Dentro del laberinto 20: Respira y vive

El Fantasma encuentra el cadáver de Arcturus e informa al Amo de La Mazmorra; uno de sus hijos mueven ficha. Vicky explora el laberinto sin saber que ella misma lo ha cerrado y bloqueado.

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Dentro del laberinto 20: Respira y vive

El fantasma contemplaba el cuerpo inerte de Arcturus; ¿cómo había muerto? Yacía en la cama de su alcoba, con la ventana abierta. Parecía herido en la cabeza. «El Amo se pondrá muy furioso», pensó. Después de todo era uno de sus nietos. Dejó atrás a su escolta de élite y se dirigió a La Torre Negra a informar de lo sucedido.

—Sé que eres tú, siento tu presencia —oyó decir a Valystar al pasar junto a su celda.

—¿Sientes dolor?

—No.

—Pensaba que sentirte aislada y realmente ciega por primera vez sería un tormento.

—A veces. Pero tengo mis recuerdos.

El encantamiento de las celdas no impedía al Protector ver a través de ellas. Valystar estaba sentada en la posición del loto, meditando. Sus palabras todavía le sonaban lentas y arrastradas, como las de los insectos que reptan por el barro. Hizo un esfuerzo para integrarse mejor con el flujo temporal de La Torre.

—Cuando creo que comprendo a los vivos algo vuelve a torcer mis expectativas.

—Suenas como si alguna vez hubieras estado vivo. En cuanto a tu pregunta, gracias por tu preocupación, pero en realidad no he tenido tiempo de sufrir. Aún no.

—Comprendo. Ese confuso juego con el tiempo del Amo. No es parte de La Mazmorra y me cuesta sincronizarme con su flujo temporal.

—Es una lástima que tengas que obedecer al usuario del Cetro. Es indigno.

—No me corresponde hacer juicios de valor. Mi misión es protegerlo.

—Sé que es solo mi imaginación, pero desde aquí puedo sentir tu aliento helado. Siempre es estremecedor. ¿Lo haces a propósito?

Si hubiera podido encogerse de hombros, lo hubiera hecho. Su túnica se alzó ligeramente cuando los huesecillos de las clavículas se clavaron en ella.

—Te has encogido de hombros, ¿verdad?

—Sí, señora. Ahora, si me disculpáis…

—¿Puedo saber por qué tienes prisa?

—Malas noticias.

—Me alegro.

—Aunque ya que estoy aquí, tengo buenas noticias para usted.

—¿Es sobre Roxan o sobre Susan?

—Susan ha sido invocada al exterior. Creo que la han rescatado.

El silencio alegre fue su respuesta.

—Y Roxan ha escapado. Creo que también Gorrak.

—Bien. ¿Ha conseguido liberar a alguien más?

—Me temo que han muerto casi todos los esclavos.

—Es una lástima.

—Me alegro de hablar con usted.

—Muchas gracias por la información. Ya nos oiremos, Guardián.

—Adiós, señora.

La Familia aguardaba en la sala del trono el informe de la batalla del patio; ellos nunca se involucraban directamente cuando alguien de los mundos exteriores lograban llegar hasta la dimensión de bolsillo que el patriarca extruyó desde La Mazmorra. En su lugar, los guardianes esclavos como los altos orcos y los wyverns se encargaban del trabajo sucio. El Amo estaba sentado en el trono con gesto adusto; el Cetro estaba en su regazo como si fuera su bebé, como acostumbraba sin separarse nunca de él. Apoyaba el mentón en su mano. El fantasma no temía su ira, pero tampoco le agradaba.

—¿Y bien? —exigió.

—El halcón de batalla ha regresado. Dice que Tom ha huído de la pareja en el sexto piso, lo vio alejarse del desfiladero del castillo que guarda la entrada al séptimo, dejándolos atrás. Se ha quejado de que Tom le hizo un gesto obsceno desde la distancia.

—¿Que Tom ha fracasado? ¡Pero si lo envié a su base con instrucciones de cogerlos por sorpresa! —se centró en el presente—. Pero lo que importa ahora es esta pequeña batalla, la revuelta de esclavos. ¿Debo preocuparme e intervenir?

—La mayoría de los esclavos que han intentado fugarse han muerto, así que tiene algunas tropas extra de zombis. Pero Gorrak ha desaparecido y la esclava Roxanian ha escapado.

—¡¿Qué?! —gritó furioso poniéndose en pie. El Cetro cayó al suelo y rodó. El fantasma continuó con serenidad.

—Y además su nieto Arcturus ha sido asesinado.

El Amo se quedó paralizado. Toda la habitación contuvo el aliento. Salvo el fantasma, porque no respira, pero ni siquiera pareció importarle.

—También hemos perdido todos los wyeverns de fuego salvo uno, Roxan los ha matado. Y también a muchos guardias, aunque con la ayuda de algunos esclavos.

El hombrecillo perdió la concentración y su ilusión de figura imponente se canceló; incluso sus descendientes habían olvidado su verdadera apariencia, pero al verlo temblando de rabia de algún modo les pareció ridículo. El fantasma conocía esa reacción de los vivos, era como «descubrir que la sombra del huargo que te acechaba no era más que un gato», según le dijo Garruk una vez, después de sacarlo de sus casillas y ganarse una temporada en los calabozos. Entonces, justo cuando empezaban a mirarse entre ellos mucho más relajados, para intentar recuperar su respeto El Amo cogió el Cetro del suelo y lo golpeó con él, gritando de furia.

—¡AAAAAAARRRGHH!

El eco resonó en todo el piso, más allá de la dimensión de bolsillo. Las paredes temblaron y los esclavos quedaron aturdidos y sin poder moverse. Entonces el hombrecillo alzó el Cetro y exclamó:

—¡Míos sean los vientos y la llama! ¡Convoco a la tormenta de fuego! ¡Que concentre su poder sobre mis enemigos, y el tornado abrasador reduzca a cenizas a los enemigos de La Mazmorra!

El resplandor verde que rodeaba a La Torre Negra quedó eclipsado por la luz roja del crepúsculo; pero no era el sol, sino el linaje de La Llama Primigenia. El destello deslumbró a quienes lo miraron directamente, y la enorme espiral llameante se formó sobre el castillo. Era aún una esfera creciente, como el sol de medio día debido a la distancia que la hacía empequeñecer, pero se acercó elevando la temperatura. Pronto el agua expuesta herviría y los seres sin protección mágica serían aniquilados. Y era solo el principio. El Amo sonrió y se dejó llevar. En aquél momento su castillo era lo único que no quería dañar.

—¡Reduce a cenizas toda la creación! —exclamó borracho de poder.

—No —ordenó el fantasma.

El Amo lo miró desconcertado. El brillo del exterior menguó su intensidad tanto que algunos de los hijos del Amo dejaron de temerlo.

—P-Pero… ¿Cómo?

El Amo creía no tener limitaciones, pero incluso los perros de presa tienen un límite.

—No —repitió la sombra envuelta en la túnica oscura.

La temperatura, que por un momento se disparó incluso tras los muros de La Torre, cayó de vuelta a la normalidad. El Amo bajó lentamente El Cetro de Agamenón y trató de sostener la mirada al Guardián. El destello azul en lo que podrían ser sus pupilas, era estremecedor.

—Debes obedecerme. ¡El Cetro es mío! ¡Yo soy tu amo!

—Creo que ha habido un malentendido, amo —repuso la figura encapuchada, y avanzó hacia él gesticulando como un vendedor durante su discurso—. El hecho de que deba seguir sus órdenes no significa que pueda aceptar todas y cada una de ellas. ¿En qué momento creyó que no había límites para su poder?

Casi dejando caer el arma, la punta del Cetro alcanzó sus zapatos de piel de hombre lagarto. Sentía su hombría machacada y en aquél momento lo que más le importaba era estar quedando en ridículo; ya no le importaba apenas haber perdido a Roxan, a Arcturus ni a los wyverns de fuego. Tragó saliva preocupado al acudir a su mente pensamientos más inquietantes: «¿Hasta qué punto puede rebelarse contra mí? ¿Hasta qué punto La Mazmorra puede desobedecerme?». Y el fantasma se colocó apenas a un paso de su rostro. Miró las cuencas vacías de lo que podría ser una calavera fantasmal, y los brotes de nuevas estrellas azules le hicieron sentir vértigo. Por primera vez en siglos volvió a tener miedo de él. La luz naranja del cielo desapareció por completo, y solo entró la mortecina luz verde por los ventanales abiertos.

—En pocas palabras, amo, no tiene derecho a atacar a los mundos exteriores con el poder de La Mazmorra. «Reducir a cenizas toda la creación» es a todas luces excesivo e inapropiado. Y está prohibido. Pensé que debería saberlo.

«¿Prohibido por quién? ¡Yo soy el que gobierna este lugar!», pensó irritado. Pero luego lo inundó otro sentimiento.

—¿Eso significa… que realmente es posible? —se emocionó por tener tal poder en su mano, literalmente. Agarró el cetro con fuerza.

—No es posible sin una inmensidad de poder mágico —repuso el fantasma—. No bastaría ni siquiera el obtenido consumiendo todas las estrellas jóvenes de cada universo hasta reducirlas a enanas rojas. Por supuesto, es imposible para una criatura como usted canalizar o controlar tal poder. Incluso aunque El Guardián no estuviera aquí para impedírselo —añadió hablando de sí mismo en tercera persona—. Tan solo intentarlo le mataría con certeza. Y además, probablemente el hechizo fracasaría. Aunque pagara con su vida. Incluso intentar extinguir solo la superficie de un mundo de un universo estaría fuera de su alcance… si pretende sobrevivir.

Pero notó que la preocupación del hombrecillo egocéntrico era no poder controlarle. No poder hacer su voluntad. Si hubiera tenido un gesto que torcer en su cara, al fantasma se le hubiera visto claramente contrariado ante la catadura moral de aquél hombre.

—Lo que intento explicarle es que le acabo de salvar la vida, amo. He cumplido con mi deber: mi deber de protegerle está por encima del de obedecer sus órdenes.

—Mientes. No es a mí a quien has protegido. Además a pesar de mis palabras realmente no estaba pensando en exterminar todos los mundos, tan solo donde hubiera enemigos. No pueden esconderse de mí.

—Lo que no entiende es que usted se ha erigido en enemigo de la vida: obtiene poder de la muerte y prefiere que estén muertos todos aquellos a los que no pueda gobernar directamente. Al ser casi todos los demás sus enemigos, el hechizo se hubiera escapado de su control, y lo hubiera pagado con su vida.

El Amo guardó silencio, midiéndolo. Era de naturaleza paranoica porque toda su vida se había granjeado enemigos. Y en aquél momento el que creía el más fiel de sus lacayos resultó ser el más rebelde, diciéndole lo que podía y lo que no podía hacer, dándole órdenes. ¿Pero quién se había creído?

—¡A las mazmorras! —ordenó señalándolo. Nadie movió ni un músculo—. ¿A qué estáis esperando?

—Espero que sea una broma, padre —se quejó uno de los híbridos de su raza y la de la mujer-bestia que violó décadas atrás; era alto y fuerte, peludo y con orejas de lobo. Sus garras le permitían luchar igual que Roxan, desarmado. Si tenía que pelear vestía armadura pesada, pero normalmente solo era uno de los guardias principales de su progenitor, la última línea de defensa. La responsabilidad de hacer cumplir esa orden contra el fantasma era suya.

El Amo recordó que se había disipado su ilusión, así que la reactivó.

—¡Es una orden! ¡El fantasma debe ser castigado por desobediencia!

Era como pedirle a un guardia que arrestara al viento; el fantasma podía hacerse intangible y atravesar paredes, o simplemente teletransportarse. El Amo lo sabía, pero no quería aceptarlo.

—¿No quiere saber cómo ha muerto su nieto? —preguntó el fantasma.

—Ha sido a causa de la rebelión; todos los cómplices serán ejecutados.

—Como ordene —y de nuevo hizo ese gesto de casi encogerse de hombros. Se dio la vuelta y flotó alejándose perezosamente. Nadie intentó cortarle el paso, y los nudillos del Amo se crisparon.

—¡Una cosa más! —exigió, pero no sabía qué decir, así que improvisó. Necesitaba tener la última palabra—. ¡Busca a la chica! ¡Encuentra a Roxan! Y cuando lo hagas, tráela hasta mí. La ejecutaré personalmente.

—La encontraré —dijo el fantasma sin darse la vuelta. Cuando se fue, el salón del trono quedó sumido en un incómodo silencio. Después, La Familia encontró todo tipo de excusas para ausentarse inmediatamente. Finalmente, el rey se quedó solo con su hijo guardián, un mago-guerrero semidragón, y un elfo imitador, los dos guardaespaldas de aquél turno.

—¿Cómo llevas los hechizos de invocación? —preguntó El Amo a su hijo.

—Bastante bien, ya soy capaz de mantener cinco minutos a dos criaturas de rango tres, o una de cuatro.

—Para este piso necesitamos al menos una del quinto grado o no servirá para nada. Apenas para ganar tiempo.

—Lo sé, padre, pero soy ante todo un guerrero: me basta con ganar tiempo. solo necesito vencer a mis enemigos de uno en uno.

No añadió que era normal que pensara en delegar todo el trabajo a las invocaciones porque era un nigromante, después de todo. Lo suyo era intervenir al final de la batalla y alzar a los caídos de todos los bandos contra sus enemigos, fueran quienes fuesen. «Y escapar, claro». Pero no podía decirlo, su padre era tan cobarde como orgulloso.

—Nuestros enemigos se acercan —murmuró su padre taciturno—. De algún modo están obteniendo poder de La Mazmorra. Verdadero poder. Son anormalmente fuertes y ya han superado el piso antiejércitos.

—¿El sexto? Bueno, no es tan extraño. solo frena a ejércitos comunes con armas blancas, sin magia ni pociones, sin explosivos, sin artefactos de mecamagos o ingenieros. ¡Incluso el frío los puede matar!

—No lo entiendes, Adán. La Mazmorra ha empezado a desobedecerme. No les está entregando las recompensas que le ordené, sino artefactos útiles. Incluso armas.

—Eso sí es extraño. Pero también explica que hayan alcanzado a los ejércitos de Cleopatra, o los de Erebaziel III. Aunque según el fantasma esos nunca pasaron del séptimo piso. Los vampiros les resultaron invencibles, a los muy idiotas. ¿A quién se le ocurre buscar pelea con ellos en vez de vadearlos? No creo que estos sean mucho más listos, o habrían sido más rápidos en llegar hasta ahí. Solo tenemos que sentarnos a esperar lo que pasa en el castillo y pasar el rato con uvas, nueces y esclavas. ¿Sabes cómo se llama su rey?

El Amo inspiró profundamente y cerró los ojos.

—Según Valystar no los envía ningún rey. Y tampoco son ningún ejército. Verás, Adán, son solo dos aventureros solitarios.

—¡Oh! ¡Qué interesante, un equipo de la vieja escuela! ¿Pero solo dos? Si han llegado tan lejos debe ser por lo que dices, recompensas de calidad. De otro modo no podrían compararse con ejércitos primitivos, al menos por la inferioridad numérica.

—Supongo que tienen un poco de talento… —El Amo se encogió de hombros.

—¡Desde luego! La Mazmorra intenta formar equipos de al menos cuatro miembros: vanguardia cuerpo a cuerpo, daño a distancia desde retaguardia, apoyo en línea media… y uno o más refuerzos prescindibles.

—¿Me estás dando lecciones sobre mi reino?

—No, padre; es la costumbre con mis subordinados. Lo importante es que solo son dos y sin embargo han llegado demasiado lejos. En este punto deberían ser cuatro. O tres, con el habitual sacrificio durante la escalada por el muro del castillo.

—Es más extraño de lo que piensas. Coloqué a un pelotón de hobgoblins licántropos con regeneración en la cima. Y los vencieron.

—¡¿Qué?! ¿Siendo solo dos?

El Amo estuvo a punto de decir «entenderás que me preocupe», pero se reprimió para mantener su imagen.

—Por prudencia hice llamar al mercenario Tom y lo envié a liquidarlos en su base, pero falló. Ya has oído al fantasma.

—¿Qué ha pasado? Si los sorprendió en su propia casa con la guardia baja… y digo casa porque si son dos aventureros eso es lo más probable… ¿algún artefacto que sea el punto débil de Tom? Lo conozco, es un poquito fuerte.

—No lo sé. Pero mientras hablamos los intrusos tienen mucho tiempo. Quizá debería…

—¿Pagar con envejecimiento? Si son realmente peligrosos…

—No es que les tenga miedo, por supuesto —El Amo intentaba quitarle hierro al asunto.

—No, claro que no; solo es sensatez —su hijo le seguía la corriente.

—Sí, solo es sentido común. A estas alturas deben ir por el octavo piso, como mínimo.

—Si no han muerto.

—Si no han muerto —asintió El Amo.

—¿Y si intentas controlar las recompensas? Quizá fallaron porque estabas distraído…

—Así fue. Pero cuando lo he intentado, La Mazmorra se negaba a obedecerme.

—Qué extraño.

—Todo lo que rodea a ese tipo es extraño.

—¿«Ese»? Creía que eran dos.

—Según lo poco que le he sacado a Valystar, el chiquillo es el líder y fue el primero en adentrarse. Eso significa que él es quien ha formado el equipo, y a quien ha elegido realmente La Mazmorra. Los demás son arrastrados por él.

—¿Qué clase de selección crees que ha sido?

El Amo frunció el entrecejo.

—Temo que sea una especial.

Su hijo no respondió. Las selecciones de candidatos especiales ocurrían con intervalo de siglos, según el fantasma Guardián de La Mazmorra. Sucedía cuando esta quería poner a prueba al amo vigente. Si ese era el caso, su supervivencia estaba en entredicho, porque aquél lugar mágico creía que el candidato tenía potencial para superarle. Después de todo así fue cuando él mismo venció al anterior, unos dos mil años atrás (subjetivamente mucho menos tiempo gracias a la distorsión). Aunque solo hubiera una posibilidad de que fuera un candidato especial, era un objetivo de máxima prioridad.

—Tenemos que detenerle —decidió Maluk.

—No me digas —su padre puso los ojos en blanco.

—Lo primero es no darle la ventaja del tiempo.

—Tienes razón —suspiró, y golpeó el suelo con El Cetro. El resplandor verde desapareció al romper su propio hechizo.

—Yo también odio malgastar tiempo de vida, padre, pero es necesario. ¿Por qué piso va?

El Amo cerró los ojos y sostuvo el cetro ante su rostro; segundos después contestó.

—Noveno; ya se ha entregado la última recompensa del octavo.

—¿El castillo ha sido conquistado? —Maluk tragó saliva.

—No. Lo ha cruzado por el camino secundario, el de los aspirantes inferiores.

—Es un alivio. Tal vez le sobrestimemos.

—Pero está solo. Ha superado al menos dos pisos por sí solo. ¿Te parece eso normal? —su mirada comenzaba a ser agresiva con su propio hijo.

—Supongo que aumenta las probabilidades. Lo que ejércitos de cientos de hombres no pudieron lograr…

—Esos ejércitos se repartían la experiencia, Maluk. Apenas subían de nivel desde que entraban. Llegar al séptimo piso con nivel tres ya era extraordinario para un soldado. Solo un pequeño equipo de supervivientes de los exploradores de Napoleón, con sus armas de pólvora; entraron por las pirámides y recorrieron todo el camino solo para morir en el octavo. Y los buscadores de reliquias nazis, a pesar de su tecnología moderna, tampoco superaron el séptimo, intentando descifrar la clave de la puerta. Con las armas primitivas el frío y la escalada contra la fortaleza defendida hacía el resto en el sexto. Por no hablar del refugio mortal antes de subir si no eran leales y disciplinados. Por eso no es tan extraño que un buen trío de aventureros lleguen hasta el noveno. Pero que el octavo lo cruce alguien solo…

—Comprendo —asintió Maluk pensativo—. Esos grandes espacios abiertos, cientos de enemigos de todo tipo que poder emboscarle, ningún refugio seguro para dormir si nadie monta guardia, una docena de alfas totalmente diferentes en cada piso, tener que encontrar la estrategia adecuada para cada uno de ellos o morir en el intento… como la catedral y sus gárgolas blindadas acosando desde el aire, o el pantano venenoso donde desembocan las cloacas infestado de criaturas tóxicas. Sin duda el agotamiento debería haberle vencido, padre.

—Lo peor es que el noveno es casi igual, y tampoco lo ha frenado. ¡Ni siquiera paró para descansar tras vencer al rey esqueleto del octavo! Pasó inmediatamente al siguiente piso.

—Quizá no es tan fuerte. Quizá solo se ha especializado en una habilidad que le ha resultado hasta ahora… puede que solo tenga un aguante descomunal.

—¿Aguante? Sí, eso podría ser. Todo es gracias a su aguante… murmuró su padre.

A Maluk le pareció que intentaba reconfortarse a sí mismo, así que no dijo nada y le permitió quitarse un peso de encima. Pero tenía que ir a investigar. O al menos enviar a alguien de confianza. Había que analizar bien a ese sujeto. Si al menos tuvieran el informe de Tom… ¿pero dónde diablos se había metido ese tipo? ¿y por qué? Al menos el portal al mundo natal del sospechoso se había cerrado. Era posible que huyera y se escondiera en un planeta de la red de mundos, pero esos habían estado siempre conectados desde hacía milenios; en cambio, si hubiera vuelto a su hogar antes de aquél suceso, ahora jamás podrían dar con él. Así que en cierto modo estaban de suerte, pero se aseguró de no mencionar su opinión para no hacerle enfadar más.

Para cuando salió de La Torre, poniendo a dos de sus primos a sustituirle, no pensaba en otra cosa mas que en enfrentarse a ese chico; quería medirlo personalmente. Pasaban muchos años, incluso en tiempo lento, entre desafío y desafío. Y si aquél era un candidato «especial», podría ser realmente interesante. Eligió a algunos guardias para formar su propio equipo, y se dirigió a través del portal de vuelta a La Mazmorra, dejando atrás la dimensión de bolsillo; llegó hasta el nexo secundario, ignoró a los mercaderes parasitarios, y el equipo cruzó el portal de uno de los dólmenes hasta el décimo piso.

Y esperaron.

El fantasma estaba sorprendido. Había ordenado a un elfo oscuro mago de sangre reproducir la escena de la muerte de Arcturus, y este utilizó sangre de la víctima para conjurar el hechizo. Y entonces la imagen espectral creada por el maná les mostró a una esclava golpeando su cabeza con un simple atizador. ¿Cómo podría morir tan burdamente el nieto del Amo? Después buscó a la esclava, y la encontró en las cocinas. Había sido asesinada después de interrogarla.

—Maté a Bleff, me caía mal —le explicó el alto orco que la había salvado momentáneamente—. Les hice creer a esta y a su amiga que estaba ahí para ayudarlas, que me había enviado Gorrak. Y se lo creyeron. Me contaron cuanto sabían de la rebelión, y entonces las maté. No tuve que torturarlas, por eso sé que no me dijeron lo que quería oír. Verá, recordé que usted me lo había enseñado hace tiempo: «los torturados dirán cualquier cosa para que termine de hacerles daño. Mentirán y dirán todo lo que quiera oír». Así que no tuve que hacerlo, porque confiaron en mí. ¿Ingenioso, verdad?

El fantasma no supo qué decir. Miró a la otra mujer asesinada, que ahora formaba parte del próximo almuerzo, se encogió de hombros pensando pragmáticamente acerca de que los vivos no debían desperdiciar la carne muerta, porque acabaría pudriéndose y alimentando a los insectos, y luego se marchó.

Para El Amo que la asesina de su hija no pudiera ser ajusticiada por su propia mano solo fue un motivo más para lamentar aquél día, el mismo en el que había sido «violado» al estar conectado a las sensaciones de Valystar cuando me la follé por el culo. Alzó su zombi, por supuesto, pero no había una mente y un alma a las que torturar.

Seguía siendo el famoso Día de Los Gritos del Amo de La Mazmorra. Y no paraba de tener razones. Una vez más, se asomó a la ventana y gritó. Gritó de furia, ante la frustración de no poder estrangular con sus propias manos a la esclava traidora. Ni a Roxan. Ni a Gorrak, que había desaparecido, el que se rumoreaba que había continuado con la rebelión tras la muerte de su hermano Garruk. Ni a Garruk, que había sido asesinado en el patio por alguien con una simple puñalada por la espalda. Todos a los que quería matar estaban muertos o fuera de su alcance, y torturar a zombis carecía de sentido. No eran quienes fueron en vida, ni sentían nada en absoluto: eran marionetas. Y Valystar, la que quería que gobernara a su lado como su reina, seguía rechazándole y se vio obligado a encerrarla.

—¡¡AAAAAAAARRRGHHH!!

Todos los del castillo le oyeron y se detuvieron de nuevo en el acto. Los rumores se reavivaron. ¿Por qué estaba tan furioso? Verdades, mentiras y exageraciones se enredaron en una maraña inescrutable, como una leyenda entre todos sus subordinados e incluso su propia familia. ¿A caso El Amo estaba perdiendo la cordura?


Vicky paseaba; para ella la mazmorra no era aterradora, estaba despejada y los cadáveres de monstruos desaparecían al cabo de un tiempo. No era un lugar bonito ni olía bien, pero para ella era emocionante irse de aventura; había sido prudente trayendo cuerdas de tendedero para deshilacharlas y dejar un camino de vuelta si se perdía en forma de hilos, como en la leyenda. Siempre le gustaron los laberintos, y todavía no la había necesitado. Se orientaba muy bien y cuando viajaba en coche hacía automáticamente un mapa mental de la zona, sin darse cuenta, y era capaz de saber dónde estaban puntos útiles como cajeros, farmacias, supermercados y hamburgueserías 24 horas, simplemente porque los había visto de camino como copiloto. Por supuesto, jamás imaginó que necesitaría realmente un don como ese.

Fue entonces cuando lo oyó; primero en la lejanía, un ruido distorsionado por el eco, que le hizo desviarse del camino que pretendía explorar. Después estuvo segura, era una voz humana. Y parecía estar sufriendo. Echó a correr y finalmente oyó un grito ahogado, sin esperanza ni energía para continuar gritando en vano. Aceleró y sintió el dolor del flato en el costado. Y entonces oyó una voz masculina con claridad: «alguien, quien sea… por favor…»

—¡Ya voy!

—¡Socorro! —Recuperó el ánimo en un instante—. ¡Aquí abajo!

Si no fuera por esas palabras, hubiera caído junto a él; el pasillo tenía luzdébil y mortecina, y la pequeña antorcha unos metros tras ella hacía que proyectara su propia sombra por delante.

—¡Una trampa! —exclamó indignada. Era un hueco de no más de un metro deliberadamente calculado, cuesta abajo, para que el desnivel pasara desapercibido si ibas con prisa sin mirar al suelo.

—¡Sácame de aquí, por favor! —suplicó un hombre aterrorizado. Tardó unos segundos en acostumbrarse a la oscuridad, y distinguió claramente la silueta humana extendida sobre un fondo grisáceo, en lugar de la profunda negrura que esperaba. Una persona suspendida en el aire. ¿A caso era…? No, no podía ser una telaraña.

—¿Cómo has acabado así?

—¡Chica, por favor, llama a un hombre! ¡Estoy atrapado!

—…

—¿Chica?

—Creo que puedo sacarte de aquí.

—Necesito que llames a emergencias. Bomberos. Alguien que me pueda sacar de aquí, con suficiente fuerza. Cuerdas, escaleras, tenazas.

—¿Tenazas?

—¡Esto es una telaraña!

—Venga ya. Eso es un arnés. ¿Eres espeleólogo y te has quedado enganchado?

—Chica, por favor, necesito ayuda. ¡Llama a alguien! No sé si la araña que ha puesto esto volverá pronto, pero tiene que ser… grande. ¡Corre!

—Yo soy la ayuda.

—Eres una mujer. Gracias, por tu buena intención, pero esto es serio. ¡No podemos perder tiempo!

En ese punto a Victoria se le había hinchado una vena en la frente, y palpitaba. Sus manos crispadas con ganas de estrangular a alguien podrían haber sido una pista de que estaba diciendo algo inapropiado, pero ni ella se lo dijo ni él lo preguntó; la diplomacia era la última de sus preocupaciones.

Y ella lo entendía. De modo que no discutió, y simplemente sacó los paquetes de cuerdas e ignoró las protestas, gritos y súplicas del hombre. Las desplegó, trenzó, comprobó la resistencia del soporte metálico de la antorcha más cercana que estaba a suficientes metros para caer en la trampa (y además proyectabas tu propia sombra al acercarte), y entonces la ató allí. Parecían 4 clavos gruesos y un soporte muy robusto. «Tenazas», había dicho él. ¿Una telaraña? Fuera lo que fuera eso, había traído un buen cuchillo de cocina. De esos capaces de cortar latas y hielo, profesionales y caros. De los grandes y pesados. Se asomó al borde y se lo enseñó, a contraluz; Tolium vio la silueta de aquella mujer desalmada, arrogante y pretenciosa que le ignoraba, y el destello de un cuchillo en la oscuridad, y chilló; por un terrorífico segundo, estuvo seguro de que le iba a lanzar aquella mole de metal. Pero en lugar de eso, lo descolgó. Estaba atado a una cuerda.

—¡Ten cuidado mujer, los cuchillos cortan!

—Estoy apuntando a tu mano derecha. Intenta coger la hoja antes de que te pinche.

—¡Ay!

—Ups. Perdón. Qué torpe soy.

—¡Estoy sangrando, idiota!

—Te equivocas. Está hecho para cortar con el borde, no con la punta. Sabía que eras un cagado.

—¡Baja aquí abajo y espera horas! ¡Piérdete días en esta pesadilla! Cobarde, dice.

—Coge el cuchillo, lerdo.

En vez de protestar, logró asirlo por el mango con la poca maniobrabilidad que tenía en el brazo.

—¿Y ahora qué? Si la corto, caeré al vacío.

—Tengo una cuerda. ¿Cómo de profundo es?

—No lo sé, pero oigo el murmullo del agua. Y no está cerca.

—¿Una corriente de agua? —entonces se concentró en el silencio y ella también logró oírlo. Débil y lejano, pero había un afluente subterráneo.

—Podrías morir ahogado. Es mejor no arriesgarse. Intenta cortarla poco a poco y si cede y se rompe, no sueltes el cuchillo. En cuanto puedas agarra la cuerda con la otra mano.

—¿Pretendes subirme tú, chiquilla? ¡No seas estúpida! ¡Necesitamos a un hombre! ¡A varios, a los bomberos!

—La base de la antorcha tiene un cilindro conectado a la argolla. Por ahí voy a pasar la cuerda; es suave y no la romperá.

—No te entiendo, ¡habla claro!

—Seguro que cuando eras un niño pequeño, en primaria, aprendiste sobre algo llamado «ley de la palanca».

—¿Qué? ¿Cómo vas a hacer palanca? ¡No digas tonterías!

—¿Has oído hablar de las poleas?

—Yo… ¿eh?

—Cállate de una vez y obedece, idiota. Corta la telaraña mientras yo te subo con mi propio peso y fuerza, tirando de la cuerda mediante una polea. Tengo espacio suficiente en ese soporte, por abajo, para apoyar un pie y empujar hacia el suelo. Es hierro macizo, aguantará.

Poco a poco el hombre se fue liberando, trozo a trozo; para cuando estaba colgando únicamente del brazo izquierdo con la ropa como escudo para su piel, y por lo tanto, su peso tensaba la tela a punto de romperse, ya estaba sujetando la cuerda con la mano derecha; se vio obligado a dejar el cuchillo balanceándose peligrosamente cerca de su cara, y entonces forcejeó para sacar el brazo y terminar de romper su ropa; su torso quedó hecho jirones porque había más superficie que el brazo adherida a la trampa.

Mientras tanto ella se había atado el extremo de la cuerda en la muñeca para asegurarse de que no se le escapaba en los forcejeos.

—¡Chica, no me sueltes!

—¡Cállate, tardón! ¡Déjame concentrarme!

—¡Pero no hables, o te faltará el aliento!

—¡Que te calles, gilipollas!

Ella forcejeó todo lo que pudo, y él acabó girando como una peonza y empujándose en las paredes para intentar centrarse, consiguiendo con el balanceo más peso aparente para ella; intentó trepar con saltitos y siempre quedaba justo por debajo del bordillo, se quemó las manos con la fricción, y le faltó el pelo de un calvo para caer al vacío; pero resistió.

Victoria también resistió todos esos vaivenes y tirones, y con mucho esfuerzo lo levantó hasta que vio su cabeza asomar.

—¡Pero no te sueltes todavía! —se quejó al verle sujetarse con una sola mano de la cuerda, intentando asirse al borde con la otra—. ¿A caso tienes fuerza para izarte con una dominada?

—¿Una qué?

Y el soporte no aguantó. Tolium cayó, sin soltarse.

Y Victoria cayó tras él, arrastrada por el nudo en la muñeca.

—¡AAAAAAAAAHH!

—¡TUPUTAMADREEEE!

CHOF

Todo era oscuridad absoluta. Negro profundo. No sabía dónde estaba, ni en qué dirección bucear. Dio vueltas horrorizada bajo el agua, en pánico. Se obligó a pensar por un momento, y a ciegas se quitó la mochila que la arrastraba. Pero notó la dirección hacia la que esta caía, con suavidad, para saber dónde estaba abajo, y buceó en la dirección contraria. Por un momento temió que el soporte metálico le cayera en la cabeza y la noqueara ahogándola, y luego que el cuchillo le partiera en dos la cabeza cayendo a plomo toda esa altura, pero se recordó que ya tenían que estar en el fondo.

Recordó la muñeca y el peso del cuchillo, y con 3 dedos tiró del lazo destensado y cedió fácilmente.

Pataleó y se sacudió sin lograr llegar a la superficie. Creyó que iba a morir y sus pulmones ardían con el reflejo de intentar respirar, y tragó bocanadas de agua que le hicieron toser y expulsar el poco aire que conseguía retener.

Entonces sintió su tobillo salir a la superficie y se reorientó de golpe; asomó la cabeza, tosió agua y llenó sus pulmones de felicidad.

Luego se permitió ser consciente del impacto doloroso que había intentado ignorar, y se lamentó solo una vez. Luego se vio sobrecogida por el estremecedor frío, como si se bañara entre cubitos de hielo. Intentó quejarse pero se le atragantó el grito. Luego recuperó la compostura y se enfureció.

Entonces, y mediante gritos que lograron escapar limpiamente de sus pulmones, se cagó en toda la familia y todos los muertos de el hombre que la había arrastrado al desastre.

Oyó un chapoteo a su lado, y el hombre la tomó del brazo. Estaba vivo.

Y él le pegó una bofetada que le pitaron los oídos.

—Pero qué cojones… ¡Te voy a matar! —gritó mientras los arrastraba la corriente. Forcejearon, se empujaron y golpearon como niños, con golpes mal dados, sin darse cuenta de que la oscuridad era relevada hasta que de repente estaban cayendo otra vez, rodeados de agua espolvoreada que les impedía respirar, y solo se atragantaban; aterrizaron de nuevo en otra masa de agua, pero esta vez había luz y salieron en seguida a tomar aliento.

Estaban en una especie de gran alcantarilla, arrastrados por la corriente, y venía luz del exterior, a donde se dirigían.

—¿Vamos a salir a un río? —preguntó ella.

—¡Podríamos golpearnos contra las rocas! —él nadó hacia unas escaleras que ella aún no había visto, y lo siguió; las alcanzó justo a tiempo antes de que quedaran fuera de su alcance. Subieron los escalones y se tendieron en el suelo para descansar. Temblaban de la adrenalina y la súbita explosión de energía consumida. Estaban helados por las bajas temperaturas. Los dos evitaban mirarse aunque sus cabezas estaban separadas unos palmos; solo veían el alto techo de aquellas catacumbas. Jadeaban y se sentían exhaustos, pero seguían vivos.

Los dos sonrieron.

Se sentía mejor, e incluso estaba entrando en calor aunque aún tiritaba, cuando pensó que también había perdido las cuerdas, todas trenzadas y enlazadas y unidas al pesado cuchillo. «Aunque este puede actuar como ancla y seguramente podría recuperarlas… no, eso es imposible. Están ahí arriba, donde ni siquiera hay luz». Miró la desembocadura por la que habían caído, una gran tubería por la que caía agua como si fuera una cascada. No era agua sucida de cloaca como temía, parecía más bien una construcción diseñada para desaguar inundaciones, o controlar el nivel de las presas. Era agua limpia.

Esa fue la segunda vez que sonrió aquél día.

—Lamento lo de antes, que te enfadaras cuando te ganaste la bofetada. Muchas gracias. Te debo la vida. ¡O eso espero!

—Es eso un chiste? —se abstuvo de señalar que era un insulto que se lamentara de la reacción de ella al ser golpeada, en lugar de arrepentirse él por hacerlo. Era un gilipollas y ya está. Al menos le reconocía que lo había salvado.

—Bromeaba para intentar quitarle hierro al problema, por eso he dicho que «espero» que ya me hayas salvado la vida. Pero la verdad es que todavía no estamos a salvo, chica. Y ahora las presentaciones: me llamo Tolium.

—Pues salgamos de aquí.

—¿Qué sugieres? —le contestó él, y se abstuvo de comentarle a la chica maleducada sus malos modales, y el hecho de que no se hubiera presentado todavía; ya se daría cuenta. O eso esperaba. No, seguramente no se daría cuenta, no sin la guía de un hombre sobre su mal comportamiento. ¿Por qué su padre no había hecho bien su trabajo? Estaba harto de hacer de padre con Neif, ¿ahora le iba a tocar repetir el papel? «Qué hartazgo».

Ella interrumpió sus pensamientos con su idea:

—¡Tenemos que pensar!

«Gran idea, chica», pensó sarcásticamente. Pero le contestó dando ejemplo, como haría con Neif:

—Si no hay otra salida mas que caer al vacío y las rocas de ahí fuera, si realmente las hay, significaría que no podemos hacer nada y nuestra hora ha llegado. Pero yo estoy en paz y tengo la conciencia tranquila. Reza tu también por tu alma. Yo lo hice en la telaraña, por eso sé quién te envía. Se ha apiadado de mí.

—¡No estoy para milagros ni religiones! ¿Ves lo que hay al otro lado? —dijo señalando la otra orilla, las escaleras gemelas de de piedras y cemento. Tras ellos no había nada, como vieron al subir, ningún camino, pero sí lo había al otro lado: una puerta cerrada.

—Parece que es nuestra única opción —valoró él.

—Pero la corriente puede arrastrarnos mientras intentamos llegar hasta allí. Y como nuestras cabezas choquen contra los escalones o los cantos de las paredes… si es que conseguimos llegar al otro lado… será el fin.

—Es fácil, chica: solo tenemos que retroceder hasta el bordillo aquél, correr y saltar lo más lejos que podamos, y terminar a nado.

—Imagina que resbalamos o chocamos con algo que no podemos ver desde la superficie.

—No seas agorera.

—Hablo en serio —y casi dijo «tú me has metido en este lío»—. Y como nos arrastre la corriente hasta la salida… no sé si has notado que aquí la corriente es más rápida. Si lo de fuera no es el final de las alcantarillas, la corriente será aún peor. Como choquemos a esa velocidad contra la pared de una alcantarilla o una cueva, moriremos inconscientes y ahogados. Y si no, agotados de nadar y ahogados. O demasiado entumecidos por el frío como para nadar, y también moriremos ahogados ahogados. ¡O directamente por el frío, una hipotermia!

—Creo que querías decir que podríamos morir ahogados —bromeó él.

—¡Oh, cállate! Así que el mejor plan que tenemos es arriesgarnos. ¿Cómo crees que deberíamos prepararnos? —preguntó ella.

—Como Él disponga. No podemos controlar nuestro destino.

—No sé ni para qué pregunto.

—Vamos a saltar —se preparó para tomar impulso—. ¡Asegúrate de agarrarte a las escaleras, chica! —Exclamó él echando a correr.

—¿Ahora sí crees en controlar tu propia vida? —protestó mientras lo veía saltar y zambullirse de cabeza. Observó con detalle y le resultó fácil llegar al otro lado antes de que la corriente lo empujara más allá de la mitad de las escaleras. Esperaba que para ella también lo fuera.

Ella fue lenta y torpe, y casi perdió de nuevo los escalones, pero él la sujetó a tiempo. Ella apoyó los pies en el muro rugoso y se encaramó lastimosamente, con vergüenza de ser ayudada. «¿Desde cuando necesito ayuda para salir de una piscina con escalones de obra en vez de una escalerilla de mano?». Tomaba aliento a 4 patas cuando él habló a su lado:

—Se dice de nada.

Se puso en pie, furiosa.

—¡¿Pero cómo puedes tener tanta cara dura?!

—Te he ayudado dos veces a alcanzar las escaleras a tiempo. Seguramente ya haya saldado mi deuda, y ahora tú me debes la vida.

—¿Me estás tomando el pelo, puto machista de mierda?

—Las occidentales siempre decís esas tonterías del machismo cuando os dicen lo que no queréis oír pero se os debe decir.

Ella puso los ojos en blanco y no respondió por no seguir peleando. «Eso es lo que diría un machista, incapaz de asumir que pueda tener razón una mujer».

—Sé que os cuesta admitir que una mujer esté equivocada, y que un hombre tenga razón alguna vez, pero vuestra cultura está así de estropeada. Es la decadencia de occidente.

—No puedo creer lo que oigo.

—Seguro que solo discutes con hombres occidentales que acaban dándote la razón. Seguro que así pretenden abrirte de piernas. Pues no conseguirás a este hombre.

«Pero será hijo de puta…»

—Mira, paso de discutir. Centrémonos en abrir esa puerta.

—Y además, tenía que cuidarte.

—¿Qué? —preguntó ella dándose la vuelta de golpe. Quién se había creído ese tipo que era?

—Puedo aceptar el destino que Él me tenga preparado, pero no puedo quedarme impasible viendo cómo una mujer corre peligro. Además, tal vez sea una prueba.

—¿Cómo has dicho que te llamas?

—Tolium, señorita —y por primera vez la llamó «señorita», como muestra de buena fe, a ver si por fin se dignaba a presentarse, al menos.

—Oye, Tolium, no sé qué clase de machismo te traes entre manos, pero…

—Es de buena educación responder con tu nombre cuando alguien te dice el suyo —repuso sin ocultar ya su irritación.

—...no te tomes tantas confianzas, chico. No te conozco de nada.

—Yo a ti sí, señorita. Lo suficiente: mi salvadora, y mi salvada. Un favor por otro, estamos en paz —eligió no mencionar la segunda vez que la ayudó con las escaleras—. Ahora que nos conocemos solo me falta saber tu nombre.

—¿En paz? Si no hubiera intentado sacarte de ese lío seguiría allí arriba, calentita. Casi palmo por tu culpa.

Se tumbó panza arriba para lamentarse en silencio; la estructura era gigantesca. Había otros desagües, pero estaban secos. ¿Podrían escalar y volver por ellos? ¿A dónde llevarían?

Tolium logró abrir el oxidado mecanismo de la puerta, y ella le ayudó a girar la rueda hasta abrirla. Una vez abierto miraron el pasillo iluminado con antorchas. «Calor», pensó ella.

—Tenemos que secar la ropa -dijo Victoria. Lo miró y se lo encontró escurriendo el pantalón. Ya se había deshecho de los jirones rotos del tronco superior y ella se fijó por primera vez en su abdomen:tenía los abdominales marcados.

—Yo también voy al gimnasio —se quejó. Se quitó su camiseta blanca (que hacía contraste con su largo cabello negro, como a ella le gustaba), y cogió la antorcha más cercana del pasillo. Tenía el sujetador mojado. La puso en el suelo, junto a las escaleras. Con la modesta llama se les cansaron los brazos tras varios minutos intentando secar una camiseta y un pantalón, aunque estuvieran escurridos.

—Esto no funciona. Es demasiado lento —se quejó él.

Por respuesta ella soltó la camiseta en una zona que todavía no había sido mojada y se quitó el pantalón. Lo estrujó y luego lo intentó secar con la antorcha otros diez minutos.

—Ya estamos casi secos —comentó él—, salvo por la ropa interior.

—Buen intento, pero no voy a caer —él solo arqueó una ceja, extrañado por el comentario.

—Haz lo mismo que yo —dijo Tolium.Deslizó con firmeza sus manos por su cuerpo, frotándose y generando calor por fricción, estimulando el riego sanguíneo, y terminando de secar la humedad. Ella también lo hizo. Mientras tanto dejaron las prendas junto a la antorcha aunque no sirviera de nada.

De repente Tolium se puso a hacer abdominales, y luego flexiones.

—¿Se puede saber qué haces? —«¿Esto es algún intento de seducirme?», pensó indignada.

—Ya te lo he dicho, haz lo mismo que yo. Es para entrar en calor.

Al final le imitó.

—Voy a llevar mi ropa hecha un nudo, así —indicó él, y mientras hablaba ató los pantalones enrollados como un aro y se los pasó sobre un hombro.

—Entiendo. No volvernos a mojar hasta salir —y lo imitó, atándose también la camiseta a la cintura. Se había acostumbrado rápidamente a estar en lencería negra en su presencia. Le gustaba ir sexy por si se acostaba conmigo, y ya se había convertido en una costumbre por pura fuerza de la rutina sexual.

Él tomó la iniciativa para adentrarse en el túnel, así que ella le siguió.

—No hace falta que me lo digas, Sherlock; tengo ojos -y le adelantó. Él estaba molesto. Estaba acostumbrado a tratar con su hermana, que era rebelde a menudo, pero era más educada, menos hostil y mucho más agradecida. Y además, tomaba en serio a Tolium. Pero en vez de pelear con ella decidió guardarle la espalda. No es que ninguna bestia salvaje fuera a aparecer por detrás, pero nunca está de más.

—¿Oyes eso? -preguntó ella a dos antorchas de distancia. Se detuvo y él también lo oyó. Y poco después lo vio. Una figura a cuatro patas, más grande que un hombre, con fauces de cocodrilo y ropas raídas.

—¡FFFJJJJJ!

Y la bestia echó a correr hacia ellos, y ellos corrieron aún más de vuelta a las escaleras de piedra. Tolium sabía que no podrían aguantar el ritmo mucho tiempo, y no tenían armas. La bestia les iba a alcanzar por detrás.

—¡El cielo te envió, eres mi milagro! —exclamó él dejando que ella le adelantara.

—¿Qué? -preguntó ella jadeando. Lo vio detenerse y ella también lo hizo.

—¡¿Pero te has vuelto loco, maldito idiota?!

—¡Corre! —exigió él. Por favor —añadió por cortesía. No avanzó hacia el monstruo, pero tampoco retrocedió. Victoria lo vio ahí plantado en el estrecho túnel. El «obstáculo»que pretendía ser para protegerla no sería más que un muro de carne que aquella cosa partiría por la mitad de un bocado, y una fracción de segundo después continuaría con la persecución de ella. Pero por poco que fuera el tiempo que ganara para ella, no tenía derecho a menospreciarlo.

—¡Victoria! -gritó en cuanto echó a correr de nuevo.

—Un poco pronto para eso... —murnuró Tolium socarronamente mientras la oía alejarse sin darse la vuelta. Aquella cosa le sostenía la mirada.

—¡Me llamo Victoria! —exclamó a lo lejos.

—Ha sido un placer, señorita Victoria -susurró.

La criatura se puso en pie y se equilibró con la cola; para Tolium era como ver erguirse a un canguro en un documental, pero más extraño.

—¿Eres fuerte? ¿O valiente? —dijo el hombre-cocodrilo.

—¿Puedes hablar? —preguntó ojiplático.

—No me insultes con tu ignorancia. Si eres fuerte, será divertido. Si eres valiente, te has sacrificado en vano; la encontraré y me la comeré. Y luego volveré a por ti antes de que te pudras.

—Un planteamiento fascinante. Pero se me ocurre la tercera opción.

—¿Y cuál es?

Por respuesta cogió una antorcha y como un solo movimiento la estampó en el ojo del cocodrilo humanoide.

—¡Iiiiioookk!

Clap

Se anticipó al bocado, por reflejo, y lo esquivó; entonces le quemó el otro ojo, pero se llevó un zarpazo.

—¡Aah!

Echó a correr y oyó los gritos de furia.

—¡Te encontraré! ¡No perderé vuestro rastro!

Mirando atrás lo vio con las zarpas en los ojos, protegiéndolos como un humano tras ser deslumbrado o cegado por arena.

Tolium corrió y corrió y llegó hasta las escaleras; dudó solo un segundo y pensó «los cocodrilos nadan, pero no tengo una apuesta mejor, no hay salida». De modo que se tiró de cabeza hacia el desague principal por el que entraba la luz del sol, y segundos después el túnel se acabó. Estuvo a punto de caer al vacío, pero Victoria le sujetó y tiró de él. Era un desfiladero, y muy abajo había otro río, poco profundo y con piedras asomando, como intuyeron. Él colgaba de Victoria y apenas pudo agarrarse a la pared, al camino estrecho que terminaba justo en el desague; era un camino erosionado mucho tiempo atrás.

Por primera vez él la vio sonreír, con su vida dependiendo de ella.

Vieron un bulto saltar entre el agua, y cayó con estruendo mucho más abajo. Ella no tenía fuerzas para subirlo a pulso, y casi se cae aun estando a 4 patas en el momento en que lo agarró, pero aguantó por los pelos. Él, que ya tenía varios puntos de apoyo, trepó y con mucho cuidado se encaramó junto a ella, que se puso en pie lentamente. Aquella cosa batía las aguas en zig zag salpicando en lugar de buscando a sus presas con sigilo, y se alejaba rápidamente.

Caminaron por el estrecho paso de menos de un metro hasta que se terminó de repente en pura roca vertical, pero había una escalera de mano cuyos listones metálicos estaban clavados a la montaña. Treparon y salieron de lo que parecía una zona de paso de trabajadores, y llegaron a suelo firme. Estaban justo donde terminaba una ladera, dando paso al enorme muro de una fortaleza de piedra.

—¿Es un castillo? —murmuró Victoria.

—¡Esa cosa habla! —Tolium apenas contuvo el volumen de su voz, y ella le hizo un gesto para que bajara hasta un susurro; lo hizo y continuó, alarmado—. ¡Dice que nos seguirá el rastro!

—¡Pero si ese monstruo ni siquiera debería existir! ¿Y encima habla?

—Esto no es normal, chica —habló rápidamente y de forma atropellada—. ¿Qué diablos es este sitio? El laberinto, los portales, las arañas gigantes, los hombres cocodrilo… ¿qué sabes tú de todo esto? Quiero volver a casa. Volver con Neif. Me necesita. No sabe hacer nada sin mí. Seguro que ya se ha metido en lío. Un lío muy gordo.

—No sé cómo responder ninguna de tus preguntas. Yo sí que no entiendo nada. Pero tenemos que alejarnos de esa cosa, perderle el rastro. Ya pensaremos luego qué hacemos —dijo aquello como si se hubieran detenido, pero en realidad no paraban ni un momento de caminar apresuradamente, sabiéndose perseguidos.

—Tienes razón, Victoria —Tolium estaba acostumbrado a ceder con su hermana Neif a veces, porque después de todo, aunque era una chica, era razonablemente inteligente, así que algunas veces no se equivocaba. Pocas, pero sucedía de vez en cuando. Muchos hombres, adolescentes y niños se habían burlado de él por eso, por dejar que ella le pasara por encima en casa, en El Cairo. Pero Tolium era capaz de reconocerlo cuando se equivocaba. Lo cual no pasaba casi nunca, cierto, pero mantenía la mente abierta a tales posibilidades.

Ella se detuvo en seco.

—¿Qué acabas de decir? —Le preguntó ella paralizada, justo delante de él. Hizo que también se detuviera.

—¿A qué te refieres?

—Has dicho que tengo razón. Y me has llamado por mi nombre.

—¿Y qué sucede?

—No eres un caso totalmente perdido. ¡Pero no te pares! —y redobló la marcha.

Corrieron ladera abajo, y llegaron a un camino. Lo siguieron serpenteando y no pararon de trotar y andar con prisa hasta llegar a un pequeño huerto.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó ella en busca de ideas.

—Pidamos refugio: calor, agua, secar la ropa... comida. Y quizá conozcan a esa cosa. Quizá sepan mantenerla a raya.

—¿Sigues teniendo frío? —preguntó Victoria.

—No —sonrió él—. Pero la noche se acerca.

Ella asintió y cruzaron el umbral del modesto jardín, acotado con tablas de madera de metro y medio de altura.

—¿Hola? —Saludó ella.

—¿Qué haces? ¡Vístete! —Le mandó él, señalándola.

—Pero si la camiseta está empapada…

—Yo soy un hombre y puedo llevar el torso desnudo. Pero tú te la tienes que poner —«Ni siquiera Neif haría algo tan estúpido», pensó.

Ella bufó. Se vistió con la ropa húmeda. Había logrado no perder la camiseta ni el pantalón, para su propia sorpresa, que habían aguantado atados a su cuerpo; él ya se había puesto el suyo. El tiempo que perdieron intentando secar la ropa no había servido para nada, y le fastidió pensarlo.

Pero luego recordó que seguían con vida y sonrió.

Tolium pensó que sonreía porque con el rabillo del ojo miraba fijamente su cuerpo medio desnudo (el cual había elogiado sin quererlo al decir que ella también iba al gimnasio). Aunque Tolium no hizo ningún comentario, torció el gesto en desaprobación. «Espero que esta mujer no intente seducirme con sus pechos descomunales. Menuda vaca. Eso son ubres, ni siquiera es atractivo. Tienen que caber cómodamente en la mano». Y al pensar eso visualizó en su mente esas tetas, imaginando cómo serían sin el sujetador, en qué medida desbordarían sus manos exactamente al palparlas, al intentar abarcarlas. Le costó poco esfuerzo cancelar esos pensamientos cuando fue consciente de ellos, pero le costó mucho más olvidar todo el tiempo que había visto a Victoria en lencería negra, incluyendo sus medias ahora rasgadas, sus enormes tetas levantadas con sujetador tipo Wonder Bra (aunque él no entendía de eso ni sabía el efecto que provocaban), y su largo cabello negro brillando húmedo, como su piel, a la luz anaranjada del atardecer. «No es del todo fea, pero las mujeres nunca son una distracción si yo no lo permito; y en esta situación, debo mantener la mente clara». Cerró los ojos, respiró hondo, recitó mentalmente un par de ecuaciones de su carrera, y cuando los abrió su erección ya había bajado. «Tuve buenos reflejos al ponérmelos. El pantalón habrá evitado que esta mujer confunda la situación. No quiero malentendidos». No se dio cuenta de que al pensar en el cuerpo de Victoria, había dejado de considerarla solo una «chica», y había ascendido hasta la categoría de «mujer».

Victoria estaba plantada delante de la puerta, dudando si llamar, y por un momento se giró hacia Tolium dudando para pedir confirmación. Fue entonces cuando lo vio distraído. Y conocía esa expresión perfectamente: la cara de los babosos cuando piensan en cerdadas. «Lo sabía. Es un capullo». Bajó la mirada y notó el ligero bulto en los pantalones. «¡Ajá! Pues a mí no me la vas a meter, palurdo troglodita. Ni siquiera estás bueno, solo un poco fibrado. Puedo tirarme tíos como tú a cientos si yo quiero. Oooh, eres un poco morenito. Pues como yo si me pongo a tomar el sol, no te jode». Por un momento pasó por su cabeza la imagen de él tomándola de la mano para sacarla de la corriente justo a tiempo; fue fácil bloquear esos pensamientos, pero entonces le recordó plantando cara a la criatura, «dando su vida por ella» creyéndose un héroe de película, y aunque era un idiota se sintió mal consigo misma. «Parece que en el fondo no es mala gente… está bien, es valiente, se lo concedo. Pero es un gilipollas integral y un machista del paleolítico». Le recordó sonriéndole colgando del precipicio, cuando lo salvó usando todas sus fuerzas, y se emocionó. Notó molestas cosquillas en los pezones despertando y sacudió la cabeza. Se concentró en pedir ayuda y decidió tocar a la puerta; alzó el puño y la golpeó, sacando a Tolium de sus pensamientos.

—A quién buscáis, extranjeros? —preguntó como salido de la nada un hombre a unos metros de ellos. Podrían jurar que había aparecido de repente. Estaba tranquilamente cuidando de su huerto. Todo parecía normal, excepto que un minuto antes no estaba allí. "Tras la telaraña gigante y el hombres lagarto cualquiera pensaría que es el hombre invisible", pensó ella.

Al parecer Tolium le había cedido el puesto pensando que habría una ama de casa, pero en cuanto vieron al hombre, se puso delante casi corriendo y dirigió toda la conversación. Vicky comprobó que no era formal solo con ella, o con las mujeres. «Este chico es demasiado estirado», pensó. «Es aburrido».

Lo que les pasó desapercibido es que la parcela de jardín también había crecido. En caso de que alguien asaltara la casa, el filtro de percepción impediría ver u oír la mitad del jardín y del edificio. A menos que sucediera algo especialmente llamativo como pegarles una pedrada, gritarles o lanzar un hechizo de nivel medio o superior, aunque fuera una curación sobre sí mismo. La mayoría de personas en aquél mundo eran sensibles a la magia, cuando no usuarios de esta.

El hombre les ofreció ayuda. Más tarde se dieron cuenta de que estaban en otro mundo cuando, calentándose al fuego y vestidos con ropa limpia del agricultor (que le quedaba grande a Victoria), mientras cenaban estofado, se quedaron patidifusos viendo las dos Lunas: Pecado y Expiación, roja y verde, según les explicó el hombre.

—¿Qué sucede? Parece como si fuera la primera vez que veis a Pecado y Expiación.

—Y así es -contestó Tolium. Ella le pegó una patada en la espinilla bajo la mesa esperando en vano que el hombre no lo notara.

—Lo que él quiere decir…

—Sé que no sois de aquí. No es la primera vez para mí.

Se miraron entre ellos.

—¿Ah, no? —preguntó ella—. ¿Es normal que vengan personas de otro mundo?

—Sucede de vez en cuando. Normalmente salen por la cantera, o mejor dicho, salen por La Cueva Sin Retorno, pero a la salida de la cantera hay un puesto de guardia y son arrestados para interrogarlos. Habéis tenido suerte, este es el paso menos vigilado.

—¿Para qué se vigila? ¿Y quienes interrogan? -preguntó Tolium.

—Por lo mismo que se interroga a los extranjeros que cruzan cualquier ciudad: ¿Qué asuntos os ha traído aquí? ¿Y por qué intentábais colaros pasando desapercibidos?

—Nosotros no hemos hecho eso —repuso tolium—. Hemos acabado aquí por accidente.

—Lo gracioso es que eso lo dicen todos. Me pregunto por qué será…

—Algo va mal —dijo Victoria al ver la sonrisa del hombre. No se fiaba de ellos y creía que todos los extranjeros mentían y tramaban algo. ¿Por qué si no los puestos de vigilancia? Y luego se le ocurrió algo más: ¿Y si aquél hombre era el vigilante? Una persona sola para el punto menos transitado. Alguien capaz de desaparecer. Alguien…

—¿Qué te pasa? -se extrañó Tolium.

Ella se puso en pie. Cogió su mano y tiró de él.

—Nos vamos —ordenó mirándole muy seriamente a los ojos—. Ya.

No se detuvieron a coger su ropa secándose al fuego, su única pertenencia en ese mundo; empujó la puerta y se detuvo en seco, frenando a Tolium.

Acababan de cruzar la puerta del jardín y se dirigían hacia ellos; eran dos, altos y fuertes, una pareja de guardias equipados con armadura pesada, escudo y espada. Tenían un mechón rojo en su casco y un emblema medieval blanco en la pechera, el blasón de un noble.

—Nos ha vendido a la guardia -explicó ella-. Para el sitio menos transitado no ponen guardias permanentes, solo un chivato a sueldo.

Los dos hombres sonrieron y desenvainaron.

Victoria y Tolium, en ropa interior y desarmados, solo pudieron alzar las manos y entregarse.