Demasiado tímida para oponerme (26)
Mi confesor me pidió que me pase de su lado del confesionario, y me sentí muy honrada. Ahora soy una feligresa en ascenso. Y las cosas que pasaron con el santo varón no hicieron peligrar mi condición de mujer fiel. ¡Pero qué tranca que carga el padre!
Demasiado tímida para oponerme (26)
Por Bajos Instintos 4
Empecé mi confesión como de costumbre, con los habituales gemidos, jadeos y chac chacs emitidos por mi padre confesor del otro lado de la cortinita. Le conté de la entrevista con el doctor Vergúdez, el sexólogo, y como se la había mamado, mientras mi esposo aguardaba en la sala de espera. "Es que para mí, padre, un sexólogo es como un padre confesor..." Hubo un largo silencio detrás de la cortina, creo que el sacerdote había captado el homenaje implícito en mis palabras. O, quizás no era eso, pero algo había captado.
Le conté como el terapeuta había dejado su gorda polla dentro de mi boca, luego de acabar, y cómo para mi sorpresa, me fue soltando su caliente pis que fui tragando y tragando extasiada. El motivo de la consulta fue que a mi marido no le gustaba que yo se la mamara seis o siete veces por día. "¡Mi marido no me comprende, padre!" "¡Y qué lo digas, hija! Tu marido ni siquiera sospecha cuanto no te comprende..."
Le conté que ni las dos mamadas que le había hecho al sexólogo habían podido saciar mis ganas de mamar polla. Por lo cual había sido una fortuna que al dejar a mi esposo en la parada del colectivo al cual subió para irse a su empleo, conociera a un apuesto joven, de nombre Norberto, que comprendiendo la ansiedad que me aquejaba se ofreció generosamente para que yo pudiera mamar su verga y así sentir que estaba mamando la de mi marido por interpósita persona. Claro que en el hotel me hizo objeto de otras atenciones en las que yo no había pensado, pero me pareció justo que él también se diera algún gusto. Y yo no la pasé tan mal, por mi parte. Bueno, que cuando llegó mi esposo me encontró durmiendo a pierna suelta para descansar del trajín que había tenido con ese muchacho. Y con el sexólogo. Y antes de eso, durante el viaje en bus con mi marido, del trajín que me había dado un desconocido, que aprovechando lo apretados que viajábamos me estuvo tocando la cola, y como yo lo dejaba hacer para no armar un escándalo, el hombre tomó coraje y levantándome la faldita, me corrió la braguita de hilo dental, y aprovechándose de la mayor altura que me daban mis tacones aguja, me enterró su tranca en la vagina, y me tuvo con el dale y dale, hasta que corrida por la emoción me aferré al brazo de mi esposo para no caerme. El hombre, mostrando su prolijidad, luego de sacar su tranca pringosa, me volvió a correr el hilo dental, me puso su tarjetita en el elástico de la braguita, me volvió a bajar la faldita y se bajó del bus sin que hubiera podido verle la cara. Por eso no tiré su tarjetita. Me había picado la curiosidad. Bueno, no sé si exactamente la curiosidad, pero algo me había dejado picando.
Luego comencé a contarle el segundo encuentro que tuve con Norberto, en el cual mi nuevo amigo me había llevado a la casa de Gustavo y...
"Ven, pásate a mi lado del confesionario, hija mía", me dijo el sacerdote. "Hoy tengo muchas confesiones que hacer y tu ya eres de confianza." Me pareció un buen gesto de su parte, y siempre había querido conocer ese lado del confesionario. Así que me escurrí de su lado, aprovechando que no había nadie mirando. Fue una suerte, porque pronto entró una señora gorda a confesarse.
Como no había lugar para dos, el santo hombre me hizo sentar sobre el dispositivo rígido que llevaba sobre su falda a tal efecto, según supuse. Aunque después fui comprendiendo que no era un dispositivo exterior al sacerdote. Así que levantándole la sotana vi que el ciervo de Dios ostentaba una enorme erección que coloqué frente a mi intimidad, rodeándola con mis muslazos. Claro que para ello debí levantarme la faldita, pero me sentí mucho más cómoda. E iba a proseguir con mi confesión cuando la gorda se sentó del otro lado de la cortinita. "Cuéntame hija mía", dijo el padre. Y dándose cuenta que yo iba a empezar a hablar, me puso un dedo en la boca para silenciarla. Y, ya que estábamos, comencé a chuparle el dedo mientras escuchábamos a la gorda. Lindo dedo para chupar tenía el padre, rico, gordo, una piel muy rica. "Padre, he pecado", dijo la gorda, mientras yo le apretaba esa soberbia tranca clerical entre mis muslos calientes. El sacerdote, para evitar que yo me cayera, me sostenía por la cintura y por uno de mis tetones. "Cuéntame hija mía, repitió" pero yo ya había comprendido que no se dirigía a mí, así que seguí chupándole el dedo. "Ayer tuve un mal pensamiento sobre mi cuñada" continuó la gorda. Y yo sentí estremecerse la polla del sacerdote frente a mi intimidad y vi pasar ante mis ojos varios chorros de semen que se estrellaron en el techo. Comprendí que mi presencia había desequilibrado un poco la ecuanimidad del santo varón y me sentí un poco culpable, aunque innegablemente halagada. Mientras la gorda seguía hablando mal sobre su cuñada, me hice el firme propósito de cortarle camino con mis manos a la próxima emisión del sacerdote, ya que no había duda de que habría una próxima a juzgar por la dureza que continuaba manteniendo su santa tranca.
Detrás de ella entró una jovencita quinceañera que comenzó a contar tales cosas que hacía con su novio, el papá de su novio y los amigos de su novio, que me sonrojé y sentí que la santa tranca también, a juzgar por su rápido incremento de dureza y de grosor. Me dieron celos, un poco. Al fin de cuentas ¡ese era mi sacerdote! Y no me lo iba a sacar una quinceañera cualquiera, por más putita que fuera, espero que me perdonen la palabra, pero ¡hay cada una...! Tal vez por eso, se ve que quise asegurarme, y corriéndome el hilo dental de la entrada de mi vagina, hice lugar a que entrara la sagrada erección de mi confesor de modo que una vez adentro ya me pertenecía y era toda mía. Y me quedé contenta, apretándosela con la vagina. Era tranquilizador estar así con un sacerdote, sabiendo que no hay ni puede haber pecado, ni mucho menos infidelidad. Fuera de eso, les cuento por si se lo están preguntando, era una tranca tan buena como la de cualquier laico, mejor incluso que la de la mayoría, y miren que yo sé de esas cosas...
Bueno, que la chica contó tales guarradas que me llevó inconscientemente a protestar con movimientos de mi cola, ya que debía permanecer en silencio. E hice tantos movimientos, tanto era el disgusto, que en medio de la absolución final, sentí la polla agitándose dentro mío y esta vez sí recibí sus chorros con una parte de mi cuerpo, no con las manos, pero incluso mejor.
Como luego de eso la santa polla de mi clérigo parecía querer ablandarse, se la masajeé lo mejor que pude con las paredes de mi vagina, pero al final, para asegurarme, la enterré en mi otro agujero, ya que mi ojetito es mucho más apretado, y ahí la sentí recuperar su vigor. También las manos del confesor retomaron su firmeza y comenzaron a masajear mis tetones con fervoroso afecto paternal.
Pero no estaba preparada para la sorpresa que siguió:
La siguiente persona que entró al confesionario fue Armando, mi marido.
"Padre, tengo un problema", "¡Ya lo creo, hijo!" dijo el sacerdote moviendo su tranca dentro de mi agujerito posterior, bueno "agujerito" es un decir.
"Mi problema, padre, es mi esposa", comenzó Armando.
"¡Y que lo digas, hijo mío!" aprobó el sacerdote, con demasiado énfasis para mi gusto. Pero una no puede enojarse con el dueño de la polla que tiene en el culo, y menos aún si se trata de una polla bendita. Así que me limité a apretársela un poco, y seguir escuchando.
"A ella le gusta mucho mamarme el nabo, padre"
"Cuida tu lenguaje, hijo, recuerda que estás en la casa de Dios", dijo el sacerdote que había comenzando un suave vaivén dentro de mi orto de devota feligresa.
"Ella me lo quiere mamar muchas veces por día, padre." Las manos del sacerdote me apretaron más los melones. Mis pitones se habían puesto a mil. Para estar más cómoda me saqué la remerita, dejando los tetones al aire, y me recosté sobre el padre, apoyando mi nuca en su cuello. El sacerdote apreció la entrega afectuosa de mi gesto y aumentó un poco la frecuencia de sus vaivenes. Continuó jugando con mis pitones.
Bueno, que ahí estaba yo, en tetas y con la poronga de mi padre confesor en el culo, escuchando la confesión de mi marido. No sé por qué, pero al tener esa imagen, me corrí. Creo que el ver a mi marido tan obsesionado conmigo me resultó demasiado romántico.
Después me desmonté, porque sentí que tenía que hacer algo, y arrodillándome entre las piernas de mi confesor me di a mamarle la verga, para estar en tema con la confesión de mi esposo. Así, de modo silencioso, lo acompañaba, como siempre.
La erección del santo varón era imponente, las venas recorrían la extensión de su potente virilidad, y al pensar en el celibato forzado a que son sometidos los siervos de Dios, tuve un arrebato de compasión y empeñé los mejores esfuerzos de mi boca, de mi lengua y de mis manos, en consolar al que tenía a mano. Por un momento, acaricié la idea de encarar la cruzada de premiar con mis servicios a todos los sacerdotes de la ciudad. Pero cuando empezó a brotar el semen del santo hombre, comprendí que no podría abocarme a semejante tarea épica, pues no podría tragar tantos litros de leche sin engordar. Pero bueno, fue un pensamiento espiritual, nomás, sin consecuencias.
La voz de mi marido continuaba reflexionando sobre si no estarían bien tres o cuatro mamadas por día, en vez de las seis o siete que a mí me gustaba hacerle. El sacerdote estaba empezando a comprender su punto de vista, ya que yo había comenzado con mi segunda mamada.
Yo recorría con la lengua, de la raíz hasta la punta, el pringoso instrumento. Creo que el ámbito religioso del pequeño confesionario me inspiraba. Así que me empeñé nuevamente, y en tan sólo diez minutos logré que brotara nuevamente el divino líquido. El sacerdote quedó derrengado en su asiento, y a duras penas le indicó la cantidad de padre nuestros y ave marías a mi esposo,
para que rezara, pero su voz al hacerlo era lastimosa.
Después que se fue Armando a cumplir su penitencia, yo me quedé un ratito más en el confesionario, para que no me viera nadie al salir, ya que no quiero sentir la envidia de la gente por mi condición de feligresa avanzada. Y, ya que estaba, volví a ocuparme de la clerical polla de mi confesor.
Me trepé sobre los muslos desnudos del padre, y mientras procuraba animar su polla, le introduje un pezón en la boca, para que el santo hombre tuviera algo en que entretenerse y no me interrumpiera en mi confesión.
Le conté lo bien que me había ido cuando acompañé a mi cuñada en su salida con dos amigos, y cuan amiga me hice de uno de ellos, mientras mi esposo dormía, pensando que yo estaba auxiliando espiritualmente a su hermanita enferma. La boca del confesor comenzó a cobrar vida sobre mi pezón. Y su polla pareció con ánimos de retornar a la actividad, así que seguí acariciándola mientras continuaba con mi confesión.
Estuvo de acuerdo conmigo en que nada de lo que le contaba había implicado riesgo alguno para mi virtud de esposa fiel. Al menos eso me pareció, porque no sacó la boca obturada por mi gordo pezón, y su polla se fue irguiendo decididamente. Lo que para mí son señales de aprobación, así que ya podía ir pajeándole el nabo.
Pero cuando le conté los buenos momentos que había pasado con mis dos nuevos amigos en el departamento de Gustavo, cuya polla parecía la de un dios griego, el miembro del padre tomó tal rigidez que sentí un religioso deseo de honrarlo con mi boca. El problema era como mantenerlo callado. Al final la solución que encontré fue en ponerme en un sesenta y nueve cabeza abajo, con la cara del sacerdote entre mi culo y mi concha. Pero cuando sentí los apasionados modos con que su boca besaba mis dos intimidades, no pude seguir confesándome y me prendí a su bolla para mamársela en correspondencia, mientras con ambas manos se la sobaba, como para que fuera soltando sus jugos. Los míos estaban derramándose por toda la cara del pastor de almas, haciéndome sentir extasiada por el fervor religioso que nos embargaba. Así que llevada por el entusiasmo, comencé a darle conchazos en el santo rostro, mientras me corría, porque la situación tenía un no se qué de erótica, especialmente cuando comenzaron a entrar los chorros de semen en mi ávida boca. Mientras los iba degustando y tragando, pensé que era como la ostia, que no debía morderse hasta que se iba disolviendo en la boca y una la tragaba. Sentí que, de algún modo, estaba teniendo una comunión con el padre.
"Tú tendrías que familiarizarte con el sexo tántrico, para encausar tus ímpetus, hija mía..." dijo el hombre de paz, antes de que ya vestida con mi habitual decoro, me retirara del pequeño recinto religioso, dejándolo despatarrado y con los hábitos vueltos del revés. "No se olvide de echarme sus habituales bendiciones nocturnas, padre" le dije con un mohín mimoso antes de volver a correrle la cortina. Me pareció que me contestaba con un gemido.
Y me fui a averiguar donde podría aprender eso del sexo tántrico. Me pareció que sería una cosa espiritual también.
Gracias por tus cartas, fervoroso lector, que me resultan tan confortantes en medio de este martirologio que constituye la fidelidad de la mujer enamorada de su esposo. Puedes continuar enviándomelas para comentar estas confesiones nunca mejor empleada la palabra- que siento que valoras tanto como yo, a bajosinstintos4@hotmail.com