Deborah en la cruz

Relato de crucifixión

Deborah en la cruz

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Título original: Deborah On The Cross

Autor: Tarquinius

Traducido por GGG 2000.

La siguiente pieza de ficción se pretende un entretenimiento para ADULTOS y ha sido publicada sólo en un grupo apropiado de Internet. Si se encuentra en algún otro sitio no es responsabilidad del autor.

Las marcas rojas y brillantes de la parte posterior de sus piernas, hombros y nalgas revelaban que había sido flagelada por un hombre alto y otro bajo. Deborah era la única mujer que sería crucificada hoy en el grupo. Había cargado con el madero transversal de la cruz, con los brazos extendidos atados rígidamente a él con pesadas cadenas, por las calles de la ciudad y subido a la colina por el borde del camino. Sus ropas habían desaparecido hacía tiempo y ahora solo llevaba un estrecho taparrabos ritual blanco que apenas le cubría la entrepierna. También llevaba un cartel de madera escrito a mano que colgaba pesadamente de los anillos que perforaban cada uno de sus pezones. El cartel decía, "DEBORAH -SUCIA ESCLAVA- COMPADÉCEME".

Un grupo de viejas se aproximó a Deborah con la pintura que agradaba a la multitud y un pellejo de cabra lleno con una poción para adormecer la mente. Con el pellejo colocado ligeramente sobre su cabeza y frente a ella, Deborah echó la cabeza hacia atrás para retirarse el pelo marrón claro de la cara. Tragó la poción ávidamente, esperando y rogando que el anestésico le ayudara a afrontar su suplicio.

Tres soldados se aproximaron a ella mientras dos de las ancianas desenganchaban con delicadeza el cartel de madera de los anillos de sus pezones. El cartel pasó rápidamente a uno de los soldados que se encaminó al poste más cercano al camino, arrimó una escalera y mirando abajo a la creciente muchedumbre de curiosos, gritó, " ¡Contemplad a Deborah, la esclava! ¡Será crucificada por insolencia con su amo! ¡Un cuerpo fuerte! ¡Realmente proporcionará un espléndido espectáculo!"

Las viejas empezaron a aplicar la pintura roja brillante a los pezones de Deborah. Se trataba de un polvo que se mezclaba con el propio sudor de Deborah para formar una pintura; eso mismo hacían, con buenos resultados, las cortesanas de Egipto. Las viejas aplicaron con grandes brochas el fino polvo rojo a los pezones sudados de Deborah. El efecto resultaba bastante impresionante, puesto que la pintura realzaba las aureolas y los excitados pezones con un contraste máximo. Las viejas daban vueltas a las puntas de sus brochas alrededor de los bordes de los pezones de la esclava, mezclando hábilmente el polvillo con su sudor, hasta que adquirió la consistencia necesaria para endurecerse formando un pastel rojo brillante. Luego, agitando las cabezas cuando los soldados agarraron la viga de Deborah, las viejas se volvieron y se fueron.

Girando el madero hasta que estuvo directamente encarado hacia la multitud, los soldados se aplicaron a su trabajo. Uno de ellos le quitó el taparrabos a Deborah, poniendo al descubierto su desnudez y lo tiró al suelo. Luego sujetó los pies de Deborah mientras los otros soldados agarraban la viga por los extremos y la tendían rudamente de espaldas.

El sol del final de la mañana calentó la piel desnuda de Deborah y la cegó temporalmente. No pudo ver al verdugo aproximarse con el martillo y dos largas picas. Deborah volvió la cabeza justo a tiempo de ver el primer golpe al sentir la punta del primer enorme clavo contra su muñeca izquierda. Un relámpago de dolor le recorrió el cuerpo. Deborah gritó en el aire espeso. Sus pechos se estremecieron, y sus brazos intentaron librarse frenéticamente de las cadenas que los ataban al madero. El soldado que sujetaba sus tobillos notó curiosamente un explosión dorada de orina brotando de entre las piernas de la esclava. El verdugo dobló la cabeza del clavo hacia arriba con un último golpe, luego, asegurándose de que no podría liberarse, pasó sobre su cuerpo desnudo y clavó la otra muñeca. La suavidad de Deborah, el vientre plano, se expandía y contraía frenéticamente mientras tomaba y soltaba el aire. Los soldados tiraron del madero hacia arriba cruelmente, arrastrando su cuerpo contra el poste asignado. Desenrollaron con rapidez las pesadas cadenas que la habían atado al transversal de la cruz. Mientras inspeccionaban orgullosos su trabajo, Deborah se inclinó hacia atrás, contra el palo, los brazos clavados y separados, los pechos expuestos y forzados hacia delante. La multitud se acercó para ver su cuerpo jadeante y desnudo, brillante de sudor. La cabeza de Deborah cayó hacia atrás y pudo sentir el camino cálido que recorría su sangre mientras le bajaba por los brazos y se deslizaba por las suaves curvas de su cintura.

Era el momento de que experimentara la tortura final. El verdugo midió cuidadosamente su cuerpo. Mientras lo hacía deslizaba su mano metódicamente arriba y abajo por su costado derecho y le sobaba grotescamente el coño con los dedos de la mano derecha. Deborah, con los nervios electrizados a lo largo de sus brazos estirados todavía no adormecidos por la poción, no se movió, sino que continuó respirando solamente a cortas bocanadas. El verdugo miró profundamente a los ojos de Deborah mientras sonreía y levantaba la mano derecha hasta la cara. Se olió y lamió los dedos y luego se secó la mano contra el sudoroso estómago de ella. "Realmente voy a disfrutar viendo a ésta seducir al poste con sus contorsiones", dijo a los soldados. Luego, riendo, ordenó que el poste fuera izado y empezara su tortura.

Deborah se desvaneció brevemente del increíble dolor cuando sus pies desnudos dejaron el suelo por última vez. La penetración de los clavos a través de la parte superior de sus bonitos pies desnudos la volvió en sí y sacudió su cuerpo hacia delante hasta que los clavos de sus muñecas impidieron su caída. Estaba sintiendo la total y agónica tortura de la cruz. Colgando de sus muñecas y clavada por los pies, Deborah gritó, se agitó y se revolvió mientras luchaba desesperadamente por encontrar alguna posición cómoda que mitigara el dolor. Exhausta, se dejó colgar finalmente de los clavos.

Deborah levantó la cabeza y miró agitada a su alrededor a la muchedumbre que se extendía por el camino. Notó que no estaban mirando la belleza de sus ojos oscuros, marrones y su pelo castaño claro, sino sus grandes pechos y su sexo expuesto. Se le cayó la cabeza y miró hacia abajo, a sus pechos generosos y firmes, y notó las gotas de sangre y sudor que recogían sus pezones. Vio como las gotas crecían y se hacían más pesadas hasta que caían, achicándose mientras caían más abajo del triángulo de greñas marrones, pasaban los suaves muslos y el gran clavo de sus pies. Mientras colgaba la respiración se hacía cada vez más difícil. El verdugo la había clavado ingeniosamente a la cruz, de tal manera que las piernas estuvieran dobladas por las rodillas. Los pies estaban clavados al madero aproximadamente en el punto donde estarían sus rodillas si colgara tiesa. Este hábil método de colgar a las víctimas en las cruces se hacía por una y solo una razón - prolongaba el sufrimiento. El verdugo sabía que si hubiera colgado a Deborah completamente estirada, pronto la respiración resultaría tan trabajosa que no podría respirar y moriría prematuramente. Deborah había sido testigo de ejecuciones en la cruz antes y sabía lo que debía hacer. Recordaba que los romanos observaban fascinados como los crucificados se deslizaban arriba y abajo por sus postes de tortura, boqueando aire como un pez fuera del agua. Lo hacían hasta que estaban demasiado débiles para empujarse hacia arriba por más tiempo, entonces morían. Sabía que para vivir, tendría que levantarse a sí misma.

La multitud se agitaba ansiosamente mientras esperaba que se moviera. Intentó mantenerse sobre el clavo y el dolor se lo impidió. Tras varios intentos, empezó a empujar también con las muñecas clavadas. En una pura agonía, Deborah estiró las piernas hasta que su cabeza superó el madero transversal. Pudo respirar profundamente por primera vez desde que empezó la tortura, aspiró y espiró rápidamente hasta que el caliente dolor de los pies se hizo insoportable. La muchedumbre animó cuando se deslizó hacia abajo penosamente, rozando la espalda y el culo flagelados contra el poste de tortura. Parecía como si el tiempo fuera eterno. "¿Debería morirme ya?" pensaba oscuramente para sí misma. El peso de todo el cuerpo de Deborah, tirando de las picas de sus muñecas, estiraba enormemente sus brazos. Cuando los viajeros de paso miraban a las muchas cruces del camino, sus ojos eran atraídos de inmediato por el cuerpo hermoso y desnudo de Deborah. La curva invertida del hueco de la parte inferior de sus brazos, combinada con la pintura brillante de las puntas de sus pezones, creaba la ilusión de unos pechos dos veces más grandes de su tamaño real. Los movimientos de esta mujer en la cruz, su cuerpo clavado expuesto para el placer de ellos, con los pezones pintados de los pechos remarcando cada aliento, y la vista de su total desnudez creaba, entre los observadores, una atmósfera de lujuria de sangre.

Deborah movía la cabeza a un lado y otro, de agonía y vergüenza, sabiendo que no podía escapar a la mirada de los espectadores. Se daba cuenta que todos los hombres de aquella multitud querían torturarle el coño expuesto con sus pollas palpitantes.

Tras lo que le pareció un día, pero en realidad fueron unas pocas horas, Deborah fue consciente de la presión en su vejiga. La poción que había bebido antes había hecho su trabajo y realmente mitigaba mucho de su dolor. Sin embargo, ahora hacía su efecto en la vejiga y sabía que tendría que aliviarse en la cruz. Apurada, Deborah juntó y apretó fuertemente sus piernas. Pero cada vez que se incorporaba para respirar podía sentir la orina goteando entre sus piernas. Finalmente extendió las piernas todo lo que pudo y, mirando entre niebla las sonrisas burlonas de la multitud, liberó los fluidos atrapados en sus entrañas. Pudo oír el salpicar que producía el arco dorado cuando golpeaba la suciedad desnuda bajo ella. Deborah se sintió ultrajada mientras colgaba de la cruz, incapaz de limpiarse de acuerdo con los dictados de su fe.

El chapoteo de su orina incrementó su sed. Llevaba colgada bajo el sol ardiente casi seis horas. El efecto de la poción estaba desapareciendo. Su dolor era intenso e inimaginable - demasiado grande para soportarlo. Deborah luchó desde lo alto de la cruz una vez más y gritó con voz ronca... "¡Por favor! ¡Qué alguien se apiade de mí! ¡Cómpreme en la cruz... Le serviré bien!"

Sabía que los ricos algunas veces se apiadaban y compraban un hombre o una mujer en la cruz. Tal vez alguien la comprara, aunque no conocía a nadie que pudiera pujar más que su amo. Miró a su amo buscando alivio, aunque era él quien la había condenado a este poste. Reconociendo una mirada de certeza y determinación en sus ojos, se desplomó lentamente colgando de sus muñecas. Su cuerpo tentador, cubierto con sudor y sangre, relucía bajo el sol ardiente.

Su amo, pensando que Deborah moriría pronto en la cruz, llamó a uno de los soldados. Le cuchicheó al oído algunas instrucciones mientras Deborah levantaba la mirada. Suplicó que su amo la hubiera perdonado y hubiera dado las órdenes para que pararán su tormento. Su corazón dio un vuelco con el ansia de la anticipación mientras miraba al soldado encaminarse a otros soldados y ordenarles algo. No podía oír en que consistía la orden, pero vio como uno de los soldados cogía algo y se encaminaba hacia ella. Levantó el objeto, sonriendo mientras lo hacía, y el estómago de Deborah se revolvió de asco inmediatamente cuando reconoció el pavoroso cuerno ("cornu"). Deborah había visto hombres y mujeres condenados a la cruz recibir castigo extra, sufriendo la indignidad de ser sentados en sillines con la forma de cuernos de animal.

Los soldados ya estaban acercándose con una escalera, el extremo de la cual fue apoyado en la parte superior de la cruz, cerca de la cabeza de Deborah. Un soldado lanzó el cuerno al verdugo que sonreía de oreja a oreja mientras ascendía por la escalera. Cuando llegó a la cima colocó el sillín en forma de cuerno delante de la cara de Deborah y dijo, "Primero, guarra, voy a violar tu coño con esto... Luego vas a cabalgarlo hasta la eternidad."

Cogiendo el cuerno por el extremo sin punta, pinchó el extremo afilado en su carne a lo largo del interior de sus muslos y lentamente trazó líneas paralelas a lo largo de sus flancos. Luego se dirigió hacia arriba con él y trazó circunferencias por los laterales y parte inferior de ambos pechos. Bajando unos cuantos peldaños en la escalera, el verdugo acercó la cara a su sexo. Olió de inmediato el acre olor del aroma del almizcle de Deborah, mezclado con violentas excreciones de sangre, sudor y lágrimas.

Llevando los dedos a su coño, extendió los labios hinchados que rodeaban su montículo del placer, desvelando su humedad secreta a la luz de la tarde. Con caricias lineales arriba y abajo, su lengua torturó su esbelto clítoris sin piedad. Sus jugos se derramaban entre los muslos mientras meneaba la cabeza atrás y adelante en un placer doloroso, inflamada con las pasiones en conflicto de su increíble dolor y tortura, la humillación de su carne desnuda, y la dulce tortura que se estaba extendiendo a través de sus ingles como fuego candente.

Forzada a levantarse sobre sus clavos para respirar, la lengua del verdugo seguía sus movimientos, presionando y lamiendo constantemente su clítoris. Su pasión superó su consciencia de exhibición pública. Sus pezones se pusieron erectos y se mostraron vívidamente cuando se estiraron contra la pintura seca y roja. Deborah jadeó mientras rogaba a su diosa que le diera fortaleza.

Echando atrás la cabeza, el verdugo miró hacia arriba a su vientre y pechos cubiertos de suciedad, sudor y sangre. Sonriendo de nuevo, tomó el cuerno y empezó a explorar el túnel sexual de Deborah con él. Sus gemidos se incrementaron, y se impulsó de nuevo hacia arriba para aspirar más aire. Sus pechos vibraban atrás y adelante en el aire mientras el cuerno explorador expandía su sensitiva vagina. De repente, con una fuerza que se sobrepuso a las heridas palpitantes de sus pies y muñecas, Deborah se empinó en sus clavos, adelantó sus pechos hacia fuera y hacia arriba y se estremeció violentamente a causa de las sensaciones que irradiaban sus entrañas. Había experimentado su último orgasmo. El verdugo solicitó y recibió enseguida un martillo y clavos para terminar la instalación del cuerno. Colocó la punta del cuerno hacia arriba, y tras empujar a Deborah para que se empinara sobre sus clavos, clavó la base al poste. Luego separó los carrillos de su culo llenos de marcas y guió su ano lentamente hacia el horroroso punto. Sentada ahora un pie (unos 30 cm) más alta en la cruz, Deborah podía respirar libremente. La presión sobre el agujero de su culo, humillante y palpitante, soportaría su peso durante la noche. Hambrienta y sedienta, física y psíquicamente violada, Deborah podría existir todavía otro día lleno de dolor.