Déjame tenerte, princesa, yo también seré tuya

A Sarah.

Déjame tenerte, princesa, yo también seré tuya.

A Sarah

Ella encontró un escrito mío y dio conmigo. Acepté su invitación a vernos y conversar por curiosidad, por razones tan triviales como que es mujer y que tiene un nombre hermoso y antiguo.

Fue un miércoles. Yo no había tenido un buen día, no sabía a ciencia cierta quién era ella ni qué diablos quería, respondí hoscamente a sus primeros intentos de entablar una conversación trivial y civilizada.

-¿Por qué me buscaste? No escribo para conseguir amantes.

Algo pasó.

El tono de su voz decepcionada, ese "no, si te molesto me voy" que no sonaba a chantaje sino a ternura herida. Respiré hondo. Recordé que todo eso que falla en el día a día sólo falla a causa nuestra, vi que era apenas una jovencita, que tenía una hermosura inquieta, que sabía sonreír.

Yo sabía que le gustaba, que su discreción, su cortesía extrema, era una forma de seducción. Recordé que siempre me habían gustado los hombres y pensé que tal vez no tenía caso hacer caso a esa voluntad de sonreírle, de quedar bien, de reparar el daño y conservarla. No obstante la invité a quedarse, tomé su mano, me disculpé y la autoricé a preguntar lo que quisiera.

Le conté dónde vivo, en qué trabajo, cosas de mi pasado, por qué escribo y sobre qué planeaba hacerlo, para entonces ya la llamaba "princesa". Mi lealtad hacia el hombre con quien tenía un compromiso cedía, mi inquietud por ser ella más joven cayó en moronas ante una dulzura superior a la mía. Me habló de sus estudios, me preguntaba cada tres frases si no me molestaría con ella, si podía tutearme.

Es hermosa, vestía un pantalón entallado de lycra, una ajustada blusa blanca sin mangas, calcetines y tenis, toda una colegiala moderna. Una bella delicia que se interesaba por saber de mi, por dejarme presenciar su pasar por el mundo y compartirlo conmigo.

Pregunté si ella escribía también. ¿Qué le dice uno a un ángel coqueto que responde que le avergüenza hablar de sus cosas? Sin embargo, entre rubores, me dijo que soy en verdad hermosa, que le parecía una mujer sexy, que le gustaban mis faldas, que ella sería la primera en leerme. Para cuando prometí escribir algo para ella ya no había vuelta atrás. "Mi princesita" me encantaba, yo comenzaba a sentir ese deleitoso calor, esa ardorosa cosquilla en la entrepierna que hasta entonces sólo había sentido con hombres.

-¿Y tienes ropa atrevida? –aventuró a quemarropa y supe que el camino estaba libre.

-Pues todo depende a qué llames ropa atrevida –respondí aparentando una serenidad de mujer de mundo que no evidenciara lo atraída que me sentía por ella- tengo lencería de colores, algún corsé, me gustan las tangas, las medias a medio muslo con liga de encaje o liguero. No uso leopardos y eso.

Me preguntó hacía cuánto no cogía y le apenó la respuesta. Ella quería saber más y yo no pensaba sino en irle quitando ese temor casi reverencial hacia mi a la vez que la ropa. Me dediqué a hablar de sexo, como casualmente, con toda la intención de excitar a mi ángel, que comenzaba a agitarse en su asiento.

-Pregunta lo que quieras, creámonos. ¿Quién es la princesa aquí?

-Tú –respondió al instante, inundándome de dichosa sorpresa.

Ella seguía el juego, yo sabía que probablemente estuviera ya húmeda, pero aún no quise cercarla, contesté cada cuándo me masturbo y describí lo que hago. Ella se ruborizaba y agradecía que le tuviera confianza. ¡Cielos! Eso me ponía a mil, me daban ganas de besarla de cabeza a pies bebiéndome esa inocencia.

Por fin lo dijo.

-Es que me da pena decirte, pero me pongo caliente con lo que me cuentas.

Sus palabras me brindaron esa sensación de meseta previa al orgasmo. Me levanté, la tomé de las dos manos y caminé hacia atrás rumbo a mi cuarto, sin quitarle la vista de encima.

-Ven, mi princesa. Me tienes ardiendo con tu inocente ternura, muñequita. ¡Eres tan hermosa!

Yo sabía que quería comérmela, aunque nunca lo hubiera hecho. No importaba, en ese momento no había más en el mundo que enloquecer de placer con mi princesa pudorosa y cortés. Yo sabía bien lo que me gustaba y supe que eso le gustaría. Cerré la puerta aunque estuviéramos solas, para hacerla sentir en intimidad, me enardecía aún más con su respiración agitada, sentía su aroma de mujer caliente flotando en el aire. Estábamos de frente, anhelantes y ella bajaba la mirada. Acaricié su barbilla, su pelo –despeinándola-, la besé. Sentí su saliva mezclarse con la mía mientras su pecho oprimía mi pecho. Retiré su blusa, su pecho se notaba erguido a través del top blanco, que retiré ya con prisa enardecida.

Yo no podía apartar la mirada de su rostro, de su pelo, de su pecho. Era tan hermosa, tan similar a mi y tan distinta a la vez. Besé su cuello con un ardor nuevo, limpio, besar su pecho era como besarme a mi misma. Descendí con mi lengua hacia su abdomen, mientras ella acariciaba mi pelo diciendo con voz suave "Sí, me excitas".

Tomé su pantalón ajustado por las caderas con ambas manos y lo deslicé mientras me agachaba. Saqué sus tenis sin desatar las agujetas y los arrojé hacia algún sitio en donde enseguida les siguió su pantalón. Verla era maravilloso, me quité la blusa, la abracé con fuerza, besando su cuello, su pelo, su rostro. Lamí su oreja, acaricié su espalda, su cadera, su estupendo trasero.

Estaba semidesnuda, una mujer hermosa y ardiente, con breve tanga y calcetines. Pese a mi deseo feroz, me detuve a observarla, a admirar su cintura, su abdomen, sus piernas perfectas. Di la vuelta en torno suyo como planeta orbitando su Sol, admiré su perfil, su espalda, en cuya parte superior posé mis manos, para dejarlas descender en un viaje que no era exploración sino entrega. "Me gusta, sigue".

Besé su nuca, lamí la línea media de su espalda hasta llegar a sus nalgas, noté se debatía entre explorarme y dejarme hacer.

-Déjame tenerte, princesa, yo también seré tuya.

Ella asintió sonriente, puso sus manos sobre las mías, que daban vuelta en su cadera y subían a sus senos mientras yo susurraba al oído que era hermosa, que quería hacerla mi mujer, que deseaba ser suya.

Cuando soltó mis manos me separé, la rodeé, desabotoné y dejé caer mi falda. Ella observaba mis piernas con la mirada con que observaría las suyas. Me quité la blusa y el sostén con ese nerviosismo de esperar resultarle tan bella como es ella. Ella llevó sus manos a mi cintura y me atrajo hacia sí. Con genuino placer sentí sus lengua, apenas asomada entre sus labios entreabiertos recorrer los míos, las miradas se cruzaron y ella supo, mordió ligeramente mi labio inferior y ambas gemimos.

Nuestros vientres pulsaban, cuatro pezones endurecidos se rozaban, piel caliente sobre piel caliente, el corazón bombeaba incontrolable. Mi ser entero era un volcán cuyo interior burbujeaba en lava. Sólo sabía en el mundo su nombre, su cuerpo, su deseo. La empujé al lecho con violenta dulzura, oía nuestro silencio que estallaba en tensión contenida, en ganas.

Sin más, acerqué mi rostro a su pubis y besé su clítoris mientras mis manos sostenían sus nalgas, froté mi nariz en su cintura, hundí mi lengua en su vagina, para luego atrapar su cítoris hinchado y hecho roca entre mis labios mientras insertaba un dedo en su interior.

-Más. Dame más.

Era perfecta, deslicé otro dedo en ella mientras mi lengua golpeteaba su clítoris y sentía como su cuerpo se arqueaba. Con el tercer dedo comenzó un bombeo rápido, cuando la sentí cerca del orgasmo el movimiento cambió a círculos lentos. De nuevo gemía con desenfreno, saqué mis dedos y la penetré con mi lengua, deseando su olor, su sabor, su estallido.

-¿Puedes meter un dedo atrás? –atinó a preguntar entre gemidos entrecortados.

-Hace rato lo quería.

Poco después, con mi lengua recorriendo el interior de su vagina, una mano acariciando su clítoris y mi dedo explorando su culo, hubo erupción. Seguí acaricándola, lamiéndola, besando su sexo.

Luego, poco a poco, me di vuelta y aún prodigándole mimos, pero ya sin saber bien qué hacía, sentí que su magia me llevaba a la gloria entre gemidos y susurros.

-¡Eres hermosa, princesa, soy feliz!

Ella me besó en silencio.

-Quédate aquí conmigo.

-¿Y qué pasa si me enamoro y te arrepientes?

Sonreí, la besé con la mayor ternura que hubiese besado hasta entonces. ¿Y qué pasa si me enamoro y te arrepientes, princesa? Tranquila, mi nena, cuando vivamos juntas, el amor nos hará por siempre.

...No sé qué más decir, mi princesa, tú sabes el resto.