Demasiado tímida para oponerme (48)
El gigantezco negro se llamaba Penotón, y aunque nos separaba la barrera idiomática pronto comprendí que encontraríamos el camino para una sana amistad, llena de afecto. ¡cuán llena!
Demasiado tímida para oponerme (48)
Por Bajos Instintos 4
El senegalés se llamaba Penotón. El anciano dueño de casa quiso que lo conociera, durante el desayuno. "Penotón, esta es la señora Julia. Está muy enamorada de su marido, y por ninguna causa le sería infiel." Me presentó mi anfitrión. Me pareció muy bien que me presentara en estos términos, así el negro no se haría ideas equivocadas. Yo, por mi parte, contribuí a su información hablándole de Armando, el único hombre de mi vida.
Lo que me resultó un poco incómodo fue que el negro no usaba ropas. "Es una costumbre entre su gente", me explicó el anciano, "no debe tomarlo a mal."
Podía comprender eso, el muchacho provenía de una población primitiva, sin los privilegios de la cultura y la civilización. Tenía en cambio el candor y la dulzura de un carácter no mancillado por la violencia. Eso también me ponía un poco nerviosa, si se tiene en cuenta el tamaño de los músculos de ese gigante. Pero me dije "no voy a permitir que mis prejuicios de mujer civilizada me impidan darle a este joven el trato que se merece como ser humano"
El viejo se disculpó por estar cansado, y nos dejó solos, así teníamos ocasión de hacer "una buena amistad". Me encantó ver la confianza que nos tenía. Aunque igual me ponía un poco nerviosa la potente desnudez de Penotón. Pero procuré evitar que mi mirada mostrara que sentía cierto grado de azoramiento. Era sencillo: evitar las miradas directas y brindarle una expresión amable, para que el chico se sintiera cómodo. El problema era que al parecer tenía que evitar todas las miradas, ya que a cualquier parte del negro hacia donde mirara podía parecer que yo sentía algún interés por él. Ya fuera a sus voluminosos bíceps, ya fuera a sus musculosos pectorales, no había donde mirarlo sin correr el riesgo de incomodarlo.
La conversación no daba para mucho, dado su escaso dominio del idioma. Al final bajé la vista, para evitar turbarlo. El problema fue que, entonces, mis ojos reposaron en su enorme toronja negra. Pero para eso tenía solución: elevé mis ojos al cielo y encomendé mis actos al Señor, y luego procuré imaginar el rostro de mi amado Armando, aunque en esto último no tuve mucho resultado, ya que en vez del rostro de mi marido, seguía viendo el enorme aparato del negro, aún con los ojos cerrados.
Pesaría más de medio kilo su morcillota en reposo. No encontré nada reprochable en esa observación, ya que se trataba de una especie de observación clínica.
Así que abrí los ojos para verificar mi apreciación mental. Su aparato aparecía aún más grande, visto directamente. Suerte que estaba en reposo, porque no se trata del tipo de cosas que una mujer felizmente casada deba ver.
Mi nuevo amigo tuvo una feliz idea para evitar ese momento incómodo. Y fue a poner un poco de música en el reproductor. De espaldas pude observar su musculoso trasero desnudo, pero me dije que no había nada malo en ver el cuerpo de un muchacho negro, aunque se tratara de semejante cuerpo. Al fin de cuentas yo no soy del Ku Klus Klan. Y un trasero negro no es algo feo, y menos aún con unas nalgas tan musculosas como esas.
Por suerte no tuve que seguir con esas reflexiones, que también me estaban poniendo nerviosa, no se por qué. Porque Penetón volvió hacia mí, al paso de una danza de tambores. Fue peor, su gran nabo se bamboleaba al ritmo de sus pasos, llegándole más allá de la mitad del muslo. Con un suspiro de resignación acepté su mano en la invitación al baile. Acepté, porque seguramente eso nos distendería. Así que yo también comencé a contornear mi cuerpo, al son de la danza. Con mi pollerita cortona, la remerita ajustada y mis tacos aguja, mis redondeces también se bamboleaban. Y la cosa empezó a ponerse divertida. Me pregunté que le parecería a Armando la escena de su mujercita bailando una música africana, con un gigante negro desnudo, y pensé que podría no parecerle bien. Posiblemente por el tamaño de sus miembros y el aire divertido de sus movimientos. Pero ¿qué tiene de malo, que una chica se divierta un poco? Así que me fui soltando. Dejé que mis caderas expresaran mi alegría de vivir. Alegría que por alguna razón que se me escapa, se hacía mayor al ver los bamboleos de la polla del negro.
Y él también estaba contento. Y cuando rotaba el cuerpo hacia un lado y otro, su enorme toronja suelta, golpeaba contra mi cuerpo. A veces en la cintura, a veces en los pechos (recuerda la mucho mayor estatura suya), a veces en la cola, en fin de donde fuera, muchas veces. Verdaderamente estaba comenzando a disfrutar su inocente juego.
Pero me estaba dando calor, con tanto baile. Y me dije que ya teníamos confianza como para sacarme la faldita. Ahí fue cuando el negro, con su espontaneidad creativa comenzó a sacudir sus caderas, de modo que a cada sacudida, los golpes de su toronja iban a golpear mi cuevita. Suerte que llevaba mi braguita de hilo dental, que si no... Pero con la braguita la decencia estaba a salvo. Aunque yo sentí que me estaba poniendo un poco colorada. Es que seguramente sin proponérselo, la polla de mi entusiasta amigo, golpeaba con demasiada frecuencia contra la entrada a mi cuevita. El grueso pedazote suelto, caía una y otra vez, contra mi intimidad de mujer fiel. Pero me pareció una tontería andarme con melindres y prejuicios frente a un muchacho tan simpático y bien intencionado. Y hubiera quedado mal que le recordara que mi condición de esposa no hacían convenientes, los embates de su grueso pedazo de carne contra la unión de mis muslos. Además, el negro estaba tan entusiasmado con el juego que sentí no había nada malo en eso. Estoy segura de que a mi Armando no le hubiera parecido mal. Bueno, demasiado segura no. Pero llevábamos todo un rato bailando y sentí la necesidad de descansar, así que me detuve. Pero el negro no, su suelta toronja seguía dando contra la entrada de mi entrepierna, y me pareció mal avisarle que estaba cansada.
Así que me limité a permanecer un poco en reposo, esperando que el negro se diera cuenta de que yo necesitaba un respiro. Pero creo que no captaba la idea. Y tanto golpes contra la entrada de mi intimidad me estaban poniendo a mil. En vez de reponerse, mi respiración se estaba agitando cada vez más. Mi cuevita estaba cada vez más mojada, y los ojos comenzaron en enturbiárseme Y advertí que, inesperadamente, estaba recorriendo un camino sin retorno. Cuando llegó el momento me agarré de los fuertes bíceps del negro, para no caerme, y mirando el musculoso pecho sin ver, mi conchita se corrió estruendosamente, en medio de temblores. No se si el negro se dio cuenta, ya que siguió batiendo su enorme pollón contra mi empapada intimidad, sin aminorar el ritmo. El muchacho parecía cada vez más contento, de modo que no me atreví a interrumpirlo en la expresión de su entusiasmo. ¡Pero algo debía hacer! Así que en un momento de inspiración le atrápé su pollota entre mis muslos. Aunque estaba lejos de una erección, sentir ese gordo aparato tan caliente, atrapado a la entrada de mi cuevita, fue demasiado para mí, y con los muslos apretados con pasión, volví a correrme mientras el negro me miraba con la boca abierta, y abrazándome al hercúleo cuerpo de mi reciente amigo.
Ahí pensé en Armando y en la suerte de que el enorme aparato del negro no estuviera en estado de erección. Así estaba segura de no haber tenido una relación sexual con el muchacho, lo que no hubiera tenido ninguna justificación. Tal vez Penetón pensó que me estaba sintiendo mal, y tuvo la gentileza de acompañarme hasta el sofá, para que pudiera reclinarme. Parecía un poco consternado por mi descompostura, y sentándose a mi lado me acarició afectuosamente la cabeza.
Se polla reposaba sobre uno de sus muslos, sin dar señales de excitación alguna. Agradecí al cielo por esa circunstancia. Y lo miré con agradecimiento. También a su enorme polla. La gentileza con que el negro me acariciaba la cabeza, me conmovía. Y sentí que debía retribuirle su gesto.
Claro que lo que tenía más a mano era su morcillota, ya que las demás partes de su cuerpazo me parecían difíciles de abarcar. Además no había riesgo, ya que su pollón no se paraba, así que mi fidelidad no corría ningún riesgo. Era todo una cuestión más bien fraterna. Y sentí que podía darle mis más tiernas caricias a mi nuevo amigo.
Y acunada en ese momento de confort y sana amistad, me alegré pensando qué gusto le daría a mi Armando cuando le contara de mi nuevo amigo. Sin abrumarlo con los detalles, claro, Porque yo creo que una debe darle lo mejor de si misma a su cónyuge, compartir con él los mejores momentos.
Si quieres escribirme, puedes hacerlo a bajosinstintos4@yahoo.com.ar . Seguramente concordarás con la alegría que le brindaré a mi esposo..