Delicia de ébano

Un cuarentón conoce a una hermosa morena que desde una cama lo lleva a conocer las nubes y las galaxias.

Delicia de ébano

La primera vez me resistí a creerlo, mientras veía cómo se colocaba el bra, me parecía que con esos senos enormes, redondos como dos globos terráqueos con un solo polo de chocolate, iba a ser imposible que pudiera prendérselo por detrás. Pero pudo. Son años de práctica, pensé. Imaginé que luego se pondría la tanguita negra, pero tampoco, se puso la larga falda plisada, los mocasines, la blusa, se arregló un poco el pelo y para qué, si estaba perfectamente peinado, se colgó la cartera, hizo un bollito con la tanga y me la arrojó, como si fuera un mensaje en un papel enrollado y salió de la habitación sin despedirse.

-Llámame antes de las siete- dijo y se fue sin cerrar la puerta.

Como el televisor no funcionaba, y además estaba agotado por una despedida que fue un reto de aversipuedes, simplemente me di la vuelta y me dormí.

Desperté cerca del mediodía, como la puerta estaba cerrada supe que doña Zulema había venido a limpiar y salté de la cama, para huir del olor a cloro y a pino con que ella llenaría todo el aire de la casa. Iba a salir del cuarto pero antes recuperé la tanguita negra y me la llevé al baño, le di un lavado con jabón de aroma de jazmín y la puse a secar entre los vidrios de la ventanita. Era viernes, y para tomarme el fin de semana libre tendría que entregar ocho notas, editar seis páginas adelantadas y dejar lista una serie de fotos para las páginas sociales. Eran las doce de la noche cuando salí de mi trabajo, con los ojos hechos pomada, la espalda aplastada por la derrota de tener que escribir tantas porquerías juntas, sin noticias de mi hija que se había ido a Miami hacía más de seis meses. Rechacé la invitación de Felo para ir a tomar cerveza porque no quería acostarme a las cuatro de la mañana y porque pensaba dedicar el fin de semana a revisar mis viejos apuntes de una novela. Creo que fue esa novela la que originó todo este enredo. Con mis cuarenta y siete años a cuestas, viudo, hosco, solitario y aburrido, me quedé solo en el departamento cuando mi hija Laura se fue a vivir a Miami. Esa segunda ausencia, sumada a la de su madre que había muerto hacía más de cinco años, acentuó mis pocas ganas de vivir y me convirtió en lo que soy, un viejo lleno de costumbres y apegado a su rutina como a una religión. Cuando el jefe de redacción me mandó a cubrir la presentación de un libro de Angela Cádiz, una escritora de novelas policiales, sentí una mezcla de rabia, indignación y deseos de que al hijo de puta le diera un infarto fulminante ahí mismo. El diablo me decía al oído que lo mandara al carajo, pero el ángel, más conservador, me hizo entender que no puedo vivir sin comer y mi jefe, ignorante de mi eterno conflicto con esos dos tipos invisibles, entendió que yo iría de buena gana y, lo que es peor, me puso a leer la maldita novela La noche en que mataron a Lorna Lanton, una trama estilo Agatha Christie con interpolaciones de erotismo barato y sentimentaloide.

Al día siguiente me aguanté una tertulia llena de intelectuales de segunda, una asistente de la escritora que leyó una semblanza de su empleadora, el representante de la editorial, lo de siempre. Grabé todo cuanto me fue posible y fui trazando mentalmente el enfoque de mi artículo, grabé una parte de la breve alocución de la autora y me levanté para irme de ese lugar cuando una muchachita de piel oscura, vestida con una falda plisada estampada y una blusa azul con bordes dorados en las mangas cortas me detuvo.

-Perdone, ¿usted es periodista?

-Sí- respondí mientras la miraba de arriba abajo. No era muy alta, la melena ondulada le caía sobre los hombros como una cascada de azabache, los ojos vivaces y la naricita levemente respingada completaban el conjunto de una carita hermosa, una negrita muy bella, sin duda.

-Oh, mire, no quisiera molestarlo, pero me gustaría conocer su opinión sobre… bueno… sobre esta presentación y sobre la autora… digo… si no le molesta. ¿Usted ya se iba?

Pensé en decirle que cuando leyera mi artículo conocería mi opinión, pero me pareció que sería muy descortés, de manera que le respondí que sí, que ya me iba, pero que podía responder a sus preguntas. Fue ella la que sugirió que saliéramos de ese antro de opinólogos, para charlar con más comodidad, dijo, y yo acepté de buena gana porque ahora tenía una excusa válida, más que nada para mí mismo, para abandonar ese lugar donde me sentía sofocado. Ya en la calle, ella sacó de su mochila un llavero y caminó hacia un Daihatsu Cuore rojo y con una seña me invitó a subir. En pocos minutos el autito se estacionaba en el parqueo de una plaza que tenía un café bar llamado Péndulo en la tercera planta. Era un lugar bien diferente de los colmadones donde solíamos ir con Felo a tomar cerveza, no estaba ninguna de las morenotas de pechos voluminosos que él conocía de a tres como mínimo en cada uno de esos lugares de Villa Mella, de Villas Agrícolas o del Ensanche La Fe, o en el colmadón llamado El Triángulo, donde  una prostituta boricua llamada Yocaira siempre se nos acoplaba y a la cuarta cerveza arrastraba al pobre Felo a bailar bachatas de amargue y después se sentaba en su regazo para jurarle amor eterno hasta que nos íbamos.

En fin, solo cuando nos sentamos a una mesa, la muchachita se presentó.

-Yo soy Mahue, mucho gusto- dijo con una inclinación de cabeza. En ese momento apareció el mozo y yo pedí un jugo de cerezas aunque me moría por cualquier porquería que tuviera un poco de alcohol.

-Me llamo Esteban, Esteban Gutiérrez.

-¡Oh! Usted es el editor de espectáculos de El Occidental, no se parece a la foto que aparece en su columna de los viernes.

-Es una foto vieja

-Pero usted se ve mucho más joven así, digo, en persona

-Gracias, supongo que tu nombre debe ser María del Huerto, ¿verdad?

Asintió con una sonrisa y confieso que en ese momento la vi dolorosamente bonita, bellísima. Finalmente sacó un anotador y comenzó a escribir todas las respuestas que le daba. Me explicó que eso era parte de un trabajo de taller de una asignatura de la carrera de comunicación social. Después nos embarcamos, y eso fue lo raro en mí, en una charla sobre la novela policial, y me asombró que esa jovencita de veintiún años supiera tanto sobre el tema. Yo era un desilusionado de la narrativa policial desde hacía muchísimo tiempo, acaso estaba demasiado influido por Bukowski y tenía grandes lagunas sobre los nuevos autores, algo que no me costó confesar y que ella se ofreció a corregir en parte, me dijo que podía prestarme algo de su biblioteca y en fin, cuando ambos miramos el reloj eran casi las once de la noche. Al llegar a casa me tomé la última lata de cerveza que guardaba en el refrigerador y me fui a dormir mientras mentalmente ordenaba los datos de la nota que escribiría sobre la presentación de la jodida novela.

Dos días después me entregaron en la recepción un paquete envuelto en papel de diario, liado con hilo de algodón, era un libro de Eliseo Diego, Caracol beach, y un ejemplar de El evangelio según Jesucristo, de José Saramago, también había dos cajitas de chicle de menta y una notita. “Disfruté mucho de la charla en Péndulo. Me encanta leer y masticar chicles de menta. 809-6367782”. Anoté ese número de celular en mi agenda y guardé los libros en un cajón de mi escritorio. Esa noche fuimos con Felo y Julio Ernesto a un colmadón llamado Doble A, y bajé del auto de Julio frente a casa a las cuatro de la mañana, lo suficientemente borracho como para no recordar el nombre de la morenita amiga de Felo con la que estuve en una cabaña llamada Nuevo Siglo, lo suficientemente sobrio como para saber que sí le había dado tres billetes y que el resto de mi dinero y mis tarjetas estaban en mi billetera. Desde que tuve un accidente hace varios años, dejé de manejar, de manera que si Felo o Julio no me hacen de choferes, gasto una pequeña fortuna en taxis.

Era viernes otra vez, la tarde en que me dijeron que en la recepción una joven quería hablar conmigo, como tenía pereza para bajar, le dije a la telefonista que la dejara subir. Imaginé que sería una de las tantas modelitos de agencia que traían sus currículos o alguna promotora de eventos que trataría de convencerme de que le guardara un espacio, de modo que seguí trabajando y me llevé una sorpresa que casi se pareció a un susto cuando vi aparecer a Mahue en la redacción. Tenía puesto un pantalón negro ajustado, una camiseta marrón aterciopelada de mangas cortas con pancita afuera, la misma mochila de la vez anterior y zapatos de taco chino, su larga cabellera ondulada parecía brillar más que la vez anterior.

Respiré aliviado cuando vi que la silla de Felo estaba vacía y supe por el reloj de pared que Julio aún no había llegado. Lo último que hubiera querido hacer era tener que darles explicaciones a esos dos libidinosos que me preguntarían cómo me había acostado con Mahue, si le había hecho sexo oral, cuántas veces, y terminaría como siempre, inventando para que me dejaran tranquilo. Mahue vino a invitarme a una proyección de los cortos de Chaplín que organizaba un cineclub que ella y un grupo de estudiantes habían formado recientemente. Esa tarde me esforcé en terminar temprano y, antes de las ocho, estaba montado en un autobús rumbo a la universidad mayor y aunque me perdí un par de veces, finalmente pude encontrar la salita donde se proyectarían las películas y me senté en un rincón, temeroso de desentonar entre tantos jovencitos. Dos muchachas se me acercaron y me preguntaron si yo era el periodista amigo de Mahue. Dije que sí y ellas me estrecharon la mano y excusaron a mi “amiga”, que vendría más tarde porque estaba en una clase, me hablaron del proyecto del cineclub, me contaron que tenían algunos títulos conseguidos, como Las alas del deseo, de Wim Wenders, y El huevo de la serpiente, de Bergman, y me recalcaron varias veces que era el primer cineclub organizado por mujeres. En ese momento recordé el autito que tenía Mahue, y me di cuenta de que estas jovencitas, aunque estudiaban en una universidad pública, económicamente no estarían tan mal si andaban en este tipo de actividades. Debo decir que el niño que vio por primera vez a Chaplín en un viejo cine de la calle Lincoln, en los años sesenta, se sentó conmigo a disfrutar de las peripecias de Carlitos vigilante y, como no me había sucedido en mucho tiempo, reí como si la vida jamás me hubiera provocado siquiera un par de tropezones. Mahue apareció casi al final de la sesión, me saludó con mucha amabilidad y me ofreció llevarme a casa después de dejar a sus amigas. Todo cuanto estaba viviendo me resultaba increíble. Una muchachita preciosa que olía a menta, a nardos amanecidos, me trataba como a un igual y yo, viejo lobo del páramo acostumbrado a olfatear las trampas antes de que me las quisieran poner, me estaba dejando llevar sin saber exactamente qué hacer. Cuando llegamos a mi departamento eran casi las diez y media. Mahue hizo un comentario de que le dolía la cabeza porque no había probado una gota de café en todo el día. Me pareció una descortesía no ofrecérselo.

-¿Y no será una molestia para tu esposa, o para tu familia?

-No hay ni una cosa ni la otra- aclaré –soy viudo desde hace más de siete años y mi hija vive en Miami.

Mahue arqueó las cejas en expresión de asombro.

-No lo puedo creer- dijo y la noté muy apenada.

Aceptó subir y se asombró de lo ordenado que estaba el departamento. Le aclaré que no era obra mía sino de doña Zulema, que venía tres veces por semana. Puse a funcionar la cafetera eléctrica gracias a que había luz en ese momento y en pocos minutos el aroma de café se impuso al de pino artificial con que doña Zulema había limpiado.

Mahue bebió su café en silencio y se fue inmediatamente, como si de pronto hubiera recordado un urgente compromiso. Esa noche vi dibujos animados en la tele hasta la una de la mañana y después me dormí.

Aunque ni Mahue ni sus amigas me lo pidieron, puse en el periódico una nota sobre el cineclub y aunque me repetí a mí mismo una y mil veces que no perseguía ninguna clase de segunda intención con eso, esperé durante dos días que ella, o alguna de sus amigas, me llamaran pero no, parecía que yo había cesado para ellas a partir de la noche de los cortos de Chaplín.

Esa noche me senté en el comedor de mi casa, con las hojas amarillentas escritas a máquina hacía varios años y comencé a revisar por enésima vez los apuntes de mi proyecto de novela. A las once sonó el teléfono y ese sonido me sacó del mundo en que me había refugiado y, antes de atender, descubrí que el manuscrito en realidad ahora me gustaba.

-Soy, yo, Mahue, perdona la hora, ¿qué estás haciendo? Ne te desperté ¿verdad?

-No, no, estoy bien despierto, estaba releyendo un viejo manuscrito de

-¿De qué?

-De… un proyecto de novela que quise escribir alguna vez… cada tanto lo releo con intención de terminarlo pero siempre hay algo que

-Oh, no me digas que a ti también te sucede, ¿y cómo va a ser? Mira, yo también vivo postergando algunas cosas, me encantaría conocer ese manuscrito ¿crees que es posible?

En ese momento se fue la luz y la oscuridad parecía acentuar la sensación de misterio que me embargaba mientras hablaba con Mahue sobre un manuscrito que jamás había compartido con nadie.

La charla telefónica continuó durante más de media hora, finalmente Mahue cortó la comunicación con la excusa de que no quería ser responsible de que yo no durmiera. Y realmente me costó dormirme.

El domingo en la tarde decidí que quería ir al cine, ver una película de suspenso, o una de acción aunque ahora los verdaderos astros son los efectos especiales, y finalmente me encontré, antes de las siete, en la fila de una de las salas del Palacio del Cine, llevé un sueter anudado al cuello como precaución contra el frío y me dispuse a ver una película sobre un criminal en serie que finalmente resultó ser un fiasco. Para resarcirme decidí caminar hasta la hamburgusería más cercana y, en la esquina de una plaza llena de locales de cristal aceleré el paso ante un auto que me tocaba bocina. Aunque ya había alcanzado la acera opuesta los bocinazos seguían y me di vuelta con la mejor cara de energúmeno porque nada me molesta más que un auto jorobando con su bocina, cuando advertí que era el carrito mínimo de Mahue. El corazón me dio un vuelco. Me acerqué sorprendido.

-Ven, acompáñame- pidió ella con un mohín imposible de rechazar.

-¿De dónde vienes? ¿Tenías una cita? Está bien, no tienes que contestarme, era una broma, mira, tengo que ir a devolver unos apuntes, ¿tienes tiempo?

-Oh, sí, claro- dije y me noté a mí mismo envarado, cohibido como un adolescente.

Mahue siguió hablando, me agradeció la nota puesta en el periódico, me contó que al día siguiente tenía una entrevista de trabajo en una agencia de publicidad, hasta que finalmente llegamos a un edificio de apartamentos cerca del malecón y ella me dejó en el auto y regresó en menos de cinco minutos.

-¿Te parece que veamos tu manuscrito?- preguntó sin preámbulos y yo, que estaba completamente descolocado, sin poder creer que esta niña me estaba  tratando como a un igual en lugar de un venerable anciano como yo me sentía hasta ese momento, asentí con la cabeza porque casi no tenía palabras.

Ya en la casa ella preparó café, nos sentamos en el living y la contemplé mientras leía en silencio las hojas amarillentas llenas de enmiendas hechas con bolígrafo rojo hacía una eternidad. Cuando hubo leído, con sorprendente rapidez, casi diez o tal vez doce páginas, comenzó a hacerme preguntas sobre el proyecto y ahora sí pude hablar con soltura. Noté en ese momento que el vestido enterizo que llevaba puesto era de confección casera, sin mangas y con la falda por debajo de las rodillas.

-Tengo sed- dijo ella -¿qué tienes en la nevera?

-Ve a ver- la invité. Y ella fue y volvió con una latita de cerveza. Dijo que el proyecto era en verdad muy interesante y que debía obligarme a terminarlo. Entonces se fijó en mi biblioteca, vio el viejo wincofón en una esquina y la pila de viejos discos de vinilo y lanzó una exclamación.

-No me digas que esta cosa sí funciona.

Asentí con una sonrisa. Ella tomó un long-play al azar y me lo alcanzó. Puse a andar la antigüedad y en pocos minutos una olvidada melodía de Frank Pourcel se dejó oír nítida, como si de pronto hubiéramos retrocedido a los años sesenta. Mahue me tomó de la cintura y comenzamos a bailar mientras las notas de Playas somnolientas me traían recuerdos adolescentes. Ella olía a jabón de limón, a champú de manzanilla, dimos un lento giro y trató de acomodar un largo mechón que le tapaba un ojo, quise ayudarla con un dedo pero acabé tomándole la barbilla, la sostuve un momento y la besé lentamente, con el mismo ritmo de la melodía que ahora se había apoderado de nuestros pasos y nos hizo pasar por las sillas del comedor, volví a besarla dos veces más y la sentí como una golosina de hojaldre que crujía con levedad entre mis brazos, apetitosa y dulce y perfumada y sabrosa y fueron sus dedos los que me liberaron lentamente de mi camisa y en el trayecto hasta mi dormitorio dejamos una huella de ropas, mis pantalones, mis zapatos, sus sandalias, mis medias, su vestido. Mientras ella se recogía el pelo con ambas manos terminé de desnudarla, desprendí con cuidado el sostén de encaje y dos lunas chocolatadas e ingrávidas se dibujaron entre mis manos y me invitaron a saborear su misterio, la deliciosa tentación de su suavidad, la tanguita mínima, casi adherida a su pelvis como una segunda piel, me dio un poco de trabajo, mi lengua inventó en sus pezones la miel y la ambrosía, descendí por el valle de su vientre aduraznado hasta un sexo que olía a lirios bañados en sales marinas, recorrí esos bordes con la frución con que se degusta un higo agridulce mientras la sentía gemir con absoluta displicencia, tracé con mis yemas infinitos senderos sobre el triangulito oscuro de su sexo y acaricié con la punta del pulgar la entradita más pequeña hasta que las contracciones de su sexo empapado se convirtieron en latidos y Mahue gimió y soltó un gritito apagado y retiró con sus manos mi boca de su sexo. Sentí sus pezones todavía endurecidos cuando se refugió en mi pecho, recuperó el aliento y me colocó sobre su cuerpo, como un velero que después de un prolongado letargo en el muelle vuelve a navegar, cerré los ojos mientras me hundía lentamente en un abismo de azúcar, de terciopelo, sentí que un raro y adorable sortilegio me devolvía la fuerza del viento, la mujercita que se movía bajo mi cuerpo era toda suave, toda tibia, toda encendida, mie dientes aprisionaron suavemente sus botoncitos de chocolate y me sentí diluir en un orgasmo que parecía no tener fin, abrí los ojos y al ver el brillo de su carita y la cascada de su pelo revuelto sobre la almohada, la ternura me traspasó el corazón con la más punzante y encantadora de todas sus astillas. Mahue me dio la espalda, la abracé desde atrás, ese culito firme como una fruta apenas terminada de madurar me acarició la pelvis y en pocos segundos nos quedamos dormidos. La llamé al día siguiente a la hora que ella me pidió que lo hiciera y me preguntó cómo me sentía.

-Maravillosamente.

Ella colgó de inmediato. La semana transcurrió lenta, eterna como la desolación, sin que yo me animara a llamar al celular que ella me había dado. Llegué a pensar que tal vez había sido una alucinación pero al llegar a la casa me convencía de que las alucinaciones no dejan su tanga a propósito, si esa tanga era real era porque Mahue existía.

El domingo en la mañana, casi al mediodía, cuando el café amargo terminó de despertarme después de una noche de bachata y colmadón, el timbre del departamento sonó de manera desacostumbrada, pensé que tal vez sería la vecina evangélica de al lado que venía a traerme uno de sus folletos pero al abrir Mahue entró sin saludar, casi como una tromba.

-¿Estás enojada?

-¿Por qué no me llamaste?

-Yo

Cuando me miró a la cara sus ojos fueron desdibujando lentamente su expresión de furia.

-¿Estás asustado?

Asentí.

-Perdóname, debí darme cuenta de que tú

No la dejé continuar, comencé a besarla con furia, como si quisiera devorarme esa boquita deliciosa. Ella recostó su cabeza en mi pecho y después se separó.

-Tú tienes algo mío, y no me lo has devuelto, mira- dijo y se desprendió la faldita que llevaba puesta y la dejó caer sobre el piso. No había nada debajo. Como si bruscamente hubiera recuperado mis energías juveniles sentí una erección inmediata, instantánea y no pude resistirme, la cargué en mis brazos y la llevé al dormitorio, sentía la tentación de morder esos glúteos tersos y firmes, vi cómo se le ponía la carne de gallina al contacto de mi lengua, me tomé todo el tiempo del mundo para explorar ese sexo que mi saliva iba poniendo brilloso hasta que Mahue pidió

-Ahora, amor- al tiempo que se abría como se abre una ventana para dejar que se vea el más tentador y misterioso de todos los paisajes. Sentía la punta de mi pene hundirse en un abismo enmantecado y después giré hasta colocarla sobre mí para despojarla de su blusa y liberar sus esferas chocolatadas, ahora Mahue me cabalgaba y era como una princesa, una amazona de ébano que me convertía en su pegaso y mientras sus pezones esclavos de mis dientes se agigantaban en mi boca dejé que mis manos aprisionaran ese culito brilloso y firme como una fruta tropical, me contuve todo lo que pude y solo cuando la sentí gemir y aflojar el ritmo de sus embates me permití vaciarme en un clímax tan increíble como una fantasía. Estuvimos en la cama hasta la tarde, al anochecer, muertos de hambre, salimos a comer y Mahue me trajo hasta la casa después, casi a las nueve, para decirme otra vez que la llamara al día siguiente antes de las siete.

Desde ese día he terminado de convencerme de que sí es cierto lo que sucede, que no estoy fantaseando cuando Mahue me llama poco antes de las ocho para decirme que ya está en mi casa, que ya ha preparado un daiquirí o un martini para esperarme, una vez simplemente dijo dorado y cereza, y colgó, y solo cuando mi lengua ávida recorrió sus pezones y encontró el botoncito de ensueño de su sexo entendí que el dorado era la lencería de la que la había desnudado y la cereza el sabor del masajito con que se había empapado los pezones y la cuevita. La hice venirse y después la penetré despacio, hasta que noté que el orgasmo reciente la mantenía todavía excitada y aceleré mis estocadas y me detuve varias veces, eso parecía excitarla todavía más, hasta que primero ella, después yo, tuvimos un orgasmo que nos dejó exhaustos, como si hubiéramos escalado una montaña. Lo que realmente excita a Mahue es hacerlo en el balcón del departamento cuando se va la luz, en la madrugada, al principio me daba corte por pensar que si la luz volviera alguien podría vernos, pero después me las ingenié para colgar sábanas y cortinas que nos mantendrían a cubierto. Mahue se fue de vacaciones a su casa en el interior y regresó una tarde, después de veinte días. Si bien nos mantuvimos comunicados por teléfono y por mail, su ausencia me pesaba más de lo que yo mismo quería admitir. La encontré una tarde esperándome a la vuelta del periódico, hermosa en un conjuntito de falda y chaqueta blanca que acentuaban su negrura de ébano. Fuimos a una cabaña y nos acariciamos largamente, como para convencernos de que estábamos juntos de nuevo, mi lengua soñó sobre su piel con todas las diabluras posibles, recorrí sus glúteos con lentitud, la abrí de par en par y la empapé despacito mientras sentía cómo esa grutita áspera y cálida se dilataba de a poco, hasta que en un momento ella levantó el culito y me pidió que entrara, la penetré despacio, con suavidad, hasta que ella comenzó a moverse más rápidamente, entonces, temeroso de lastimarla me puse boca arriba y ella se acomodó de espaldas y se lo fue introduciendo con una mano mientras me pedía que la sostuviera. Esta vez sentí cómo entraba mi pene en ese agujerito apretado mientras ella se masajeaba el clítoris con los dedos, hasta que el culito comenzó a latir y Mahue gimió porque su orgasmo se venía inexorablemente, y yo esperé a estar seguro para sacárselo y vaciarme en el aire y sentí que mi placer se parecía a la más adorable forma de la saciedad, y al mirarla a los ojos sentí tanta ternura, que la besé en la mejilla.

No sé cuánto tiempo más durará esto, y en verdad tampoco me preocupa. Mahue no se ha mudado aun conmigo pero pasa tres o cuatro noches a la semana en mi casa, a veces solo va al departamentito que alquila a buscar ropa o a trabajar con su computadora, porque allí casi nunca hay apagones, pero si hay anuncio de lluvia viene a dormir conmigo porque dice que no puede dormir sola cuando llueve. He tenido que aumentarle el sueldo a doña Zulema para que se encargue de la ropa de Mahue, aunque en realidad no es mucha la ropa que se le ha agregado a sus tareas, porque cuando estamos solos, a Mahue le encanta andar desnuda por toda la casa.