Debajo de la Mujer (2)

Estar bajo las nalgas de ellas debe ser el destino de todos los hombres.

Favor no leas este relato si no has leído la primera parte antes. Gracias.

Mi cara fue la silla de mi amiga Elena durante unos 30 minutos aproximadamente mientras mantenía una amena conversación con Clara. Ella se sentaba firmemente, otras veces se arrellanaba, en ocasiones cuando se agitaba la conversación, ella se movía al ritmo de lo que iba platicando, otras veces la sentía cruzar las piernas. Mientras yo, sólo estaba allí. Inerte, sin poder moverme, sin poder hacer nada. Mi razón de estar vivo era para que mi cara fuera la silla de Elena. Sólo me limitaba a aguantar el peso de su cuerpo sobre mi rostro. Sólo me limitaba a ser un objeto. Casi ni podía respirar, pero lo importante era que sus nalgas estuvieran cómodas sobre la silla en la que se encontraba sentada.

Luego de transcurrido este tiempo, por fin se levantó. Sentía que si se hubiera quedado un minuto más me hubiera reventado la cara. Sentía una notable molestia en mi nariz y sentía que me dolía la cara. Trataba de mover un poco lo músculos de la cara para tratar de liberarme de esa sensación, para que la sangre me circulara por el rostro.

Pude respirar nuevamente con relativa facilidad, sin luchar para que el poco aire que entraba a mis pulmones fuera el que provenía de entre las nalgas de Elena.

Ella intercambió unas palabras mas con Clara. Luego Clara se despidió y subió las escaleras hacia lo que seguramente era su oficina.

Entonces Elena se volteó, se colocó las manos en la cintura y dirigió su mirada hacia mí.

Me miraba fijamente desde su imponente altura. No con ojos de lástima, sino con ojos de victoria. Una muy leve pero aún perceptible sonrisa parecía querer dibujarse en su rostro.

Sus ojos se mantenían en mí. Los segundos se me hacían eternos.

Yo me encontraba completamente vulnerable, indefenso, amarrado. Con mi rostro al descubierto para lo que le placiera hacerme. Como un gusano cuya existencia dependía de el antojo de ella.

Luego de algunos segundos sólo me dijo: "Tu cara es muy cómoda. Por fin encontré algo para lo que sirves bien".

Y sin decir más nada, se alejó.

Otra vez estaba allí. Solamente esperando ser la silla de alguien más. Esta idea me atormentaba, sólo debía dedicarme a esperar servir para comodidad de otra mujer.

En ese momento se acercó una de las guardias que me había sometido. Era una chica de unos 23 años, mulata, de cabello castaño y ensortijado que le llegaba hasta un poco más abajo de los hombros. La guardia se acercó y sólo me dijo: "ya se sobre quién puedo sentarme a almorzar hoy". Me dio tres palmaditas en la cara y se fue.

Yo seguí escuchando por unos minutos más las voces de las mujeres en la sala que iban y venían.

No pasó mucho tiempo cuando escuché la voz de otra mujer comentarle algo a la recepcionista, pero la voz me resultó familiar. La recepcionista como de costumbre le pidió a la mujer que tomara asiento.

Yo tenía la esperanza de que no escogiera venir hacia mí, pero escuché los pasos acercarse cada vez más, hasta que de pronto se detuvieron. Escuché entonces a la mujer exclamar: "Jefe?".

La mujer se acercó más, entrando ya en mi campo visual. Era Ana. Ana es una mujer de 36 años, casada, muy hermosa, que trabaja para mí como una más de las oficinistas del personal de más de 25 empleados que yo dirijo en la sección de la empresa donde estoy al mando, aunque cabe destacar que yo soy un poco menor que ella. Alta, blanca, no muy delgada, tal vez ya por su edad, porque ya es madre, pero aún así con un cuerpo muy atractivo. Ella vestía una blusa rosada y unos pantalones blancos.

Entonces Ana me preguntó: "Jefe, usted que hace allí?"

En eso la recepcionista le aclara que yo no estoy autorizado para hablar y que mi única función es la de ser una silla en esta sala de espera.

Ana entonces se dirige a mí diciendo: "Ay Jefe, realmente no pensé encontrármelo a usted en este lugar, y mucho menos en la condición que se encuentra".

Ana parecía estar avergonzada de que yo la hubiera visto allí y al mismo tiempo un poco incómoda por la rara situación de que su Jefe de todos los día en la oficina, de pronto se encuentre en esa posición.

Ana se quedó de pie al lado mío esperando ser atendida.

El tiempo transcurría pero al parecer la recepcionista estaba teniendo problemas con el ordenador y no le permitía registrar a las asistentes.

Había que esperar a que solucionaran el problema del sistema y luego a que atendieran a todas las que habían llegado antes para que luego atendieran a Ana, sin embargo el tiempo seguía pasando y no reparaban el sistema en el ordenador.

Ana todo este tiempo seguía de pie al lado mío, pero luego de una media hora de espera llegó el momento en que me dijo:

"Ay Jefe, yo lo siento mucho, pero usted estando de silla y yo con ganas de sentarme, creo que es justo que yo me le siente encima".

Esto me dejó helado, el corazón de pronto empezó a latirme fuerte y rápidamente. Sentarse en el rostro de otra persona, sólo para descansar a ella le parecía justo?

En ese momento se fue colocando delante del asiento dispuesta a sentarse.

Ella añadió: "no se preocupe, me voy a sentar un poco despacio para no hacerle tanto daño".

Vi entonces sus nalgas aproximándose hacia mi rostro. Debo admitir que nunca había reparado en el gran trasero que tenía Ana. Sus pantalones blancos permitían ver las bragas blancas que se encontraban debajo de éste.

Su entrepierna se acercó lentamente hasta hacer contacto con mi rostro, sobre el cual fue dejando descansar  todo su peso suavemente. Luego, delicadamente se acomodó un poco y logré escuchar un suspiro de alivio al estar ya cómodamente sentada.

Debo admitir que pesaba más que Elena. La presión que ejercía sobre mi rostro era mucho mayor.

A ella esto le pareció justo, sin embargo estar 30 minutos de pie, no se comparaban a 1 minuto del suplicio de tener a una persona sentada en tu cara. Sin embargo lo que importaba era que Ana ya estaba más cómoda y descansaba de haber estado parada ese tiempo. No importaba el peso que los huesos de mi rostro debían soportar, no importaba que casi no pudiera respirar, no importaba que un ser humano tuviera de aceptar que otro ser humano le colocara las nalgas en la cara. Esto hace indigno al que le sirve de asiento al otro. Lo rebaja a ser nada, a sólo existir para besar las nalgas de todos los demás que lo utilizan.

Incluso yo mismo ya empezaba a sentirme indigno. Empezaba a sentirme cómo me había dicho Elena: que para servir de silla era para lo único que servía.

Empezaba a sentir que era justo que las demás se sentaran sobre mí y que era la razón de mi existencia darles esa comodidad.

De hecho empecé a pensar lo injusto de que Ana se hubiera quedado de pie todo este tiempo por mi culpa. Debí brindarle comodidad desde un principio.

En eso sentí que Ana se corrió un poco hacia el respaldar, con lo que mis ojos quedaron levemente libres, lo suficiente para poder verla a ella desde mi inferior posición. Su sexo y parte de sus nalgas aún descansaban sobre mi nariz y boca.

Ella empezó a hablarme de temas de la oficina, de trabajos por hacer, de su relación con las otras oficinistas del departamento, etc. Me resultaba irónico que ella, quizá por ser su personalidad, no dejaba de referirse a mi como "Jefe". Sin embargo no renunciaba a su derecho de estar sentada sobre mi rostro. Me llama Jefe, pero tiene sus nalgas puestas sobre mi cara, descansando todo su peso sobre ésta. Se refería a mi como Jefe y sin embargo era ella quien decidía si se sentaba sobre todo mi rostro o si me dejaba medio libres los ojos.

Mientras hablaba, algunas veces me miraba desde su suprema posición, con total normalidad. No dejaba de ser una mujer de personalidad franca, pero sabía el derecho que tenía sobre mí.

Luego cuando ya se cansó de conversar me dijo: "Bueno Jefe, voy a ponerme cómoda de nuevo", y diciendo esto se me surró por la cara, cubriendo nuevamente mis ojos mientras se arrellanaba un poco en su "asiento".

La presión de su peso sobre mi cara me desesperaba, me dolía la cara, me asfixiaba, habían ocasiones en que pensaba que a no aguantaría más, sin embargo la opción de renunciar yo no la tenía. Simplemente debía permanecer allí aunque no lo quisiera.

Ana mientras tanto quizá leía una revista o tal vez tomaba la taza de café que hacía unos minutos escuché que le habían traído.

De pronto escuché una expresión de Ana: "Rayos!".

Ella se levantó de mi cara enseguida. Al parecer se le había derramado algo de café en una las sandalias que llevaba puestas. En ese momento me dijo mientras sacaba unos pañuelos desechables de su bolso: "Caramba, me descuidé y me cayó café en la sandalia, tendré que secarla."

Pude ver de reojo que levantó un poco la pierna y se sacó la sandalia.

Luego comentó: "Pero este piso parece estar un poco sucio. Me da pena Jefe pero mientras seco la sandalia me va a tener que ayudar con mi pie descalzo". Y diciendo esto, levantó tranquilamente su pierna y colocó su pie directamente en mi cara para que no se le ensuciara.

Lo colocó medio transversalmente quedando su talón en mi mejilla, su arco descansaba sobre mi boca y fosas nasales. Sus dedos sobre el cojín que rodeaba mi cara. Eventualmente mientras secaba la sandalia movía el pie como buscando mejor apoyo.

Cuando ya la secó, movió un poco su pie de mi cara para ponerme la sandalia encima. Prácticamente en la misma forma transversal en que había estado su pie. Se iba a poner la sandalia pero sobre mi cara.

La suela de la misma se sentía áspera y obviamente estaba sucia, Ana sin ningún reparo colocó entonces su pie dentro de la sandalia, apoyándolo en mi cara mientras la cerraba. Se terminó de poner la sandalia.

Luego bajó el pie de mi cara y me dijo que tenía necesidad de ir al baño. Pero dejó su bolso colocado sobre su asiento para que no se lo tomaran. En otras palabras, me colocó el bolso sobre el rostro para que supieran que el puesto estaba ocupado.

Tardó unos cinco minutos. Al regresar me comentó tan naturalmente como siempre: "Ay que bien, tenía unas ganas inmensas de orinar". Mientras hablaba levantaba su bolso de mí y sacó otro pañuelo desechable y lo dirigió hacia mi cara mientras comentaba: "Jefe, tengo que limpiarle un poco la cara ya que se le ensució con la suela de mi sandalia y si no lo limpio se me ensucia mi pantalón que es blanco". Mientras decía esto pasaba el pañuelo sobre mi rostro.

Cuando ya estuvo se volteó y mientras dirigía suavemente su trasero hasta mi rostro me comunicó: "Bueno Jefe, vamos a seguir esperando a que me atiendan". Antes de terminar la frase ya se había sentado sobre mí.

Se meneó un poco para acomodarse y la escuché decir: "Jefecito, quiero que sepa que usted como asiento es muy cómodo".

Una de mis propias oficinistas, a quien yo le pago y que en teoría debía seguir mis direcciones, ahora descansaba cómodamente sentada en mi propia cara, mientras yo debía resistir la presión que su peso ejercía en mi rostro.

Estando en esto nos dio el mediodía, cuando era la hora de almuerzo de las guardias. Recordé las palabras de la mulata en la mañana, al parecer eso quedaría para después porque ya me tenían ocupado. En eso escuché a Ana que comenta: "Allí van algunas guardias de seguridad con sus almuerzos, pero parece que se dirigen a la parte de atrás. Me pregunto dónde comerán?".

Por el momento eso no me preocupaba, lo único en lo que podía pensar era en resistir el dolor en mi cara causado por soportar el peso de un ser humano sentado sobre ella.

Sin embargo las cosas empeoraron. Sin previo avisó, comencé a sentir algo sobre mi estómago. No podía ver que era, pero cada vez aumentaba más el peso, hasta que el mismo dejó de incrementarse. Alguien se había sentado sobre mi estómago. Luego sentí a esa persona acomodarse un poco. Inmediatamente después me dieron tres palmaditas en la mano.

Tenía a la guardia mulata sentada sobre mi estómago mientras tomaba su almuerzo. Luego vine a saber que las guardias se reúnen a almorzar y nos aprovechan a nosotros ya que estamos acostados, atados y dispuestos de forma perfecta para aprovecharnos como sus bancas.

El ultraje al que estaba siendo sometido era humillante. No sólo debía proporcionar comodidad a Ana quien leía plácidamente una revista sentada sobre mi cara, sino que también debía dar comodidad a una guardia de seguridad que tranquilamente disfrutaba de su almuerzo sentada sobre mi estómago.

Yo sentía ya que era mi deber servirles lo mejor que pudiera. No importaba si además de no poder aspirar del todo bien mi aire vital desde las nalgas de Ana, también tenía que esforzarme en llevar el aire a mis pulmones ya que la inhalación involucraba tener prácticamente que elevar a la persona que se encuentra sobre mi estómago para poder hacer llegar el aire a mis pulmones.

Luego al exhalar el aire mi pecho desciende nuevamente haciendo que quien está en mi estómago también baje. Parece que este suave subir y bajar les gusta a las guardias mientras disfrutan sus comidas sentadas sobre nuestros estómagos.

Pues así me encontraba, brindando comodidad y un suave elevar y bajar a quien mi estómago le servía de silla, a pesar de la tortura, esfuerzo, sufrimiento y desesperación que eso representara para mí. Y también, mi rostro servía de descanso para el trasero de una de mis propias oficinistas.

Mi situación lejos de mejorar, cada vez se ponía peor. Pero ya lo había aceptado. Mi norte en la vida era brindar la mayor satisfacción posible a mis usuarias. Que sentadas sobre mí, sus descansos fueran una experiencia sumamente relajante y cómodos. Esto sin importar cuanta agonía tuviera que yo que soportar para lograrlo.

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