Depravando a Livia: Cap 28 y 29

Aníbal enseña a Livia los secretos que lo pondrán en igual de condiciones en el gusto por lo prohibido.

  1. CLANDESTINO

LIVIA ALDAMA

Viernes 9 de diciembre

19:00 hrs.

Ya dijo Oscar Wilde que es más frecuente existir que vivir. Conocer a Aníbal Abascal fue como escapar de la monotonía y comenzar a vivir.

Esta complicidad con mi concuño era peligrosa, lo sabía. No entendí hasta qué punto su peligrosidad me pondría en riesgo, pero quise descubrirlo. Ni siquiera a Felipe, el motero que hacía las veces de mi consciencia, le conté nada de él.

Toda la noche la pasé intranquila, ansiosa, con la curiosidad al límite, ¿qué «secretos» iba a enseñarme Aníbal que compensaran los míos? Ni siquiera fui capaz de hacer el amor con Jorge, entre otras cosas, porque se enfadó cuando le dije que al día siguiente tenía que reunirme en una cena de negocios con un tal «Augusto Bárcenas».

A mi distraído novio le pasó como a mí, que fui incapaz de relacionar ese nombre ficticio con el de Aníbal Abascal. Jorge nunca se imaginó que ese hombre del que le hablaba y con el que me reuniría era nada menos que su cuñado.

Mi novio se comportó muy infantil toda la mañana y el resto del día. No quiso comer conmigo a la hora del almuerzo, y apenas si fue capaz de poner un par de emojies a mis saludos de buenos días por mensaje de texto. El colmo de sus niñerías fue que quitó la foto de perfil de su whatsapp (donde aparecíamos él y yo en una selfie que yo misma había tomado con mi móvil) como una muestra de que estaba enfadado conmigo.

«Cuando se te pase el enfado, te pido de favor que pongas una foto donde salga más favorecida, que ahí parezco virola» le escribí como a eso de las 7:05 de la tarde, mientras esperaba el chofer de Aníbal en el sección «C» del aparcadero de la Sede «por lo pronto te aviso que ya me voy y que, aunque no lo creas, te quiero.»

LIVIA ALDAMA

Viernes 9 de diciembre

19:48 hrs.

En aquella casona tan alejada de la urbanización me recibió una mujer llamada Lola, portando un traje de ejecutiva como el que yo llevaba puesto. Si mal no recordaba, ella era la esposa de Ezequiel, y una de las mujeres con las que Raquel se había acercado a mí el día de la fiesta que ofreció Aníbal en su mansión cuando me ridiculizó.

Lona apenas me dirigió la palabra. De hecho, se la notaba seria, incómoda, fría, molesta, como si yo no le cayera nada bien. Y pronto descubrí el motivo: si mis bruscas intuiciones no me fallaban, Lola debía de ser una de las amantes de Aníbal, lo que me parecía un acto por demás abyecto, pues ella no sólo era esposa de su hombre de confianza, sino también la mejor amiga de Raquel, su mujer.

Encima, por lo que recordaba, Lola era una gran allegada a Jorge, lo que me supuso un gran estupor imaginar lo que pasaría si ella le comentaba que yo me había presentado en aquella casa alterna de su cuñado.

No dije nada, y al pasar los minutos logré hacer acopio de serenidad y concluir que Lola era para Aníbal lo que Joaco era para de Valentino, una gran aliada, cómplice y confidente, por lo que no habría porqué temer ninguna indiscreción de su parte.

En completo silencio, me condujo a una silla que daba al frente de un tocador, y allí me hizo un peinado poco elaborado, en el que primó mi cortina de cabello suelto con las puntas onduladas. Para el maquillaje usó pocas pinturas, pero matizó mi mirada con tonos ahumados en los párpados que me hicieron lucir el brillo de mis ojos. Finalmente definió mis cejas, enarcándolas, y el perfil de mi rostro.

—Abascal prefiere los tonos naturales, excepto los labios —me dijo, y recibí su gélida e indiferente voz con el mismo desagrado con que me miraba—. Allá dentro —Señaló una puerta al fondo del pasillo—, hay un armario: allí encontrarás el labial y la ropa que deberás ponerte para la ocasión.

—Creí que podría usar la ropa que llevo puesta ahora —le dije.

Me había asegurado de elegir minuciosamente uno de mis mejores trajes sastres para esa nueva cita con su jefe, pero Lola, mordazmente, negó con la cabeza.

—Si eres una más de Aníbal, tienes que entender desde ahora que sólo vestirás lo que él disponga.

Me dio un vuelco el corazón.

—¿A qué te refieres con «si soy una más de Aníbal?» —No sabía lo que ella estaría pensando de mí y el tipo de relación que tenía con Aníbal, pero quise dejarle claro  que no tenía que hacerse ideas tan enfermas en la cabeza—. Aníbal es mi concuño, ¿lo sabes? —Ella no respondió. Continuó con los labios apretados al tiempo que me ponía en el cabello un spray moldeable—. Y no tengo la menor idea de por qué me citó aquí ni a dónde vamos a ir, ¿tú lo sabes?

—No estoy autorizada para decirte más —respondió categóricamente con hermetismo—. Ahora entra a esa habitación, Livia. —No sé hasta qué punto me sentí incómoda al saber que ella conocía mi nombre y conocía las intenciones que tenía Aníbal para conmigo, pero lo dejé pasar—. Como te dije, la ropa que usarás la encontrarás en el armario. Y, si es posible, no te entretengas demasiado, que Abascal abomina la impuntualidad, y no tarda en llegar por ti.

—¿Él vendrá por mí? —me asombré ante la noticia, lo que me refrendaba la idea de que nuestra cita no iba a ser en esa casa, sino en otro lugar.

—¿No te lo estoy diciendo? —me respondió con brusquedad, tratándome como estúpida.

Lola, torciéndome un gesto, dio la media vuelta a sus tacones y volvió hacia el vestíbulo.  Yo, a mi vez, me limité abrir la puerta que encontré al fondo del pasillo.

—Vaya —me sorprendí.

El habitáculo era grandísimo, con interiores claros y grisáceos, todo con una arquitectura y motivos modernistas. Allí podría caber mi apartamento dos veces. Parecía un gran dormitorio, salvo porque no había cama, sino diversos sofás distribuidos estratégicamente para no estorbar, ventanas angulares cubiertas por persianas plomizas,  una mesa redonda en el centro del ámbito y un colosal espejo de pared (de cuerpo completo) situado en el muro sur, donde podía observar con claridad el pánico de mi semblante y cómo me temblaba el cuerpo de pies a cabeza.

—Tranquila, Livia, tranquila —me animé, aunque sin convicción.

Busqué el armario del que había hablado Lola y me di cuenta que éste yacía en el interior de una puerta interior.

Suspiré al abrir el cuarto y encontrarme con decenas de compartimentos vacíos. No obstante, con el corazón desbocado, y sin poder contener mi nerviosa agitación, me topé de frente con un único y precioso vestido de noche, oscuro, colgado cuidadosamente de un gancho, ¿iríamos a una fiesta? ¡Por Dios! ¿Qué clase de fiesta?

En uno de los compartimentos más cercanos a la prenda hallé una bolsa roja muy fina que contenía valiosos accesorios de oro blanco (aretes, pulseras, anillos y una reluciente gargantilla), así como una exquisita fragancia olor jazmín, cacao y almendras que penetró en mis poros sin siquiera abrirlo. También había tres frascos de cristal que contenían cremas humectantes; una para el cuerpo, otra para las manos y una más para los pies.

Los relucientes tacones oscuros de aguja que estaban el lado opuesto de donde pendía el vestido eran de plataforma, y el costoso labial de tubo diamantado era de un tono borgoña que luciría magníficamente sobre mis labios.

—Pfff —resoplé muy nerviosa, sudándome las manos—, cuida bien cualquier cosa que agarres, Livia, porque este ajuar y sus accesorios cuestan más de lo que cuesta tu apartamento.

Ya de que me daba por hablar sola es porque de verdad estaba muy nerviosa.

Pasé de la expectación y estupor a la sospecha y aturdimiento cuando me encontré con un bolso más pequeño, al costado del rojo, que contenía un juego de lencería negra que me hizo estremecer el cuerpo entero.

¿Qué más daba usar lencería tan sensual como esa o no, debajo de mi vestido? De todos modos nadie me lo iba a ver puesto, ¿o sí?

Los temblores nerviosos de mis extremidades se hicieron cada vez más intensos. No quise darle más vueltas al asunto porque cada conjetura a la que llegaba me asustaba más.

«¿Un chantaje sexual? ¿Era así como Abascal pensaba guardar mis secretos? ¿Todo este tiempo se trató de… esto?» No, no, no. No podía ser así. No lo creía capaz. Además no era exactamente eso lo que habíamos acordado, que yo me acostara con él, sino… lo otro: iba a enseñarme un secreto que nos pondría en igualdad de condiciones para que yo pudiera creer en su lealtad.

—Dios…

De todos modos todo me parecía tan raro y atemorizante, que el desconcierto me mataba. No quería pensar en nada, sólo seguir… seguir y, en determinado momento, parar.

—Respira, Livia, respira —susurré, inhalando y exhalando, inhalando y exhalando.

—Livia, el tiempo apremia —me recordó Lola desde el otro lado de la puerta al percatarse de los pocos movimientos que se escuchaban en ese habitáculo.

—Sí, sí, ya voy. —No entiendo cómo fui capaz de articular palabra, si tenía la lengua pegada al paladar y los músculos apresados por el pánico.

Tuve que sacudir la cabeza para salir del estupor. Y me obligué a seguir con lo pactado. Debía ser valiente y continuar. Aníbal me había prometido una salida a todo esto. Llegado el momento, si las cosas se ponían feas, ya vería cómo actuar para librarme de cualquier clase de coacción.

—Pfff. Aquí voy.

Todo me parecía muy fuerte e irreal. No sabía hasta qué punto me había equivocado al estar en esa casa, ni hasta dónde me llevaría mi empeño por mantener intacta mi integridad: no obstante, me dije que tenía que confiar en el señor Abascal. No tenía opción. Mi vida profesional y sentimental ahora estaba en sus manos, y aun si su ofrecimiento y promesa respecto a «estar en igualdad de condiciones» me seguía pareciendo todo muy confuso y arriesgado, también entendí que no tenía otras alternativas, así que me obligué a seguir adelante con lo pactado.

Saqué las cosas del armario y las puse sobre el sofá grisáceo que estaba más cerca del espejo. Lo primero que hice al resignarme a mi destino fue despojarme de mi ropa hasta quedar completamente desnuda.

Allí estaba yo mirando mi reflejo, monumental, desprovista de valía, pero extrañamente con una sensación de vulnerabilidad y rebeldía que rayaba en lo inverosímil. El miedo me invadía mientras me untaba las cremas correspondientes sobre mi tenso cuerpo, centímetro a centímetro, escalofriándome cada vez que me frotaba la piel y pensaba en mil cosas.

—Jorge, mi niño… si supieras esto…

Al cabo de un par de minutos, me detuve en mis abultados y redondos pechos cuando, con asombrosa curiosidad, advertí que mis pezones sonrosados se habían puesto tan duros como un par de diamantes, y que los vellitos recortados en el triángulo de mi pubis se me habían erizado.

Tragando saliva, vi un destello transparente y cristalino a la altura de mi entrepierna y posé mis dedos ahí, con cuidado, sólo para darme cuenta que estaba abundantemente anegada de flujos vaginales.

«¿Cómo es posible? ¡Con lo asustada que estoy!»

En ese momento no pude entender que ese estado de indefensión, sabiéndome  desnuda en esa casa secreta y prohibida de Aníbal, con quien me encontraría de un momento a otro de forma clandestina, me había puesto cachonda, alimentando mi excitación el hecho de no saber lo que venía. Las expectativas, la sospecha, el miedo a lo desconocido, y el peligro me tenían muerta de miedo y también muy excitada. Eran dos sentimientos opuestos que, al unirse, me provocaban una sensación de paroxismo.

Juro que intenté reflexionar sobre lo que tenía que hacer, a fin de recular: a fin de agarrar mis cosas y largarme de allí antes de hundirme más en aquel jueguito que no tenía ni pies ni cabeza, pero cuando deslicé las medias de seda sobre mis piernas, adhiriéndose los elásticos a la altura de mis lozanos muslos, entendí que ya no podía dar marcha atrás: cuando pegué los pequeños parches negros sobre los pezones (que ni siquiera fueron capaces de cubrirme las aureolas) me entregué a mis más bajos instintos, esos que son incapaces de hacernos razonar. Lo peor vino cuando me puse las diminutas braguitas con encajes (sin costuras), y reparé en que la abundante humedad que se había acumulado en mi ardiente vulva las había mojado.

Intenté relajarme y evitar que el aroma a hembra cachonda me delatara ante Aníbal. No lograba comprender cómo era posible que estuviera tan asustada y caliente a la vez.

Por último, cuando me vestí y me puse los tacones,  me coloqué de frente al enorme espejo vertical, advirtiendo en lo deslumbrante que me veía  con ese vestido. Era negro obsidiana, elegante. El corte se describía largo y con una tela sedosa tan fina y admirable que resbalaba por mi piel con irreprochable suavidad, cual si fuesen suaves yemas que me acariciaban.

Me situé en diversas posturas sólo para percibir que toda mi espalda permanecía descubierta (por eso en lugar de sostén llevaba parches pezoneras), ofreciéndole a la blancura de mi piel un violento contraste con lo renegrido de mi ajuar.

El vestido se ceñía intrincadamente a mi afinada silueta como si fuese una segunda piel, estrechándose en mi vientre y cintura, acentuando mis ovaladas caderas, potencializando el redondo de mis carnosas nalgas, y levantando mis voluminosos senos, que se unían y se apretaban debajo de la tela con soberbia.

Aun si el diseño del vestido no llevaba escote, sí que resultaba extremadamente sensual a la vista por la constitución de los patrones. La caída de la tela era de un corte de sirena que se ampliaba ligeramente a partir de las rodillas, lo que me permitiría manipular mi andar de forma más precisa.  Los tacones estilizaron mis contornos y me hicieron ver más alta de lo que realmente era.

Y entonces oí ruidos en el exterior, mientras me acomodaba los aretes en mis orejas y ajustaba los anillos y mi gargantilla. Pasaron tres minutos desde aquellos movimientos, cuando alguien tocó a la puerta y luego la abrió.

  1. EL CLUB DE LOS BARONESES

LIVIA ALDAMA

Viernes 9 de diciembre

20:15 hrs.

—¿Cómo estás, Livia, aparte de hermosa?

Era Aníbal Abascal, guapísimo, elegante, enfundado en un vistoso y fino frac que sólo había visto en las películas. Sus ojos azules me evaluaron de arriba abajo y casi puedo asegurar que permaneció estático por un par de segundos, contemplando mi figura.

—Un poco nerviosa —admití, intentando caminar hasta donde estaba, luchando por no caerme.

—¿Tienes miedo? —me preguntó, ofreciéndome su brazo para enlazarme a él.

—Sí, algo —me sinceré, acercándome un poco más hasta que nos enlazamos.

—¿A qué tienes miedo? —quiso saber, acariciando mi dorso izquierdo.

«A ti, a lo que me provocas, a tus secretos…»

—No lo sé —mentí.

—Tranquila —me pidió con una sonrisa persuasiva—. Mientras estés a mi lado, nada malo te pasará. Permíteme decirte, que esta noche luces especialmente hermosa.

—Gracias —respondí cuando salimos del habitáculo, atravesamos el pasillo y nos encontramos con la puerta del recibidor, donde uno de sus choferes nos esperaba. Por suerte, Lola no se encontraba por ningún lado, o su expresión de reproche me habría puesto muy nerviosa.

El viento era especialmente acogedor, ni muy frío ni muy caliente. La nocturna lucía despejada y yo, ahí de su brazo, me sentía nerviosa pero fascinada. Me ayudó a subir a un auto negro del que no recuerdo la marca, pero que debía de ser una gama finísima a juzgar por su constitución.

—¿A dónde iremos? —le pregunté tras un par de minutos en silencio. Él estaba enviando mensajes importantes desde su teléfono y yo permanecía quieta, tensa, mirando por la ventana.

—A mi guarida personal —respondió, recogiéndome la mano con elegancia—, aquella donde se revela y sintetiza todo lo que soy.

Lo miré de perfil a la espera de lo que eso significaba. Él intuyó mis dudas y me las aclaró:

—Todas las personas alguna vez hemos soñado con ser dueños de una vida alternativa llena de excesos irrefrenables y de fantasías perversas que no interfiera con la que poseemos en la realidad. Pues bien, mi vida alternativa está en esa guarida, recelosamente escondida debajo de la espesura de mi propia fragilidad. Ese es mi secreto, Livia, tan extraordinario como peligroso.

—¿Y… por qué… por qué me enseñas… tu secreto, Aníbal, si es tan personal y peligroso?

—Porque yo también he conocido tus secretos, Livia, y si bien los míos son más graves que los tuyos, quiero que estemos en igualdad de condiciones, como te lo prometí.

—¿Cómo se confía en una persona que no conoces de nada, Aníbal?

—Sé reconocer cuando una persona tiene potencial, y veo que tú lo tienes, Livia. Me he arriesgado a enseñarte mi otro yo porque confío en ti. Tu trabajo consistirá en no defraudarme, porque… cuando me traicionan, querida mía, soy implacable y voraz.

Tragué saliva y ahora sí que me horroricé. No quise ahondar más en su amenaza, por lo que preferí encauzar mis palabras en un tema que no me había quedado del todo claro.

—¿Sobre qué ves potencial en mí?

—Un día lo comprenderás —me sonrió paternalmente—. Déjate conducir por mí, y te convertiré en una emperatriz, heredera de todo cuando soy y cuando deseo. Ahora quiero que estés tranquila, mientras llegamos a mi guarida.

El resto del trayecto lo vivimos sin ningún tipo de contacto. Él continuó haciendo algunas llamadas y yo me conformé con escuchar su voz, apretando las piernas.

La «Guarida» resultó ser un complejo arquitectónico muy antiguo, muy diferente al sitio a donde creí que iríamos. Parecía más un monasterio que un club de caballeros. Los muros fortificados eran de piedra de granito, y los jardines posteriores lucían verdes y floridos. Personas llegaban, todos vistiendo como si fuesen a una ceremonia de noche; las mujeres portaban vestidos largos y los hombres trajes finísimos.

—Tendrás que ponértela antes de entrar —me entregó un antifaz de terciopelo negro, con encajes alrededor y algunas plumas a los lados—. Te ayudo.

Aníbal se colocó detrás de mí y con sus manos se aprontó a atarme el antifaz haciendo un moño en mi nuca. Los roces de sus fuertes dedos en mi rostro me estremecieron.

—Bienvenida al club de los Baroneses —me dijo cuando subimos por unas escaleras de piedra que nos llevó a una enorme compuerta de olmo, donde cuatro hombres revisaron las tarjetas que llevaba Aníbal consigo. No dejó que ninguno de ellos me tocara y tras la inspección nos dejaron pasar. Me pregunté por qué él no portaba máscara—. Este es un club que fue fundado por Guillermo de Baronés a principios del siglo XX, y cuyo legado ha permanecido hasta hoy.

Los interiores se parecían a los de una iglesia. Eran muros altísimos, candelabros de tres brazos posados por todos lados, cuya iluminación procedía de velas rojas aromáticas. El suelo era de color marfil, de una sola pieza, y en los muros de los costados había grandes altares y pilastras que sostenían esculturas talladas en mármol cuyo grado de belleza rozaba en la perfección, representando ciertas alegorías eróticas que iban desde ángeles desnudos, a diosas y dioses del olimpo en plena felación o posiciones sexuales.

—Este es un club de y para caballeros, donde, como no podía ser de otra manera, las protagonistas son las mujeres —continuamos avanzando, entre puertas que llevaban a salones que nunca se abrían—. Como todo club, los socios tenemos que pagar una cuota anual que sólo los caballeros de la élite podemos desembolsar.

—¿Jorge…? ¿Jorge pertenece a este club?

Aníbal se echó a reír.

—Mi querido cuñadito no es digno del club de los Baroneses. No cumple ni con el perfil ni con nuestra filosofía. De todos modos, aunque lo hubiera inscrito, habría caído muerto en la primera de las tres peligrosas pruebas que hay que pasar antes de ser aceptado por los socios.

Me horrorizó su último comentario.

—Esto suena más a una logia que a un club —verbalicé.

—Puede que tengas razón, sobre todo porque todas las actividades que realizamos aquí son secretas. Es complicado que podamos aceptar a un nuevo miembro.

—Sin embargo, ahora me traes aquí.

—Tú eres mujer —avanzamos hacia el interior de un salón donde había una gran mesa con mujeres vestidas con trajes incrustados de diamantes en el cuerpo, bailando sobre la superficie—, y, además, te estoy trayendo yo, un socio distinguido. Con eso basta.

—¿Cómo hacen… para que estas mujeres guarden los secretos que hay aquí? —señalé a las mujeres que iban y venían.

—Cada socio es responsable de sus novicias y sus esposas —me explicó.

—¿Novicias y esposas?

—Recuerda que esta es nuestra vida alternativa, Livia. Aquí las leyes humanas convencionales quedan nulificadas, no existen. Aquí yo no soy Aníbal Abascal, ni el esposo de Raquel ni mucho menos el candidato a la presidencia de Monterrey, aquí yo soy uno más de los caballeros Baroneses, y como tal tengo mis propios negocios y mis propias mujeres, las cuales tienen la obligación de satisfacerme en todos los aspectos, incluidos los sexuales, a cambio de mi protección y mucho… mucho dinero.

—¿Es como… como si fueras su suggar Daddy?

Aníbal rio por mi analogía, diciendo:

—Yo soy su amo, su dueño, su macho… y ellas mis sumisas, mis hembras, mis mujeres. Y cabe destacar que todo es consensuado.

Ante cada palabra se me iba la respiración.

—¿Nos presentas a tu nueva novicia? —preguntó una mujer que debía tener entre 30 y 35 años, de pelo negro muy corto, y una piel aceitunada que contrastaba con el vestido morado muy ajustado que portaba.

A juzgar por las formas de sus nalgas y de sus senos, estos debían de ser operados. Eran tan grandes y redondos que rosaban en la vulgaridad.

—Por supuesto —dijo Aníbal orgulloso de llevarme de su brazo—, ella es Drusila —me presentó.

—¿La primera emperatriz romana? —se maravilló la mujer dándome un beso en la boca que me impacientó.

—Ahora es mi emperatriz —le dijo Aníbal. Luego se dirigió a mí y me presentó a aquella chica—.Drusila, ella es Perla, una de mis esposas.

Apenas iba a reaccionar cuando Perla (que por cierto no llevaba máscara) me apartó de su «esposo Baronés», lo cogió hambrienta y con su lengua chupó sus labios, mientras una de sus manos bajaba a su bragueta y le acariciaba un poderoso bulto que me dejó desconcertada. A los pocos segundos, Aníbal la apartó, me miró con una gran sonrisa y luego observó a Perla, a quien le dijo:

—Enséñale el lugar, mientras firmo unos documentos. Es mi diamante más preciado, así que cuida de ella como si fuera tu vida. Ya me dirás si es tal como te la describí.

—Encantada de cuidar a tu novicia —respondió Perla ante la perplejidad que tenía al saber que ambos habían hablado de mí antes de presentarme en ese lugar.

Juntas vimos marchar a Aníbal entre un mar de personas que se arremolinaban en el centro de una mesa donde bailaban otras mujeres semidesnudas, y Perla me llevó por el pasillo luego de darme a beber una copa de una bebida que no supe distinguir.

—¿Por qué no todas las mujeres portan una máscara? —quise saber.

—Porque la mayoría no somos novicias, sino esposas de algunos de los sementales que están aquí esta noche.

—¿Y por qué soy una novicia?

—Porque estás aprueba, querida. Mientras Aníbal no considere que estás capacitada, seguirás teniendo un bajo perfil. —Perla miró a un grupo de chicas jóvenes que estaban sentadas en el fondo de un nuevo salón y gritó, llevándome del brazo—. Claudia, ¿dónde estuviste todo este tiempo?

Claudia era casi tan joven como yo. Era delgada, morena, alta, con rizos en el pelo y tenía unos senos más pequeños que los míos.

—Estuve tres semanas en el mediterráneo —respondió, besando las mejillas de mi acompañante.

—¿Y esa gargantilla de diamantes? —le preguntó Perla cuando señaló el cuello de Claudia.

—Mi último regalo —comentó Claudia satisfecha—, y te aseguro, querida Perla, que vale más que mi volvo.

—Qué cosa, Claudia —comentó Perla asombrada—. Esteban ha estado muy espléndido contigo últimamente.

—Ya te digo —comentó Claudia orgullosa de las ofrendas que recibía de su «macho»—. Pero tampoco creas que ha sido gratis, ¿eh?, que duré casi una semana escocida y sin poder sentarme tras el gang bang al que me hizo participar con sus ocho amigos, en su casa de Cancún.

—¡Oh por Dios! —se carcajeó una tal Elisa que la acompañaba—, pero no me vas a negar que la cogida ha valido la pena.

—Cada maldito segundo —comentó Claudia riendo—. Claro que ha valido la pena cada rabo enterrado en mi boca, chocho y ano.

Las tres mujeres se echaron a reír.

—¿Y tú, niña, vienes seguido por aquí? —me preguntó la dueña de la gargantilla, mirando con cuidado cada una de mis costosas joyas.

—¿Pero tú no ves que trae un antifaz? —le recriminó Perla—, la chica apenas es novicia.

—¿Y quién la patrocina? —quiso saber Claudia, acercándose a mí.

—¿No lo adivinan? —comentó Perla orgullosa—: El macho más cotizado del club.

—¿Abascal?

—El mismo que viste y calza.

—¡La suerte que tienes, muchacha! —me felicitó otra de ellas, que parecía mayor que las demás.

—Ya se me hacía raro que una simple novicia como tú, llevara consigo joyas tan carísimas de las que solo pueden obtener las esposas —comentó Claudia resentida.

—¿Qué diferencia hay entre una novicia y una esposa? —Me sentí estúpida preguntándolo de nuevo.

—¿Estás bromeando? ¿En verdad Aníbal no te lo ha explicado?

—No, no del todo.

—Una novicia tiene los beneficios de una novia en la vida real. Es como la versión gratuita o de prueba de un producto. Aníbal te probará, si le gustas te convertirá en su esposa, obteniendo todos los beneficios de su patrocinio. De lo contrario, te mandará a la mierda, como lo ha hecho casi con todas.

—Eh, eh —bramó Perla—, que a mí no me mandó más que a su rabo.

—Pero ya te estás haciendo vieja, Perla —la retó Claudia—, como Lola, y eso que ésta presumida apenas lleva un par de meses en el club.

—¿Aníbal tiene muchas novicias? —pregunté a nadie en especial.

—No, no, Drusila —contestó Perla—,justo ahora tú eres la única. Aníbal es un tipo muy selectivo. Tengo entendido que la última que estaba entrenando, la mandó a descular hormigas.

—Entonces… yo, como su novicia, ¿soy como su versión de prueba?

—Así es, Drusila, así es.

Que me llamaran Drusila en lugar de Livia me daba seguridad.

—¿Y qué pasará si… él un día decide casarse conmigo? —Esa pregunta me estremeció al hacerla—. Aquí, claro, en el club de los Baroneses.

—Entonces pasará que te habrás sacado la lotería, querida —comentó Elisa—. La lealtad de nuestros machos en este club es inquebrantable. Además, la ceremonia es muy peculiar.

—¿Ceremonia?

—Claro, mi vida —intervino Perla—. ¿Cómo crees que te puedes casar con uno de los Baroneses si no es a través de una ceremonia? Aunque, como te digo… la ceremonia es demasiado… especial y perversa.

—¿Cómo es la ceremonia?

—Te quedarás con la duda, cielo. Confórmate con saber que durante la ceremonia hay toda clase de sexo y perversidades.

Tragué saliva.

Por fortuna Aníbal me libró de aquellas extrañas mujeres y, recogiéndome con su brazo, me condujo hacia un salón completamente de cristal, en cuyo interior había al menos doce hombres y dos mujeres, ejecutando una escena orgiástica colmada de lascivia y desenfreno.

—Esto es lo que hace que el mundo sea menos impasible —me dijo él en un poderoso susurro que me colmó el pecho de sangre hirviente.

Gemí por la impresión.

Más adelante había otra habitación, pero allí solo había una pareja.

La primera imagen que tuve fue la de una mujer pequeña portando una máscara de conejita de látex (que le cubría el rostro hasta la nariz) puesta de rodillas sobre una enorme cama con sábanas rojas, devorando con soltura un enorme falo procedente de un hombre enmascarado, de traje negro de raso, corbata y camisa blanca (como todos los comensales), que la tenía sujeta del pelo para dirigir el ritmo de la felación. Su enorme pene salía por el hueco de la bragueta y apuntaba directamente hacia la chica, que lo sujetaba con sus pequeñas manos en dirección de su boca.

—Esto es vida —esbozó otro susurro.

La chica estaba completamente desnuda, sentada sobre sus pantorrillas, afanada en aquella polla que apenas si le cabía en la boca. En esa posición, el enorme culo de la mujer se desbordaba por las pantorrillas, y yo me vi proyectada en ella, por eso el aire se me fue.

Sus pechos se restregaban en el pantalón del hombre cada vez que empujaba su boca hacia su miembro. El tipo le pidió a la chica que lo mirara a los ojos y que sacara la lengua. Ella obedeció sumisamente. Abrió su boquita llena de humedad y el hombre le escupió. La chica se tragó el escupitajo y luego continuó repasando el pene con su lengua, desde el largo tallo oscuro hasta la punta del glande.

—Ellos no pueden vernos a nosotros —me explicó Aníbal, cuya voz parecía provenir del inframundo. Por un momento había olvidado que él estaba allí, mostrándome semejantes perversiones—, ni escuchar en absoluto lo que sea que ocurra aquí en el exterior. Todo lo que pasa dentro de la cámara de cristal es un aislamiento total.

En las bocinas puestas en los laterales se oían los sonidos habituales de las succiones fálicas; absorción de saliva, contención de respiraciones y lengüetadas.

Había puentes de fluidos del glande a la boca de la chica, la misma cantidad de fluidos que habían mojado mis bragas por la excitación.

—Esto… es… increíble —soplé impresionada.

El efecto de los cristales era amplificador, o sea que los cuerpos adentro se veían por centímetros mucho más grandes de lo que en realidad eran. Una ilusión óptica que resultaba muy conveniente para no perder detalle de nada. Era como estar en un cine porno en cuarta dimensión, donde en lugar de pantalla era un cubo de cristal, en cuyos cuatro laterales se podía observar la escena en cuestión.

El aire se me fue de nuevo, y un ataque nervioso laceró todas mis células. Aníbal rodeó mi cuerpo astutamente hasta posarse detrás de mí, y en esa posición pude sentir la dureza de su entrepierna apretándose contra mi espalda.

—¡Aaaahhh! —gemí.

Con mis dedos me apoyé de los cristales, mientras el vaho que escapaba de mi boca los empañaba desbaratando las vistas hacia el interior. Las manos de Aníbal se posaron en mis caderas y casi me pareció que me las impulsaba hacia afuera para que mi culo quedara sobre sus piernas. Cerré los ojos y empecé a delirar.

—¡Ufff!

—Déjate guiar por mí, Livia Drusila, y sé mi emperatriz… —oí a la distancia la voz de aquel infernal demonio.

Y yo, presa de mi éxtasis desmedido, ardiendo por dentro, sudando frío, temblándome los muslos y latiendo muy fuerte mi corazón, extendí los dedos sobre los cristales empañados para sostenerme, pegué el mentón con calma, y eché mi culo hacia atrás, frotándolo obscenamente en su entrepierna, removiéndolo en círculos de forma soez, friccionando un durísimo bulto que parecía querer hundirse entre mis dos nalgas.

Entonces abrí los ojos cuando noté que Aníbal retrocedía, agitado, y yo me incorporé, cerré los ojos y me dije que esto estaba mal… sentir semejante calentura por él estaba mal. ¡No podía olvidarme quién era ni lo que significaba en la vida de mi novio!

—No… —murmuré, dándome la media vuelta para encontrar la salida del lugar, sin mirarlo a la cara.

Aníbal me atrapó de inmediato a medio camino, y con cuidado me sujetó del brazo y me llevó a un sitio apartado donde pudimos respirar aire puro y me preguntó:

—¿Te sientes bien?

—Creo que sí —musité casi sin aire.

Me sentía avergonzadísima por la actitud de golfa que había adoptado con él. ¿Cómo se me había ocurrido frotarle mis nalgas en su entrepierna? ¿Por eso él había retrocedido? ¿Entonces por qué se había puesto detrás de mí? Todo era tan confuso que mi pecho no dejaba de palpitar.

¡Por Dios! ¿Qué estaría pensando ahora de mí?

Nos sentamos en el borde de una jardinera al aire libre, donde no había nadie salvo nosotros. Yo y mis pálpitos. Él y sus ojos brillantes, que no paraban de penetrarme.

—Pues ya lo sabes, Livia, ya eres poseedora de uno de mis más íntimos secretos. Has conocido mi faceta hedonista y ahora mismo bien podrías ir a gritar a los cuatro vientos lo que aquí te he enseñado, ateniéndote a las consecuencias de lo que esto significaría para ti y para tu vida. O, de lo contrario, puedes convertirte en mi pequeña y más preciada confidente, en mi protegida y cómplice favorita de perfidias.

Vacilé antes de responder. Al menos no me estaba echando en cara mi vulgar actitud minutos atrás, y eso me tranquilizaba.

—¿Me has convertido en tu novicia? —pregunté con inocencia, mirándole la boca.

—Ojalá hubiese sido así —se lamentó, acariciando mi mejilla con su dorso, observándome con adoración, como si yo fuese una rosa y no quisiese desprender mis pétalos—. ¿Sabes lo que es el placer, Livia? Es el cumplimiento de todos esos pecados que no te atreverías a cometer.

—Y… ¿y si quisiera conocerlos?... ¿tú me protegerías? —le pregunté sin miramientos, sintiéndome una pequeña niña ante un padre protector.

Él sonrió con parsimonia, volvió acariciar mis mejillas y respondió con dulzura:

—Siempre, mi pequeña niña, siempre.

A partir de ese día ya no pude ver a Aníbal de la misma manera. Si antes me había parecido un hombre interesante, aunque temible, ahora me lo parecía aún más. Además de inteligente era muy atractivo, sugerente, cautivador. Con una actitud avasalladora.

A su lado, Valentino ya no me parecía el poderoso lobo que seducía a cuantas miraba, sino un tímido coyote cuyo alter ego era Aníbal Abascal.

Esa noche, en ese club, a esa hora, en esa jardinera, en esa posición, aun si no hubo un acercamiento más obsceno con Aníbal que el que hubo en aquella habitación de cristal, abrí la gaveta que contenía mis fantasías más perversas.

Y ya no pude parar…