Dentro del laberinto 19: Siguiendo el rastro

(Después de Jack Max (18)) El Héroe despierta malherido. Mary no está, tan solo un reguero de sangre. Corre en su busca desesperadamente.

Nota sobre continuidad, numeración de capítulos, y orden en el libro frente a orden subido aquí:

18 = 17 en todorelatos (hay uno de desfase porque el borrador del cap 1 lo dividí en 2 partes, en el mismo archivo, por ritmo (pausa dramática lanzando la moneda). Cambié eso en el volumen publicado).

19 = spinoff Jack Max y las Amazonas de La Antártida (aquí sería 18). Al final va incluido en el libro. Link en mi perfil, donde se desglosan todos mis relatos subidos. Está en otra sección, no en control mental.

20 = 19 en todorelatos.

No os habéis saltado nada. Max no aparece todavía en escena, y si no lo habéis leído todavía podéis hacerlo.

Recordad que se lee mucho mejor pasando a modo vista para impresión, y desde ahí con modo vista simplificada del navegador.

Capítulo 19: Siguiendo el rastro.

Cuando desperté sobresaltado y corrí a por ella, Mary ya no estaba. Tan sólo había un charco de sangre y un reguero de gotas, un rastro que seguí a toda prisa. Esquivé trampas y maté a todas las criaturas que me crucé, mucho más variadas y difíciles que antes. Se trataba de un gigantesco piso, mucho más grande que los seis anteriores, y dividido en sus propios pisos. Era tan grande que su extremo superior estaba incrustado en el sexto piso como si no cupiera en su propio espacio.

Obtuve un montón de artefactos y equipamiento valioso, y los acumulé en un anillo espacial de inventario que encontré en un baúl del propio castillo, no creado por el Laberinto. Había todo tipo de humanoides con artefactos mágicos a los que poder saquear una vez eliminados, pero en ese castillo el Laberinto no me daba recompensas. El cubo me explicó que «El castillo de los vampiros» era una zona «opcional», demasiado difícil… pero por esa misma razón, los objetos obtenidos allí eran mucho más valiosos. Sin embargo, no los otorgaba el Laberinto, sino el saqueo de los enemigos vencidos, porque era territorio ajeno al Amo de La Mazmorra.

—Sin embargo hay un camino obligatorio que conecta los pisos seis y ocho. Es la zona más fácil del castillo.

—Ya lo he notado —repliqué. Había evitado intencionadamente el camino que llevaba directo a la salida (según el mapa del cubo) porque se alejaba del rastro de Mary.

Durante la persecución de aquél que se la hubiera llevado, el cubo me hizo detenerme: Me advirtió que estaba a punto de salir de la zona de paso obligatorio, y si cruzaba la gran puerta mecánica abierta, se cerraría sola, y entonces tendría que completar todo el castillo.

—Y es extremadamente difícil —apuntilló—. Y para un único aventurero, es probablemente imposible sin estar al mismo nivel del Amo de La Mazmorra.

—¡No me importa, tengo que encontrarla!

—Entonces vuelve cuando seas más poderoso.

—¿Y si te coloco como obstáculo para que no se cierre la puerta? ¿Te romperías?

—Espero que sea una broma. Ja. Ja.

—Supongo que eso es un sí.

Ignoré sus protestas y crucé. El mecanismo se cerró con un estruendo profundo que sentí como vibraciones por todo el cuerpo. En lugar de intentar matar todo lo que viera, me dediqué a hacer un rápido mapa mental de la zona, esprintando donde fuera necesario, huyendo y usando atajos montado en el cubo que se suponía que no debía poder tener, «al menos todavía». El artefacto me enseñó todo lo que sabía de cada criatura que identificaba en cada habitación, incluyendo puntos débiles y fuertes, y tácticas recomendadas. A menudo me limitaba a observar desde arriba, resguardado por la distancia, y a veces les caía encima por sorpresa. Recolecté artefactos de casi todos los tipos de criatura salvo las más fuertes, normalmente emboscadas con cuidado.

—No me parece para tanto —le dije—, creo que has exagerado.

—La combinación de mi información y tu nivel ha dado resultados inesperados; incluso para ser una sola persona. En mis registros no hay nadie que haya sido tan prudente y meticuloso.

—No lo sería de no estar solo.

—Además los aventureros acostumbran a encajar golpes, pero tú luchas como si fueras a morir al primer ataque que te alcance.

—Y por eso sigo vivo.

Pero aquella cháchara intrascendente era sólo para alejar la preocupación creciente tras desaparecer el rastro. No hacíamos nada más que dar vueltas y explorar (y mapear) el castillo, buscando en vano.

Tras las «identificaciones» que el cubo hacía para mí, un requisito especial para artefactos que no obtenía como recompensas, los objetos dejaban de estar vinculados a su anterior usuario. Al parecer tenía que ver con que yo supiera exactamente lo que eran, y el nombre que tenían.

—El nombre de las cosas es importante —me dijo el cubo—, son palabras con poder. Especialmente si se trata de objetos mágicos o hechizos. Sin el nombre, aunque pudieras usarlos, tan sólo podrías controlar una parte de su poder.

De modo que me hice mucho más fuerte en el séptimo piso, y una vez que iba completamente equipado con artículos de calidad, subí el listón y fui a por enemigos aún más fuertes. Entonces conseguí variedad: distintos sets de armas y armaduras para luchar de diferentes maneras, y una amplia variedad de objetos redundantes que por el momento me limitaba a acaparar con la intención de encontrarles algún uso después.

Muchas horas después de que desapareciera su rastro me encontré con el cuerpo de lo que a todas luces parecía un vampiro. Su ropa elegante y negra salvo por el reverso rojo de su capa, con el aspecto de un aristócrata de finales del siglo XIX, parecía casi un cliché. Pero su rostro no era del todo humano, o bien la transformación en vampiro le había alterado demasiado, más allá de los colmillos. No sabía si debería haberse convertido en polvo al morir por la luz del sol, pero lo que fuera que lo hubiese matado lo había dejado casi intacto. Pero su rostro estaba morado y con las venas marcadas, y su expresión se congeló en el horror y el dolor anterior a su muerte. Su boca estaba manchada de sangre seca. Supe lo que había pasado.

—La sangre venenosa de Mary.

—Comprendo —dijo el cubo—. Algún sirviente ha llevado una «presa» malherida a su amo, y este ha muerto al hincarle el diente.

—La pregunta ahora es dónde está.

—Hace tiempo que el rastro de sangre se detuvo, amo —me replicó el cubo.

—¿Por qué me dices cosas obvias? Yo soy el explorador. Hace mucho que damos vueltas a ciegas, sin saber dónde puede estar. Sigo sin sentir rastro de su magia.

—Quiero decir que la han mantenido con vida, aunque no detectemos su maná. Quizá han usado en ella una poción o un hechizo de curación. Muy pocos vampiros son carroñeros, así que la prepararon para que este se alimentara de ella, pero les salió mal.

Recuerdo que oírlo me hizo sentir mejor. Y que el vampiro estuviera muerto, mejor aún.

—¿Cuántos como este hay?

—Según los registros históricos, puede haber hasta cuatro en orden de jerarquía y poder: duque, marqués, conde y barón.

—¿No hay vizconde ni «rey de los vampiros»? Qué raro, tus registros deben estar incompletos. ¿Puedes identificar a este?

—Lleva el emblema de su clan en la solapa, en ese adorno mágico de oro —al oírlo la tomé como trofeo—. Corresponde al barón, el más débil.

—Y el más cercano a la superficie. Entonces Mary debe estar con el siguiente en jerarquía, el conde; ¿cierto?

—Es razonablemente probable.

—¿Qué crees que hará con ella si sus lacayos le dicen que su sangre ha matado a este tipo?

—Podría quedársela como mascota. Los vampiros encuentran a los vivos divertidos por su amplia variedad de emociones, y por su intensidad. En tal caso estaría ilesa. Aunque hay alternativas peores, como ser convertida en zombi; o en esclava por control mental, en cuyo caso se volvería loca al morir su amo. Pero amo…

—¿Qué pasa, robot?

—Recuerde: el nivel de dificultad es extremo. Y está solo.

—Eso no es cierto, te tengo a ti.

Cuando finalmente la encontramos estaba sentada en el regazo de un hombre enorme con largo cabello negro rizado, bigote y perilla revuelta. Era sin duda humano, o lo fue antes de convertirse en vampiro. Tenía capa como la del anterior vampiro, pero vestía más ostentoso, con adornos rojos y dorados por toda su ropa negra, y un pañuelo blanco bajo su cuello, tapado por el cordón de la capa. Usaba botas altas de cuero negro brillante con cintos dorados, y una camisa azul oscuro.

Mary estaba embelesada acariciando su mentón, frente a la chimenea. Vestía un fino vestido azul oscuro con detalles azul claro, y una capa blanca; tenía broches dorados en su cinturón y su cuello, y lucía peinado trabajado; como si siempre hubiera sido una aristócrata, parecía haberse lavado de la mugre y la sangre hasta parecer otra persona. Ella parecía no ser consciente de mi presencia, sólo tenía ojos para él. El hombre me miró ignorando al cubo.

—Tenemos visita, Eleanor.

—Se llama Mary —repliqué extrayendo del anillo los dos ultraespadones dobles—. Y se viene conmigo.

Vi cómo ella se ponía en pie con elegancia y el peso de una pluma, y el enorme humano se erguía desafiante cuan alto era, mirándome con arrogancia; los ojos de Mary habían cambiado: además de que parecía drogada, ya no me reconocía, o no le importaba. Su sonrisa mostraba los colmillos de la vampirización. Dejé caer las espadas al suelo; el hombre rió a carcajadas.

—¡Estos humanos, siempre tan emotivos! —Mary rió con él; su risita era la de una mujer enamorada admirando a su hombre—. En cuanto a tu pregunta, muchacho, ha recibido el bautismo de sangre. Y quien lo otorga decide el nuevo nombre, el nombre de no-muerto.

—¡Anúlalo! ¡Haz que vuelva a la normalidad!

—Nadie puede hacerlo, chico. Es imposible. Y además, ¿por qué iba a hacerlo? ¡Eleanor es fantástica tal como es! —le acarició la mejilla con un gesto cariñoso, y ella rió.

—¡Que la devuelvas a la normalidad! —grité. Ordené. Exigí.

—¿De qué te serviría que lo hiciera aunque pudiera? Ella ha olvidado su antigua vida; esa tal Mary está muerta. La mujer a mi lado es Eleanor, y ella sólo vive en el presente. Es mi compañera en la no-vida. El Eterno Momento lo compartimos y disfrutamos juntos. ¿Verdad que sí, Eleanor?

Por respuesta recibió otra risita, mientras él le rascaba la barbilla con la larga uña del índice, hacia arriba.

—¡Si ha muerto, es porque tú la has matado! ¡Y ahora arregla este desastre! ¡Cúrala! ¡Haz algo, maldita sea! —le apunté a los ojos con ambas espadas. Él apartó una de ellas con un manotazo, y retrocedí. Después él le acarició la cabeza con su palma y la adelantó, protegiéndola tras su enorme espalda, tapándola de mi vista. Me miró mucho más serio. Enfadado. Furioso.

—Sugiero retirada estratégica, amo —me dijo el cubo—. Con efecto inmediato.

Aquella torre de músculos se desabrochó el primer botón dejando asomar el frondoso pelo del pecho.

—¡Uooooh! —exclamó Mary asombrada. Pálida como estaba pude ver que se sonrojó ligeramente.

Él crispó sus manos y vi alargarse sus uñas, y mis instintos me advirtieron que eran garras letales. También sus colmillos crecieron a simple vista, y asomaron de sus fauces casi como un dientes de sable, o un orco. Su mandíbula se agrandó y de repente era capaz de partir cráneos a mordiscos, abarcándolos enteros. Su risa desafiante se convirtió en el rugido de una bestia.

—¡A por él, amo! —aplaudió Mary. Me quedé helado.

El cubo me salvó; se «posó» en mi cabeza y el estallido de luz nos cegó a todos. Cuando recuperé la visión estaba en otra parte del castillo.

—¿Teletransporte? —pregunté desconcertado palpándome el chichón.

—Al igual que con mis descargas, tengo muy pocos usos; en este caso, no es para protegerme a mí, sino a mi propietario. Y sus compañeros, si están lo bastante cerca.

No tenía ánimos para decirle que no me llamara Propietario, igual que tampoco me quejaba cuando me llamaba amo. Ya estaba acostumbrado.

—¡¿Por qué no la has traído a ella también?!

—Porque él estaba en medio, amo: lo hubiera traído con nosotros.

Mis rodillas flaquearon y caí al suelo, llorando.

—Todo para nada…

—Ánimo, amo. Al menos no es el fin del mundo. Y «mientras hay vida, hay esperanza», según dicen algunos filósofos de tu planeta.

No le contesté. Todo era culpa mía. Cuando Tom, el hombre león, desapareció, seguimos adelante en vez de correr a casa. ¿Por qué? Por un estúpido impulso infantil de explorarlo todo; por curiosidad. ¿Por hacernos más fuertes, también? Y ahora, la chica que conocía había desaparecido; ni siquiera me recordaba. «Sólo vive en el presente», me había dicho el conde. Y en cambio, yo sólo me torturaba por el pasado.

—Amo, ¿notó que Mary se sonrojó?

—Sí —logré decir entre sollozos.

—Si no se debe a la magia, debería de indicar que su corazón todavía late.

—¿Qué quieres decir? ¿Que hay un límite de tiempo para curarla?

—Es posible, pero no consta en mis registros ningún precedente.

—¡Entonces tenemos que intentarlo!

—No puedo saber por cuánto tiempo resistirá; tal vez alimentarse únicamente de sangre sea lo que determine el plazo. Tal vez sea que consuma sangre pero no agua, en cuyo caso le quedarían una o dos semanas. Si la parte viva en ella necesita alimento convencional, pero no sufra deshidratación, tal vez dure un mes.

—¿Qué posibilidades tendremos de hacer algo útil al respecto si vencemos al jefe del Laberinto?

—Es sin duda el mejor curso de acción; si es que curarla es posible.

—¡Pues entonces matemos a ese bastardo!

—Quizá deba añadir que el castillo es territorio especial.

—¿En qué sentido?

—No está bajo el gobierno del Amo de La Mazmorra.

—Entonces tiene que haber un rey de los vampiros en alguna parte; alguien que no hinque la rodilla ante El Amo. Y vamos a encontrarlo.

—¡¿Amo?! ¿Acabo de oír bien? ¡Sería mucho más peligroso que el conde, tres rangos por encima!

—No necesitamos matarlo, sólo convencerlo de que salve a Mary mientras aún hay tiempo.

—Pero…

—Esa es mi decisión. Calla y ayúdame, esa es tu misión.

El cubo no contestó. Yo eché a andar decidido.

—Ese no es el camino, amo.

—¿Ahora sí tienes mapas de esta zona? —me quejé molesto.

—Estamos de vuelta a la zona de paso hacia el octavo piso, fuera del portón mecánico.

—¿Y cómo se supone que lo abriremos desde este lado?

—No podemos.

—¡Entonces llévame de vuelta!

—Primero debe ser tan poderoso, o casi, como el Amo de La Mazmorra. De otro modo no logrará salvar a su amiga.

—Te he dado una orden, cacho de hojalata.

—Mantener a mi propietario con vida tiene prioridad sobre obedecer sus órdenes. No tiene sentido buscar al rey de los vampiros, lo que hay que hacer es buscar al Amo de La Mazmorra y vencerlo; una vez logrado, si existe un rey vampiro, estaría en posición de hacerle esa petición, y de que este le haga el favor, el regalo o el negocio.

—O la amenaza.

—El actual Amo es claramente inferior al duque vampiro. Probablemente por eso el castillo es territorio fuera de su control.

—Entonces acabemos con él primero. Vayamos a por el responsable de todo este desastre.

Rápidamente llegamos al camino «obligatorio» y hasta la puerta del octavo piso.

—Según los registros, en tu mundo los ejércitos de Cleopatra nunca lograron abrir esta puerta.

No me extrañó para nada: no había jefe de zona, pero era una enorme y blindada como la del castillo, con un complejo mecanismo y sin duda un puzzle que resolver: había que introducir números como en una caja fuerte en cuatro lugares diferentes.

—¿Un simple puzzle los detuvo?

—No, amo; los números son un engaño. No hay ninguno correcto.

—¿Entonces?

—El centro de la puerta. Ese hueco es para uno de los discos de maná.

—¿Esto? —extraje uno de ellos del anillo. Había acumulado unos cuantos.

—En el paso obligatorio sólo hay un enemigo que suelte este objeto al morir.

—Lo recuerdo, una armadura títere. Esto es como su batería, en su espalda. Fue la primera que encontré con ultraespadón doble. Menos mal que era lenta.

—Menos mal que la venciste quitando el disco en vez de romperlo, como te aconsejé.

—Conseguí repuestos de todas formas.

Puse el disco en la puerta y se acopló magnéticamente. O algo parecido.

—Ahora, amo, pon la contraseña correcta.

—Pero si acabas de decir…

—Sin el disco de maná el mecanismo no funciona; ahora sí.

—No pretenderás que adivine el número por fuerza bruta. ¿Qué pistas hay?

—Mira el emblema superior.

Vi algunos símbolos grabados en bajorelieve.

—Los veo.

—El orden en el que están probablemente indica el número que les corresponde.

—¿No lo sabes?

—La Mazmorra cambia con el tiempo. Cada dial de combinación tiene uno de los simbolos grabado. Utiliza cada dial para indicar el número que corresponde.

—Entonces la combinación real es la que forman los cuatro diales juntos, cada uno con una cifra.

Era fácil. La puerta se abrió.

—Los ejércitos suelen perderse en la zona opcional —dijo el cubo— buscando pistas sobre el código, una vez que se hartan de probar combinaciones sin el disco de maná.

—Me resulta extraño que a nadie se le ocurriera…

—Su forma original no es un disco.

Eso me hizo recordarlo: en realidad en la armadura era un cuadrado. Fue el cubo el que me hizo desmontar la carcasa.

—Y mientras cuatro prueban combinaciones los demás parten en busca de pistas.

—Exacto, amo.

—Cada vez me parece más estúpido que me llames amo. «Master» en inglés. Tú eres el que me enseña cosas.

—Si pudiera sonrojarme ahora lo estaría.

Y juntos cruzamos al otro lado.


Había muchos más jefes por piso, no sólo dos. También había más variedad, igual que comenzó a suceder en el castillo. Era también mucho más grande que los primeros seis. El cubo no hacía más que confirmar que había muchas más criaturas de lo normal, y mucho más poderosas de lo que debería.

—El Amo sigue haciendo trampas, ¿eh?

Puño adelante, bola de fuego y troll carbonizado; avanzaba. Sapo de aliento venenoso, puño adelante, rayo invocado y anfibio asado; sin pausa, avanzaba. Esqueletos con armadura pesada, agarraba sus espadones con la mano y les cortaba por la mitad con la daga; sin dudar, avanzaba. Horda tras horda aplastada; sin temor, avanzaba.

El final del noveno piso lo guardaba un gigante: látigos de cadena con mazos en sus extremos, y armadura pesada. Tenía que abrirme paso esquivando los golpes, trepar por su cuerpo y saltar contínuamente; cortar entre los huecos de su armadura, los puntos débiles; lo hice caer de rodillas, y luego morder el polvo; lo degollé antes de que se activara el hechizo de autodestrucción de su armadura; sin descansar, avanzaba.

Se abrieron dos portales y tuve que elegir. Uno de ellos llevaría al siguiente piso, y el otro al «nexo principal», me dijo el cubo. Pero no podía saber cuál era el correcto, y no podría volver atrás por el mismo camino desde el décimo piso.

—Tenemos que tomar la decisión correcta o no podrá obtener provisiones del nexo, amo.

—¿Y por qué debería pararme a decidir si no me importa el resultado?

Entré por el portal de la izquierda y me encontré en el gran salón de una especie de catedral. Había puestos mercaderes a mi alrededor y una docena de grandes dólmenes con grabados pintados que resplandecían con magia; a esas alturas podía sentir la magia con los ojos cerrados, y no sólo ubicarla, sino verla con precisión, puesto que los exploradores tenemos sentidos muy desarrollados. Y por eso mismo supe que ninguno de aquellos vendedores era humano antes de mirarles a la cara; y también supe que sus intenciones no eran hostiles, puesto que ya entonces podía detectar las intenciones de ataque incluso en aquellos ocultos con hechizos, como uno de los magos de poca monta del castillo del séptimo piso; aparté de mi mente aquél recuerdo, el maldito séptimo, y me dirigí al mercader más cercano. En aquél momento ya se habían acercado tres de ellos, con mirada avariciosa dispuestos a desplumar al aventurero necesitado.

—¿Qué es este lugar?

Se interrumpieron entre ellos intentando ganarse mi favor; me explicaron torpemente que las doce piedras guardaban portales a una red de mundos. Aquello era un lugar de descanso y reaprovisionamiento; los monjes garantizaban el descanso, y protegían con maldiciones de los dioses a los que rezaban a aquellos que osaran atacar a los que se alojaran (previo pago) en las habitaciones de su templo. Noté que no decían nada de robar mientras dormían. Para entonces uno de esos monjes de túnica gris se había acercado también, pero no se retiró la capucha.

—Necesito armas, armadura, pociones, pergaminos y pernoctar.

Se miraron entre ellos decepcionados.

—Un momento, Viajero —contestó el más rápido alzando la mano, un individuo que me recordaba vagamente a una rata gigante por su hocico con bigotes y vello gris—. Mi deber es informaros debidamente: nuestros servicios y productos son de la más alta calidad imaginable, pero por esa razón no son baratos; temo que deberéis elegir sabiamente en qué invertir vuestro dinero.

—Lamento decepcionaros, pero mi nivel es exagerado para el noveno piso; soy de clase explorador y no podéis engañar a mis sentidos; sé perfectamente que bajo los mostradores ocultáis la auténtica mercancía. La que tenéis expuesta es… digamos que puedo oler la peste a magia desde aquí. Yo decidiré si el precio que pedís por la mercancía real es justo o no; os aviso que a mí no podréis desplumarme.

Se miraron entre ellos más molestos que antes.

—Señor viajero —intervino el segundo alzando también la mano (al parecer para pedir turno de palabra). Era alto y delgado, con la piel blanca como la porcelana, y sus ojos sin iris, totalmente morados y con sombra de ojos (literalmente) como una estremecedora negrura a su alrededor. La negrura destacaba más que el brillo de su piel, aun con la mortecina luz de los faroles mágicos de luz azulada; sería espeluznante de no haber tratado con zombis y vampiros—. Me enorgullece ser el propietario de los mejores pergaminos de La Mazmorra —noté que el hombre-rata puso los ojos en blanco por un momento, pero no dije nada—. Si lo que queréis es lanzar poderosos hechizos, no dudéis más: vuestras recompensas no encontrarán mejor trueque que conmigo; sin embargo, ciertamente mis precios no son baratos, y tendréis que pagarme con varias de ellas. Aun así, será un trato justo, porque provenís de sólo el noveno piso; comprenderéis que su nivel no es…

—No tengo objetos sexuales con los que pagar —respondí. De nuevo el grupo enmudeció y se miró. Un quinto hombre se había acercado ya, a todas luces un herrero.

—¿Cómo pensáis pagarnos entonces? —preguntó el tercero, que ya había identificado como un guardaespaldas al mejor postor. Era el que parecía más humano, sólo que medía dos metros y medio y sus facciones tenían rasgos que recordaban a una bestia salvaje.

—Tengo algunos privilegios en La Mazmorra. Y entre ellos está el derecho a tener recompensas de verdad. A mí no me salen juguetes estrafalarios.

Y entonces activé el anillo espacial e hice aparecer desde su inventario una pieza de armadura pesada, para el tronco superior; era roja escarlata y brillante, con filigranas doradas. Reforzaba la magia de fuego y otorgaba protección contra ella, y así se lo expliqué. De repente se convirtió en una subasta.

—Seguro que tenéis algún tipo de dinero, algo que no sea mero trueque; primero se la venderé al mejor postor. Después os pagaré con dinero. No voy a hacer meros trueques, eso se lo dejo a los aficionados a los que soléis desplumar.

A esas alturas ya había controlado totalmente la situación; todos los allí presentes estaban formando un corro a mi alrededor, y por las reacciones entre ellos y las diferencias entre sí, aprendí los matices que diferenciaban distintas razas, y tomé nota del carácter de cada uno; no fue sólo la armadura, subasté una por una casi todas las piezas de mi inventario.

No escasearon mis artículos a la venta, y conseguí lo que parecía ser una auténtica fortuna, porque en seguida se quedaron sin dinero y comenzaron con el trueque; supe que no me engañaban porque se acusaban unos a otros. Y así acabé con todo tipo de artículos cambiando calidad de mi inventario por cantidad del suyo: podría equipar a compañeros, si los tuviera. Y estaba en mis planes conseguirlo. Y además, por fin, tenía suficientes objetos consumibles; lo que ocurre con las pociones y pergaminos es que son muy útiles pero sólo duran una vez. Hasta que tuviera compañeros, por fin tenía buena cantidad de suministros.

Observando sus reacciones, su valor era decididamente varios pisos superior al noveno donde me encontraba minutos antes.

—¿Cuánto por el cubo de Adhae Mory? —preguntó el monje.

—Ya he dicho que no está en venta.

—Me temo que se equivoca, viajero.

Todos enmudecieron, pero esta vez no se miraron. Era como si intentaran que un gigante dormido no los viera y se diera la vuelta para seguir echando una cabezada.

—No está en venta. Fin de la discusión.

De repente llamas azules me rodearon, y al disiparse un grupo de monjes se había aparecido ante mí.

—Negarse a venderlo no es una opción, viajero.

Los mercaderes se retiraron con una sutil mezcla de sigilo y «sálvese quien pueda». Sin embargo, ni uno solo dejó atrás su mercancía, ya fuera la nueva o la vieja.

—Este cubo me ha mantenido con vida, y seguirá haciéndolo —dije con rotundidad. No daba pie a réplica. Sin embargo, me replicó.

—Si tu vida es un problema podemos solucionarlo. Se nos da muy bien resolver problemas. Podemos arreglar lo de tu supervivencia. O llegar a un acuerdo.

—¿Y ahora me tuteas? ¿Dónde ha quedado la formalidad y la cortesía?

Uno de ellos gritó tras de mí, pero sabía lo que había pasado sin girarme; había oído el leve roce de su mano en el cubo, sin duda intentando aplicarle algún tipo de hechizo para robármelo y luego ofrecerme forzosamente tan sólo el dinero que ellos decidieran. Pero el cubo había activado sus defensas, como aquella vez que un zombi gigante intentó agarrarme entre la lluvia de rocas en el castillo; salté y sólo pudo tocar al cubo, y este lo electrocutó con tal descarga que lo derribó; no sé si sobrevivió, si es que esa palabra se puede aplicar a un zombi.

—¡¿Por qué no me dijiste antes que tenías defensas como esas?! —me quejé mientras huía de la incesante lluvia mortal de la mina, en el segundo nivel más profundo del castillo.

—Porque tengo un número muy limitado de descargas, según su intensidad. Las reservo para autoprotección —me contó. Así que como el monje seguía vivo, supe que se había reprimido: estaba economizando energía.

Pero yo no; en su lugar, hice aparecer dos ultraespadones de doble hoja; se agarraban desde un mango en el centro, y medían más de un metro a cada lado; enormes armaduras títere luchaban con ellos, y los lanzaban y atraían con hechizos grabados en las armas, de modo que funcionaban como boomerangs. Al aparecer en mis manos, las alcé y comencé a hacerlas girar, lentamente para que se apartaran, y luego cada vez más rápido.

—Aura de llamas; hoja de llamas —conjuré los dos hechizos de otro de mis anillos —había piromantes en el castillo, esclavos de los vampiros—, y me vi envuelto en fuego; los monjes retrocedieron.

—¡Tu nivel es anormal! —se quejó el líder señalándome—. ¡Has hecho trampas! ¡Tampoco deberías tener este tipo de recompensas!

—Normalmente sólo las tienen los que superan el séptimo piso, ¿verdad? Los que lo completan —respondí con tranquilidad. Las enormes espadas giraban tan rápido, envueltas en llamas, que para ellos ya eran discos de fuego; tan sólo podían retroceder cada vez más. Pues tengo malas noticias para vosotros: habéis hecho enfadar a quien no debíais.

La criatura me miró, piel morada y ojos ámbar inyectados en sangre. Se retiró la capucha y alzó la mano.

—Nos rendimos. No intentaremos comprar ese artefacto si no quieres venderlo. Sigamos con los negocios, es lo mejor para todos. Y por las molestias causadas, tendrás alojamiento gratis esta noche. La protección de los dioses garantiza que nadie pueda hacerte daño en las habitaciones, pues están benditas y quien lo intente quedará maldito.

—¿Me tomas por idiota? No me vais a robar mientras duermo —su fugaz reacción me confirmó que tenía razón—. En su lugar, dadme información; explicadme a dónde lleva cada uno de esos portales. Porque son portales, ¿no? Tan sólo tenéis que activarlos.

—¡Una moneda de oro cada portal! —Intervino el más alejado, que parecía preparado para saltar al otro lado de la piedra a través de las marcas de azul brillante, runas de algún idioma desconocido para mí. Al parecer intentaba aprovecharse de la situación, siendo a la vez el más cobarde, pero los monjes dueños de la catedral no se lo impidieron, así que deduje que me estaba engañando. El cubo ya me había mencionado durante la subasta cómo funcionaban los múltiplos de su dinero: 100 bronces eran una plata, y 100 platas un oro.

—No pagaré más de una moneda de bronce.

—¡Perdería dinero!

—Tú no eres el dueño de esto.

Miró a los monjes con cara de haber sido pillado en una gamberrada, y el líder de estos retomó la palabra.

—Serán veinte monedas de plata por cada portal, pero con un descuento de cuarenta platas si pagas por los doce: sólo dos monedas de oro. ¡Es una gran oferta!

—¿Cada vez que cruce? —noté que al no discutir se emocionaba.

—El paso libre te permite cruzar todas las veces que quieras durante una semana.

—No, serán cinco de bronce y paso libre durante un mes.

Replicó inmediatamente, con la respuesta preparada de antemano.

—Aceptamos un mes, pero tienes que contratar dos portales. El precio será de una moneda de oro con sesenta platas de descuento. ¡Eso es casi la mitad!

—Simplemente me quieres cobrar por cada semana extra. No, un mes, una semana, un bronce.

—Sería un regalo. Y ya te hemos dado información, como acordamos, por las molestias.

Pensé en dónde intentaba llegar ese monje estafador.

—Lo que intentas es que os pague por usar todos los portales en vez de sólo el que realmente me interese, y que pague por adelantado muchos usos que realmente no les daría: en realidad sólo los cruzaría una o dos veces.

No contestó, así que insistí.

—Voy a pagaros un bronce cada vez que cruce un portal.

—No hay trato. Márchate.

Sonreí. Ahora el indignado era él.

—¿Demasiado poco? Está bien: diez bronces cada vez que pase.

—Todo lo que no sean diez platas por cada uso es robarnos.

—No os cuesta dinero. Y si consume maná, lo pondré yo. Veinte bronces.

—Quince platas —noté que reducía el tamaño de los saltos. Quería al menos cinco platas. Pero si decía esa cantidad demasiado pronto, no se detendría.

—Treinta bronces.

Miró a alguno de sus compañeros por un momento, y supe que buscaba consejo. ¿Realmente era un precio válido?

—Doce platas por uso.

—Cuarenta bronces y pago ahora mismo para cruzar cuando quiera.

—¿Y a la vuelta, qué? Tienes que pagar por adelantado. ¿No lo había mencionado?

Sonreí satisfecho por el avance.

—Cincuenta bronces ida y vuelta.

—Diez platas para ida y vuelta cuando gustes. Y quedamos en ridículo.

—Está bien: una plata y cruzo siempre que quiera en cualquier dirección, la piedra que quiera. En mi mundo a eso se le llama «tarifa plana».

—Conocemos el concepto. Pero no, sólo la que digas de antemano, por ocho platas.

—Dos platas tarifa plana con las doce.

—Siete una, setenta las doce.

—Una plata por una, o doce platas por tarifa plana en las doce.

—Cincuenta platas las doce.

—Tres.

—Cuarenta.

—Cuatro.

—Treinta.

—Cinco platas por las doce, tarifa plana —le di la mano para cerrar el trato. Al parecer conocían el gesto, porque me la estrechó.

—Que sean veinte platas —dijo estrechándomela, sin soltarla.

—Me parece bien el trato de las seis platas —tampoco la solté.

—Quince platas suena bien.

—Que sean ocho entonces, a cambio de pagaros ahora y recurrir a la tarifa plana siempre que quiera, aunque ahora me vaya: ¡haréis negocio gratis hasta el día en que me de por usarlas!

—Suena como un buen trato para nosotros. Trato hecho, doce platas.

—Exacto, una plata por cada portal con tarifa plana —entonces solté su mano mientras me miraba perplejo, e ignoré sus primeras protestas. Me di la vuelta, me separé y cogí uno de los sacos de monedas del inventario del anillo. El monje intentó discutir y sólo le di una—. Es un placer hacer negocios con vosotros. Cruzaré cuando yo quiera, como acordamos. Y ahora me marcho.

Sin darle opción a réplica me puse a recoger mis cosas y avancé hasta el primero que intentó cobrarme un oro por portal. Puse mi marca de maná en el su pergaminoi como me indicó el cubo y quedé «anotado» mientras le pagaba una moneda de plata. Me fui antes de que insistieran en que el trato no estaba cerrado volviendo al laberinto. De ese modo tendría vía libre a uno de los «mundos exteriores» como los llamaba el cubo cuando tuviera alguna razón para salir de allí sin pasar por La Tierra. Es decir, sin retroceder nada menos que nueve pisos para poder salir de ese infierno.

En cualquier mundo que eligiera podría haber peligros desconocidos, así que para descansar por fin sentía que sería más seguro acampar allí dentro, tras haber despejado el noveno piso y con el cubo vigilando por si algún mercader me seguía.

—¿Qué te ha parecido la negociación, robot?

—Excelente, amo. Tan sólo has pagado el triple de su valor real. ¡Muy meritorio dado tu bajo nivel mercantil!

—Oh, cállate ya, robot. Pon la alarma de movimiento. Si no descanso alguna vez acabaré muriendo por agotamiento. O me matarán por desconcentración. Buenas noches.

Saqué del anillo un par de capas saqueadas en el castillo para envolverme en ellas. Como almohada preparé un saco de harina que había comprado a los mercaderes. En forma de harina, era comida deshidratada compacta y de larga duración. También había comprado barriles de agua con grifo. Comí sin miramientos varios pegotes de harina mojada tostada en mi mano (sin quemarme la boca por mi nivel de vitalidad), bebí del grifo de un barril y lo absorbí de nuevo con el anillo.

—Es casi como pan sin levadura —me animé en voz alta.

—Su expresión facial no es coherente con su evaluación.

—Te he dicho que te calles, robot.

Pensé en Mary hasta quedarme dormido, de modo que soñé con ella: su nueva imagen se instaló en el fondo de mi mente como un nuevo mito erótico. Pero en lugar de disfrutar con ella, estaba atrapado en mi propio cuerpo, inmovilizado por un hechizo, viendo todo lo que ella y el conde hacían. Y luego, cómo se alimentaban de víctimas tan atrapadas como yo; y finalmente, de mí.

Tuve pesadillas hasta despertar.