Delectación morosa

Un pausado viaje sensorial hacia mi hombre.

Delectación morosa

Estoy ante la ventana, afuera el aire huele a humedad tibia y a lo que huele el pasto cuando se corta tras la lluvia. El sol se está poniendo. La lluvia ha sido larga y apacible como el tenue y acompasado goteo que se filtra entre la roca de las grutas. El viento ha arrastrado consigo el olor a tierra y tezontle mojado; el sabroso perfume de hojas machacadas, la pesada fragancia del viento caliente.

Adentro huele el incienso de sándalo ardiendo en la mesilla de la sala, distingo aún el ligerísimo rastro a pino de la última limpieza, complementado por el persistente olor a resina de la leña apilada en el pequeño escalón, bajo la breve y redondeada chimenea de barro. En la cocina el horno está encendido y sin verlo, sé que se cocina pan de hogaza, sobre la hornilla humea la sopa de cebolla y el dulce de guayaba con canela. En la mesa los jarros me brindan el adictivo y evocador perfume del café. Tomo asiento ante el jarro que despide vapor, y me llega de pronto el sabido y distinto olor a humanidad... lo sigo hasta la alcoba y entonces te huelo.

Entonces te aspiro, te inhalo, te respiro en todo... y estás cerca. Me deleito con rastro del aroma a la humedad de tu cabello dejado en nuestra almohada, con el residuo de talco en tus zapatos, con la tenue fragancia del jabón que siempre usas, mezclada con el efluvio inconfundible que despide tu piel cuando te exitas.

En el exterior el espacio se cubre de un atardecer polícromo, matizado e impreciso como un paisaje surrealista. Desde esta otra ventana descubro que el horizonte no es una línea sino una franja indistinta en tonos mate. Las enormes jacarandas son una colección erguida de ramas con formas caprichosas copeteadas de lila, y con muy ocasionales manchones verde olivo. Las sábilas que sembramos se coronan con su floreada antorcha rodeada de abejas. El suelo de tezontle rojizo, tierra y pasto forma un tapete magistral e inimitable. Los charcos, formados en el suelo por la lluvia, se absorben lentamente, repitiendo el perpetuo idilio entre el cielo y la tierra. El cielo está aún nublado, sin embargo, la luz solar penetra la exigua capa de nubes y refulge sobre las gotas que han quedado sobre las hojas de las sábilas.

Dentro, en casa, los colores son siempre placenteros: el ladrillo cocido de la pared, el piso de barro en que jugamos a ratos, las cortinas de manta cruda que escogimos, el tapete de lana de la sala ¿te acuerdas...?, la madera encerada de los muebles, los cuadros que saturan las paredes. En nuestra alcoba continúa el muestrario tonal que va del beige al terracota ¿o del hueso al sepia? La cobija de lana sobre el lecho, la pantalla de amate de la lámpara, el rara vez usado reloj de arena sobre el tocador, y frente a éste, está el banquillo tapizado de yute. Tu libro viejo, encuadernado en rojizo cuero, descansa sobre la mesa de noche de la izquierda. La cabecera es un rectángulo de cedro, los cojines redondos y color ladrillo, y para culminar, está sobre el baúl el antiguo radio de caoba con mecanismo de bulbos de la abuela. Todo es acogedor, todo tostado y mate como tu piel...

Entonces te observo y redescubro la amplitud de tu sonrisa. Tu sonrisa es como la primera sonrisa del mundo, siempre nueva, como el sol cuando amanece, la aurora siempre es la primera aurora. Me deleita ver el color de tu piel, la línea de tu espalda, o la cicatriz de tu vientre al dar la vuelta tu desnuda silueta recostada sobre el lecho. Te apreso en mis recuerdos como fotografía en el álbum, para recurrir a tu imagen en las horas libres.

Allá afuera el aire es se desliza lento y sedoso. Sobre el suelo irregular de poroso tezontle se destacan las sábilas lustrosas, entre el nudoso tronco de ése árbol cuyo nombre no sabemos y el rayado tronco del plátano con sus lisos renglones. Cerca, nuestra rígida banca de madera estrena hoy un cojín de flor de jacaranda sobre el cual duerme el gato.

Aquí dentro, sobre el suelo tu ropa yace arrugada y vacía de tu contorno, sin la cálida textura que te forma. La cama está tendida bajo tu cuerpo, el tejido de nudos de la lana contrasta con la sábana de suave franela, con el tocador en el que por debajo del barniz aún se pueden seguir las vetas con las llemas de los dedos. Me descalzo y camino sobre el tapete que hace a la vez cosquillas y masaje, me acerco.

Entonces te toco. Mis manos se demoran recorriéndote y el continuo roce de la dermis de tu muslo clama por ser eternamente dulce.

..

adivinándote, esculpiéndote a besos te cobijo las caderas. Sobre el mullido lecho palpo el contorno de tu torso, el pliegue de tu brazo, la tirantez de tu cuello cuando descansas -como ahora- con la cabeza reclinada hacia atrás... rozo con mano lenta, aunque con una presión ligera, la humedad de tus mejillas, tu cabello lacio sobre la almohada, tu pecho que asciende y desciende bajo mi cabeza recostada. Te circundo y me detengo en tanto mi cuerpo se arrolla para volver a ti.

Entonces te paladeo, te lamo, te muerdo.

Afuera el sonido de la lluvia fue nítidamente diferenciable del bullicio que ahora hacen las hojas al arremolinarse por el tenue contacto con el viento. El sol aún no termina de ponerse. Se escucha el revolotear de las abejas en torno de las sábilas, el susurro apenas perceptible de las flores de jacaranda al caer sobre las hojas en el suelo, el trino de ese pájaro que siempre nos sorprende por el parecido que guarda con el timbre del teléfono. Oigo la típica orquestación de tarde, una tarde apacible como tu.

Adentro, en la estancia, suena el disco que me diste, el segundero del reloj en la pared de la cocina, el burbujear de las ollas en la estufa, el movimiento de las cortinas causado por el viento. Escucho mis pasos ascender hacia la alcoba, en donde además de tu respiración, percibo el resbalar de mis pies sobre el tapete, el crujir de la tela del sarape cuando te vuelves y hablas...

Entonces te escucho: tu dices mi nombre y continuamos sin palabras hasta el mutuo desenlace, en el lecho inundado de ecos satisfechos, del sonido de la uña resbalando sobre piel, del caer de los cojines sobre el suelo, pero además, de olor a tórtolos, de color tierra, de nuestro tembloroso contento y tu corriente fluyendo entre mis cauces.

El sol se pone por fin y nosotros sólo somos uno al caer la noche, y nos sorprende el vivir amargo de los hombres y la soledad del mundo, y sobre todo la crueldad de las ventanas que siempre muestran lo de fuera.