera verdad me mataría. Me llevé las manos a la cabeza e intenté descifrar la respuesta en el rostro atormentado de Renata—. ¿Lo es? ¿Es él, verdad?, ¿se acostó con Livia porque al final nunca me perdonó que le hubiera ocultado lo de Mirta y Valentino?
—No, Jorge… no es Patricio.
—¡¿Entonces quién carajos es?!
Renata sacó de su bolso una tableta negra que vibró en sus manos hasta que me la entregó.
—Dado que no accediste a instalar las cámaras en la mansión Soto, como te lo sugerí, alguien… me ha hecho favor de filmar este video, que está fechado con el día de hoy… a las 8:40 de la noche, en cuanto me lo enviaron, vine corriendo a traértelo. Es la prueba que necesitas para saber que esa mujer con la que pretendes casarte… es de lo peor. Al final... tu gato quería decirte algo cuando sacó esas bragas de debajo de la cama de tus padres… y se negaba a soltarlas.
—¡NO! —grité.
Y ahí encajaron todas las piezas.
Y Renata, desbordada, sin decirme nada, por respeto a lo que estaba por ver, salió de la habitación, cerró la puerta y me dejó solo.
¿Era posible?, ¿en la casa de mis padres? ¿Se habían atrevido a tanto?
Me levanté como un resorte, me dirigí a la cómoda de mi cuarto y coloqué la tableta sobre la superficie. Busqué entre los siete videos que había en la galería y elegí el número tres, que es el que me había señalado Renata.
Sólo ver la obscena foto de previsualización del video me bastó para lanzar un gemido y que todo el cuerpo se me engarrotara.
Con los dedos convertidos en violentos terremotos le di play, y pronto me topé de frente con una brutal imagen que me dejó perplejo de por vida, con el corazón destrozado y con una sensación de pérdida irreparable semejante al día que Raquel, llorando como una loca, me informó que nuestros padres habían muerto en un accidente aéreo.
Tuve que levantarme bruscamente de la silla para evitar colapsar emocionalmente producto de la asfixia que me poseyó.
Ojalá nunca hubiera visto esas imágenes en ningún lado; ojalá nunca la hubiese conocido. ¡Ojalá nunca la hubiera amado!
El ataque de histeria me llevó a gritar de dolor hasta que mi garganta se desgarró y las entrañas me reventaron por dentro. Mis alaridos fueron más desgarradores de cuando pedía a Raquel que no permitiera que sepultaran a nuestros papás, mientras los féretros descendían a las fosas y mis ansias por tirarme allí dentro con ellos era irrefrenable.
Caminé por todos lados, como si quisiera enterrarme entre las paredes de mi cuarto para así dejar de existir.
El dolor que sentía en mi alma era tan fuerte e intangible que me hice daño físicamente para intentar aminorarlo, golpeándome la cabeza contra la puerta del armario que asilaba mi traje con el que me iba a casar con Livia en dos días.
La sensación de que miles de escarabajos, cucarachas, hormigas y pulgas caminaban sobre mi cuerpo fue casi letal, insoportable, y me empecé a sacudir. Todo a mi alrededor daba vueltas y vueltas y lo único que esperaba era caer hasta un vacío interminable de donde no pudiera salir nunca más.
—¡PERROS! ¡MALDITOS HIJOS DE PUTA! ¡LOS ODIO! ¡LOS ODIO! —gritaba sin parar, descuartizándome internamente—. ¡ESCORIAS! ¡CERDOS!¡MALDITOS RASTREROS! ¿POR QUÉ CON ÉL…? ¿POR QUÉ CON ELLA…?
Lloré de rabia, e incredulidad, ahogándome con mis propias respiraciones y la resequedad de mi boca. ¡Yo sabía que al final no tendría el valor de casarme con ella! ¡Yo sabía que ella era una grandísima puta! ¡Yo sabía que ella me seguía engañando! Mas nunca imaginé que con él…
¡Nunca creí a sus mentiras! ¡Nunca creí ninguna de sus excusas! ¡Por eso la rechazaba! ¡Por eso me causaba náuseas! Y, de todos modos, confirmar que todo lo que pensaba era cierto, no me restaba dolor. Y no por ella, sino por él… por él… ¡Me dolía por él!
Quebré la pantalla de mi tableta donde aparecían esas escenas perversas con mis puños, hasta que me sangraron los nudillos y el dolor me tiró al suelo, donde me arrastré al tiempo que mis gritos poco a poco se iban apagando.
Apenas podía escuchar que Renata gritaba mi nombre desde el otro lado de la puerta, que se había atrancado, angustiada y suplicando ayuda a Malena, mientras mi cuerpo embravecido poco a poco se consumía en la alfombra.
—¡Renataaa! —lloraba incapaz de levantarme, borboteando babaza—. ¡Renataaa! ¡Es él…! ¡Es… él…!
—¡Aquí estoy, mi cielo, aquí estoy! —gritaba ella llorando de miedo—. ¡Quédate quieto, que ya vienen a abrirme! ¡Escucha mi voz, cielo, escucha mi voz y no pienses en nada, por favor, Jorge, por favor, sólo escucha mi voz y no cometas una locura!
Y yo cerré los ojos, esperando no volver a despertar nunca. Pero cuanto más los cerraba, esas horripilantes y dantescas imágenes más se tatuaban en los ojos de mi alma:
Livia con el rostro deformado por el placer, sus «inocentes» ojos en blanco, su húmeda lengua pendiendo de su boca como una perra sedienta, vestida de blanco, con el vestido de novia con el que se casaría conmigo en dos días (el mismo con el que se había casado mi madre), posicionada a cuatro patas de frente a una cámara que no sabía que existía, echada sobre la que sería nuestra cama matrimonial, en el interior de la recámara máster que había elegido para nosotros en la mansión que me habían heredado mis padres.
Aun entre mis sollozos podía escuchar sus bramidos de puta barata pidiendo a su amante que la follara más duro, como una perra, su perra. Ella lucía radiante, cachonda, perdida, con sus enormes senos colgando y balanceándose debajo de su pecho ante cada embestida.
«¡¡Aaaah!! ¡Sí! ¡Sí! ¡Aaahh!¡Ahhh! ¡Más… más!»
Y luego estaba él, Aníbal Abascal, mi jefe, mi cuñado, mi padre, estocándola por atrás violentamente, con el pelo de Livia enrollado en su muñeca derecha, y con la otra impulsándola muy fuerte, cogiéndola por sus caderas para después nalguearla cada vez con mayor intensidad.
Ahí, con la tableta en el suelo, estrellada, el cruel destino aún me permitió mirar la imagen de una nueva postura. Aníbal de pie, a la mitad de la habitación, sujetándola del culo, y Livia jovial, de espaldas a la imagen, colgada de su cuello, con sus piernas enrolladas a la cintura de su macho, besándolo con una pasión sólo atribuible a una mujer enamorada.
Y a mí me dolía su entrega, su sometimiento, esa apasionante manera en que lo abrazaba, la violenta forma en que sus muslos rebotaban sobre las piernas de su hombre y se dejaba perforar, y la forma explosiva con que gemía y aullaba de placer.
Y ahí entendí que no era Valentino.
Más bien fue él.
Siempre fue él.
Nunca fui yo.
Y por eso… los tenía que destruir sin piedad.
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Entrega semifinal.