Depravando a Livia: Cap 1 y 2

¿Cómo se pervierte una mujer? ¿Por su crianza? ¿Por la influencia de amigos o de extraños? ¿O simplemente porque una sensación muy ardiente y húmeda en su vagina le despierta los deseos contenidos?

1.DECEPCIONES

Tiempo atrás…

Nací en el seno de una familia rancia, religiosa y de clase media compuesta por tres mujeres avinagradas; mi madre, que a pesar de no pasar los cuarenta y cinco años y ser tan guapa, actuaba como si tuviera cien, y mis dos tías cincuentonas, a cual más amargada por consecuencia de sus malas experiencias con los hombres.

En mí volcaron todas sus frustraciones, la totalidad de sueños incumplidos, fracasos y decepciones, convirtiéndome en una niña impedida para los ámbitos de relaciones humanas, lo que me sumió en la misma depresión que ellas padecían.

Me enseñaron que las mujeres sólo éramos un ornamento en la vida de los hombres, que nuestra función en la vida consistía en casarse, tener hijos, criarlos y dedicarse a las labores del hogar, como un florero más. Que los lujos sólo eran para las familias privilegiadas que habían corrido con la suerte de nacer en cunas de oro, y que las de nuestra clase no podríamos aspirar jamás a nada que no fuese ir la iglesia y conformarnos con nuestras miserables vidas.

En resumen, me criaron para ser una mediocre en la vida. Una mediocridad para la cual me había resignado, hasta que aparecieron esos hombres en mi vida que me hicieron darme cuenta de mi herrada filosofía.

La paradoja vino cuando, de forma paralela, mi madre y mis tías me inculcaron que los hombres eran infieles por naturaleza; execrables, mentirosos, que me harían sufrir a la menor oportunidad y que sólo jugarían con mis sentimientos con el propósito de humillarme y burlarse de mí; la prueba estaba en lo que habían hecho sus parejas con ellas.

Esta educación tan insulsa, desesperanzada y sin ambiciones propició que la gente me inspirara miedo, (especialmente los varones), que padeciera una inestabilidad emocional y que, en el transcurso de los años, mis inseguridades sólo crecieran.

Olivia Aldama era mi madre, que me había dado su apellido a falta de un padre que me reconociera como su hija y del que estaba prohibido hablar en esa casa. Aunque nunca me lo dijo de frente, siempre intuí que madre me despreciaba por el simple hecho de que mi padre la hubiese abandonado al descubrir que había dado a luz a una mujercita y no a un varón, la peor desgracia que podía ocurrir a un padre mexicano. Aunque para mí aquello no era un motivo suficiente que justificara su abandono.

Tanto era su rechazo hacia mí que tuvo que internarme en un colegio de monjas donde permanecí durante la primaria, secundaria y bachillerato para no verme, no hablarme y no sentirme, hasta que por fin pude salir de ese espantoso sitio y estudiar la facultad en Relaciones públicas en la Universidad Autónoma de Monterrey, misma que me pagué yo misma vendiendo galletas que horneaba por las noches, limpiando casas en mis tiempos libres y, los últimos dos años, a través de una beca que me ofreció el Gobierno Federal por mis altas calificaciones.

Y claro, también parte de mis ingresos tenían que servir para mantener a mi familia.

Por eso no tuve tiempo de conocer a otros chicos de mi edad, pues el tiempo me absorbía en obligaciones que nunca estuvieron acordes a mis años. Tampoco tenía amigos (ni hombres ni mujeres), y mucho menos novio, entre las cosas ya mencionadas, también porque mi madre me tenía muy controlada y «los noviecitos» me quitarían el tiempo que yo requería para trabajar y estudiar, que era mi obligación.

Los malos tratos recibidos por parte de mi madre incluían golpes injustificados. Porque sí, fui una chica que sufrió maltrato físico y psicológico por mi madre y mis tías toda la vida.  Aun es hora que me pregunto cómo fue que no me amargué durante ese tiempo, qué hice para no rendirme a la mitad del camino, cómo conseguí tener tiempo para soñar en grande y, con razón: todavía no entiendo qué clase de sentimientos nobles me mantuvieron a flote y en una posición que me impidió guardarles rencor y convertirme en una mujer fría y apática.

Por el contrario, siempre tuve una sonrisa para quienes me sonreían, una palabra de aliento para los que recurrían por un consejo, y una amistad sincera para quienes, pese a todo, me consideraban digna de sí.

Mis mejores amigos, los libros; mis enemigos, mis inseguridades.

También atribuyo mi nulo éxito con los hombres a que mi apariencia nunca fue el de una chica de mi edad, y eso también se lo debía a mi madre, que siempre me obligó a vestir con la ropa anticuada que ella misma confeccionaba para mí. Las mujeres Aldama eran costureras por generaciones, y ese parecía ser el plan que tenían reservado para mí, preservar la tradición, hasta que un día me revelé y les dije que quería ir a la universidad.

No. Nunca nadie se interesó por mí. Siempre fui un cero a la izquierda, una mujer sobria que nunca hablaba con nadie… hasta que se apareció en mi vida él, Jorge Soto, mi primer y único amor. El que me enseñó todo lo que sabía hasta ese momento; el que me enseñó a defenderme, a doblegar mis inseguridades y el que intentó moldearme según la forma educada con que su hermana Raquel lo había educado a él.

«Y el que te manipuló tanto, Livia, que perdiste la senda de tu vida, tu voluntad por completo y te convirtió en una extensión más de él, en lugar de una mujer independiente» Me había dicho Leila una vez.

A Jorge Enrique Soto Galvin lo conocí cuando fui aceptada como becaria en la torre del partido conservador llamado “Alianza por México”, Sede del Estado de Nuevo León, desde donde se gestionaban y administraban las candidaturas para Gobernador, diputados locales, federales y alcaldías, sobre todo, la más importante, que era la alcaldía del Municipio de Monterrey, que además de ser la capital de Nuevo León, era la segunda ciudad más importante del país, en conjunto de su metrópoli, que abarcaba la ciudad más rica de Latinoamérica; San Pedro Garza García.

Jorge Soto, de ascendencia escocesa por parte de su madre, y, aunque parezca increíble, fue el único chico que encontró esa belleza interna que me negaba a exteriorizar. En sus propias palabras, lo enamoré con mi delicadeza, el color almendrado de mis ojos, mi dulzura, la forma tan inocente en que sonreía; mi falta de malicia y, dijo él «me enamoré también de esa poderosa belleza que yo fui el único capaz de percibir. Y después tu cuerpo, ese maravilloso y voluptuoso cuerpo que nunca fuiste capaz de presumir.»

Jorge era un chico muy apuesto que, a su vez, siempre llevaba un gesto serio y poco candoroso en su semblante, como si tuviera una pena en el alma que pocas veces lo invitaban a sonreír. Sus mejillas se describían sonrosadas, y con minúsculas pecas que podían pasar desapercibidas a lo lejos por su tono de piel. Su rostro era tan apiñonado que parecía un atardecer nostálgico. Mi prometido era delgado y más alto que yo; sus ojos grises, con un tono azulado que brillaba de vez en cuando, solían estar atentos a las cosas más inadvertidas del mundo. Sus cabellos alborotados eran como el tenue rojo de los arreboles en un atardecer escasamente nublado, y sus delgados labios pálidos casi siempre permanecían pegados el uno con el otro.

Su voz era suave, capaz de tranquilizar hasta el más hermético. Y sus manos tersas me convertían la piel en un constante terremoto cada vez que me acariciaba.

Sus maneras eran refinadas y escrupulosas; sabía comer con cubiertos y todos los protocolos de etiqueta de gente rica.

Conocía de música clásica, vinos finos y de modismos de los países que había visitado en su vida. En fin, un niño rico criado por una hermana mezquina.

Aunque Jorge no era presumido, en ocasiones no podía evitar mirar a las personas por arriba del hombro, como si fuesen inferiores a él. Su naturaleza era remilgada, y aunque habíamos trabajado en ello durante los últimos años, a veces era imposible que hiciera comentarios de menosprecio hacia la gente de otras clases sociales, aun si cuando caía en cuenta de su grosería se disculpaba.

Era algo intrínseco que no podía escapar de él.

Muchas veces le resté culpa al hecho de que para mí, era su pretenciosa hermana y la educación clasista que le había dado, la culpable de sus pocos frecuentes tropiezos, eso lo tenía claro.

Aun así, me conquistó con sus atenciones y estilo gallardo. Era muy romántico y detallista, y a él le gustaba la dulzura de mi personalidad. Por eso, un día que me lo propuso, sin pensármelo dos veces hui con él. Ya no soportaba más vivir bajo el sometimiento de mi madre y tías. Mi vida con ellas era cada vez más asfixiante y sentía que un día dejaría de respirar. Hui con Jorge, sin importar que su hermana lo hubiese dejado en la calle, sin dinero y sin los lujos a los que él estaba acostumbrado:

«Si tú te vas con esa rabalera, Jorge, te juro por Dios que te retiro toda la ayuda económica de la que ahora gozas». Y a él no le importó perder todo por mí. Y a mí tampoco.

Por eso digo que mi problema con él siempre fue su posición social, y cómo me costaba insertar en esa vida suya tan diferente a la mía.

Jorge provenía de una familia muy pudiente, respetable y distinguida de la alta sociedad regiomontana (gentilicio de los habitantes de Monterrey) bajo la tutela de su hermana Raquel y su esposo Aníbal Abascal, hasta que cumplió su mayoría de edad y se independizó, aunque con una mensualidad bastante generosa que le pasaba su hermana hasta que él me llevó a vivir consigo a un departamento menesteroso que pudiéramos pagar entre los dos.

Para Raquel ninguna mujer era digna de su hermano (excepto esa tal Renata de Valadez, hija del dueño de una exitosísima farmacéutica). Por eso mi cuñada me odiaba con todas sus fuerzas, por considerarme inferior a su familia.

Raquel Soto no podía concebir que la hija de una costurera, que vivía con la deshonra de haber crecido sin una figura paterna, que había trabajado vendiendo galletas caseras y limpiando casas para mantener sus estudios en una Universidad Pública se casara con su hermano menor.

Yo era indigna para ella y para su hermano, y durante mucho tiempo se aseguró de hacérmelo saber, despreciándome y haciéndome quedar en ridículo ante cada una de sus humillaciones en público y en privado.

Lo peor… Jorge nunca me defendía, justificando a su hermana con la enfermedad nerviosa que siempre padeció.

Yo tuve que tragar con todo eso por años, ya que temía contrariar a Jorge y que me echara de su vida, ¿a dónde iba ir a vivir sin él, sobre todo si no estaba acostumbrada a estar sola? Además mi madre me había advertido (cuando escapé de casa) que si un día terminaba mi relación con «el bueno para nada de tu novio», no me atreviera siquiera a volver con ella. Ah, eso sí, no me quería de regreso en casa pero sí que me había dado la obligación de mantenerla, a ella y a sus hermanas.

En fin.

El caso es que Raquel era una mujer clasista, racista, con aversión hacia la clase trabajadora y recelo hacia la gente de color e indígena, especialmente de los estados del sureste de México. Por eso, a mis ojos, Raquel era frívola y malvada, y poco a poco había aprendido a detestarla. Encima la mujer padecía un trastorno nervioso de depresión, histeria y ansiedad que, según me había contado Jorge, había sido heredado por su madre, lo que empeoraba su conducta en sus relaciones humanas.

Con esa actitud tan desdeñable no me extrañaba que su marido le fuese infiel, según decían las malas lenguas; pero lo que sí me extrañó fue enterarme por Valentino Russo, que Jorge solapaba las infidelidades de Aníbal, incluso recibiendo dinero a cambio de servirle de alcahuete.

¿Entonces todo lo que me había dicho Jorge respecto a que me amaba más que a su posición social era mentira? ¿Al final no se conformaba conmigo y en secreto pedía dinero a su cuñado para garantizar un estilo menos austero del que teníamos?

—Por Dios…

Valentino me lo dijo sin querer, lo tengo claro: sin el propósito de nada. En ese momento no creí que lo hubiese hecho con el afán de ensuciar la imagen de mi novio. Para mí, mi jefe me lo había dicho como si yo lo supiera ya y también fuese cómplice de Jorge. Fue una conversación casual, en un instante casual, en una hora casual. Es probable que no advirtiera mi decepción y asombro en el gesto que adopté cuando me enteré de ello, y tampoco hice por decírselo.

Me lo guardé muy dentro, sintiendo una piedra rasposa atorada en el pecho. Sonreí, aunque lo que quería era llorar de rabia y desengaño: salir corriendo de allí y pedir explicaciones a mi prometido. ¿Qué significada todo eso? ¡Por Dios!

Y no: Raquel no era santa de mi devoción, en realidad hacía mucho tiempo que me importaba muy poco lo que le pasara. Esto tenía que ver con otra cosa. Con la lealtad y las promesas. Con Jorge y conmigo. Con Jorge y el nulo sacrificio que estaba haciendo por mí. Con Jorge y su falsa moral.

Descubrir que mi novio solapaba las infidelidades de su cuñado para obtener grandes ingresos sentaba un precedente negativo en él que no concordaba con la imagen irreprochable que intentaba vender al mundo. Siempre poniéndose de ejemplo ante mí. Siempre comparando su «buena crianza» con la mía. Siempre hablándome de valores, juzgando a Leila y a personas que consideraba inmorales, reprochándome cosas a mí… mientras que él iba de digno y elitista cuando en el fondo mentía, engañaba a su hermana, ¡a su propia sangre!, a quien decía amar, respetar y quien parecía estar por sobre mí.

Y claro: también me ocultaba esa irreprochable acción a mí, a su novia, su futura esposa.

Si eso hacía a Raquel, a quien supuestamente quería y respetaba (razón por la que no me defendía cuando ella me humillaba) ¿qué podría esperarme yo de él, si ni siquiera tenía su sangre? ¿Qué podía esperar de sus manifiestos de amor cuando me decía que me amaba más que los millones de dólares que había dejado atrás por mí? ¿Se estaba arrepintiendo de haberlo dejado todo por irse conmigo? ¿Se estaba replanteando nuestra relación? ¿Jorge había dejado de quererme?

Y tuve un ataque de pánico sin precedentes. ¿Y si Jorge me abandonaba para volver a su vida de privilegios? A lo mejor él había caído en cuenta de que a mi lado, Raquel jamás le soltaría un peso más. A lo mejor la pérdida de su posición social no compensaba mi amor.

¿Entonces? ¿Cuál era su plan ahora?

Si era capaz de vender a su propia hermana por unas monedas, ¿también sería capaz de venderme a mí?

Pensando en ello recordé que un día, minutos antes de la hora de la salida, mi atractivo jefe, con las mangas arriscadas, enseñándome sus trabajadas muñecas, la mitad de sus musculosos antebrazos, sus dorsos venosos, grandes, membrudos… se acercó a mi escritorio y me dijo algo que me dejó asombrada: el comentario lo hizo después de que conversáramos algo que no recuerdo.

—¿Bajamos juntos, Aldama?

—Sí, claro, sólo apago la computadora y listo.

—Será divertido ver cómo tu novio intenta venderte, como si fueses un mango en mercado —dijo, con esa arrebatadora sonrisa y esa voz tan profunda y varonil que tanto me fascinaba en secreto.

—¿Cómo dices? —pregunté sorprendida, apilando los folders beige sobre el escritorio.

—¿No te has dado cuenta cómo te exhibe cuando bajamos juntos? —me preguntó, poniendo su duro y prominente trasero en el borde la mesa. Valentino era enorme, musculado, y no podía dejar de mirar discretamente ese enorme bulto que se le marcaba en la entrepierna debajo de esos pantalones de raso que le ceñían las piernas, los muslos, las nalgas y… uffff. Su miembro—. Vamos, Aldama, dime que eres observadora y que te has dado cuenta de cómo te exhibe cual si fueses ganado. Cuando aparecemos juntos en el ascensor y tu noviecito está ahí, esperándote, él te besa, te manosea y hasta te estruja las nalgas a dirección de donde estoy yo mirando, como si quisiese vendérmelas.

En esa ocasión, el aire escapó con una exhalación, las mejillas y las orejas se me enrojecieron, y esa teoría de mi jefe me llenó de vergüenza.

—Por Dios, Valentino, no inventes… —suspiré apenada, tragando saliva y entrecerrando los ojos—, estás de broma, seguro.

Él me sonrió con más entusiasmo y perversidad. Me estremecí al ver cómo se remojaba sus gruesos labios y cómo sus astutos ojos de lobo cazador me observaban en completa indefensión. Que tuviese rapada la cabeza lo hacía lucir como todo un chico malo en toda regla.

«Eres tan atractivo… y lo sabes… por eso me pones aprueba… Ufff. Dios…»

Intenté levantarme; moverme, hacer cualquier otra cosa. No podía mojarme cada vez que ese hombrezote me miraba con el ímpetu y poder con que solía hacerlo. Me ajusté mi falda de tubo negro en mis caderas y en mis posaderas. Me abotoné el saco hasta la altura de mis pechos y eché a la espalda dos porciones de cabello en mi propósito de mostrarme con entereza.

Me negué a que fuera verdad lo que me estaba diciendo. Era un gran absurdo.

—Vamos, Aldama. Fíjate ahora que salgamos y comprueba lo que te digo. Sé observadora.

—¿Comprobar qué? —comenzaba a molestarme su actitud.

—Lo que tu pilmama hace cada vez que salimos juntos. Se me ocurre que podría ser uno de esos consentidores a los que les excita que sus novias tengan… amiguitos cariñosos.

—¡Ay, por Dios, Valentino!

No pude decir otra cosa. El calor acudió a mis mejillas de nuevo y mi cabeza se puso caliente. La vergüenza me estaba matando, y la respiración se me agitó. ¿Cómo se atrevía? Pasé por su costado y, pese a mis altos tacones negros, apenas si le llegaba a su pecho. Salí antes que él. Esto era el colmo, pasarse de la raya, ¿por quién demonios me tomaba? ¿Por quién demonios tomaba a Jorge? Ni siquiera cerré la puerta (aunque escuché cómo él sí que la aseguraba).

Cuando Valentino, con su poderosa presencia y gran figura, estuvo a mi lado, el ascensor se abrió y entramos juntos.

—No te enfades conmigo, Aldama, que a lo mejor tienes razón y sólo son figuraciones mías.

—¡Pero claro que por supuesto que son figuraciones tuyas, faltaba más! —respondí con la boca seca—. Jorge sería incapaz de cosa semejante. De hecho, me parece aberrante que lo consideres siquiera.

Y como si de una broma se tratara, en cuanto Jorge me vio salir del ascensor acompañada de mi jefe, se acercó a mí, con sus pálidas mejillas atestadas de pecas, con sus cabellos rojizos alborotados en su frente y sus fríos ojos grises inundando su hermosa mirada. Me plantó un beso en la boca con una fruición sin precedentes, y casi de inmediato sentí cómo sus manos intentaban abarcar y estrujarme las nalgas. Y ahí reaccioné, como si hubiese recibido una bofetada con guante blanco.

—¡Basta! —lo corté de golpe, rechazándolo y retrocediendo—. ¿Qué diablos te pasa?

Jorge me miró contrariado. Vi cómo sus ojos se clavaban en Valentino, que debía estar disfrutando de la  escena metros detrás de mí, diciéndome telepáticamente «te lo dije, Aldama, te lo dije».

—¿Te molesta que te bese delante de tu jefe? —me susurró con un deje de acidez en su entonación—. ¿Es eso? ¿Ahora le guardas algún tipo de respeto y por eso te molesta que yo, que soy tu novio, te bese delante de él?

Pude imaginar a un Valentino chulesco detrás de mí, exponiendo una sonrisa sardónica, ajustándose sus mangas en las muñecas y mirándose el reluciente de sus elegantes zapatos.

—Me agarraste las nalgas, Jorge, aquí… en público —mascullé, mirando a mi alrededor.

Por fortuna, muy pocas personas se habían percatado del incidente.

—¿Y qué no lo he hecho antes?

Sí, pero apenas me estoy dando cuenta de tus verdaderas intenciones , le dije en mi fuero interno.

—Me molesta que lo hagas aquí, en el hall del edificio, delante de todos, como si fuese una vaca a la que intentas vender. ¿Qué quieres, que Valentino me compre?

—Eso quisiera ese cabrón —farfulló apretando los dientes. Cada vez que mencionaba el nombre de mi jefe, Jorge se volvía bastante huraño e insoportable.

—¿Eso quisiera tú o él? —lo increpé.

O Jorge no entendió el significado de mis palabras entre líneas o fingió no enterarse. El caso es que miré de reojo hacia el pasillo que llevaba al aparcadero, y pude ver un gesto burlón en mi jefe y una mirada traviesa y chulesca que interpreté como un «Yo siempre tengo razón, preciosa, suerte para la próxima» mientras se marchaba tarareando una canción.

Me sentí bastante incómoda y utilizada, ¡por mi propio novio! Encima mi jefe burlándose de mí. ¡Malditos los dos!

—¿Intentas darle celos o venderme a Valentino? —volví a preguntarle cuando íbamos de camino al apartamento en nuestro auto amarillo—. ¡Que sepas que me has dejado en ridículo, Jorge! ¡No merezco que me sometas a estas vergüenzas! ¡Me sienta mal que me utilices! ¡Soy tu novia, no un pedazo de carne que puedes presumir!

—¡Ni intento venderte ni intento darle celos a nadie, porque tú ya eres mía y de nadie más! —respondió con una voz golpeada, acelerando al auto—. ¡¿Cómo puedes pensar algo así, carajo, Livia?

—¡Entonces no me exhibas de esa manera! Lo hiciste desde el día de la fiesta en casa de tu hermana y Abascal, no creas que no me di cuenta. ¡Ahora comprendo que te la has pasado exhibiéndome durante las últimas semanas! ¿Por qué y para qué? ¿Qué soy para ti? ¿Tu futura esposa o un pedazo de carne que intentas vender al mejor postor? —le reclamé, con lágrimas en los ojos.

—Te juro que no entiendo a qué viene esto, mi ángel —intentó restar adustez al tono de su voz. Cada vez que me veía llorar, bajaba la guardia y todo volvía más o menos a la normalidad. Mis lágrimas eran mi arma de defensa, de freno, de salvación. Descubrirlo no pudo ser más oportuno—. Pero, te diré una cosa, si tanto te molesta que te «exhiba», Livy, entonces ya no te vistas así.

—¿Así cómo? —Aborrecía que me lo dijese en este tono tan golpeado y moralista.

—Así como estás ahora… con esas mini faldas tan ajustadas que te marcan el redondo de tu culo y tus caderas, con esas medias que incitan lujuria… con esos tacones tan altos que te levantan más las nalgas y… ¡Carajo, Livia! Todo es demasiado llamativo y provocador.

Bufé. Bendito machito tenía en casa.

—¡Me estás insultando!

—¡Sólo digo la verdad!

—¿Vamos a comenzar de nuevo con el tema de mi vestuario, señor Soto? ¡¿No eras tú el que insistía constantemente en que cambiara mi guardarropa?! ¡Pues bien, ya lo cambié y tienes que asumirlo! ¡Me molesta demasiado la forma despectiva en que me lo dices «ya no te vistas así»! Me haces sentir una cualquiera, ¡una prostituta!

Desde que me convirtiera en asistente de Valentino Russo, mi prometido se había vuelto más amargado, conflictivo y esquivo conmigo. Reprochaba mis salidas, mi forma de vestir; e incluso había notado que lo enfurecía el hecho de que ahora yo ganara más que él.

«Celos profesionales, Livy» solía decirme Leila cuando le contaba mis pesares, «la cultura machista de este país ha compaginado con tu Zanahorio. Los hombres nunca tolerarán que una mujer gane más que ellos. Eso los hace sentirse inferiores e inseguros. Así que mucho cuidado cómo manejas esto, mujer, porque es muy peligroso que Jorge tenga celos y te haga escenitas. Ahorita son rabietas, pero el día de mañana podrían ser incluso golpes. Los éxitos y progresos de las mujeres pone locos a los hombres, y hasta violentos.»

Me dolía lo que pasaba entre Jorge y yo. Habíamos tenido discusiones fuertes, aunque yo siempre intentaba compensar sus frustraciones con cariño y comprensión. Pero no sé. Algo pasaba entre nosotros. Ya ni siquiera me tocaba tan asiduamente.

Una línea intangible nos estaba dividiendo. Y no estaba segura de cómo revertirlo.

Todavía un par de meses atrás casi me había dicho que yo era una santurrona (no con esas palabras exactamente, pero iban al mismo punto), que mi vestimenta de «mojigata» lo avergonzaba y que tenía que ser más moderna y provocativa; que mi apariencia influía en mi vida personal y profesional, y que si no cambiaba de maneras, correría el riesgo de ser tratada como una donnadie y una pusilánime permanentemente.

Me hizo mucha ilusión renovar mi guardarropa y mi forma de actuar; crédula de que mi transformación lo haría sentirse orgulloso de mí. Y accedí a ello, pero cuál fue mi sorpresa cuando sucedió todo lo contrario, y a medida que pasaron las semanas sus quejas se recrudecieron.

¿Qué no era esto lo que él quería?, ¿que vistiese más renovada y a la altura de mi puesto de trabajo? Pues ahora también se molestaba por eso. No lograba comprender su nueva actitud tan brusca y desdeñable; y eso me hacía pasarla mal, muy mal.

Por un lado me regañaba por mi nuevo vestuario (que tampoco era nada del otro mundo), pero… por otro lado, él me exhibía: lo había hecho con todos los comensales el día de la fiesta en la mansión Abascal, lo hacía en la oficina cuando pasaban hombres a nuestro lado: y ahora más frecuentemente con Valentino, como si yo fuese una…. Una… ¡Por Dios!

Vivir en constante estrés y al borde de los nervios me angustiaba. Menos mal las pegatinas de sabores que solía regalarme Valentino en reuniones o cuando me veía un poco bajoneada me alivianan la tensión y la ansiedad. Las necesitaba y me sentía bien diluyéndolas en mi paladar.

Afortunadamente mi jefe me hizo saber que las pegatinas actuaban en el organismo a través de un efecto placebo, pues comenzaba a preocuparme que pudiera volverme dependiente a ellas. Lo cierto es que ese efecto placebo mermaba mis preocupaciones, me daba energías y estimulaba mis sentidos sensoriales.  Y, como ya he dicho, me hacía sentir bien.

—¿Entonces? —me dijo Jorge cuando llegamos esa noche al apartamento—. ¿Cambiarás tu forma de vestir?

—No —respondí muy enojada, tajante, sobre todo al recordar que, además, mi querido amor recibía una renta por cubrirle los flacos a su cuñado—. Y si no te gusta mi nueva forma de vestir es tu problema, no el mío.

Ese día su imagen comenzó a agrietarse ante mis ojos. Y me dolía. Me dolía bastante. Y también me asustaba. No le reclamé en ese momento el tema de su presunta participación en «alcahuetería» por parte de él ante su hermana, porque no quería rajar todavía más nuestra relación. Además primero tenía que estar segura de que lo que había dicho Valentino era cierto.

Después, de confirmarlo, ya vería cómo proceder.

  1. REDESCUBRIMIENTO

LIVIA ALDAMA

Tiempo atrás…

Una noche, cuando descubrí que Jorge, mi novio, se había masturbado con una de mis braguitas, (pensando en no sé quién) salpicándolas de su semen (que ya estaba seco cuando las encontré en el cesto de la ropa sucia), determiné que yo también quería descubrirme al mundo, poseer los secretos del erotismo y satisfacer mis más bajos instintos.

Si él podía engañarme, traicionar a su propia hermana, exhibirme ante Valentino (no sabía con qué fin), ir de doble moral por el mundo, juzgar a la gente sin derecho y, encima, hacerme sentir mal por mi forma de vestir, ¿por qué no podía yo despertar al mundo y descubrirme como me diera la gana?

Y procedí en consecuencia.

El problema fue que comencé a sentirme extraña, confundida, alterada y, a veces, con miedo. Desde que comenzara a explorar mi sexualidad, leyendo artículos en internet, relatos o libros eróticos, y películas con alto contenido sexual, había días en que no dejaba de mojarme a todas horas, imaginando situaciones perversas con mi jefe, con su chofer, incluso con uno de los mejores amigos de mi novio… y… con otro hombre que ni siquiera podía mencionar.

Lo más frustrante fue que no podía hablarlo con nadie. Jorge, pese a sus antiguas propuestas para que fuese una chica más cachonda y atrevida, en ese momento me habría tildado de inmoral, sus celos hacia mi jefe se habrían acrecentado y hasta era probable que me hubiese obligado a renunciar a mi trabajo o, lo más extremo, replantearse nuestra relación.

Y esto último era lo que menos deseaba, pues no me sentía preparada para estar sin él.

Reflexionando en ello estaba cuando recordé la conversación que había tenido con Leila semanas atrás, donde me planteó, por primera vez, la posibilidad de que lo que sentía por Jorge fuera agradecimiento y no amor, como yo pensaba:

—¿Y tú, tontonaza?, ¿cuántos novios tuviste antes de Jorge? —me había dicho ese día.

Y cuando le respondí que jamás había tenido a ningún hombre antes de él, ella me respondió:

«…tú te dejaste llevar por los impulsos solamente para escapar de tu casa; te hiciste novia de Jorge porque en él encontraste la puerta de escape a esa vida reprimida que te estaba dando tu familia, esa vida que te tenía hastiada, harta...»

¿Y si era verdad y sólo tenía agradecimiento hacia mi novio? ¿Y si me había ido con Jorge sólo porque en él había encontrado un medio de salida a todos mis problema?

«¿Dices que te gusta cómo te besa, cómo te abraza, cómo te hace el amor, pero nunca has sentido los labios, los brazos y la verga de otro hombre con el cual hayas podido comparar?»

Jorge era el único hombre al que había besado, a quien había acariciado, a quien le entregué mi virginidad y con el único con quien había hecho el amor. Por eso, esas palabras de mi amiga me habían dejado pensativa durante las últimas semanas: y mi confusión tras esa conversación me dejó a la deriva, bordeando peligrosamente la decisión de una posible separación.

Concluí en que era verdad lo que Leila me había aconsejado: no podía jurar y perjurar que amaba a Jorge si nunca había intentado amar a otro hombre. No podía afirmar que el sexo con él era el mejor que había tenido en mi vida, si nunca antes estuvo otro hombre entre mis piernas.

¡No podía pretender creerme que Jorge era el amor de mi vida… si mi vida apenas estaba comenzando!

Y entonces comencé a mirar a mi alrededor, obligándome a percibir a los hombres de mi entorno desde otra perspectiva: y en mi estudio observé  otros cuerpos, otras miradas, otras manos, otros labios… otras entrepiernas. Y comparé. El gran problema de esto fue que comparé. Y hubo cosas que me gustaron más de las que tenía en casa.

Y comenzaron las disyuntivas: la Livia arriesgada y experimental creía que antes de casarse debía comprobar que Jorge verdaderamente era el amor de su vida. La Livia sensata y tradicionalista me decía que no podía arriesgar el todo por el nada: después de todo, más vale viejo conocido que viejo por conocer.

No se me malentienda: yo me sabía enamorada de Jorge Soto. Su presencia en mi vida era imprescindible. Me hacía falta. Lo extrañaba cuando no estaba con él. Estaba segura de que lo amaba. Y, a pesar de todo, tenía miedo de que el concepto de amor que yo conocía no fuera el real.

¿Cómo descubrirlo? Experimentando. A lo mejor el objetivo era sencillo: ¿Podía llegar a sentir este sentimiento tan fuerte que sentía por Jorge con otro hombre? Si la respuesta era no, entonces no había nada más que buscar. Amaba a mi pelirrojo y sería el hombre con el que envejecería. Pero… ¿y si no? ¿Y si en el camino encontraba a un hombre con el que mis sentimientos fuesen más fuertes que él? Sólo pensar en la última posibilidad, todo el cuerpo me temblaba. Me daba miedo.

Lo que siempre tuve claro es que antes de intentar cualquier cosa con otro hombre, primero debía terminar mi relación con Jorge. No podía engañarlo ni engañarme. Pero… la cuestión era que no me atrevería a dar ese paso.

¿Y si al final terminaba sin Jorge y sin nada? Era arriesgar demasiado, y eso me frenaba.

Me daba terror. Lo admito. Me daba muchísimo terror quedarme como el perro de las dos tortas, y por intentar abarcar todo, al final quedarme sin nada.

Admito que mi problema era que quería todo a la vez; experimentar, tener relaciones con otros hombres (como me había dicho Leila) y también conservarlo a él, al único novio y amor que había tenido y conocido desde siempre. A mi Jorge, a mi pequeño mexicano-irlandés.

Juro por Dios que mis ansias y desesperación por querer experimentar con otros hombres iba en aumento, y a medida que mi novio era más huraño conmigo, más deseos y curiosidad por estar con otro chico que no fuese él nacían en mis entrañas.

Encima Leila comiéndome la cabeza y yo leyendo esos relatos eróticos que sólo alimentaban mi calentura. Sin duda todo se me complicaba. Quería conocer y, en un caso extremo, irme a la cama con otro chico fuera de mi relación con Jorge, pero sin perderlo a él. Qué egoísta era, lo sé; pero alguien que nunca tuvo nada, cuando tuvo la oportunidad de tener todo, lo último que quería era perderlo todo otra vez.

Antes mi predilección, además de Jorge, eran los gatos (en especial Duque, renombrado por mi novio como Bacteria) y los chocolates, ay, el sabor exquisito de los Chocolates (benditos sean los mayas que descubrieron el cacao); ahora… mi predilección comenzaban a ser los hombres viriles y sus falos, y eso que no había probado ninguno que no fuera la de mi novio, hasta ahora.

¿Cómo decidir con elocuencia entre lo que sentía mi útero y lo que pensaba mi corazón?

Con mi amiga Leila no podía contar, pues ella era una chica promiscua por naturaleza y, por consecuencia, sus consejos hubiesen estado inclinados a desatarme como ella y convertirme en algo que no quería; una auténtica puta.

Y de mi madre ni hablar.

Tenía que hacerlo yo sola. Y sólo esperaba no equivocarme.

LIVIA ALDAMA

Tiempo atrás…

“De mi primera masturbación en los baños de La Sede.”

A partir de lo anterior, ahora puedo decir  que tuve algunos cambios importantes en mi vida; el primero fue personal y decisorio, cuando Jorge me rescató de las garras de mi fiera madre Olivia y mis tías Angustias y Caridad, llevándome consigo…

El segundo fue de manera profesional, cuando me convertí en la asistente personal del jefe del departamento de Prensa, Valentino Russo Sarcos.

El tercer cambio fue el que vino después y, el que creo, fue el más marcado de todos, porque cambié en el ámbito sexual.

Todo comenzó la noche en que descubrí a mi jefe masturbándose en plena videollamada con una de sus zorras. Nunca antes había visto un pene distinto al de mi novio, y por eso el impacto que sufrí fue brutal, casi traumático. Su falo era grueso, largo, curvado, moreno, con un enorme glande y un enorme trozo adornado con venas brotadas que le daban a su aspecto una apariencia salvaje.

Ese colosal miembro lo continué mirando cuando su dueño me obsequió una laptop en la que, ahora estoy muy segura, dejó intencionalmente una carpeta con fotos suyas desnudo y en situaciones bastante extremas para que yo las viera.

Mi trauma mental fue tan impactante que tuve que recurrir a la experiencia de Leila para que me dijera si era normal que el miembro de ese hombre fuese tan enorme y robusto o si era un tipo de deformación; ella, tras esa particular charla en que me exhortó a redescubrirme sexualmente, alejada de Jorge, me incitó a buscar imágenes de miembros masculinos en la red, quedándome anonadada ante todo lo que encontré cuando cumplí su voluntad.

A partir de ese momento ya no fui la misma Livia de antes, mucho menos cuando, por órdenes de Valentino, comencé a vestir de una forma más elegante y llamativa que atrajo la atención de las personas, especialmente del género masculino.

La atención que todos los hombres volcaban sobre mí fue determinante: de pronto me sentía segura de mí misma, halagada, importante, me sentía hermosa, radiante, y por esa razón todos me miraban. Muy pronto, además, descubrí otras ventajas de ser aquella nueva Livia, y esto fue cuando comencé a recibir recompensas por mi belleza.

Primero fue la laptop, luego un aumento considerable de suelo… Luego… lo demás.

En ese sentido, mi cambio fue casi expedito.

Valentino comenzó a asignarme tareas de mayor envergadura, y esto me llevó a comprometerme a salir con él de manera más asidua, lo que averió mi relación sentimental.

En el fondo necesitaba sentirme admirada; que Valentino y su superior, el mismísimo Aníbal Abascal, se sintieran orgullosos de mí. Por alguna razón me había quedado con este puesto que, por derecho de antigüedad, de todos me pertenecía, aun con las rabietas de Catalina, la nueva, (a quien iban a dárselo de manera injusta) y por ese motivo tenía que demostrar que no se habían equivocado al elegirme. Tenía que retribuir con mi trabajo y dedicación la confianza depositada en mí.

Ese propósito de ser reconocida me obligó a empoderarme como mujer, sin importarme los medios por los que me tuviera que valer para conseguirlo.

Como ya dije antes, Jorge, por su parte, se volvió más inseguro, más antipático y distante conmigo.

Su incomprensión comenzó a mermar de nuevo la seguridad que había ganado en esos meses, pero de nuevo ahí estaba Leila para animarme, para no dejarme desfallecer.

«Me siento plena, Leila, pero me falta el amor de Jorge. Se porta… tan frío conmigo… que me duele… Es como si yo fuera la única que le echa ganas en nuestra relación. Esto no es normal, ¡nos vamos a casar en el verano y…!»

«Mándalo a la mierda, mi amoraaa, así de fácil…»

¿Así de fácil? Claro, claro, así de fácil.

Y a sus «así de fácil» agregaba a la ecuación a Valentino Russo, cuya voz, determinación y presencia me provocaba la necesidad de apretar los muslos muy fuerte, cada vez que lo sentía cerca de mí.

Pronto sus halagos fueron mucho más certeros. No perdía ocasión de rozarme el brazo, las mejillas. Y hasta me había limpiado los labios una vez:

—Perdona, tenías un poco de chocolate —me dijo en aquella ocasión mientras comíamos en un restaurante donde previamente habíamos atendido a unos posibles aliados para la candidatura de Abascal, tras quitarme con sus dedos un rastro de chocolate de mis comisuras.

Después, cogió los restos de chocolate y, sin decir agua va, se los llevó a su boca para chuparlos.

Pude ver cómo los chasqueaba, cómo su lengua devoraba el chocolate. Y me pregunté qué hubiera pasado si su lengua hubiese recogido ese chocolate directamente de mis labios.

Aquella incitante maniobra me contrajo el vientre.

Ese día me masturbé en el baño de mi departamento por primera vez, allí en La Sede. Lo hice con deseo y por la primitiva necesidad que nos obliga a desfogarnos, como si no hubiera un mañana. Me ardía la vagina de pensar en esa fantasía que rondaba en mi cabeza: en sus poderosos y gruesos labios chupándome la boca. Y, lo peor, en su enorme y húmeda lengua rozando y hurgando entre mis carnudos labios vaginales, mojados.

Imaginar su barbita raspándome la vagina me estremecía, visualizándome tendida sobre el suelo de cualquier parte (su casa, su apartamento, su auto o en un motel de paso) encima de cualquier cosa (una alfombra, un lodazal o un pavimento rugoso) con mis piernas abiertas para él, mientras su boca me comía mis partes, desde lo más profundo de mi empapada intimidad, hasta la más inmensidad de mis senos y caderas.

—¡Aggh! ¡Humm! ¡Ufff! —gemía descontrolada, con las bragas colgándome entre las pantorrillas, mi falda arremangada a la altura de mis caderas, con una de mis manos frotando uno de mis pechos sobre la blusa, y con la otra masajeando mi vagina, hasta que las fantasías y los deseos hicieron ebullición entre mis piernas y exploté de placer.

—¡Diooosss! —pujé.

Esa tarde terminé intoxicada por el aroma de mis propios flujos vaginales. Aún extenuada, acomodé mi ropa, casi sin aliento, corrí hasta el lavamanos y me lavé los dedos y la cara, sin importar que tuviera que maquillarme de nuevo.

«Tienes que parar, Livia, esto no está bien, tienes que parar o vas a volverte loca» me repetía una y otra vez mientras reflexionaba en lo que había hecho. Pero luego mi Pepe grillo, ese inmundo motero llamado Felipe, con el que solía conversar por teléfono de vez en cuando, me recordaba que «no hay pecado sin sangre; o sea que no hay infidelidad si no consumas tus fantasías en el plano real» y le creí, aunque no estuviera convencida de que tuviera razón: le creí porque me convenía creerle.

LIVIA ALDAMA

Tiempo atrás…

“De mis miradas indiscretas.”

Joaquín Armenteros, el amigo, secretario y guardaespaldas de mi jefe, (un apuesto rubio de ojos azules) nos acompañaba a todos lados a los que él y yo íbamos cuando salíamos de la oficina a entrevistarnos con posibles aliados para la candidatura de Abascal. Joaco siempre iba adelante conduciendo, y casi siempre mi jefe y yo viajábamos en los asientos de atrás.

Aunque tenía decenas de autos y camionetas, Valentino solía usar un Ferrari rojo, que era su favorito. El rojo lo vitalizaba y brindaba poder, según decía.

Los Ferrari son autos pequeños, deportivos, y por tal razón mi pierna derecha o izquierda casi siempre se friccionaba con las de mi jefe, según en el lado en el que nos acomodáramos, y aunque al principio me incomodaba, con las semanas aprendí a disfrutarlo.

El perfume de Valentino era exquisito: el aroma lo asociaba a la madera, a un hombre viril, a un semental; a un lobo cazador. Su fragancia me volvía loca, y siempre que veníamos juntos solía aspirar ese aroma que era capaz de quedar perpetrado en mis poros por muchas horas.

A veces, en miradas furtivas, podía mirar su entrepierna; ese espacio de su cuerpo que se había convertido en el destino favorito de mis ojos. Sería cosa del diablo o de las pegatinas, pero juro por mis muertos que mis manos temblaban de ansiedad cada vez que miraba su abultada bragueta, como si una extraña gravitación me obligara a tocarla. Cualquier tipo de pantalón que se pusiera era idóneo para que se le notara y marcara ese formidable paquete.

Una vez casi me muero de la vergüenza cuando Valentino me descubrió mirándoselo. Su risita y el movimiento al abrir las piernas hacia los lados para que yo tuviera una mejor vista lo delató, seguido de un comentario sarcástico que me hizo estremecer:

—Perdón que abra tanto mis piernas, Aldama, y que te quite espacio en el asiento, pero veo que ya notaste que una poderosa razón me impide mantenerlas juntas.

«¡Trágame tierra y cágame en plutón!»

¿Qué iba a responderle?, ¿que no sabía de lo que me estaba hablando?, ¿que yo no había visto nada de lo que él se imaginaba?, ¿que más bien me había descubierto viendo las costuras de su bragueta y no esa «poderosa razón» que le impedía mantener las piernas juntas? ¡Vaya bochorno, Dios mío! «Por fisgona, Livia, mira lo que te pasa por tus miradas indiscretas. A saber lo que estará pensando de ti.» Así que, visto lo visto, sólo pude atinar a decir:

—A lo mejor si usaras pantalones menos ajustados, podrías maniobrar mejor… tus atrib… piernas.

Valentino se carcajeó, mientras yo me moría de la pena y pensaba que eso debía ser lo más fuerte que viviría con mi jefe.

Pero qué equivocada estuve en mi predicción.

Era probable que lo peor apenas comenzara.

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Reitero de favor que quienes hayan leído ya el libro completo, eviten spoilers, para hacer más amena la tertulia. ¡Saludos amigos!