Deja Vu
Una vida chata y gris, sin futuro aparente, salvo por la presencia de ella. La había visto crecer ante sus ojos: la flor de la casa. Aquella muñeca delicada y prístina como un jazmín paseaba su fresca belleza por el lugar causando en él emociones encontradas.
El hombre vivía solo, alquilaba el altillo de aquella casa antigua y gozaba de la confianza de todos los integrantes de la casa. Siempre prolijo, trabajador, educado, honesto, incapaz de llevarse algo que no le pertenecía. Era una sombra en el hogar que no perturbaba en absoluto. Una garantía cabal. Habían pasado los años y se había quedado soltero; a veces salía los fines de semana, de seguro a la pizzería de la esquina a comerse una porción de fainá y beberse una cerveza mientras jugaba al pool con sus ocasionales compañeros de boliche. Y cuando el deseo apremiaba solo bastaba marcharse a la whiskería donde lo aguardaba Daisy, con su cariño de alquiler y sus expertas y frías caricias. Bastaban pocas arremetidas para desfogarse. Después fumar algún cigarrillo con ella como a escondidas, eso sí, siempre y cuando no estuviera muy concurrida la cosa. Sino a sacudirla y… afuera y bailando…
Una vida chata y gris, sin futuro aparente, salvo por la presencia de ella. La había visto crecer ante sus ojos: la flor de la casa. Aquella muñeca delicada y prístina como un jazmín paseaba su fresca belleza por el lugar causando en él emociones encontradas. Veía como los galancitos la rondaban, con poco disimulado ardor, pero eso no lo inquietaba. Si ella se liaba con alguno de ellos y si hasta le obsequiaba su inmaculado tesoro, eso le tenía sin cuidado. La deseaba para saborearla sin prisas, con calma, como se hace con los mejores manjares. Así lo imaginaba las veces que bajo la ducha se masturbaba en su honor, elucubrando dulces placeres y profundos abismos de gozo al tiempo que sentía como el orgasmo en su estallido le nacía desde lo más profundo.
Ya era una mujer, al menos así la ley lo decía, aunque su cuerpo lo gritara desde hacía mucho antes, y el hombre comenzó a atreverse como si hubiera podido traspasar esa difusa frontera entre las ideas y el hacer. Ella parecía alentarlo, con sus sonrisas sugerentes y su mirada penetrante, esa… la inconfundible… la que le dice a un macho lo que una hembra no se atreve a expresar…
La danza de los amantes, el juego de seducción se extendió sobre la mesa y el experto tahúr se enfrentó a la aprendiz. No era fácil traicionar la confianza de aquellos que le habían abierto las puertas de su hogar y jugar de trampa fue su única opción posible. Le gustó el desafío, le añadió adrenalina a su cordura y cosquillas casi olvidadas a sus entrañas…
La tarde se presentó propicia. Hacía demasiado calor y ese día él había regresado antes. Una rápida inspección comprobó que no había nadie en la casa. En silencio, lo agradeció. Pasó por la habitación de la nereida y halló la puerta entreabierta. La vio de espaldas, se estaba secando, acababa de ducharse. Su cabello húmedo sobre su espalda, su cintura perfecta y su culo que no dejaba lugar a la imaginación, allí desplegado ante sus ojos, en ese espectáculo inesperado provocó en él una soberbia erección que no pudo ni quiso disimular. Por instinto se llevó la mano a su entrepierna y sobó su pedazo, entrecerrando los ojos. Ese gesto le proporcionó el placer justo, el aperitivo adecuado que lo dejó con más ganas… Abrió la puerta sigiloso y juró que ella notó su presencia pero se quedó allí inmóvil contemplando la escena mientras la gacela seguía secándose la espalda como si tal cosa. Avanzó hasta ella e hizo sentir su aliento en su cuello, la tomó por los hombros y la obligó a girarse. La contempló, fijó su vista en aquellos pechos jóvenes, con la medida y la densidad justa como para abarcarlos con la mano y sus pezones desafiantes esperando una caricia bucal que no tardaría en llegar. Al hombre le dolieron hasta los huesos ante tanta belleza, por la visión de su vientre plano y esa almejita que lo esperaba más abajo con la muda promesa de deleitar a esa fiera que rugía dentro de su ropa.
No dudó nunca del consentimiento. Con una mano tomó su nuca y con la otra abarcó el sexo de la chica. No le costó hallar el clítoris que se asomaba tímido entre los labios que comenzaban a entreabrirse; el dedo mayor en toda su extensión hizo el trabajo acariciando el botón mientras su boca invadía la de ella y su lengua se animaba a jugar con la suya, en suave cadencia, sin apurar el trago. Ella comenzó a gemir y sintió cómo se le aflojaban las piernas en esa oleada de placer que no llegó del todo hasta la orilla. El hombre en cambio sintió cómo se humedecían sus dedos y como su propia calentura le exigía más leña a la hoguera. En una hábil maniobra desordenó su ropa de la cintura hacia abajo y en un gesto más de desesperación que de exigencia afirmó sus manos en los hombros de ella obligándola a colocarse de cuclillas.
El hombre volvió a entrecerrar sus ojos imaginando pericia… No habría de equivocarse. Las femeninas manos se apoyaron en el paquete y el calor de las mismas provocó que su hombría brincara en su prisión. Le rogó con ronca voz que lo descubriera, que su premio la estaba esperando y como tal ella lo tomó entre sus manos. Una herramienta potente y vistosa, digna del mayor de los respetos y cuidados. Una cálida presión se cerró sobre su falo y un movimiento ancestral comenzó a dominar sus sentidos mientras el calor de aquella húmeda lengua se instalaba en sus pelotas. Parecían derretirse con cada paso de esa boca que hacía maravillas y cuando se abrió camino a lo largo de su tronco el hombre sintió como se erizaba cada centímetro de su piel, robándole toda voluntad, todo rastro de razón.
Ella no parecía cansarse de su tarea jugueteando sin cesar con el glande prisionero entre su boca y sus labios que mimaban, recorrían y besaban sin dejar nada sin cubrir ni estremecer. El se sintió indefenso y con voz quebrada le pidió que ella misma se tocara. Ella dudó un instante y se apartó, levantó la vista y en su rostro se dibujó una mueca de desagrado.
- Quiero que te toques… que disfrutes… Después tendrás tu recompensa…
Aquellas palabras parecieron conjurar el deseo renovando el hechizo en la joven. Se afanó en su cometido quizás ya más liberada y aún más excitada a medida que sus deditos jugaban con su propio sexo y con cada gemido de él alentando los suyos propios. El ambiente empezó a caldearse. El ardor se tornó impaciencia y cuando el ritmo de aquella increíble mamada estaba a punto de marcar el compás del final, él la hizo incorporarse y de un empellón la arrojó sobre la cama. A duras penas se quitó el resto de su ropa y se quedó desnudo finalmente. Se encaramó sobre ella decidido a ensartarla de una buena vez; fue cuando escuchó algo al oído que lo detuvo en seco. La miró con una extraña mezcla de ternura y sorpresa; y ahí recordó su eterna fantasía: la de tenerla sin apuro entre sus brazos sin importar el después. Estampó un beso casi inocuo en la frente de la chica y fue su turno de decirle algo ininteligible como en un susurro.
Sus manos se adueñaron de aquellos pechos, tan deseados, tan imaginados, tan sustentadores de sus secretas pajas. Los acarició. Jugó con los rosados pezones, erguidos, hasta que su boca hambrienta se hizo un banquete con ellos. Su lengua que los recorría con parsimonia alternadamente, arrancaba gemidos suaves en ambos mientras que la mano experta atacaba la zona baja de la joven en perfecta y fatal sincronía. Primero el rocío, después el torrente y no se habían acabado los últimos estertores de aquel primer orgasmo cuando él se deslizó sobre ella y se ubicó entre sus piernas. Ella llevó sus manos hacia atrás buscando trabajosamente los barrotes de su propio lecho, aferrándose a ellos con desesperación al sentir la lengua masculina transitando su intimidad. Indefensa y loca de deleite separó más sus piernas en claro gesto de abandono. La delicadeza de esos besos, la humedad que la empapaba, esa lengua que bordaba el deseo hasta crear las mejores filigranas, la hicieron gritar al final del camino. Se quedó en remanso por un segundo y abrió los ojos, lo vio a él frente a ella tomando una de sus manos, dirigiéndola a esa verga hermosa que impaciente quería abrirse paso en las profundidades de su vientre. Volvieron a sonar algunas suaves palabras y ella accedió, la tomó segura, despacio y la colocó en la entrada de su estrecha cuevita. Suspiró hondo y la sintió colarse. El hombre se detuvo al encontrar la ansiada resistencia, ella rodeó su cuello con sus brazos y un beso invasivo fue el disfraz del repentino dolor. De ese fuego en sus entrañas que parecía quemarla viva, de esa llama que de a poco se fue apagando, de ese curioso alivio, de esa rara dulzura, de ese raro placer, de ese torpe movimiento, de esa sincronía aprendida de golpe y por instinto. Volvió a derramarse y no le pareció extraño, fue más intenso, distinto y conocido a la vez. Estaba aletargada. Su razón no le respondía bien y solo los guturales sonidos masculinos le avisaron del final inminente desde la otra ribera. El invasor se retiró de ella repentinamente, su dueño lo ahorcó con una sola mano y el volcán de vida estalló sobre sus pechos. Aquel líquido caliente, espeso, del color más puro hizo nido en aquellas tetitas. Primero un mohín de sorpresa, después de repentino morbo y con sus manos extendió aquel producto, dejando una pátina sobre su piel… Hermoso… sublime…
La tarde se presentó propicia. Hacía demasiado calor y ese día él había regresado antes. Una rápida inspección comprobó que no había nadie en la casa. En silencio, lo agradeció. Más tarde despertó con la cabeza embotada, con un terrible dolor de cabeza. Pensó en ella por enésima vez. Pasó por la habitación de la nereida y halló la puerta entreabierta. La vio de espaldas, se estaba secando, acababa de ducharse. Su cabello húmedo sobre su espalda, su cintura perfecta y su culo que no dejaba lugar a la imaginación, allí desplegado ante sus ojos, en ese espectáculo inesperado provocó en él una soberbia erección que no pudo ni quiso disimular. Por instinto se llevó la mano a su entrepierna y sobó su pedazo, entrecerrando los ojos. Al acomodar la vista, no podía creerlo, mucho menos entenderlo. En el suelo, la toalla con la que ella terminaba de secarse, lucía impunemente el rastro de algunas gotas de sangre… Y por si no le quedaban más dudas, aquella joven presencia masculina sentada en el lecho le había robado la realidad de su fantasía...