Demasiado tímida para oponerme (22)

Armando, mi amado esposo, me recrimina las frecuentes mamadas que le hago. El cree que seis mamadas diarias son demasiadas. Así que lo convenzo de que vayamos a lo del doctor Vergudez, sexólogo, para que lo saque de su error.

Demasiado tímida para oponerme (22)

Por Bajos Instintos 4

bajosinstintos4@hotmail.com

Una visita al sexólogo.

El hecho de que mi adorado esposo Armando anduviera tan desconcentrado me preocupaba. Él lo atribuía a las varias mamadas que yo le venía haciendo por día, pero a mí eso me parecía un disparate. Esas son efusiones propias de una mujer enamorada. Una forma de mostrar adoración a su esposo. Ningún hombre debería quejarse de semejantes demostraciones de afecto. Su padre y su hermano, sin ir más lejos, nunca se quejaron. Pero claro que ellos tienen una contextura más fuerte, si sabes a que parte me refiero. Por otro lado su hermano Miguel, luego de pasar dos semanas en casa, comenzó a mostrar signos de desconcentración mental. Acaso ambos sufrieran de una rara enfermedad familiar. Pero no podían haberla heredado del padre de ambos, porque a don Marcos, nunca había visto que le pasara semejante cosa. Pero también es cierto que lo visitábamos de vez en cuando, si yo hubiera estado todos los días con él, tal vez habría observado el mismo síntoma. En fin, un misterio.

Como Armando insistía en que el asunto tenía relación con nuestra vida sexual, las pajas, mamadas y todo eso, decidí cortar la cosa por lo sano y lo convencí de que deberíamos visitar a un sexólogo. Esperaba que así se le fueran esas tontas ideas de la cabeza.

Yo estaba un poco resentida por su creencia, así que no le hice la tercera mamada del día, y nos fuimos a lo del especialista, con quién teníamos cita a las 14. Me puse mi mejor remerita sobre mis tetones desnudos, ya que al estar tan parados no necesitan sujetador, y a mí me gusta como respiran bajo la tela livianita. El único problema con esas remeritas era el talle, ya que cuando las compré, mis tetonas medían dos talles menos. Así que me quedaban un poco cortitas, dejando mi ombliguito al aire, y me marcaban quizá demasiado mis gordos pezones, además de colgaban verticales de mis grandes tetas, haciendo que mi estómago estuviera bien aireado también. Aunque en los colectivos cuando me aferraba al barral superior, el señor que estaba sentado al lado de donde yo estaba paradita debía tener una vista fantástica de la parte de debajo de mis pechotes. Pero yo nunca tuve problemas con eso, si bien he observado muchas caras coloradas, y ojos como huevos fritos espiando hacia arriba, y alguna que otra erección bajo esos pantalones, después de cinco minutos de eso. Pero no era mi problema si algún señor, bueno, todos los señores se empinaban con la vista. Así que dejaba que mis tetones bailaran libres bajo el impulso de los vaivenes del vehículo. Recuerdo en particular el caso de un señor que me dio la impresión de haberse corrido a los quince minutos de esa situación, porque se le congestionó el rostro, y de la cúspide de la carita que se le había formado en los pantalones comenzó a brotar una sustancia pringosa y blanca, que bajaba, semejando la imagen de las cumbres nevadas de los Alpes. Yo nunca me hice problema por esos pequeños incidentes sufridos por el pasajero del bus al lado de cuyo asiento me había parado.

Lo que sí me traía problemas era la faldita cortona, también comprada cuando mi cola era dos talles más chicos. Ahora parecía un culo imponente, amenazando con reventar la breve faldita. Debo reconocer que mis glúteos son soberbios, y sin duda ejercen un poderoso atractivo sobre los hombres. De modo que no es raro que alguna mano traviesa le propine alguna caricia inocente, o a veces no tan inocente, como en este viaje en viajábamos Armando y yo rumbo a la consulta sexológica. Armando no se había dado cuenta, pero el señor que estaba detrás de mí me estaba metiendo mano en el culo. Yo procuré disimular la situación, para que no se armara un escándalo. Me pregunté si ese señor se habría dado cuenta de que Armando era mi marido. Y me parece que sí, que se había dado cuenta. Pero igual me seguía metiendo mano. Yo traté de seguir una conversación normal con mi Armando, pero la mano que acariciaba sensualmente mi cola, como dándose un gran gusto, me desconcentraba un poco. Pronto sentí su mano piel a piel contra mi culo, ¡el desgraciado me había levantado la parte de atrás de la faldita! Sentí que me había puesto colorada, pero por suerte Armando no pareció advertirlo. Menos mal, porque imaginé que Armando hubiera sido capaz de matar a ese atrevido, si se hubiera dado cuenta de lo que le estaba haciendo al culo de su mujercita.

Fue un viaje largo y veníamos todos muy apretados, de modo que el sinvergüenza tuvo mucho tiempo para manosearme las nalgas desnudas. Su mano se sentía caliente y audaz; y cuando se introdujo hasta alcanzar la entrada de mi vagina, me di cuenta de que tenía la braguita empapada. Y tras la mano vino la polla suave y caliente. ¡Ese hombre no tenía prudencia alguna! ¡Había sacado su enhiesto aparado del pantalón y me lo estaba restregando en la unión de las nalgas! Temerosa de que mi marido advirtiera algo, me dije "acabemos con esto rápido" y eché el culo para atrás, de modo que el audaz señor se diera cuenta de que no pensaba detenerlo. Y sentí su mano separando la braguita a un costado para que su gorda polla tuviera el paso expedito. Lo que no pude controlar fue la emisión de un pequeño gemido cuando sentí que me estaba penetrando. "¿Te sentís bien, mi vida?" me preguntó solícito el amor de mi vida. "S-sí" logre jadear "es que hace un poco de calor aquí..." Armando trató de tranquilizarme: "aguantá que ya falta poco, cielo" Y yo aguanté. Todo lo que pude. Porque el atrevido debió haberle escuchado también, y comenzó a cogerme con un ritmo más activo, que se iba incrementando a pasos agigantados. Si yo no hubiera salido con mis altos tacos aguja el hombre habría tenido grandes dificultades para hacerme lo que me estaba haciendo. Pero yo nunca salgo sin mis tacos aguja porque me gusta la elegancia que le dan a mis piernas. Y además una nunca sabe lo que puede pasar.

Advertí que tantas fricciones en mi dulce cuevita podían llevarme por un mal camino, corriendo el riesgo de cometer una infidelidad, de modo que concentré mi mirada enamorada en el rostro del hombre de mi vida, mientras el serruchar se estaba haciendo frenético. Las mujeres infieles no miran con tanto amor a sus maridos, pensé, viendo su rostro sonriente. Los porongazos estaban entrando y saliendo como Juan por su casa. Y me pareció que la expresión de amor en mi cara se había ido convirtiendo en una expresión bobalicona. Porque con tanta deleitosa fricción en las profundidades de mi intimidad, la vista se me había desenfocado un poco. "Jul" me dijo Armando, "te estás poniendo algo bizca, mi amor..." Y yo abrí la boca para contestarle, pero no me salió nada porque yo, durante los orgasmos, los tenía con el aliento contenido. Y estaba teniendo uno en ese preciso momento. No pude ver la expresión del rostro del amor de mi vida, porque mis ojos se habían vuelto vidriosos, al sentir los chorros de semen que me estaban llenando las profundidades de mi concha. Me aferré al brazo de mi hombre, temerosa de perder el equilibrio y continué mi orgasmo, con las paredes de mi vagina apretando espasmódicamente al grueso invasor, como para sacarle hasta la última gota de leche. Luego el atrevido me la sacó, seguramente para guardarla en el pantalón, me bajó la parte de atrás de mi braguita roja, y me dejó una tarjetita entre el elástico y la piel. Yo agradecí al cielo, y a la presencia cercana de mi marido, la firmeza con que mi espíritu se mantuvo lejos de los pensamientos infieles. "Otro triunfo de la virtud marital, sobre los intentos avasallantes de los hombres", pensé. Después, con disimulo, saqué la tarjetita de mi braguita y la guardé en mi carterita, porque me dio no sé qué airarla. Me había quedado la curiosidad de conocer la cara de mi casi abusador que ya se había perdido entre el montón de pasajeros apretados.

Cuando bajamos del vehículo ya estaba bastante repuesta. Armando protestó por el apiñamiento que habíamos tenido que sufrir, "¡Qué barbaridad tener que viajar así, apretados como sardinas!" "¡Hasta me pareció sentir olor a pescado!", agregó irritado, "¿Vos no lo sentiste, cielo?" "Para mí estuvo bien" le contesté con sencillez, mientras sentía el semen caliente ir escurriéndose de mi vagina. Por alguna razón que escapaba a mi entendimiento, estaba ligeramente cachonda.

Caminamos las dos cuadras que nos llevábamos a lo del sexólogo. Como mi faldita es bastante cortita, mis muslos están muy a la vista desde casi su comienzo. Lo cual era una inconveniencia en ese momento, porque el semen del atrevido visitante de mi intimidad, estaba quedando a la vista, en su camino orientado por la fuerza de la gravedad. Confié en que se fuera secando antes de llegar al consultorio.

El sexólogo resultó ser un hombre más bien bajo, de aspecto circunspecto. Lo encontré cierto parecido con Woody Allen, lo que me decepcionó un poco. No es que supiera como trabajan los sexólogos, pero tenía la impresión de que si una debía mostrarles los genitales o lo que fuera, tenía derecho a esperar que al menos fueran guapos. Pero después me enteré de que no iba a tener que mostrarles mi genitales, estos profesionales no trabajan así, y me decepcioné un poco más.

Nos fue guiando al consultorio, y podía sentir sus miradas en mi culo, lo que me parecía muy bien, ya que si un hombre no es sensible a las bellezas de la naturaleza femenina, ¿para qué se haría sexólogo? Me gustó cuando el profesional recorrió mi figura de arriba abajo, deteniéndose en mis melones de un modo apreciativo, y todo como una mirada casual, que mostraba delicadeza profesional. Con eso se anotó un punto en mi concepto, por lo cual caminé delante suyo bamboleando el culo, segura de su interés médico.

En las paredes del consultorio había muchos cuadros, todos ellos de tema sexual, algunos bastante raros en sus propuestas. Por ejemplo, un hombre desnudo, inclinado sobre una mesa, dándole la espalda a otro hombre desnudo con una escoba en la mano. ¿iban a barrer desnudos? Y ¿por qué el primero le daba la espalda al segundo? No entendí. En otro había un hombre atado a lo que parecía ser una cama de tormentos, con un curioso aparato cubriendo sus partes púdicas. Y por un agujero en la parte superior del aparato, salían unos chorros de un líquido blanco que una muchacha, también desnuda, iba distribuyendo en tacitas de té que brindaba a las demás concurrentes. El título al pié del cuadro era "El ordeñador". No entendí. Aunque por un momento me vino una idea tan loca que me ruboricé de sólo pensarla. No, no podía ser, pensé, abandonando la idea que me había sugerido la visión del cuadro.

Armando había recorrido con su mirada indiferente los cuadros, pero se quedó fija en ese, justamente en ese. "Así es como me siento" le comentó al terapeuta. Al hombre le brillaron los ojos, y me dedicó una sonrisa de simpatía. "¿Y cómo es eso? Cuénteme por favor.

"Creo que mi señora me ordeña demasiado, doctor" Yo me ruboricé, dedicándole una sonrisita pícara al especialista.

"¿Y cómo es que ocurre eso?" se interesó el especialista con su aire circunspecto.

"Me la mama, mientras con las manos me pajea", mi esposo se puso colorado al decir eso.

"¿Con ambas manos?" se alarmó el especialista, seguramente interpretando que mi marido era portador de algo portentoso. Me sentí en la obligación de aclarar la cosa:

"No, con una sola mano me alcanza y sobra, doctor" "Ah", dijo el hombre, y una de sus manos desapareció bajo el escritorio, seguramente para buscar una lapicera.

En una de las paredes había otro cuadro, de una doncella empalada por un toro, con su enorme polla negra. La expresión de la joven era de éxtasis. No me quedó muy claro por qué lado era la penetración. Pero a la chica igual se ve que le gustaba. Este médico me estaba cayendo bien, evidentemente había profundizado en el tema.

"Bueno", reanudó el doctor luego de pensar unos momentos, "eso cae dentro de lo normal"

"¡Ves!" le dije a mi esposo, triunfal.

"¿Qué cosa es normal, doctor?", preguntó Armando que no había entendido si el doctor se había referido a las mamadas o al tamaño de su polla.

"Que se la mamen, señor" Muchas mujeres tienen ese simpático hábito, y gustan de pajear a sus maridos mientras, además, les maman la verga." El lenguaje del doctor me estaba ruborizando. La mano no había vuelto a subir del escritorio, se ve que no había encontrado la lapicera. Pero con la otra mano se las arreglaba bastante bien para acompañar su explicación.

"¿¡Pero seis veces al día...!?" Al especialista se le cayó la mandíbula. "¿¿¿se-seis veces al día???" exclamo sorprendido.

"A veces siete", acoté yo, con modestia.

El especialista pareció quedarse pensativo, concentrado, con la vista perdida en el aire. El brazo que estaba debajo del escritorio comenzó a temblar visiblemente, debía tratarse de una forma de Parkinson. Por eso guardaba la mano debajo de la mesa, no quería que se le notara.

Después de algunos momentos se dirigió a mi marido: debo hacerle una revisación inmediata a su señora, le agradeceré joven que salga unos momentos a la sala de espera"

La preocupación se notaba en el rostro de Armando cuando salió del consultorio. "No se preocupe", el médico lo acompañó con una mano en la espalda, "debe ser una cosa de nada, pero tengo que someterla a algunas preguntas y revisaciones que prefiero sean en ausencia del esposo. Cuando termine, lo llamo. Esto será por su bien" agregó con tono compasivo. "En la recepción hay muchas revistas, puede leérselas todas." Mi marido salió, algo más tranquilo por las palabras del terapeuta.

Cerró la puerta volteó hacia mí, y entonces pude ver una tremenda erección bajo el pantalón. Se acercó hasta dejar su erección frente a mi nariz. Por un reflejo instintivo tragué saliva, entreabriendo la boca. No me pareció mal que el hombre tuviera una erección, ya que si se dedicaba a esa profesión debía ser muy sensible a las imágenes eróticas. Y la imagen mía mamándole la verga a mi esposo debía haberle resultado erótica, quizá.

"¿A usted le gusta mucho mamar la verga de su esposo...?" preguntó sin alejar su tapada erección de mi rostro.

"S-sí" tartamudeé un poco intranquila por la cercanía de su pantalón.

"¿Y le gustaría mamarle la verga a otro hombre, señora?" Su pantalón se acercó un poquito más, y pude sentir el olor de su polla. De un modo inexplicable sentí que mi secreta intimidad se estaba humedeciendo.

"¡Noo, doctor, no creo que me gustara mamársela a otro hombre. Yo sólo amo a mi marido!"

"Descontaba esa respuesta, señora. Pero igual me gustaría hacer una experimento científico, si es que no le molesta..."

"No, si es por el bien de mi matrimonio..." concedí. Acto seguido la polla avanzó hasta tocarme la cara, a través del pantalón se la sentía muy caliente y olorosa.

"Dele, por favor, un besito, para ir tomando confianza..." Después de un momento de vacilación que puede haber llegado tranquilamente al segundo y medio, abrí la boca y le di un beso en el glande. Mi intimidad había comenzado a burbujear, pero es que las conchas no distinguen entre un experimento científico y la vida real. Podía comprenderla, pobre.

Como el hombre no me había especificado la duración del beso, continué con el mismo, esperando a que él me dijera cuando hubiera sido suficiente. Así que mantuve mi caliente boca sorbiendo su glande a través de la tela. El hombre no me dijo que me detuviera, sino que comenzó a frotarme el envuelto nabo por toda la cara. "Se lo está tomando a conciencia el experimento", pensé, mientras trataba de volver a embocar el nado con mi boca. Pero él siguió frotándome la cara a izquierda y derecha. El olor a polla era transtornante, y la situación tenía algo de vejatorio, pero yo sabía que no había tal intención "Es un experimento, Señor" dije dirigiéndome al Señor de las Alturas, y Ël, como siempre, me protegió. Así que sólo me corrí luego de diez minutos más de eso. El doctor debe haber sospechado algo, porque mis manos engarfiadas se aferraron a sus caderas, mientras me corría.

"Muy bien" continuó el médico, "la primera parte del experimento terminó satisfactoriamente" Yo estaba abrumada por el olor a pija, pero me alegró saber que las cosas iban bien.

"Ahora vamos a la segunda parte..." anunció, sacando la polla fuera del pantalón. Me pareció increíble que ese hombrecito pudiera portar semejante polla, ¡y con ese olor...! Los huevos se le veían grandes y peludos. "¿Segura que no experimentó ningún tipo de placer, señora?"

"No" le dije, "porque si hubiera sentido algún tipo de placer eso hubiera sido una infid..." comencé a explicar, pero me puso la polla en la boca, interrumpiéndome.

Y hablando de interrumpir, voy a interrupir este relato, porque se me acaba de ocurrir que tal vez te esté aburriendo con el mismo, como seguramente mi esposo se estaba aburriendo en la sala de espera.

Si me equivoco, y no te estás aburriendo, escríbeme a bajosinstintos4@hotmail.com y continuaré con la anécdota. Pero no lo hagas por delicadeza, por favor. Las mujeres íntegras y fieles no necesitamos que nos compadezcan para tener la conciencia tranquila.