Del otro lado de la pared
El vivir en un apartamento donde se comparte un ducto de ventilación, puede hacernos conocer intimidades que...
DEL OTRO LADO DE LA PARED
Por Amadeo Pellegrini y Ana K. Blanco
Dedicado a Jano
Cuando fuimos a vivir en lo que había sido un vetusto inquilinato de Palermo viejo, reconvertido varios años después en salón comercial al frente y media docena de pequeños departamentos al fondo vinculados por un largo pasillo común, la vivienda contigua la ocupaban los Guong, una familia de asiáticos, posiblemente coreanos:
Aquella familia, compuesta por una joven mujer y sus cuatro hijas, según supimos después- permanecía en Buenos Aires esperando trasladarse a los EE.UU para reunirse con el marido, que trabajaba allá, cuando éste consiguiera el permiso de residencia definitivo.
A los orientales resulta difícil acertarles la edad, pero la mujer, de baja estatura y renegridos cabellos lacios, no debía tener, -de acuerdo a mis cálculos-. más de treinta y cinco años y las hijas, la mayor entre catorce y quince en tanto la más pequeña alrededor de diez.
Gozaban sin duda de buena posición económica porque todas vestían bien aunque ninguna trabajaba. Las chicas sólo asistían regularmente a una de las academias de lengua inglesa del Barrio.
Se mostraban muy amables y corteses con todos los vecinos aunque no mantenían trato ni amistad con nadie. Nosotros sólo veíamos a las chicas cuando iban a clase o cuando salían de compras, el resto del tiempo permanecían en la casa. Únicamente los domingos madre e hijas salían juntas para ir hasta el locutorio vecino a hablar por teléfono a Estados Unidos.
Por la disposición interna de ambos departamentos, los baños estaban conectados a un mismo conducto de ventilación. El deficiente aislamiento acústico de ese hueco, permitía escuchar todo lo que ocurría en la otra vivienda.
Como entre ellas hablaban en su idioma nativo, Noelia, -mi esposa- y yo no teníamos posibilidad de enterarnos de lo que conversaban, pero si bien sus palabras resultaban ininteligibles, ciertos sonidos que nos llegaban con claridad, revestían, en cambio, significados concretos, inconfundibles e inequívocos.
Enseguida, los ruidos que oíamos a través del indiscreto tubo de aireación nos permitieron saber, que el baño era usado también como cuarto de castigo, tal vez debido al espacio reducido de la vivienda que contaba apenas con dos habitaciones y una diminuta cocina. Allí las muchachitas recibían bastante a menudo las maternales azotainas de la señora Guong
Los chasquidos que, mezclados con el griterío de la víctima, atronaban el espacio, resultaban por demás elocuentes. No se trataba de un juego, ni de una parodia, eran el producto de sabios azotes administrados con calma oriental.
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Confieso que al principio aquellas palizas me resultaron chocantes, no resulta agradable oír gritos de dolor de nadie, aunque a fuerza de escucharlos uno termina acostumbrándose a ellos, en especial al advertir que las supuestas víctimas actúan normalmente de acuerdo a la edad, pues también oíamos sus juegos, cantos y risas, así como las veíamos con una permanente sonrisa en los labios.
En mi caso las azotainas me despertaban curiosidad sobre los motivos o las faltas y cuán serias o graves resultarían, para que nuestra exótica vecina las sancionara con tan recios azotes.
A Noelia, en cambio, cada azotaina la transfiguraba, le alteraba el ritmo cardíaco, le aumentaba la efusión de adrenalina, en una palabra le provocaba una revolución interna, muy difícil de explicar para ella y más difícil de entender para mi.
Le cedo el espacio para que ella lo exprese con mayor claridad.
No me gustaba vivir en aquel barrio. Nos mudamos sólo porque Lisandro había insistido en el lugar por la comodidad que representaba poder movilizarse a pie a su trabajo.
Nuestras vecinas la señora Guong con sus cuatro hijas, todas muy jóvenes, bonitas, educadas y sobre todo reservadas. Aunque no hablo una sola palabra de taiwanés, mi inglés no es tan malo así que cuando tenía oportunidad de encontrarme con ellas y cambiar algunas palabras así pude conocer algunos detalles de sus vidas, como que su papá residía en Estados Unidos y ellas estaban esperando su residencia y en tanto aprovechaban el tiempo estudiando inglés.
En una oportunidad las crucé en el pasillo, mientras regresaban. Nos saludamos, en ese momento advertí que la madre iba con cara de enojo mientras las chicas lo hacían con la cabeza gacha.
Una vez en la calle me di cuenta que había olvidado las facturas que debía pagar, de modo que regresé a casa.
No bien entré al pasar frente a la puerta del baño oí como la vecina estaba reprendiendo a alguna de las hijas, por supuesto no entendía nada de lo que les recriminaba la señora Guong, pero el tono de su voz no dejaba lugar a dudas.
Me quedé allí tratando de descifrar lo que ocurría entre ellas y no tardé en oír unos chasquidos seguidos de lamentos por el ruido deduje que se trataba de una mano abatiéndose repetidamente sobre la piel.
Mi morbo comenzó a funcionar, supuse que aquello se tratada de una paliza en toda regla de modo que pegué mis orejas a la banderola para asegurarme y no perder detalle.
No sé porqué, pero las expresiones, el tono empleado por los orientales induce a pensar que están permanentemente enojados, aunque no sea así, pero ese día la señora Guong se notaba especialmente enfadada.
La azotaína duró unos quince minutos durante los cuales mezclados con los chasquidos de los azotes, se oyeron primero los gemidos y por último llantos de dolor.
No soy metida, pero aquella zarabanda me excitaba incitándome a querer saber más. No me preocupaba en ese momento entrometerme en la intimidad ajena aunque me intrigó después la causa de mi excitación.
En cierto momento advertí que la llorosa se retiraba de allí pero la señora Guong no había dejado de reprender a otra de las hijas.
Los azotes no tardaron en recomenzar, reconocí en medio de las súplicas la voz de una de las mayores.
Esta vez los golpes resonaban con más fuerza y durante los quince o veinte minutos que duró la azotaína, también cambiaron los sonidos de los azotes, de modo que supuse que la chica estaba siendo azotada con diferentes instrumentos.
¡Por Dios! ¡Qué excitación me poseía! En mi mente imaginaba a la señora Guong con la hija sobre sus rodillas nalgueándola de firme con la mano en tanto la pobre pataleaba y lloraba.
Al percibir luego sonidos más secos supuse que reemplazaba la mano por algún objeto de madera: un cepillo, tal vez .
Absorta en lo que sucedía del otro lado de la pared perdí noción del tiempo. Cuando tomé conciencia de ello Lisandro estaba a mi lado.
-¿Qué ocurre? ¿Qué hacés en el baño? ¿Te sentís mal?
-No no, estoy bien. Pero no te imaginás lo que acaba de pasar con nuestras vecinas Escuchá
Lisandro es el hombre que amo y lo amo porque es especial. Creo que debe de ser el único hombre en la tierra y en el universo que me permite expresarme de la forma que lo hago: avasalladora, entreverada, nerviosa procuro decirle mil cosas en un minuto y que además me comprenda. Él me deja hablar siempre, pero demora en responderme porque, supongo yo, necesita traducir lo que digo a un idioma coherente, interpretar lo que dije, pensar la respuesta adecuada para que no me enoje y luego expresarse claramente para que yo pueda entender. No es una tarea fácil ni es para cualquiera, por eso lo amo.
Le expliqué lo sucedido y la extraña emoción que me había embargado mientras esa mujer azotaba a sus hijas al imaginar la forma en que lo hacía.
El bueno de Lisandro me miraba sin compartir mi exaltación, aunque trataba de comprenderme. No entendía porqué tenía aquel extraño brillo en los ojos, ni aquella particular forma de relatar los hechos con tantos detalles.
Lo sucedido pasó para él como una anécdota más, pero no para mí. A partir de aquél día viví pendiente de todas las conversaciones, tonos de voces, ruidos, en fin todo lo que sucedía en aquella vivienda
Y después, cuando él llegaba yo me apresuraba a contarle lo sucedido. Una pregunta rondaba continuamente en mi cabeza: ¿Porqué me excitaban tanto esos azotes y aun con sólo pensar en ellos? ¿Qué sentirían esas chicas cuando eran azotadas? Y más aún ¿Qué sentiría yo si me azotaran? Este tema me obsesionaba al extremo que a veces me costaba dormirme. En mi fuero íntimo deseaba fervientemente ser azotada como lo eran esas jovencitas, pero no me animaba a confesárselo a Lisandro.
¿Qué pensaría de mí? Probablemente que era una degenerada o una desviada sexual, así que prefería hablarle del tema a ver si él se daba cuenta de lo excitada que me ponía cuando se lo contaba. Pero no él sólo me escuchaba hablar, me sonreía con esa sonrisa pelotuda que tanto amo, y nada más.
¡Qué días difíciles pasé! y qué noches insomnes sin que nada calmara mis ardores, ni siquiera hacer el amor con él, porque a nuestra relación le faltaba algo: los azotes.
Un atardecer, salí al pasillo a tomar un poco de fresco y al asomarme vi a la señora Guong con el rostro sombrío y una gruesa correa en la mano.
Mi corazón comenzó a palpitar de una forma incontrolable cuando escuché unos pasos apresurados por el largo corredor: era la mayor de las chicas Guong. A medida que se acercaba la madre levantaba el tono de voz mostrándole la correa.
No bien cerraron la puerta tras ellas, marché corriendo al baño. Sólo percibí la voz maternal y en tono apenas audible la chica le contestaba con monosílabos.
Como mi oído estaba ya entrenado, las seguí hasta que llegaron al baño. Poco después escuché como la mano de la mujer caía sobre las nalgas de la chica.
Luego de la mano, comenzó a caer sobre la jovencita la temible correa. El sonido de la lonja de cuero era algo diferente, y los gritos de la chica también. Imaginé aquel culito cruzado por franjas rojas en diferentes sentidos.
En determinado momento la azotaina se detuvo, pero solo para reanudarse un momento más tarde, con algún objeto más rígido pues los golpes resonaban secos retumbando en aquella estrecha habitación. Los sollozos de la muchachita no ablandaron a la mujer, que con voz dura y tono severo continuaba reprendiéndola
En esa oportunidad esperé a Lisandro más ansiosa que nunca. Cada segundo me parecía una eternidad. No bien abrió la puerta me arrojé en sus brazos y comencé a besarlo de una forma frenética y desaforada. Estaba fuera de mí sin poder evitarlo.
Este hombre maravilloso con el que comparto mi vida no entendía nada, aunque agradeció y retribuyó con creces mi demostración de cariño.
Le conté lo sucedido mientras cenábamos, y le seguí contando cuando nos acostamos. Estaba tan nerviosa, tan deseosa de una azotaína, de saber qué se sentía, era tal mi grado de excitación que en un arranque de valentía mezclada con locura y lujuria, con la voz temblorosa por la que podría ser su reacción, le pedí a Lisandro que me azotara.
.Amor no puedo más. Quiero saber que se siente, porque esto se ha convertido para mí en una obsesión. Por favor ¡azotame!
Me miró como si yo estuviera loca. No sabía qué hacer, lo había tomado totalmente de sorpresa. Así que simplemente lo miré a los ojos, rocé mis labios en los suyos, y me crucé sobre sus rodillas luego de mirarlo con todo mi amor Como siempre, tardó unos minutos en reaccionar. Comenzó a frotar mis nalgas y a darme unos más que tímidos golpecitos en la colita. Cuando se animó a bajarme la ropa interior sentí como que quedó paralizado Él sabe cuán impaciente soy para todo, así que como por instinto comenzó a nalguearme.
El primer azote fue sencillamente delicioso, me picó pero no me dolió, y las endorfinas comenzaron a liberarse por cantidades enormes y mi gozo era cada vez mayor. Sentir la piel enrojecerse, sentir cómo la sangre se agolpa en ese lugar, la sensación que da el contacto de la mano con la suave y delgada piel de las nalgas, sus caricias para enfriar en algo el calor producido por el azote, el picor mezclado con el dolor y el placer. Un cóctel de emociones y sensaciones totalmente nuevas y maravillosas para mí y también para él, que al ver mi reacción ante las nalgadas dadas con su mano tuvo el suficiente coraje para vencer preconceptos y, finalmente, sacarse el cinturón que yo le había regalado con este secreto fin.
Oír correr el cinto por las presillas del pantalón, escuchar el chasquido que hace el último tramo al ser liberado, sentir cómo lo dobla en dos mientras mira con deseo, amor y pasión las nalgas de la mujer que ama y que se le entrega como una ofrenda sagrada para goce de los dos.
En efecto, aquellas azotainas de la señora Guong excitaban a Noelia, como acaba de explicarlo. Yo tardé en comprender quizás por ser corto de entendederas o porque ella por timidez o vergüenza no se atrevía a revelarme sus deseos secretos.
Lo cierto es que, como durante la semana pasaba gran parte del día fuera de casa ocupado en mis negocios, me perdía la mayor parte de las palizas de nuestra vecina, claro que cuando regresaba a casa, Noelia después de besarme, con ojos brillosos y lujo de detalles me refería todo lo que había oído desde nuestro baño, agregando sus propias opiniones. Y una vez acostados continuaba con el tema y sus comentarios. Comentarios que casi siempre terminaban con el mismo interrogante: ¿Qué se sentirá con los azotes?
Hasta la oportunidad que, Noelia asomada al pasillo, vio a la señora Guong en el umbral de su departamento, con una gruesa correa en las manos esperando el tardío regreso de la hija mayor.
La azotaina que tuvo lugar más tarde la perturbó tanto que su excitación alcanzó la cima, porque esa noche no habló de otra cosa, hasta que en un incontenible rapto de deseo, enronqueciendo la voz me pidió que la azotara
No me resultó, fácil complacerla. No, al menos la primera vez. Recién al contemplar el níveo trasero de Noelia ofrecido en su divina desnudez, -visión que me provocó un estrecho nudo en la garganta-, advertí la poderosa sugestión del castigo dado o recibido y me decidí.
Percibí su agitación, advertí la ansiedad o del miedo que emanaba de su cuerpo Vencí, por fin mis escrúpulos, enarbolé el doblado cinturón, el mismo que ella me había obsequiado para descargarlo sin demasiada fuerza ni convicción sobre las dos masas que trémulas aguardaban el contacto del cuero.
Las respuestas de Noelia expresaban una voluptuosidad hasta entonces desconocida para mi, también para ella, pues hasta ese momento sólo había intuido, aunque no experimentado, el extraño placer erótico que encierran las azotainas, antes, durante y después
Luego hicimos el amor como nunca lo habíamos hecho, coronando así una noche memorable, para nosotros y seguramente también, del otro lado de la pared, para la señora Guong y su hija mayor, aunque por diferentes motivos.