Déjate puesta la gorra.

Juegos en el despacho. Sabella y Dan se han reencontrado, pero el marido de la Coronela Bragas de Hierro llegará esta misma noche. Es mejor que aprovechen el tiempo que les queda.

-¿Qué no quieren regresar…? Me está diciendo, Capitán Stillson… que esos chicos llevan MESES haciendo oposiciones a la expulsión, y cuando organizan una marimorena que hace prácticamente forzosa la misma, ¿resulta que mágicamente cambian de opinión y quieren quedarse?

-Me temo que es cierto, señora… ¡señor!.

-Esto es asombroso… ¡y delante de mí, quítese la gorra! – El capitán Daniel "Dan" Stillson hizo ademán de quitarse la gorra al tiempo que su superior, la teniente coronel Slade intentó quitársela con un golpe de su vara de mando, vara y dedos llegaron a la visera al mismo tiempo, y Dan recibió un varazo en los nudillos que le hizo ver las estrellas hasta el codo. El rostro de la mujer, a quien los muchachos llamaban "Coronela Bragas de Hierro", se contrajo visiblemente de preocupación, y estuvo a punto de tomarle la mano y besarle los dedos, pero la cercanía del asistente de Stillson, en el antedespacho, la hizo contenerse. – Mueva la mano. Los dedos. Flexiónelos… ¿puede moverlos? – Dan asintió, haciendo lo que le pedía, y Sabella logró camuflar su dolor bajo un interés frío y meramente profesional a haber podido romperle los dedos al capitán. – Si se hubiera quitado la gorra nada más entrar en mi despacho, Capitán, esto no habría ocurrido. Y ahora, dígame qué le han dicho Rieguer y su panda de gamberros, palabra por palabra.

Rieguer era un joven recluta del campamento-escuela militar Fuerte Bush III. Dicho campamento había dejado de ser la vergüenza del sector Acuario y un lastre para el Imperio sólo a partir de los últimos días. La Coronela había llegado para imponer orden en él y poner a todo el mundo firme… pero mientras los soldados se ponían firmes, ella se había derretido por completo en brazos de su amor de juventud, su ahora subordinado, el capitán Stillson, tras haber aclarado la conspiración que los había llevado a enemistarse siendo poco más que niños. Naturalmente, los nuevos métodos disciplinarios impuestos por la Coronela Bragas de Hierro, no habían sido del agrado de los reclutas, acostumbrados ya a una vida cómoda y a no hacer más esfuerzos de los estrictamente necesarios (tales como levantar la pierna para accionar el cierre automático de los cordones de las botas, o mover el brazo para llevarse la cuchara hasta la boca). Enfadados ante el drástico cambio de vida, parte de los reclutas, comandados por Rieguer, habían decidido presentar rebeldía y dar la nota para intentar hacer quedar mal al capitán Stillson delante de la Coronela… pero la cosa se les fue de las manos y la montaron mucho más gorda de lo que querían.

Stillson había dado la cara por sus reclutas como responsable de su vandálico comportamiento, pero, contrariamente a lo que todos esperaban, la Coronela no había cargado contra el capitán al que parecía tener tantas ganas, sino contra los reclutas. Y según le explicaba ahora Stillson, aquello parecía haberles picado el amor propio, porque le habían rogado una segunda oportunidad. Querían cumplir la condena que la Coronela les había impuesto, pero también deseaban quedarse y ser mejores, como soldados y como personas.

-Increíble… quién iba a decir que esa recua de antropoides irresponsables, tenía su poquito de orgullo

-Señor, me han entregado una carta para usted. En ella informan a sus padres de todo lo sucedido, dicen que quieren hacerlo ellos personalmente antes de que lo haga usted… sólo le piden que la firme, si está conforme con cómo lo cuentan y les permite quedarse para cumplir su castigo.

La Coronela tomó el bolígrafo digital y lo enfocó a la pared para leer la carta. Con un estilo ciertamente peloteril, pero de honroso fondo a fin de cuentas, los muchachos contaban, sin omitir nada, lo que llamaban su "pésimo y pueril comportamiento", y hacían a sus padres propósito de enmienda, si "la estricta, pero siempre justa, Coronel Slade, juzga que somos dignos de una segunda oportunidad". La citada estricta, pero siempre justa, sonrió con picardía. "Qué sinvergüenzas… si no firmo esto, quedaré como una traganiños". Dan esperaba su juicio, y sonrió aliviado al ver que ella activaba la opción de marcar cambios en el archivo, y con su propio bolígrafo, estampaba su firma digital en el documento láser, agregando una posdata: "Ellos y yo sabemos que ésta, será la última oportunidad que necesiten". Sin dejar de ser cordial, enviaba a los chicos un ultimátum terminante. El cuento de la misericordia, no les funcionaría una segunda vez.

-Capitán Stillson, es cierto que los chicos se aprovechan de que en el fondo, no tengo mal corazón… pero su deseo de corregirse, les disculpa de su atrevimiento. Puede que sólo tengan miedo de sus padres, pero eso implica que no todo les importa un comino, que tienen ganas de quedar bien ante alguien, no quieren volver a sus casas como fracasados, de una patada en el culo… tienen amor propio, y eso es un comienzo. Y eso, ha tenido que inculcárselo alguien… - le miró de tal modo, que Dan sintió que rompía a sudar – No esperaba menos de usted. Le felicito, Capitán Stillson.

Dan y ella se habían acercado el uno al otro hasta casi tocarse y se miraban con verdadero deseo. Cualquiera que les hubiera mirado en ese momento no hubiera dudado que la relación entre ambos cargos iba mucho más allá de lo profesional, de hecho, parecían hacer esfuerzos para contenerse, para no abalanzarse apasionadamente el uno contra el otro. Sabella miraba la boca de Dan y sus ojos, alternativamente, y había empezado a acariciar con suavidad su vara de mando, de arriba a abajo, sin darse cuenta de que lo hacía. Dan miraba la boca entreabierta, de labios húmedos, de su superior y se relamía, mientras sus manos enguantadas se apretaban en sendos puños, que se adelantaban, dirigiéndose a las caderas de la Coronela, mientras él los contenía una y otra vez y de su pecho se escapaban respiraciones hondas que intentaba disimular, y su mirada traspasaba las ropas de Sabella. Ella podía notar cómo sus pezones se ponían erectos sin tocarlos, sólo bajo la mirada fogosa de Dan, y se hacían apreciables aún bajo la guerrera. La Coronela, ya con la espalda erguida, hizo hacia atrás los omoplatos para que sus pechos resaltaran más aún, y Dan pensó que daría media vida por estrujarlos en ese mismo instante y hacerle el amor salvajemente, sin desvestirla, sobre la mesa de su despacho. Una finísima gota de sudor, casi inapreciable, se deslizó por su sien, y Sabella pareció devorarla con la mirada, ansiosa por lamerla… A Dan se le estaban escapando directamente gemidos y le pareció que estaban teniendo sexo sin ni siquiera tocarse, su pene estaba empezando a agitarse y a pedir sitio peligrosamente en sus pantalones, cuando

-¿Señor? – el ayudante de Stillson dio dos golpecitos en la puerta abierta y se situó junto a su Capitán, quien se volvió de no muy buenos modos.

-¡¿Qué quieres?! – masculló Dan, con los dientes apretados. Habían tenido que venir a fastidiarle uno de los momentos más lujuriosos de su vida.

-Eh… lo siento, señor, pero me han dado éste mensaje para la Coronela, señor. Me han dicho que es urgente.

-¿Pa… para mí? – Sabella estaba colorada como un tomate y con la respiración desordenada. El joven soldado asintió y le entregó la tarjeta digital, intentando no pensar porqué la Coronela Bragas de Hierro daba el aspecto de acabar de haberse masturbado. La mujer la tomó y la orientó hacia su mano para leerla, y ahogó un grito.

-¿Malas noticias, Coronel? – preguntó de inmediato Dan. Sabella estuvo a punto de contestar pero entonces se quedó mirando al asistente de Stillson, que seguía allí, sin dar muestras de querer perderse la novela. Dan le fulminó con la mirada – Gracias, soldado, puede retirarse – sonrió falsamente el Capitán, haciendo gestos de ahuyentar con la mano. El joven pareció un poco fastidiado, pero saludó y se marchó. Ya a solas, Sabella confesó.

-Mi marido estará aquí esta noche.

-¿¿Qué?? – Sabella estaba casada. Según ella, no era más que un matrimonio de conveniencia, no se amaban y apenas se habían visto ocho veces en los cinco años que llevaban de casados, pero eso no hacía que ella estuviese menos casada a los ojos de Dan. - ¿A… a qué viene aquí? ¿Por qué ahora? ¿Para cuánto tiempo viene? – Stillson era consciente que se estaba poniendo un poco eléctrico, pero no podía evitarlo; la idea de que ella estuviese casada con otro hombre sólo en casos muy puntuales le resultaba morbosa y excitante… la mayor parte del tiempo se sentía un traidor y un canalla por cometer adulterio.

-No lo sé, Dan, sólo sé que viene, y cálmate, no dramatices… es mi esposo, no mi padre. Y a mí me fastidia su llegada más que a ti, puedes creerme. – Sabella le miró con esos tiernos ojos verdes de sirena y Dan hizo un cómico gesto de dolor sin contenerse. La coronela podía emitir fuego con la mirada cuando le daba la gana, pero también era capaz de irradiar tanta ternura como para hacer llorar a las piedras, y Dan comprendió que, aunque a él pudiese darle miedo o respeto la llegada de su marido, para ella iba a ser un auténtico fastidio. El capitán sabía qué quería ella de él en ese momento, y, aprovechando que su asistente ya se había marchado y que la tarde estaba bastante avanzada como para no temer ninguna interrupción más, se acercó más a ella.

-Está bien, si va a estar aquí en unas horas… mejor si aprovechamos el tiempo, ¿verdad? – susurró, con la voz tan cargada de lascivia que hubiera podido derretir queso. La coronela sonrió y, sin soltar su bastón de mando, lo abrazó y Dan prácticamente la embistió contra la pared de su despacho, en medio de un furioso beso en el que le metió la lengua casi con ferocidad. - ¡Espera, espera…. Ponte la gorra! – pidió ella. Dan sonrió, tomó su gorra del suelo y dando una risita que pareció un rugido, la embistió de nuevo.

Stillson sintió su lengua apresada entre los labios húmedos y cálidos de su superiora, ella lo abrazaba, apretándole contra su cuerpo, acariciándole la espalda, abrazándole con una pierna, hasta que el propio Dan la cogió de las nalgas para auparla y le abrazó entre ellas, frotándose ansiosamente uno contra el otro. La tontería de llevar puesta la gorra, con eso de que ella siempre insistía que se la quitara en su presencia, le estaba excitando de modo increíble, y al parecer, también a Sabella, que gemía y reía tan bajo como podía mientras él le besaba el cuello a chupetones, bajando en busca del escote

-Aaah… somos… somos unos locos, Capitán Stillson… ¡mmmmmh! Po-podría vernos alguien… recibir una llamada, o… no, no siga, por favor, capitán… haaaaaaaaaah… - a Dan se le escapaba la risa, apretando del culo a Sabella, remangándole la estrecha falda para descubrir las bragas que, pese a su apodo, no eran en absoluto de hierro, sino que le encantaba usarlas cuanto más finas y suavecitas mejor. – Capitán, ¿qué me está haciendo…? Ooooh, por favor, soy una mujer casadaaa…. Mmmmh… y su superior… - Su esforzado parloteo, no era más que parte del juego que se traían ella y Dan. A Stillson le encantaba sentirse mandón y superior, a ella le encantaba regodearse en la idea de que estaba siendo infiel a un marido al que no amaba y que le había sido impuesto por su padre. Sí, era en estos casos cuando Dan también encontraba excitante la idea de la infidelidad, pero en ese momento, remangando su falda, había llegado por fin a la ropa interior, y ya no estaba para pensar.

-Coronela, pero qué vergüenza, está mojada… - musitó, muy cerca de su oreja, y a Sabella se le erizó toda la columna de gusto al sentir las palabras perforando su cerebro. – No finja que no le gusta, señor… mire, sus bragas están empapadas… - los dedos de la mano derecha de Dan acariciaron muy suavemente, rozando sólo con la punta, la entrada del sexo de su coronela, metiéndose por dentro de la tibia y goteante prenda íntima. Sabella gimió sin poder contenerse y se tapó la boca, con la cara roja de placer, era tan maravilloso cuando Dan la tocaba, las cosquillas le recorrían el cuerpo entero y su cuerpo parecía desconectarse de su cerebro, embriagado de gusto. Dan notaba el flujo de su superior escurrirse muy quedamente sobre sus dedos, mientras ella le miraba con los ojos entornados y la respiración agitada, rogando con todo su cuerpo que la hiciese feliz una vez más…. Era más de lo que podía soportar, aunque tuviese ganas de seguir jugando, la sentó sobre la mesa del despacho y se abrió los pantalones mientras ella asentía ansiosamente con la cabeza y se desabrochaba la guerrera, para dejar libres sus pechos, cubiertos sólo por un sostén transparente.

"Qué mala eres, tú has venido ya preparada para jugar, sabías que esto iba a pasar, me… me has seducido una vez más" Pensó confusamente Dan al mirar los pezones, rosados y tan erectos que amenazaban romper la finísima tela del sujetador. Al capitán le costaba creer que ella se pusiese aquél tipo de ropa interior simplemente para sí misma, como ella le decía… más bien pensaba que se la ponía con toda intención cuando tenía ganas de Dan, o cuando notaba que él tenía ganas de ella, lo que sucedía de forma muy regular. Fuera como fuese, Stillson no pensaba poner pegas porque ella quisiese alobarle con esas ropas, sino que se lanzó a apretujar sus pechos mientras se frotaba contra su sexo casi desnudo, con las finas bragas echadas a un lado.

-Ooooh… Dan, no me andes con jueguecitos…. Mmmmh… ¡Te quiero dentro YA! – exigió Sabella, espoleándole con las piernas. El capitán dejó escapar una risita, retrocedió levemente para orientarse y pegó un golpe de caderas, ensartándola hasta el fondo de un solo viaje. - ¡MMmmmmmmmmmmmmh…..! – Sabella tuvo que apretarse contra él y enterrar la cara contra su pecho para ahogar el gemido que le taladró la garganta, y Dan la vio convulsionarse y poner los ojos en blanco…. La coronela se sintió estremecer, un latigazo de placer delicioso explotó en sus entrañas y azotó todo su cuerpo, de la nuca a los tobillos, hasta los dedos encogidos de los pies… hasta su clítoris titilante, borracho, ahíto de gozo. Su sexo dio convulsiones y su respiración desordenada se convirtió en un jadeo, mientras Dan, maquinalmente, había agarrado el bolígrafo digital de la mesa y acababa de grabar en holograma aquél momento, y luchaba ferozmente contra el deseo de eyacular. Su mano mantenía el bolígrafo cogido casi en calambre, mientras Sabella jadeaba mirándole, temblorosa, con los ojos entornados y una abierta sonrisa de gustito

-Daaan… Dan, mi vida… - Sabella le lamió la boca y muy tiernamente metió su lengua entre los labios de Stillson, mientras le abrazaba por las nalgas, metiendo la mano entre el pantalón flojo, y le apretaba, animándole a moverse. Dan, aún hechizado por lo que acababa de ver, pero obedeció a sus ganas y empezó el suave movimiento, sabiendo que no le faltaba mucho… en efecto, su cuerpo ansioso, y su cerebro emocionado le hicieron sentir el dulce picorcito que antecedía al orgasmo apenas a la tercera embestida. La coronela le apretaba contra él, sonriéndole, y Dan se apoyaba en la mesa con una mano, mientras con la otra apretaba los pechos y los pezones de Sabella, alternativamente. "Se ha corrido nada más metérsela…" pensaba, embobado, recordando las dulces caritas de sorpresa, gozo, satisfacción, bienestar… que ella había puesto. Sus ojos muy abiertos, y enseguida poniéndose en blanco, su cuerpo tensándose y relajándose por el placer…. ¡ah, qué precioso había sido! ¡Y qué placer estaba sintiendo él ahora mismo…! Sentía su miembro dulcemente apresado, abrazado, abrigadito… cada movimiento era una tortura de placer, un deseo dulce y travieso de querer a la vez correrse y no correrse, y por eso se frenaba, intentando hacerlo lo más despacito que podía

Sabella temblaba entre sus brazos, tan sensible después del orgasmo… quizá no se corriese otra vez, pero le estaba dando un gusto inmenso también a ella, la coronela le cubría la cara de besitos, le daba pequeñas lamidas por las mejillas, la nariz, los párpados… y mientras, no dejaba de apretarle las nalgas con la mano libre, mientras que con el brazo derecho le abrazaba por la espalda, pero seguía sin soltar el bastón de mando… por fin, la maravillosa sensación de gusto empezó a ganar terreno de forma imparable, Dan ya no podía detenerse, el placer crecía y crecía, le venía, iba a estallar, ¡qué buenísimo era!, las rodillas le temblaban y todo su cuerpo se derretía de gustirrinín, y por fin, el delicioso picor estalló dulcísimamente en todo su miembro, desde su bajo vientre, haciendo erupción en su glande y derramándose dentro de la coronela, quien gimió entre escalofríos al notar la tórrida descarga, mientras Dan se ponía de puntillas y sus nalgas se acalambraban, apresando a Sabella contra sí, hasta que los dos se dejaron deslizar hasta la mesa, el uno sobre el otro, respirando trabajosamente… ¡qué maravilla!

La Coronela se sentía en la gloria. En realidad, hacerlo en su despacho le daba bastante miedo, pero ahora que se había atrevido a ello, estaba deseando repetir… y preferiblemente, cuando su marido estuviera también en Fuerte Bush III. Qué rabia le tenía a su estúpido marido, si su padre no se hubiera empeñado en que ella se casara, ahora sería una mujer libre, podría divertirse con Dan sin preocuparse de más… y hablando de Dan y su marido… no quería fastidiarle a Stillson su orgasmo, pero… había algo que tenía que saber, y mejor cuanto antes. Y mejor también que se enterara por ella.


Agachado y hecho un lío, ruborizado hasta las orejas y sin saber si reír o ir a la enfermería a pedir una limpieza selectiva de memoria, debajo de la ventana del despacho de la Coronela, estaba Rieguer. El gamberro institucional de Fuerte Bush III, el artífice de todo el lío montado por los reclutas y también el que había tenido la idea de la carta para lograr quedarse, había dicho a sus compañeros que iría a espiar la resolución que tomara la Coronela Bragas de Hierro, y hasta se había comprometido a intentar convencerla en la medida de lo posible si se negaba a darles otra oportunidad.

Así, se había acercado hasta el despacho y había observado a hurtadillas las reacciones de la Coronela mientras leía el escrito, y una sonrisa de alivio se dibujó en su rostro cuando la vio firmarlo… pero cuando vio qué miradas se dirigían ella y el Capitán Stillson, pensó que se estaba volviendo loco… no, no podía ser, aquello no podía ser… ¿Bragas de Hierro, tenía un corazón? Bueno, hay que reconocer que estaba buena, eso sí, pero… ¿Con el capitán Stillson? ¿Con un chalao por la disciplina, Don Perfecto Stillson, Estirado Stillson? Y además, estando casada…. Estaba pensando en aquello, cuando ese mismo Don Perfecto, se abalanzó contra ella como un tigre furioso y se pusieron a tener sexo salvaje en pleno despacho, y Rieguer quería dejar de mirar, quería irse, pero no podía, estaba como clavado al suelo, mirándoles jadear y refrotándose el uno contra el otro. Mientras su cuerpo reaccionaba, su cerebro no acababa de decidir si aquello era en realidad excitante o abiertamente desagradable… ¿eso, era… "follar"? Pues, no acababa de ser como él se lo había imaginado… Desde luego, no era como en las escasas holografías eróticas a las que él había podido echar mano, para empezar… no sabía que se pudiese hacer con tanta ropa puesta

Pero eso, no era lo más alarmante, sino el decidir qué iba a hacer. Rieguer puede que no llegase a los veinte y fuese virgen, pero para otras cosas, no era tan pipiolín. Sabía que la Coronela Bragas de Hierro estaba casada con otro hombre, y el Capitán Stillson no era alguien que a él le cayese esencialmente bien, con sus manías de disciplina antigua, sus maneras de mandón, y sus ansias por "sacar de todos algo de provecho"… Rieguer había intentado librarse de él ya en una ocasión, y había fracasado. Si ahora sacaba a la luz que estaba teniendo una aventura con una mujer casada, que además era la encargada de supervisarle… Sin duda al esposo de la Coronela, le resultaría muy interesante saber eso, y el Alto Mando se cuestionaría qué grado de veracidad tendrían los informes de una mujer seducida…. Y el muy idiota de Stillson había grabado en holograma más de la mitad de la escenita.


-¿Que tu marido es QUIÉN? – preguntó Dan. Se estaba arreglando la ropa, y al oír lo que ella acababa de confesar, sus pantalones cayeron hasta el suelo, dejando ver unos bóxers de color azul pálido a cuadros.

-Dan, por favor… ¡no le elegí yo! No tengo la culpa de que me casaran con Aniano Milar… - Sabella estaba muy fastidiada, pero para Stillson, aquello era una sensación muy parecida a la que producía el mar en las heridas en una ocasión en la que de niño se quemó en la playa: un escozor rabioso. Aniano Milar había sido su rival prácticamente desde que eran críos los dos. Milar era un año mayor que él, y parecía pensar que el puesto de cabo "de facto", que ostentaba Stillson por méritos y notas, lo merecía él sólo por la edad. Mientras que Stillson provenía de una familia humilde, Milar tenía padres ricos que le hacían regalos caros y le llevaban de vacaciones a sitios estupendos, mientras que él, la mayor parte de las veces, pasaba las vacaciones también en Fuerte Bush III, porque sus padres no tenían para mantenerle en casa durante los dos meses de vacaciones, alimentando también a sus tres hermanas… Mientras que él se esforzó como un burro para sacar las notas más altas en infantería, el papaíto de Milar le pagó un acceso en Ingenieros que le valió el paso a Fuerzas Espaciales. La élite del ejército. Milar también había bebido los vientos por Sabella en su juventud, cuando ella y el batallón de chicas fueron a visitarles en el famoso "mes de la Diversidad", cuando se habían conocido, pero la entonces Cabo Bonnetti había elegido a Dan… hasta que se produjo la ruptura. Y ahora que por fin, catorce años después, la recuperaba, resultaba que ella se había ido a casar con su malditísimo rival, que era teniente de Aeroespacial.

-Dan… Lo siento, quizá debí habértelo dicho antes… pero no esperaba ni que fuese a ser preciso que te lo dijese nunca. Tenía pensado pedir el divorcio tan pronto como acabara el período de supervisión en Fuerte Bush III… Quiero a mi padre con todo mi corazón, pero a veces le detesto por endilgarme a ese cretino como esposo.

Stillson pensó que si el marido legítimo de Sabella, un teniente de Aeroespacial, se enteraba de su aventura, le iban a facturar a las Lunas Heladas de los Límites de una patada en el culo. Si el padre de Sabella se enteraba del asunto, iría hasta las mismas Lunas a castrarle con un cuchillo mantequillero, preferiblemente oxidado. Y si el Alto Mando sospechaba que los informes de la Coronela Slade habían sido comprados con sexo, lo menos que le esperaba era ser degradado a soldado raso y cumplir su instrucción con los gelidrógalos caníbales de las mismas Lunas Heladas… Pero de pronto, la idea de estar colocando una cornamenta en la cabeza del marido de Sabella, ahora que sabía quién era, ya no le producía culpabilidad, sino que le resultaba ciertamente… traviesa.