Decálogo del escritor según Ana Mª Matute

Hoy ha fallecido una gran escritora, lo malo es que no volverá a llevarme a sus mundos de fantasía, lo bueno que siempre podré recordarla. Por eso quiero dejaros este decálogo del escritor que ella misma creó.

  • DECÁLOGO DEL ESCRITOR, SEGÚN MATUTE
  • «El escritor nace, no se hace: es una cuestión de ser o no ser»
  • «Escribir es también una forma de protesta. Casi todos los escritores comparten el malestar con el mundo»
  • «Mientras haya un poeta, la poesía existirá»
  • «Maestros, estudios nunca estorban; pero no crean»
  • «Escribir es muy difícil, sobre todo hacerlo de forma sencilla»
  • «Lo \'políticamente correcto\' casi nunca es literario»
  • «No hay universidad que enseñe lo que enseña la vida»
  • «Escribir es una forma de ser y de estar»
  • «Un libro no existe en tanto alguien no lo lea»
  • «El día que piense que he escrito algo perfecto, estaré muerta»

Cómo Esta Web dice que este relato es corto, además lo es os dejo el primer capítulo de una de sus mejores novelas "Olvidado rey Gudú"

I

LOS MARGRAVES

1

Los hijos del Conde Olar heredaron la extraordinaria fuerza física,

los ojos grises, el áspero cabello rojinegro y la humillante cortedad

de piernas de su padre.

Sikrosio, el primogénito, tenía más rojo el pelo, también eran

mayores su fuerza y corpulencia, su destreza con la espada y su

osadía. Por contra, de entre todos ellos, resultó el peor jinete, precisamente

por culpa de aquellas piernas cortas, gruesas y ligeramente

zambas que algunos —bien que a su espalda— tildaban de patas.

Si hubo algún incauto o malintencionado que se atrevió a insinuarlo

en su presencia, no deseó, o no pudo, repetirlo jamás.

Desde temprana edad, Sikrosio dejó bien sentado que no se trataba

de una criatura tímida, paciente, ni escrupulosa en el trato con

sus semejantes. Su valor y arrojo, tanto como su naturaleza, no conocían

el desánimo, la enfermedad, la cobardía, la duda, el respeto

ni la compasión. Pronunciaba estrictamente las palabras precisas

para hacerse entender, y no solía escuchar, a no ser que se refiriesen

a su persona o su caballo, lo que decían los otros. No detenía su

pensamiento en cosa ajena a lances de guerra, escaramuzas o luchas

vecinales y, en general, a toda cháchara no relacionada con sus intereses.

Cuando no peleaba, distribuía su jornada entre el cuidado

de sus armas y montura, la caza, ciertos entrenamientos guerreros

y placeres personales —no muy complicados éstos, ni, en verdad,

exigentes—. Era de natural alegre y ruidoso, y prodigaba con mucha

más frecuencia la risa que la conversación. Sus carcajadas eran

capaces de estremecer —según se decía— las entrañas de una roca,

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y aunque consideraba probable que un día u otro el diablo cargaría

con su alma, tenía de ésta una idea tan vaga y sucinta —en lo profundo

de su ser, desconfiaba de albergar semejante cosa— que poco

o nada se preocupaba de ello. Amaba intensamente la vida —la

suya, claro está— y procuraba sacarle todo el jugo y sustancia posibles.

A su modo, lo conseguía.

Pero un día, Sikrosio conoció el terror. El terror nació de un recuerdo

y culminaba en una profecía. El recuerdo le asaltaba inesperado,

cada vez con más frecuencia, y llegó a amargar parte de su vida.

La profecía —que vino mucho más tarde— la destruyó

definitivamente.

Y todo esto comenzó una mañana, apenas amanecida la primavera,

junto al río Oser.

Aquel invierno había cumplido diecinueve años. Sabía —pero

jamás recordó cuándo, ni en qué circunstancias— que salió de caza,

que estaba cansado y que se había tendido en la recién nacida hierba,

muy cerca de la vertiente que descendía hacia el río. Aún había

zonas de hielo y nieve sin derretir en las sombrías hendiduras, junto

a la espesura que a la otra orilla del Oser iniciaba la selva.

Para todos los habitantes de la región, el origen del río era un

misterio. El manantial de su nacimiento brotaba en la espesura norte,

allí donde nadie se adentraba. Solamente su nombre —llegado a

ellos no sabían cómo— les estremecía igual que la palabra de un libro

prohibido o como la huida de algún reencuentro que nadie deseara

y cuyo solo presentimiento les turbara.

De improviso, algo que no era brisa, ni pisada de hombre o animal,

ni aleteo, ni, en fin, cuanto su oído de cazador conocía, agitó

sutilmente la maleza. Sin razón alguna —su instinto se lo advertía—,

una ave huyó, espantada. Y a poco la vio caer a su lado, como

herida. Pero no había sangre, ni en sus plumas ni en el olor de

la mañana. Era una muerte inexplicable, una especie de caída sobre

sí misma, sin heridas, mostrando tan sólo las huellas de su pavor,

arma invisible. Contempló su último palpitar en el suelo, la vio estremecerse,

agonizar y, al fin, quedar inerte.

Sikrosio no avanzó ni un dedo hacia ella. Había caído un rayo

de luz que atravesaba el resplandor de aquel sol apenas brotado,

que aún parecía verterse en el cielo como un líquido. Entonces sintió

que la tierra temblaba bajo su cuerpo, y era aquel un temblor levísimo.

Para quien no conociera la áspera y delicada naturaleza co-

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mo él la conocía, era un temblor casi impalpable, parecido a un sordo

retumbar, aunque sin ruido: redoble de lejanos tambores, pero

mudo.

Sikrosio notó cómo su cuerpo se inundaba de sudor, a pesar de

que el calor no había llegado aún a aquellas tierras. Como vio hacer

tantas veces a culebras y salamandras, reptó hasta allí donde la maleza

y hojarasca eran más tupidas y apretó la jabalina contra su costado.

Entonces, sobresaltado, oyó los cascos de su caballo —que

hasta aquel momento pacía cerca de él— en una alocada huida. Su

relincho atravesó el cielo, igual que una flecha de muerte, y Sikrosio

olió la muerte, clara y físicamente: era un olor que conocía bien.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que sus párpados, súbitamente

pesados, no se cerrasen. Normalmente, no le suponía ninguna

molestia permanecer alerta y al acecho con todos sus sentidos,

pero en aquel momento una gran pesadez, una penosa sensación de

inutilidad se había apoderado de toda su persona; y sólo el asombro

que esto le produjo pudo evitar que cayera totalmente en la zona

oscura y densa que se abría lentamente ante él. Creyó oír los golpes

de su corazón contra la tierra. «Pero ¿ante quién?, ¿ante qué?

¿Qué es lo que amenaza desde ahí…, del fondo del río?»

El miedo era algo totalmente nuevo y amargo para él. En otras

ocasiones, si olfateaba alguna amenaza, su corazón volteaba casi

gozoso por la proximidad de la lucha, de matar. Pero no era este

bronco latido que le sacudía y que —se resistía a creerlo— tanto se

parecía al miedo. En los lances más osados de su vida no había tenido

ni la más remota sospecha de morir, pero en aquel momento la

muerte le rozaba a él, sólo a él. Y no era sólo miedo lo que sentía, sino

algo peor: un húmedo sudor, un frío viscoso, como de saberse

muerto.

Luego, llegó a sus oídos un sigiloso y rítmico golpear. Parecía

uno solo, pero estaba hecho de otros muchos: uno en innumerables,

como alas que batieran todas a la vez, con vibración y puntualidad

de bien adiestrados timbales. Venía de allí abajo y chocaba contra el

agua. En aquellos parajes apenas había alguna barca de las usadas

por los pescadores que habitaban junto al lago. «Son remos. Remos

que baten en el río. Vienen del Norte…»

En aquel momento su terror fue tan evidente como la lasitud de

sus miembros y la tendencia de sus párpados a cerrarse. Paralizado,

tendido e indefenso igual que una hoja caída del árbol, pensó:

«Si se levantara la brisa, me arrastraría». Entonces, por primera y

última vez en su vida, les vio. Y jamás pudo olvidarles.

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Un gusto a sal inundó su paladar y lengua, y tuvo la clara visión

de un mar gris y helado brotando a través de la niebla que rodeaba

su conciencia. Incrustado en su más remota memoria, el mar gris y

helado, sin orilla posible, se extendió y le invadió, taladrado por ensordecedores,

cruelísimos gritos de gaviotas. Desde la última piel

de su memoria, antes de que se borrara de ella, nuevamente lo reconoció.

Después, lentamente, del verdinegro mundo del río apareció la

enorme y alta cabeza del dragón, tan pausada como una pesadilla.

Iracunda, implacable, cubierta de escamas, sus ojos de oro fuego

atravesaban los destellos del mismo sol. Visión bella y espantosa a

la vez, fue avanzando y creciendo ante él. Salió de la maleza y alzó

su cuello, como un grito.

Sikrosio tuvo fuerzas tan sólo para asirse con ambas manos a la

hierba, clavar las uñas en la tierra arenosa de la vertiente y admitirlo

como el dragón de sus más remotos sueños; el dragón que brillaba

en los ojos grises de su padre, el que creyó atisbar, retorciéndose,

al fondo de alguna jarra de cerveza. Era su viejo, odiado, amado,

conocido, desconocido, deseado, temido, salvaje dragón, hundiéndole

por vez primera en la conciencia pantanosa y abominable del

terror.

Luego, vinieron ellos.

Durante los primeros tiempos, después de aquel día, el recuerdo

de aquella escena venía a Sikrosio sin motivo aparente, de la forma

más inesperada, entre jarras de espumosa cerveza o en la más

placentera compañía. Como caído de lo más alto, imagen misma de

aquella ave tan misteriosamente alcanzada, el recuerdo venía a dar

contra su corazón: y allí revivía y se alzaba, convertido en buitre. En

tales ocasiones, Sikrosio terminaba en el suelo, zarandeado por un

convulso temblor y tan pálido como si acabara de expulsar la última

gota de sangre.

No era aconsejable permanecer a su lado cuando volvía en sí:

siempre fue violento y desconsiderado, pero el terror le volvió de

una brutalidad a ras del suelo, casi bestial. Su frente, no muy despejada

por naturaleza, iba plegándose, cada vez más profundamente,

en un surco que acabó confundiéndole cejas y cabello en una

masa rojinegra —más roja que negra—. Los ojos se le redondearon,

saltones, en una mirada fija y tan cruel que pocos la resistían sin

perder el tino totalmente. Siempre fueron escasas sus palabras, y no

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pareció demasiado extraño que las sustituyera por gruñidos más o

menos locuaces. Pero lo más raro, lo que atemorizó seriamente a

quienes le rodeaban, fue la lenta, pero inexorable, desaparición de

su risa.

Cuando el recuerdo le tumbaba entre convulsiones, rememoraba

haber temblado de modo parecido sólo en cierta ocasión, cuando

huía de quienes sañudamente querían matarle y vino a refugiarse

en el interior de una caverna sólo por él conocida. Pero

también parecía haberse refugiado allí todo el invierno; y si la caverna

le libró de la muerte que allá afuera le buscaba, a punto estuvo

de proporcionársela dentro, de puro frío. Sikrosio demostró entonces,

una vez más, que por caminos naturales no era fácil abatirle.

Pero a la vez, el recuerdo traía consigo la maldita visión de sí

mismo, cierta mañana de primavera junto al Oser, y le aniquilaba.

Todo su ser volvía a sumergirse en aquella ceguera, en la absoluta

incomprensión de cuanto le había acontecido, hasta el punto de

convertirle, poco a poco, en el espectro de sí mismo, o de lo que en

un tiempo creyó ser. Porque aquella mañana, y cuanto le aconteció

en ella, le había desvelado la existencia de un elemento que residía

en él, o en el mundo que hasta el momento tan rotundamente hollara,

y cuya naturaleza no podía ni pudo jamás explicarse. «Es una

historia extraña, extraña, extraña…», se repetía tozudamente.

Cuando volvía en sí, el terror se fundía, desaparecía ante sí mismo,

y sólo era un jirón de miedo, un mísero despojo en la arenosa tierra

que descendía hacia el río.

Y sin embargo, a pesar de su valor, de su fuerza y de su arrogancia,

incluso de ese terror, Sikrosio no fue un hombre extraordinario.

Comparado con la mayoría de barones, margraves y condes

que se disputaron durante años y años aquella larga zona de tierra

fronteriza donde nació, Sikrosio fue un hombre más bien vulgar.

2

El Conde Olar, padre de Sikrosio y otros cinco varones, no era,

en cambio, un hombre vulgar. Por sus buenos servicios, el Rey le

había concedido la más extensa y menos inhóspita zona de aquellas

tierras fronterizas, y allí se instaló cierta memorable jornada, hacía

ya muchos lustros, y edificó el tosco Torreón de madera que más

tarde sería Castillo y, mucho más tarde aún, centro de un verdadero

Reino.

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Pero estas cosas no hubieran sucedido nunca si el Conde Olar

no hubiera tomado posesión de aquella insalubre y poco apetitosa

recompensa a sus grandes sacrificios —entre ellos parte de su pie

derecho y la mitad de una mandíbula— a la causa de su Rey. Mientras

él vivió, su Torreón fue incendiado dos veces y casi destruido

una. Pero también es verdad que mientras él vivió, el Torreón volvió

a alzarse allí, en el promontorio que más verdeaba en primavera,

expuesto a todos los vientos, cerca del Oser; y desde sus almenas

podía otearse casi por entero aquella región dividida —de

forma tan vaga como ferozmente defendida— por una innumerable

y mal avenida sociedad de pequeños barones y un Margrave temido,

el feroz Tersgarino, de leyenda y hechos poco tranquilizadores:

se había rebelado contra el Rey, y la presencia de Olar y su fidelidad

al monarca, y su recompensa con la donación real de aquel patrimonio

no eran absolutamente casuales. La enemistad entre Tersgarino

y Olar había nacido desde antes, puede decirse, de que éste pusiera

sus pies en aquella tierra.

El resto de los pequeños feudales y barones que inundaban la

zona no se distinguió tampoco por su amistad al nuevo intruso y

protegido del Rey, a quien odiaban y de quien deseaban independizarse

con poco o ningún disimulo. Pero sus tropas, extraídas de

la leva campesina, en verdad eran gente apática y medrosa, nada

dispuesta al combate. Tampoco la tierra era capaz de enriquecer a

ninguno de aquellos señores. No contaban, pues, más que con su

astucia, su crueldad y su insensato y mal distribuido valor. La

muerte era tan frecuente en aquella estrecha y larga faja de tierra,

que llegó a resultar casi familiar y poco temida. «A todo se habitúan

las gentes, con un poco de constancia», solía decir el Conde a sus hijos

y súbditos. No le faltaba razón, porque incluso nobles y vasallos

habían llegado también a acostumbrarse a él. Excepto, naturalmente,

Tersgarino.

Las nuevas posesiones de Olar en aquel extremo y en verdad

medio perdido terreno fronterizo al Este del Reino, le fueron procuradas

tras la expropiación y ajusticiamiento de cinco señores muy

rebeldes y belicosos, reos todos de deslealtad a la Corona, bandidaje

y una larga serie de delitos menores. Pero era la única zona que

daba un cierto, razonable y regular fruto, amén de contener el más

grande de los treinta y dos lagos —alguno tan pequeño que no merecía

este nombre, y otros tan cenagosos que todos llamaban, con

propiedad, pantanos— de la Comarca. Gracias a ello, y a estar cruzada

por tres ríos y algún que otro riachuelo, podía conseguirse al-

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guna pesca y hacían su suelo más fértil. Además, poseía varios burgos,

siervos y vasallos, todos acogidos a su protección.

Al Norte se alzaba la selva, que procuraba la mejor caza, y al

Oeste, la alta tundra, cuyo camino llevaba al Rey y donde se amurallaba

el pequeño dominio del Abad Abundio, a quien el monarca

—y por tanto Olar— respetaba y quería. Al Este, y a todo lo largo,

sus límites estaban marcados por la estepa, y esta frontera natural

sólo aparecía interrumpida por el misterioso margraviato llamado

el País de los Desfiladeros —rico en minerales preciosos, según se

decía—, y su Margrave Tersgarino. Al Sur, las tierras del Conde

Olar se disputaban los límites entre un puñado de barones, y la cadena

de altas montañas llamadas Lisias constituían su frontera natural

al Sureste.

Entre ellas y las tierras del Conde, más hacia Oriente, existía un

pequeño país llamado de los Weringios y gobernado por un reyezuelo,

cuyo nombre era Wersko. Eran de otra raza y hablaban otra

lengua. Los campesinos decían que, en un tiempo ya lejano, los weringios

habían ganado sus tierras a las tribus de la estepa. Pero esto

parecía al Conde poco probable, porque, según sus noticias, si toda

la rama ascendente de Wersko era como él, la cosa no tenía ningún

síntoma de verosimilitud: al parecer, Wersko era apático y dado a la

vida placentera que, gracias a su comercio con tierras del Sur y a la

riqueza natural de su suelo, le era fácil llevar. Pero gozaba de misteriosas

y poco claras protecciones: ni piratas sarracenos, que a veces

llegaban por el Sur, ni jinetes esteparios le molestaban jamás

—al igual que a Tersgarino—. El Conde, pues, observó una cautelosa

distancia, a pesar de que Wersko hubiera parecido presa fácil a

una experiencia guerrera e invasora incluso más tierna que la suya.

Así, las relaciones entre el Conde Olar y el País de los Weringios

—del que, por otra parte, le separaba un curioso Pasillo llamado de

Nadie, protegido a ambos lados por restos de una antigua fortificación—

transcurrieron en la más inane de las vecindades. Esto es: se

ignoraron mutuamente. De todos modos, bastante ocupación tenía

el Conde con mantener a raya al resto de sus numerosos y nada soñolientos

vecinos.

A pesar de todo, desde el día en que pisó aquella tierra por vez

primera, hasta el último, en el que la muerte le sacó de allí, el Conde

Olar no conoció jamás la paz. El Este, allí donde las colinas se

suavizaban en anchas praderas y la hierba crecía hermosa y alta,

apenas si podía servir de pasto a su escaso ganado, porque la amenaza

más grande llegó siempre de aquel punto. Desde siempre y

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para siempre, el Conde Olar debió batirse, mientras tuvo vida, no

sólo con sus vecinos, sino, sobre todo, con los temibles —para los

campesinos, siervos y vasallos, verdadera imagen de los diablos infernales—

Jinetes Esteparios. Las frecuentes incursiones de estos

guerreros salvajes y ecuestres, extraordinarios jinetes, en tierras de

Olar, sembraban la muerte, la rapiña y el terror. De forma que aquellas

praderas morían lentamente, su hierba nacía y se agostaba, y los

límites del Conde se empequeñecían allí, para ser ganados día a día

por la estepa y sus malditos y misteriosos guerreros. Venían y desaparecían:

no deseaban tierras ni dominios, sólo incendiaban, robaban,

mataban. Los pequeños templos y ermitas eran saqueados,

llevábanse sus vasos de oro, destruían cuanto hallaban y arrasaban

chamizos, aldeas y caseríos. Donde ellos pisaban, la vida moría, segada

por tiempo y tiempo.

En tierras del Conde Olar, la paz llegó a ser un relato antiguo,

una vieja leyenda transmitida por los ancianos. El mundo, para

ellos, era un estremecido y furioso nido de alimañas, de entre las

cuales debían salir como fuera, aun desgarrados, pero con vida suficiente

para sembrar también la muerte que, como muralla protectora,

les defendiera del exterior. Todo hombre lindante llegó a ser,

más tarde o más temprano, un enemigo.

No existía otra calma, pues, que la sombría humedad de aquel

tosco Torreón de madera que levantaron tres veces los siervos, bajo

el chasquido poco hospitalario del látigo del Conde. Él mismo y sus

hijos dejaban la espada para, con sus propias manos, acarrear troncos

y blandir el hacha cuando era preciso. El látigo no abandonó

nunca el costado del Conde: era tan inseparable de él como su espada.

Pero el látigo era para su gente y la espada para la ajena. Así

dividía las categorías de sus puniciones y de sus consideraciones.

Transcurrió tiempo, tiempo, tiempo, hasta perderse en el tiempo,

desde aquel día en que llegó el Conde, por el alto de la tundra, camino

que llevaba a Occidente, para tomar posesión de su nuevo dominio

y recompensa. Ya nadie, excepto él, tenía memoria de aquellos

días lejanos en que el Rey tenía puesta su confianza en él antes que

en ningún otro. Días en que el Rey no había decaído todavía en la

enfermedad que iba a convertirle en espectro de sí mismo. Para el

Conde Olar estas cosas no ocurrían: él era el eterno recién llegado y

aún estaba librando sus primeras batallas, pacificando sus límites,

asentándose en sus nuevas tierras. No vio que su cabello encanecía,

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que su rostro se cubría de arrugas, y que su mandíbula partida temblaba,

a menudo, cuando miraba hacia Occidente. «Las gentes —repetía

a quienes le escuchaban—, con un poco de constancia, se acostumbran

a todo.»

Tersgarino se fue convirtiendo en una idea fija: «Cuando venza a

Tersgarino, el Rey me concederá título de Margrave de toda esta tierra

y someterá a mí cuantos condes o barones deje con vida». Esta

promesa —tal vez inventada, tal vez cierta— era la esperanza que,

machaconamente, inculcaba el Conde a sus hijos. Ellos le creían fielmente

y ponían en ella todo su coraje. Pero Tersgarino, y sus reales o

imaginarios tesoros minerales, continuaban invisibles e inalcanzables

en su privilegiada situación orográfica. Sus diabólicas maquinaciones

con los esteparios les hacían rechinar los dientes. «Pagará tributos a

la estepa para que lo dejen tranquilo», se decía a veces Olar.

Lo cierto es que la espalda del País de los Desfiladeros, único

flanco vulnerable, daba a la estepa, pero los jinetes jamás turbaron

sus dominios. Los estragos causados dentro de sus tierras, solía llevarlos

a cabo Tersgarino sin ayuda de nadie: la única pena o castigo

que se conocía en los Desfiladeros era el descuartizamiento del

reo por caballos. Todos sus mineros eran prisioneros forzados y,

cuando envejecían, eran liquidados a su vez de la forma antes descrita.

El miedo a Tersgarino no era menos eficaz, para salvaguardarle

del exterior, que los famosos peñones de su desfiladero. Inexorablemente,

año tras año, batalla tras batalla, hombre tras

hombre, perdió el Conde Olar todo intento contra el Margrave de

los Desfiladeros. Su odio, su saña y su sed de aniquilarle duraron

hasta el último de sus días. Tal vez a Tersgarino le ocurrió otro tanto,

pero de esto no se tuvo constancia jamás.

Del camino alto de la tundra, casi cubierto por la maleza, sólo

llegaban a veces el viento y un polvo gris como ceniza que de allí

traía aquél. Se hacía cada vez más difícil el tránsito por aquellos parajes.

Un Rey regía —al menos oficialmente— sus destinos, pero

nadie, excepto el Conde Olar, le vio jamás, y el único que le conoció

hablaba de un hombre que, en verdad, ya no existía: aunque él

no lo supiera, el Rey ya no era sino una sombra de lo que realmente

fue.

Así, en cierta ocasión, el Abad de los Abundios le llamó y le notificó

la enfermedad que consumía al monarca, y le entregó, a su

vez, un pergamino sellado. Ambas cosas trastornaron al Conde

Olar, y durante un día y una noche se oyó restallar su látigo por las

orillas del Oser, bajo la luna llena del estío.

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Sikrosio no durmió aquella noche. Su instinto de cazador le avisaba:

una presa estaba al caer, si bien no atinaba aún a olfatear cuál

sería. Pero permanecía con los oídos atentos y los ojos abiertos. Tenía

doce años, pero era tan alto como su padre y más fuerte, ya, que

él. Sabía, desde el día anterior, que el Rey agonizaba. Era todo lo

que sabía, pero su instinto, siempre alerta, le avisaba de muchas cosas,

y le aconsejaba no dormir.

Al poco tiempo, el Príncipe Bastardo, hermano del Rey, llegó a

aquella olvidada e insana zona fronteriza. Era un Príncipe en verdad

gentil, educado, afectuoso y sorprendente. Llegó, precedido de

una verdadera tropa, desbrozando las jaras y malezas del alto camino

de la tundra. Sikrosio y su padre le esperaban a pie, con su

exigua y mal vituallada leva y sus rudos vasallos.

Ante el Príncipe Bastardo, Sikrosio se sintió súbitamente humillado:

pobre, tosco, sin tropa, sacrificado, mal retribuido. Violentamente,

odió al Rey; al Príncipe, simplemente, le envidió. Pero sus

sentimientos eran breves, y olvidó rápidamente a uno y a otro. Sólo

concentró sus pensamientos en una cosa: averiguar lo que traía

allí a tan alto Señor, y qué esperaba de su estúpido padre —de pronto,

así le parecía el Conde, hasta entonces admirado sin resquicio.

«El Rey está muy lejos —se dijo a sí mismo Sikrosio, lentamente,

como quien se confía un preciado secreto—. La espesa y alta tundra

que nos separa de Occidente —por primera vez no repitió dócilmente

la expresión paterna: nos conduce—no le vio, ni le verá jamás

llegar.» El Rey había prometido el margraviato, la sumisión de pequeños

señores, barones y condes, siempre en litigios, el vasallaje y

la total posesión de aquella tierra, con derecho a herencia… Pero

¿desde cuándo oía decir esto? Desde que tuvo apenas oídos para

oír. Habían pasado los años y nadie, jamás, había tenido la más mínima

noticia del Rey. Ni siquiera sabían que moría, que su carne se

deshacía como ceniza y aparecían sus huesos y su calavera, como la

de cualquier simple mortal, bajo la corona de oro y zafiros.

Sikrosio apretó la daga, el puño se clavó en sus dedos y guardó

su huella hasta el amanecer. ¿Pacificar barones, reducir a Tersgarino…?

¿Quién pacificará jamás a las alimañas, a los lobos que aúllan

en la intrincada selva, a las aves rapaces que cruzan el cielo, a las

aguas del Oser que el deshielo desborda primavera tras primavera?

¿Quién reducirá el galope furioso del caballo salvaje que huye hacia

la tundra? ¿Quién reducirá el tiempo, la tempestad, el súbito oleaje

que sacude, misteriosamente, el centro del Lago de las Desapariciones?

Sikrosio sonrió a la madrugada y escuchó el piar de los

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primeros tordos, con la alegría de una recién descubierta verdad.

Era ya su verdad, no la verdad de los demás. Y pensó que los tordos

eran, quizá, sus amigos. En todo caso —y aunque por breves

instantes—, serían los únicos amigos que tuvo en la vida.

3

Pero los inviernos, y los hielos y deshielos, y el brotar de la hierba,

cayeron aún sobre el Torreón con silencio y ausencia. Tiempo sobre

tiempo, el Torreón creció algo, ensanchó la granja y algún pequeño

barón fue sometido definitivamente. La nueva vida de

Sikrosio fue tomando, poco a poco, el viejo color de la de su padre.

Olvidó aquel amanecer, aquella noche en que oyó el restallar del látigo

en las orillas del Oser, y el piar de los tordos, inexistentes amigos.

O pareció que lo olvidaba.

El Conde Olar era ya viejo, pero no era, ni lo fue jamás, un viejo

como los demás. Sikrosio llegó a entenderlo, por fin, y colocó de

nuevo a su padre en su pedestal, hasta el día de su muerte.

Y llegó el día en que, de nuevo, el Abad de los Abundios entregó

al Conde un pergamino con el sello que ya Sikrosio identificaba:

era el mismo emblema que lucía en su dedo índice, grabado en anillo

de oro, el Príncipe Bastardo.

El Conde Olar era hombre adusto, poco dado a efusiones de

ningún género, sin otra explosión de sentimientos visible que el restallar

de su látigo. Pero tenía una especial costumbre: en las raras

ocasiones en que un gozo intenso desbordaba sus espesos muros de

contención, solía golpearse la cabeza con los puños de tal forma,

que si no se hubiera tratado de su propia morra, todos hubieran creído

que intentaba reducirla a bien poca cosa. Así, aquel día, se propinó

toda suerte de puñetazos capaces de dar fin a testas más jóvenes

o aparentemente más robustas. Después, bebió en abundancia,

más que de costumbre —en esto nunca fue moderado—. Lo hizo rodeado

de sus caballeros, de sus vasallos y del primogénito Sikrosio

—recién investido caballero—. Luego partió hacia Occidente, con

nutrida escolta, lo mejor trajeado que le fue posible.

Sikrosio le acompañó hasta el borde de la tundra. Como clavado

en el suelo, la cabeza alzada y los ojos ansiosos, le vio marchar,

hasta que desapareció el último de sus hombres. Luego, un viento

furioso lanzó aquel misterioso polvo gris sobre él y, cuando lo sacudió

de su traje y montura, le pareció que una lluvia de ceniza in-

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tentaba sepultarle. Volvió grupas y galopó, desazonado, durante todo

el día. Al anochecer, a su vez, bebió mucha cerveza: porque

aquella ceniza se había pegado a su paladar y no parecía borrarse

fácilmente. No obstante, una intensa alegría le llenaba, y su risa rodó

como un trueno por las orillas del Oser, estremeciendo a quien

halló en su camino.

Tal vez pasó mucho tiempo. Tal vez varios años. Un día, el Conde

regresó por el camino de la tundra. Hasta el momento, Sikrosio

y sus hermanos habían defendido solos los ataques vecinales, y

cuando vieron de nuevo el rostro ceñudo y los ojos grises de su padre,

el primogénito supo que por fin llegaba un tiempo provechoso,

aunque muy duro, para él. No había logrado aplacar el talante belicoso

de sus vecinos, ni había sometido al Margrave —ya soberano—

del País de los Desfiladeros, pero el Conde Olar halló sus tierras ni

un palmo más allá ni uno más acá de como las dejó. Ni una viña había

engrandecido las viñas que crecían junto a su Torreón, pero ni

una sola echó de menos en ellas. Tal vez aquel estado de cosas superaba

sus mejores esperanzas y, acaso, esa fue la razón de que por

vez primera y última en su vida tomara por los hombros a Sikrosio

y, tras mirarle un rato con sus intensos ojos grises, le estrechara

fuertemente entre sus brazos.

Pero Sikrosio, aun valorando el gesto en su medida, estaba demasiado

intrigado, y aun receloso, para abandonarse a las delicias

de aquella casi dolorosa explosión de amor paterno. Porque antes

que a ningún otro, de entre la nutrida, bien trajeada y aún mejor armada

tropa que escoltaba a su padre —insólita en aquellas tierras,

donde únicamente a latigazos y terror podían lanzar al enemigo su

leva reculona, harapienta y mal pertrechada de horcas, hoces y

desdentados cuchillos—, su ojo avizor descubrió la presencia de

un muchacho enclenque y, según pensó, «vestido como una cortesana

». Claro está que la idea que se había hecho Sikrosio en lo tocante

a cómo vestía una dama —y sobre todo una dama de la Corte—

tenía como base más sólida la pura nada. Para colmo de

suspicacias, el propio Conde Olar escoltaba, como quien vigila el

más preciado tesoro o, aún más, el hilo que le une a la vida, a aquel

chiquillo que, a juicio de su primogénito, no sobreviviría a un cuarto

de bofetada.

Sikrosio no tendría grandes conocimientos del mundo que se

agitaba más allá de las inhóspitas tierras donde nació, ni su imagi-

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nación podía ofrecer, aun como muestra de su desenfreno, imagen

más rica que la de un lechón rodeado de cerveza y ciruelas, pero no

era estúpido y sí estaba, en cambio, habituado al acecho y la sospecha.

No le costó rumiar demasiado tiempo hasta llegar a la conclusión

de que el pequeño —a su juicio— adefesio no era otro sino el

hijo único y único heredero del Rey. Para llegar a esta certeza, las cejas

de Sikrosio se unían, se enarcaban y parecían querer saltarle de

la piel a causa del esfuerzo hecho por comprender: ¿para qué y por

qué le traía su padre al Príncipe Heredero?

Apenas quedaron a solas, no pudo contener su curiosidad. Sin

ambages —y en esto agradaba mucho a su padre—, repitió en voz

alta la pregunta que le desazonaba. «Para cuidar y atender su educación

—respondió el Conde Olar con voz reventante de orgullo, y

una chispa de maligna socarronería—. Para adiestrarlo en el arte de

la caza y de las armas.» Era la primera vez que Sikrosio oía llamar

a su padre arte a aquella suerte de desesperación colectiva que les

obligaba a lanzarse unos sobre otros, espada en mano, en defensa

de un palmo de tierra. Esto, de por sí, hubiera bastado para enmudecerle,

pero aún su padre añadió: «Y en cuanto a conocimientos

del espíritu, en fin, en cuanto al resto —al decir resto dobló los labios

con un leve tinte despectivo—, está el Abad Abundio. Eso no

nos atañe». El Conde miró hacia la lejana tundra, y murmuró: «El

Rey se muere, hijo mío. Pero el Rey me quiere. He aquí la prueba de

su afecto y de su confianza. Sólo en mí confía».

Aparte la estupefacción que semejantes declaraciones le causaron,

si algo, y muy tempranamente, había aprendido Sikrosio de

su padre, era el momento justo y exacto de guardarse preguntas.

Así que no hizo más indagaciones, procuró contentarse con las

respuestas que le otorgaron —al menos, de momento— y siguió

tejiendo el hilo de su cavilar, a solas y en silencio. «Para cuidar de

su instrucción —resumió, al cabo—, no entiendo cómo el Príncipe

Heredero viene a verificar sus reales aprendizajes a lugar tan

apartado. El último y más olvidado rincón del Reino; sin duda alguna,

el más peligroso y mísero; entre gentes rudas y torvas y en

un Torreón que no dispone de la más modesta comodidad o simple

bienestar.»

La palabra lujo carecía allí de significado, y es probable que el

mismo Sikrosio la ignorase, pero tenía idea de la dureza de sus vidas.

Más allá de la tundra, hacia el interior, hacia Occidente, existían

familias nobles —según había oído— rodeadas de toda clase de

riqueza y cuanto ésta acarrea: blanditos, bien vestidos, gentiles, gra-

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ciosos, incluso cultos y con verdaderos modales; cosas de las que

oyó hablar a su madre, siendo niño —antes de que ésta muriera de

una indigestión de compota—, aunque no tuviera una exacta idea

de su verdadero sentido, excepto la seguridad de que él, por lo menos,

no las poseía. «Esas criaturas de alcurnia y vida muelle están

dotadas y provistas de todo lo necesario para encarnar a los educadores

del Príncipe —rumiaba a seguido y para sí, entre sorbo y sorbo

de cerveza—. A buen seguro, se matarían los unos a los otros

hasta el puro exterminio con tal de apoderarse de semejante privilegio.

Eso les honraría hasta reventar.» Sin matanzas, Sikrosio no

podía imaginar discusión razonable o reparto posible. No era, en todo

caso, su culpa. En estos ejemplos y enseñanzas fue criado, y no

de otra manera. «Cualquiera de entre ellos sería adecuado para llevar

a cabo la famosa educación —concluyó para sí, tras un rato de

meditación—, cualquiera antes que mi padre. Antes que este desdichado

y exprimido Conde Olar, relegado y otrora protegido, que no

hoy.» Usado y abandonado como puede hacerse con un arma o un

enser, según convenga a los reales intereses; tristemente recompensado

al fin con la franja de tierra que habitaban: casi siempre ensangrentada,

en su mayor parte estéril y siempre amenazada; envenenado,

en suma, con el señuelo de una remotísima y sin duda

jamás cumplida esperanza.

Sikrosio aplastó pensativamente un hambriento mosquito de

los que infestaban las proximidades del Lago. Los mosquitos solían

invadirlo todo por aquellas fechas: verdes, azulados, entre oro

y malva, zumbaban su fiebre en torno a fatigados campesinos y no

menos agotados y sudorosos señores. «Ignorante, infestado de

plagas y de fiebres, acosado por jinetes esteparios, estremecido

por la proximidad del Desfiladero, duerme con un ojo cerrado y

otro abierto, recelando de cualquier hombre de estas tierras: porque

el vecino más manso en apariencia, cuando llegue la noche,

caerá sobre tu casa, degollará a tus gentes y no dejará vivo ni al

más pequeño de tus hijos.» ¿Dónde había oído eso? Tal vez era

una canción. Tal vez algún juglar, de los escasos que hasta allí llegaron,

lo recitó una noche de invierno, a cambio de su refugio bajo

la escalera del Torreón. «En todo caso —levantó la cabeza—, ésta

es mi tierra.» Al decirlo sentía un orgullo oculto, pero muy

poderoso.

Acaso, de poder hacerlo, no habría elegido otra tierra. Claro está

que tampoco otra forma de vida: el peligro, la sangre, la desazón,

la rebeldía y la saña de las venganzas constituían lo más sustancio-

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so de ella. Tenía, por entonces, dieciocho años, y aún no se había topado

con rival que pudiera superarlo en cosa alguna. Probablemente,

por aquellos días, Sikrosio era feliz. Y es lástima, pero no lo

sabía. Ni tampoco lo poco que esta felicidad iba a durarle.

Siete velones ardían en torno a la mesa —rarísimo alarde en el

Torreón del Conde Olar— para alumbrar la comida del Príncipe

Heredero. El fuego ardía permanentemente, día y noche, junto a él,

y sin embargo, temblaba de continuo. Tenía los ojos asustados, miraba

con recelo hacia los rincones oscuros, apenas pronunciaba una

palabra, menos aún una orden.

Noche tras noche, desde su llegada, Sikrosio le servía la mesa y

guardaba su persona. Tácitamente, sin que mediaran explicaciones,

el Conde le había designado como su escudero y, si bien Sikrosio

se desazonaba por la oculta y secretísima orden que adivinaba

en la mirada de su padre apenas le confió esta encomienda,

tenía la certeza de que su designación no estaba movida únicamente

por el hecho de ser el mayor de sus hijos, el más valeroso,

fuerte y astuto. Pero no sabía cuál era aquella orden, aquella confianza

demostrada hacia su persona, que iba más allá del afecto paterno

o su conocimiento de los propios méritos: él debía hacer algo,

si bien no acertaba qué cosa era la que se esperaba de él. No obstante,

abrigado por su innata prudencia y recelo, Sikrosio se guardaba

muy bien de averiguarlo. «Ya lo descubriré —rumiaba—. Entonces,

lo llevaré a cabo.»

Pero pasaron varios días y aquella misteriosa encomienda no se

le revelaba. Pensaba y pensaba en ello, escudriñaba —espiaba, en

verdad— cada gesto, mirada, silencio o palabra de su padre. Miraba

al Príncipe, a solas, en la noche, rodeado de aquellos siete velones

que en lo profundo le dolían —a la fuerza desde muy niño Sikrosio

aprendió a economizar, en previsión a los nada raros días de

forzosa austeridad— como un despilfarro inútil y sin sentido alguno,

ya que su destinatario no parecía ni apercibirse de semejante

alarde de generosidad. Le contemplaba comer, despacio, el labio superior

apenas cubierto de una pelusa rubia, los labios rojos como los

de una joven plebeya. El cabello caía desmayadamente sobre los

costados de su rostro flaco, y rodeaba sus hombros. El cabello del

Príncipe le recordaba la mies, cuando las malas y prematuras heladas

frustraban su lozanía y color, jóvenes y tempranamente secas.

«Como todo él —se decía—. Es joven, casi niño, y sin embargo, a ve-

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ces, parece que ya está muerto, o que se haya instalado en su futura

vejez para que le dejen tranquilo, sin obligaciones, ni deseos, ni

memoria.» Súbitamente, un rayo atravesó su pensamiento y entendió.

Sintió un escalofrío, en verdad inusitado, pero no era horror, ni

miedo —era incapaz, aún, del miedo— ni placer. Era, simplemente,

el soplo de una muy remota y hasta el momento jamás experimentada

sensación de amenaza: desconocida, porque no sabía a ciencia

cierta qué clase de amenaza se cernía sobre ellos. Y también, a seguido,

le invadió una suerte de cólera apática, ligera como espuma,

pero tal vez más desazonante que todas cuantas desazones conociera

hasta el momento. «Estúpido niño —pensó—. Has caído en la

trampa.»

Mientras estas cosas sucedían en tierras del Conde Olar y en el

propio seno de su familia, más allá de la tundra, hacia Occidente, el

Rey agonizaba.

Apenas apuntada la primavera, un hecho verdaderamente inusitado

—habían oído hablar a los viejos campesinos y siervos de

ellos, pero hacía muchas generaciones nadie les había visto en esa

región— estremeció las tierras del Conde Olar. Una horda de piratas

norteños, navegantes, rubios y verdaderamente sanguinarios

—sólo comparables en su ferocidad a los temibles Jinetes del Este—,

descendió aguas abajo, por el Oser, y cayó por sorpresa sobre ellos.

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Una y otra vez a lo largo de su vida, cuando el recuerdo le atormentaba,

Sikrosio se decía: «¿Qué hice, qué pudo ocurrirme tras ver

al dragón? Yo vi a los piratas, sus trenzas rubias y rojas al viento;

saltaban por la borda, caían al agua…». Y el recuerdo se ceñía entonces

a un chocar rítmico de algo duro contra el agua, y luego su

reconocimiento del golpe de los remos, que nunca viera hasta entonces.

La vela listada, flamante, avanzando detrás de la enramada

negra, surgiendo del mundo misterioso del río. Y después, después,

¿oyó en verdad el grito salvaje, gutural, el brillo de rodelas al sol,

cada una en sí misma un sol refulgente, obligándole a cerrar los

ojos? ¿Y la monstruosa dulzura, y su caída a una región de niebla y

oscuridad, sin apenas conciencia de sentirse vivo, ni muerto, ni herido…?

Nunca sabría si había dormido o no, aunque, más tarde, su

padre le gritara, casi enfurecido, que no se había dormido, que jamás

los vio, que nunca pudo verlos. ¿Se había dormido? ¿Cómo po-

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