Dentro del Laberinto 17: Roxan y Max

Continuación de la trama de Roxan, y aparición de un nuevo personaje y facción.

Capítulo XVIII: Roxan y Max

—Sólo un poco más —se animó a sí misma Roxan. Finalmente alcanzó un recodo de roca y pudo ponerse en pie; dejó atrás la explanada y un pequeño desfiladero la protegía de la vista del castillo. Desde aquél lugar podía distinguir la cúpula: era un velo verdoso que se difuminaba a medida que se perdía en la distancia, pero supo que era o bien un campo de fuerza, o bien el borde mismo de la burbuja. Valystar le había explicado años antes cómo funcionaban las dimensiones de bolsillo, protuberancia en el tejido del espacio que nunca debería tocar.

—Podrían pasar 3 cosas —recordó que le contó—, primero: todo tu cuerpo estalla en pedazos más pequeño que el más fino grano de arena, «átomos» según los filósofos. Y luego se dispersarían en el vacío, fuera de la realidad.

—¿Hay alternativas algo más llevaderas? —replicó con socarronería.

—Segundo: la burbuja se rompe como si estuviera hecha de jabón, y se abren dos posibilidades: o volvemos todos al lugar de origen, o somos expulsados al vacío fuera del espacio de la realidad. Eso mataría a todos los de la dimensión de bolsillo. Ni siquiera existirían las dimensiones para nuestros «átomos». Toda nuestra existencia comprimida en un punto infinitesimal incompatible con la vida, la magia y la razón.

—Ah, qué bien. Si la tercera no es el «apocalipsis» del que hablan los humanos estaré decepcionada. ¿Romperíamos toda la existencia?

—La tercera posibilidad es… que no pase nada.

—Menos mal que no quería sentirme decepcionada.

—Tal vez puedas atravesarla como los portales de La Mazmorra. Tal vez sea un muro infranqueable sin la magia adecuada. Pero lo importante es que en cualquiera de estas posibilidades, El Amo no habrá dejado la burbuja sin protección. Ya sea para impedir que sufra daños, o para que los esclavos o prisioneros escapen, estará blindada. Por no hablar del otro lado: seguro que hay defensas contra invasiones.

—Así que en el lado interior también habrá trampas.

—Eso es —la princesa élfica asintió—. Si alguna vez llegas al borde mismo de la dimensión de bolsillo…

«Mantén la distancia hasta que encuentres el portal», recordó. Ante ella había un vericueto ascendente y serpenteante, y algunos pequeños árboles secos y muertos hasta el velo. Sus instintos le advertían que el camino era peligroso, con trampas. Si quería cruzar al otro lado tendría que explorar todo el perímetro hasta dar con el paso vigilado. Entonces tendría que matarlos a todos o correr lo suficientemente rápido para pasar al otro lado. ¿Podría mantenerse viva y libre hasta entonces? Mientras tanto optó por seguir caminando. ¿Qué habría para comer? Había observado que existía algo de vida salvaje, aunque escasa. Había visto un pájaro en un arbol seco, y creyó haber olido algún tipo de conejo mientras reptaba. Incluso había horadado el suelo un par de veces con la mano y encontró una lombriz. No es que fuese una experta en ecosistemas, pero sospechó que los animales podrían haber encontrado un paso franco.

Se detuvo al encontrarse con una pequeña chabola de pieles curtidas y ramas secas, y se puso alerta. Nunca soplaba el viento a causa de la burbuja y tampoco llovía (lo que también dificultaba la vida), pero tal vez hubiera afluentes subterráneos. Pero significaba que algo tan maltrecho y frágil era capaz de resistir el paso de los años. No era muy grande, y apenas llegaba por encima de su cabeza en su forma de mujer. ¿Quién viviría allí? Sin duda no un orco pielverde, y mucho menos un alto orco pielroja.

—Saludos. ¿Puedo entrar? —preguntó lo más suave que pudo parecer sin bajar la guardia. Esperó durante un incómodo silencio y entró.

No era un lugar agradable. Olía mal y estaba sucio y polvoriento. En alguna parte había vegetación viva y verde, porque habían usado fibras vegetales en la construcción y en esa especie de puerta, que parecía más una cortina contra las moscas atando varillas de madera. Había un caldero sin leña con la que calentarse y pensó que alguien debía usar magia en vez de quemar la escasa madera de los alrededores. También había una caja de barro cocido para los utensilios personales o herramientas, y un amplio lecho que ocupaba media choza. ¿Era para una pareja? Estaba hecho de dos capas de pieles curtidas y algo de paja seca debajo de ellas para hacer la roca mullida, y notó que el suelo era tierra blanda en vez de roca desnuda. Localizó un odre con agua y bebió con ansias casi hasta agotarlo. «debe haber un pozo en alguna parte». Cuando salió al exterior se preguntó qué hacer a continuación, pero entonces se encontró con los propietarios: era una pequeña pareja de hobgoblins ancianos, arrugados y el hombre tenía barba blanca. Se asustaron al verla y apuntaron sus lanzas y arco hacia ella, temblando de miedo. Ella mostró las palmas de sus manos en señal de paz.

—No he venido a haceros daño. Sólo buscaba… agua. Ya he bebido, gracias —se preguntó qué hacía hablando con monstruos y pensó si debería matarlos y seguir su camino. Después de todo eran una raza tan primitiva que se comportaban como simples monos que casualmente hubieran aprendido a cazar con armas, y ni siquiera sabían emplear lenguaje articulado.

—¿N-No ha venido a matarnos? —preguntó el hombre con la lanza. Ella se sorprendió al oírle hablar.

—No. Pero no diré cómo he terminado aquí —oyó a la mujer recriminarle algo en un lenguaje extraño. Entonces se dio cuenta de que la magia de La Mazmorra no la había traducido.

—Sí, tenías razón. Todavía tienes buen oído. —contestó sin retirar la mirada de Roxan—. Señora, ¿si os ofrecemos nuestra comida os marcharéis sin hacernos daño? —preguntó él bajando la lanza y mostrando el pequeño saco que llevaba en su espalda. Por el tamaño no parecía tener nada más grande que un pájaro muerto. ¿Habría ratas por allí?

—¿Cómo es que podéis hablar? ¿Y por qué no sois traducidos?

—Esa magia nunca trabaja con nuestro idioma, así que tenemos que usar uno que sí se traduzca.

—Espera un momento, ¿desde cuándo los hobgoblins sabéis hablar? Creía que érais…

—¿Monstruos? ¿Porque somos cazadores y luchamos con otras razas? —se quejó la anciana mirándola a los ojos—. ¿A caso tu raza no es igual?

—Pero… pero.

—¿Qué ocurre, chiquilla? ¿Te has quedado sin argumentos? —«desde cuando los hobgoblins debaten?», pensó desarmada.

—¡No la hagas enfadar! —ordenó él, y le bajó el arco; sólo entonces lo destensó, pero la mujer siguió preparada para apuntarle en cualquier momento, con el arco y la flecha en sus manos. En cambio el hombre pasó a usar la lanza como bastón para aproximarse, apoyando la parte roma en el suelo. Le dio el saco y se arrodilló poniendo la frente en el suelo. Su ¿esposa? También lo hizo, pero colocó sus armas con cuidado para atacar en el menor tiempo posible si era necesario.

—No necesitáis arrodillaros mientras no seáis… hostiles —tardó un momento en encontrar la palabra que hubiera empleado su amiga—. Tengo el estómago vacío, pero si sois tan amables podemos compartir esto, sea lo que sea. Muchas gracias. Tan sólo estaba buscando un lugar donde descansar. ¿Podemos pasar un rato juntos? Tengo curiosidad sobre vosotros. Creía que los hobgoblins no eran…

—¿Personas? —dijo la mujer punzantemente.

—Ya basta —la recriminó él poniéndose en pie, y ella lo imitó—. No parece peligrosa ni malvada. Y siempre he sabido distinguir a los mentirosos. No nos sobra la comida, y debéis comer mucho más que nosotros, pero podemos prestaros algo de ayuda. Escasea en este lugar, bien lo sabemos. Hay muy pocos fuera del castillo, y competimos por las pocas presas que podemos cazar. A cambio, esperamos que nos ayudes contra ellos.

—No quiero involucrarme en vuestras peleas. Pero quiero saber de dónde sacáis el agua —los ancianos se miraron y entraron en la chabola. Ella los siguió. Su negativa los había molestado, y estuvieron en silencio mucho rato; ella respetó su voluntad y guardó silencio.

El hombre conjuró un hechizo y una pequeña bola de fuego, lenta y estable, apareció bajo el caldero; la mujer sacó un pequeño conejo y lo desolló con presteza. No malgastaron agua hirviéndolo (y de paso no se llenó la estancia de vapor ni fueron localizables desde la distancia). Apenas fue suficiente agua para no pegarse al metal. La iban reponiendo con otro odre de la caja. Fue esencialmente un asado pero sin sal ni especias, sólo carne.

—¿Te gusta? —preguntó él rompiendo el silencio por fin.

—Creía que vuestra raza sólo comía carne cruda —dijo masticando un muslo.

—Esa es una costumbre salvaje y primitiva. No deberías considerarnos a todos iguales —se quejó otra vez la mujer.

—¿Pero cómo habéis aprendido a hablar? ¿Cuál es vuestra historia?

Él le explicó que la raza hobgoblin al igual que muchos animales crecía demasiado rápido y eran tomados por adultos individuos que apenas habían acumulado conocimiento sobre el mundo, y que dada las frecuentes guerras y peleas a muerte, pocos lograban alcanzar la «etapa sabia». Esta no era más que la madurez de un adulto bien formado en una raza más longeva y de crecimiento más lento. Siempre que se encontraran con los conocimientos adecuados durante su vida, todos los ancianos de su raza estaban bien establecidos en la etapa sabia. Entonces Roxan recordó las antiguas advertencias sobre los goblins y hobgoblins de tribus dirigidas por un anciano: eran mucho más peligrosos, estaban bien entrenados y dirigidos, e incluso se diferenciaban drásticamente de los ejemplares comunes en que estos sí utilizaban estrategia y planificaban las batallas. Se abstuvo de hacer comentarios y sólo probó otro bocado.

Después le contó que ellos dos fueron capturados cuando eran muy pequeños, incluso para los estándares de su raza; fueron reunidos con otros de varias razas «tipo monstruo» —como dijo despectivamente la anciana—, y los mantuvieron encerrados durante mucho tiempo. Pero no era un vulgar zoo para que los humanos nobles curiosearan, sino que incluso se divertían intentando enseñarles cosas, como si fueran perros amaestrados. Los comparaban y competían entre sí intentando enseñar más y más trucos a aquellos «animales», pero con el tiempo, los que más destacaban eran separados de los otros. El destino que les aguardaba a ellos era ser las mascotas de una noble, y aprendieron de su sirvienta personal hasta convertirse en sus ayudantes. Aquella muchacha creció enseñándoles a fondo su idioma, usándolos como confidentes y le gustaba pensar que eran incluso amigos, a pesar de ser básicamente sus esclavos.

—Todavía recuerdo el último día que pasamos con ella —dijo él nostálgico—. La doncella estaba llorando. Su padre decidió que ya era muy mayor para tener mascotas como nosotros, y quería buscarle un buen esposo, así que quería separarla de extravagancias como tener ayuda de cámara hobgoblin.

—De modo que nos vendió como a perros —se quejó amargamente la anciana—. Así acabamos en este lugar. Primero nos obligaron a impresionar al esclavista que aceptó comprarnos como «personas» en vez de ganado. Y luego de que nos rechazara e amo de ese castillo, el esclavista nos azotó y nos abandonó en la llanura para que muriéramos de hambre. Pensó que era lo bastante árida para que muriéramos lentamente.

—Es terrible —se lamentó Roxan. Todos quedaron mudos de nuevo, y se tumbaron a descansar. Le permitieron tumbarse junto a ellos. El hombre estaba en el centro para evitar tensiones innecesarias.

—Ahora cuéntanos tu historia, niña —dijo la mujer, y su tono sonó dulce por primera vez.

—¿Niña? Por lo que me habéis contado soy mayor que vosotros.

Les contó todo de forma resumida, y luego les dio detalles sobre La Mazmorra y los aventureros que intentaban superarla. Y finalmente les explicó sus temores de que cuando comenzara a regenerar su maná pudieran encontrarla.

—Deberías irte de aquí —exigió la anciana con voz acusadora.

—Tranquilidad —dijo él—. Si tu propio maná es el problema, podemos ayudarte a que no lo regeneres.

—¿Cómo?

Resultó que durante su primer cautiverio el líder del grupo era un chamán en la etapa sabia, por lo que sabía bastante magia. Le habían prohibido enseñar magia ofensiva, pero se divertían viendo cómo les enseñaba magia a los pequeños. Y al mismo tiempo también estudiaban más a fondo la magia de los goblin y hobgoblin. Finalmente lo mataron después de descubrir que había enseñado algo de magia ofensiva, aunque afirmara que era «poco peligrosa», para «autodefensa», y para «cazar animales pequeños». No sirvió de nada y fue ejecutado delante de todos como advertencia para otros desobedientes.

Así que pintaron unas runas en el estómago de ella con sangre seca y él conjuró un hechizo: a menos que ella intentara forzar el sello invocando su maná, este sería automáticamente contenido sin acumularse. «Como taponar un grifo sin llenar el depósito», dijo la anciana. Desde aquél día Roxan respiró más tranquila.

No sólo pasó el día y la noche con ellos, también varios días posteriores. Pasaba hambre pero se sentía libre, y volvía a sentirse en compañía de amigos. Y a cambio ella les aportaba seguridad. Si alguien atacaba su refugio se las tendría que ver con ella. Y una vez cazó un pájaro al vuelo con el arco.

Le habían dado indicaciones sobre los escasos pozos de agua en la burbuja, tres de ellos dentro del castillo, y dónde estaba el paso vigilado. Pero también obtuvo pistas sobre cómo se filtraban desde el exterior y hacia el exterior algunos animales:

—Hay grietas —dijo él—, en algunos lugares. Nada mayor que un gato podría cruzar, pero algunos animales han aprendido que esto puede servir para ellos como una madriguera gigantesca.

—¿No hay ningún lugar por el que pudiera escapar?

—Si lo hubiera estaría protegido —sentenció la mujer.

—Entonces los afluentes subterráneos de los pozos también entran a través de grietas —supuso ella.

—Probablemente.

—Oye Moss, no habláis como la gente que no sabe leer. Tenéis mucho vocabulario.

—La dulce muchacha insistió en enseñarnos. Incluso nos hacía ayudarle con algunos deberes que le imponían sus maestros: cosas como buscar por ella respuestas en los libros de su biblioteca mientras ella estaba ocupada jugando con muñecas.

—A mí me gustaron las matemáticas —intervino Fliss—. Y la lógica. Los libros sobre filosofía eran demasiado… difíciles, pero había algo interesante que los unía. Comprender las cosas. Entender el mundo, y pensar acerca de él es lo primero.

—A mí me interesaba el mundo —continuó Moss—; los mundos. Pero prefería ir al grano, sin pasar el tiempo pensando inútilmente. Mis pasatiempos en la biblioteca incluían Historia, Geografía y… busqué la manera de aprender sobre las distintas sociedades y culturas. Me sorprendía lo diferentes que pueden llegar a ser distintos países incluso de la misma raza y mundo, y cuánto cambian con el paso de los siglos, incluso volviendo hacia atrás y luego adelante de nuevo.

—Así que ambos queríais comprender el mundo —dijo Roxan—, cada uno a vuestra manera. Supongo que por eso lo llaman «etapa de la sabiduría».

Una de las pocas veces que se arriesgó a dejar el desfiladero, siempre reptando, porque no conseguían cazar nada, y harta ya de comer lombrices hervidas, se encontró con una desagradable sorpresa: al volver a casa la chabola estaba destrozada, los ancianos yacían inertes y una pareja de altos orcos la miraron con satisfacción. Esto sólo duró un segundo, el tiempo que tardó en derribarlos con ambas manos. Inmediatamente después rompió sus cuellos. No tuvieron tiempo de dar la voz de alarma; uno por uno acabó con la patrulla a medida que se aproximaba a los exploradores perdidos.

Aquella noche (aunque no se distinguía el día de la noche en la burbuja) Roxan cavó un boquete que cavó con sus propias manos. Con unos centímetros de tierra blanda se camufló, y sólo asomaba su cabeza tapada con un trozo de tela marrón (que no volaría el inexistente viento), justo en la base de un arbusto. Le costó contener sus sollozos hasta quedarse dormida. Tan sólo esperaba que la tela no llamara la atención por estar húmeda por sus lágrimas.


En Estados Unidos le llamaban Trinidad. No es sólo el título de una vieja película, era como llamaban al que les sacaba las castañas del fuego: si la banda terrorista, de atracadores de bancos o de secuestradores parecía tener ventaja, cuando no encontraban cómo cazarlos sin daños colaterales, le llamaban; por supuesto, no lo hacía gratis. Era la clase de trabajo que el gobierno de turno debe pagar con los Fondos Reservados para que no quede constancia oficial, porque está mal visto en los estados de Derecho que un mercenario haga matanzas en suelo patrio, pero sus resultados hablaban por sí solos y su precio era acorde a ellos. Y así se lo recordó aquél día al comisario Thompson preparando el asalto a un edificio tomado por una banda organizada, un piso franco que había sido descubierto y se habían atrincherado con rehenes.

—Valgo por diez soldados de operaciones especiales, pero estáis de suerte: cobro sólo como cinco.

—Deje de presumir, señor Raven. Lo importante es el trabajo. Asegúrese de que no muera ningún inocente, y todo irá bien. Pero si la caga, no pienso ser yo quien limpie su mierda.

—Le aseguro que no serán los de arriba.

—¿Necesita algo más?

—No, soy autosuficiente. ¿Necesita un antiácido para la úlcera?

—No estoy para bromas. El negociador apenas está ganando tiempo, y cree que van a matar de verdad a los rehenes. Tienen de sobras.

—Recuérdeme por qué los SWAT no valen para esto.

—No son criminales corrientes, todos son veteranos de unidades especiales de la policía y el ejército, están muy bien equipados y conocen nuestras tácticas. Han tomado medidas preventivas de todo tipo, utilizan microcámaras, cañones E.M.P. contra drones y otras medidas. Llevan máscaras de gas, han puesto trampas… de todo.

—Tengo que preguntar a qué se dedican.

—Son mercenarios, como usted; pero sin reparos morales y se ofrecen al mejor postor. Han acumulado una larga lista de crímenes en nuestro país.

—Comisario Thompson, vaya a casa a cenar y déjemelo a mí.

Jack se guardaba algunos secretos; por ejemplo no utilizaba sólo armas convencionales, también usaba «artefactos antiguos». Así los llamaba Mara, su amiga conservadora del museo. Sacó el crucifijo de hierro negro con un zafiro en el centro y rezó para activarlo.

—Ruego protección: necesito toda la suerte posible para sobrevivir a los

pecadores

esta noche. Que mis pecados sean juzgados: intento salvar

inocentes

.

El zafiro brilló sutilmente y se lo guardó bajo su ropa. Sabía que el efecto duraría una hora por día, pero en ese tiempo sería extremadamente improbable que activara una trampa, sufriera una emboscada por sorpresa o le acertaran fuera del chaleco antibalas. Y si alguien le hería, no sería letal. A menos que se desviara del Camino, en cuyo caso toda la suerte del mundo se volcaría en su contra.

Después se infiltró como un experto, pero no siguió el manual: a pesar de su peso con armas, casco y chaleco logró trepar por la fachada ágilmente gracias a otro de los objetos, una pulsera que reducía su peso e inercia haciendo que se moviera también con mayor aceleración y pudiera dar grandes saltos acrobáticos. En el tercer y penúltimo piso se detuvo colgando del alféizar con una mano. No quería ir hasta el cuarto porque era más probable intentar entrar por allí descolgándose desde la azotea, y por tanto que estuvieran esperándolo. Utilizó una microcámara de cable proyectada en la pantalla de su muñeca (casi un reloj inteligente pero más grande), y no vio personas con la visión térmica, ni cables trampa conectadas a la ventana. Abrió con cuidado y oyó el mecanismo de una espoleta: un sencillo sensor mecánico colocado en la ventana se desplazó por su muelle al abrirla, pero el mecanismo falló y la trampa no se activó.

Una vez dentro cortó el cable del detonador e hizo señas a los agentes que le observaban desde la esquina de la calle para indicar que era una ruta segura (al menos por ahora). Avanzó con tácticas similares, cámara por las esquinas y bajo las rendijas de las puertas, y andares sigilosos (beneficiado por su bajo peso). Mantenía su fusil de asalto con mira de precisión colgado en la espalda, y caminaba con una pistola con silenciador; la microcámara estaba unida a la pantalla de la mano izquierda por un cable semirígido, así que le dejaba una mano libre para disparar.

Fue un trabajo fácil cogiéndolos de uno en uno por sorpresa. Algunas veces tuvo que rebotar en las paredes y hacer acrobacias, pero logró acertar todos los tiros en la cabeza. Lo más difícil fue que al descubrir por fin la sala objetivo del tercer piso, los rehenes armaron ruido al verle; pero en aquél momento el vigilante que los encañonaba con un fusil estaba a punto de estornudar, inhalando entrecortadamente y con los ojos cerrados antes de caer muerto con la bala en la nuca. Había estado esperando un asalto por la ventana a su izquierda, junto a los rehenes atados. El segundo vigilante de rehenes había ido a mear. Al volver, el único superviviente de la banda se vio encañonado en la mejilla y soltó su arma. Jack lo esposó con las manos a la espalda.

Minutos después todos los rehenes estaban a salvo y al delincuente se lo llevaron para interrogarlo. Thompson no se había ido, y echó en cara que hubiera tenido que matarlos, y afirmó que eso no era un trabajo profesional.

—Thompson, no sabemos cómo hubieran ido las cosas de otro modo. Si tuviéramos aturdidores instantáneos como los de Star Trek estaría encantado de utilizarlos. A menudo uso dardos Táser o dardos somníferos, pero no era viable. De nada, comisario.

Cuando se marchó no preguntó por el dinero: siempre tardaba un tiempo y había papeleos que tramitar. Después de todo era el gobierno quien le pagaba, así que no podía esperar agilidad burocrática ni financiera.

—¿Cómo ha ido? —le preguntó Mara esa noche, devolviéndole los artefactos. No había tenido que usar el mini tótem del bolsillo, el anillo ni la diadema oculta bajo el casco.

—Como era de esperar —comentó besando a la chica hispana—. ¿Quieres uno rapidito antes de que me vaya?

—Diciéndolo así le quitas toda la emoción.

—No somos pareja —replicó socarrón guiándole un ojo—, lo mío no es hacerlo bonito —la cogió en volandas y la volcó sobre la mesa llena de papeles, pergaminos y mapas.

—Pero qué bruto eres, Max —rió, y luego gimió al recorrerle el cuello con besos hasta chuparle el lóbulo de la oreja. De algún modo él se las había apañado para bajarle las bragas sin darse cuenta.

—¿Estás lista?

—No… demasiado rápido, vaquero.

Le golpeó el clítoris con el glande, y luego usó este para frotar los labios mayores de arriba a abajo, los separó, y luego lo hizo con los menores. Ella tragó saliva.

—Creo que ya estás lista…

—N-No… —y por el tono él supo que significaba SÍ—. ¡Aaah! —gimió intentando no hacer ruido. Era su apartamento y vivía sola, llevándose trabajo de conservación y restauración a casa (incluyendo reliquias), pero aunque no compartía piso, nunca era ruidosa en la cama. Excepto con Jack Max, a su pesar.

—¡AAAAHHH! —gritó tras el segundo orgasmo; no pudo contener los decibelios. Cuando Max decía «uno rapidito» quería decir que iba a darse prisa en hacer que su amante se corriera lo más deprisa posible. Dejó de contenerse y aceleró pensando ya en su propio disfrute, y él terminó.

—¡Mmmmmhh! —gimió ella, al borde de otro, pero se quedó con ganas de más. Al mismo tiempo que él comenzó a masturbarle el clítoris con la intensidad justa, sacó el condón lleno y ella se preguntó cuándo diablos se lo había puesto. Siempre pasaba lo mismo, lo llamaba «Maximum dedos ágiles».

—¡Aaaaaahhh…! —gimió con el tercero.

—¿Y dices que te vas de expedición a la Antártida? ¿A qué viene eso? —le preguntó descansando despatarrada en la mesa mientras él se vestía. A Max no le gustaba ducharse en casa ajena «a menos que sea una relación seria», algo que nunca había tenido. Le parecía inapropiado.

—Por lo visto les interesan mis dotes de explorador. Ya sabes que he pasado bastantes meses en expediciones por el Amazonas y África. Y un mes en los Andes, cuando rescaté a aquella campesina porque me lo pidió su padre. Y unas semanas en Vietnam, quería ver los restos del agente naranja y tomar muestras si era posible para verlas al microscopio, pero una cosa llevó a la otra y…

—Pero no lo entiendo —replicó sentándose. Entonces fue consciente de los papeles desperdigados por el suelo y se llevó las manos a la cabeza. Algunos habían sufrido rasguños que le costarían mucho tiempo de trabajo. Él lo notó y tomó la iniciativa para recogerlos con delicadeza.

—Necesitan no sólo un explorador, sino que sea fuerte e independiente…

—Sé que cuando presumes bromeas, pero el papel de prepotente sigue siendo molesto —y le azotó la nariz con un mapa enrollado.

—No saben qué problemas pueden encontrarse, y quieren dos por uno: que también sea el hombre de armas. Como el guardaespaldas en un safari. Es una organización científica, después de todo.

—Ya, pero ¿la Antártida? ¿Qué se te ha perdido allí? Y todo este tiempo los científicos habían podido defenderse de algún oso polar perdido de vez en cuando. ¿Es que se está militarizando porque han encontrado algo? No, tú cuentas como paramilitar, no es algo gubernamental… ¿Cuál es el peligro real, Max?

—Me aseguran que lo hay, y les creo porque mis servicios son demasiado caros. Pero no me lo dirán hasta que me reúna con ellos —la miró a los ojos ilusionado, con ojos resplandecientes y la inocencia de un niño, y ella intentó ocultar cómo se derretía por dentro—. ¡Me muero de ganas de saberlo, Mara! ¿No es fantástico?