De visita en el rancho de mi primo
empecé a sentir el fuerte abrazo de Manuel, situado a mi espalda, y la erección de su polla húmeda, colocada contra mis glúteos. Me di vuelta hasta quedar de frente, pero él insistía en seguirme tocando, hasta provocar que mi pene también se pusiera a punto.
De visita en el rancho de mi primo.
Mi tío vivía en un pequeño ranchito, dedicados a la cría de una treintena de cabezas de ganado lechero. Había también varias gallinas y un gallo muy bravo. Tenía una familia algo numerosa, con 6 hijos, de los cuales cuatro eran varones. A mí me gustaba ir al rancho, ayudar a darle alimento al ganado, ir a buscar leña y refrescarnos en las aguas del río cercano.
Físicamente mis primos estaban muy bien, con el cuerpo fuerte por el trabajo, sus manazas grandes y sus torsos grandes, mientras que yo, a los 16 años era más bien delgado y tenía un aire de citadino e intelectual. Ellos nadaban muy bien, pero yo era un verdadero desastre, así que a veces ellos entraban primero para tantear el terreno y hallar un lugar donde el agua no nos cubriera por completo. La belleza de aquellos parajes era incomparable, desbordante en colores verdes y en pájaros con hermosos plumajes. Parvadas de papagayos armaban una bulla en las copas de los árboles frondosos, a cuya sombra descansábamos después del arduo ejercicio en el agua. En algunas temporadas la corriente del río se volvía mansa, y discurría muy suave formando pequeñas cascadas en las piedras. Durante uno de esos años, mis primos y yo formamos un verdadero cerro de piedras para formar una especie de alberca, donde nuestros cuerpos retozaban hasta bien entrada la tarde, cuando ya empezaba a oscurecer.
Por las noches, después de cenar, dormía con los dos primos mayores, Arturo, que ya tenía 18 años, y Manuel 16, igual que yo. Sólo había dos camas, así que yo me acomodaba con Manuel. Este era muy despierto sexualmente, y por las noches empezaba a retarnos para que nos masturbásemos juntos. Jugábamos a ver quien arrojaba más lejos los chorros de semen, o quien terminaba primero. Delicias de adolescentes, que apenas estábamos descubriendo nuestros cuerpos, maduros ya para los placeres sexuales pero totalmente inexpertos.
Durante una de esas noches, ya cercano el amanecer, empecé a sentir el fuerte abrazo de Manuel, situado a mi espalda, y la erección de su polla húmeda, colocada contra mis glúteos. Me di vuelta hasta quedar de frente, pero él insistía en seguirme tocando, hasta provocar que mi pene también se pusiera a punto. Con la cabeza de su miembro rozaba el mío, y empecé a sentir como se levantaba la tela de algodón de la truza. Durante un buen rato nuestras vergas se acariciaron mutuamente, mientras yo oía su risita pícara que sonaba quedamente, como un murmullo, hasta que nos quedamos quietos, porque Arturo se movió entre sueños, mascullando algo ininteligible. Muy quietos y despiertos nos sorprendió el amanecer.
Desayunamos y nos dedicamos a las tareas cotidianas del día. Arturo se marchó a la ciudad para cumplir con un encargo, pero Manuel y yo nos dirigimos de manera normal al río para bañarnos al caer la tarde. Aunque aparentemente no había pasado nada entre los dos, ambos hablábamos poco. Un silencio se había apoderado de nosotros, que el agua fresca ayudó a desvanecer. Corrímos un rato, nos tacléabamos para lanzarnos al agua, jugamos luchas cuerpo a cuerpo, excitándonos y riéndonos. En una de esas, Manuel Me jaló el calzón, y por breves instantes mi paquete apareció en el aire, completamente en pélotas. Después de contemplarme durante ese lapso, Manuel se echó a reir. ¡Qué chiquito! Dijo. Yo, un tanto avergonzado, me subí de nuevo el calzón al tiempo que replicaba: no está tan chiquito, tiene muy buen tamaño cuando crece. ¿Cuánto mide? preguntó. No lo sé, dije, nunca lo he medido. Entonces él arguyó que su miembro erguido sobrepasaba el tamaño de su mano extendida. No se lo creí. "De veras", insistió. Yo volví a dudar. Entonces él atajó todos mis argumentos diciendo: Te lo voy a enseñar.
Nos dirigimos a un pequeño claro en la vegetación, debajo de uno de los inmensos árboles que crecían en la orilla, donde habíamos dejado la ropa y unas toallas. Una vez allí se bajó el calzón casi hasta la rodilla, y pude ver su miembro. Mediría unos 10 centímetros desde la base, sobresaliendo entre un par de huevos también grandes, colgando como si fuesen frutillas. Una mata de vello castaño oscuro rodeaba el conjunto. Su piel, de la cintura hacia abajo era más clara que el resto de su cuerpo, tostado por el sol.
Con sus enormes manazas Manuel empezó a manipularse hasta que su verga alcanzó un tamaño impresionante. Para entonces, yo también había bajado el calzoncillo, y me acerqué a él para comparar nuestros intrumentos. El mío era ligeramente inferior y menos grueso. El suyo, en cambio, al retirarse la piel del prepucio hacia atrás mostraba mayores dimensiones. Estaba húmedo y brillante, coronado por un glande purpúreo. Mis ojos estaban fascinados con el volumen que había alcanzado su picha. Tócalo, me indicó Manuel, y al contacto con mi mano aquel falo pareció cobrar vida, estremeciéndose entre mis dedos. Rodeé con las yemas el capuchón púrpura que empezaba a mostrar algunas gotas de líquido preseminal, mientras con la otra mano meneaba mi propio miembro. El se acercó más a mí, y nuestros palos se rozaron largamente, rodeándose uno al otro, como en un duelo. Ambos respondieron vibrando mientras exhalábamos un gemido de placer. Manuel me tomó de los costados y me acercó todavía más, y yo sentí la dureza de su miembro incrustrado por debajo del mío. Yo correspondí abrazándolo y menéandome circularmente para aumentar el placer que ambos sentíamos.
Mis manos se situaron cerca de sus hombros, en tanto que las suyas bajaban hasta mis glúteos. Un mar de sensaciones iban y venían del uno al otro, estábamos tan cerca, tan estrechamente unidos, que podíamos oír el latido acelerado de los corazones. Rozábamos nuestras mejillas con movimientos circulares, y las besábamos suavemente. Los dos estábamos muy excitados, y sabíamos a donde nos podía conducir tal estado de excitación. Así que cuando él lo propuso yo lo acepté inmediatamente. Me tomó de los hombros y bajé hasta sus caderas, donde mis labios virginales besaron esa ciruela púrpura que se ofrecía frente a mí, airosa y redonda, jugosa y todavía con el olor del agua del río sobre ella. Al retirarme, un hilillo delgado y brillante de su líquido había quedado sobre mis labios, y él lo frotó con sus dedos para extenderlo, lanzando una nueva exhalación de placer. Abrí los labios para tragar esa cabeza descomunal que se apoyaba contra mi boca, anhelando ser devorada, y la moví de un lado a otro como si fuese un caramelo.
Chupé las gotas de líquido que habían aparecido de nuevo, y encontré que no tenían un sabor desagradable. Mis manos sopesaron el tamaño de sus bolas, rodeando suavemente su dimensión, hasta encontrarme con el espeso bosque de su vello púbico. Olí esa mata sedosa de pelos, llenándome del perfume que desprendían sus ingles, en tanto que él frotaba mis hombros y mi cabello. No había palabras entre nosotros, en cambio el río proporcionaba una música burbujeante que acompañaban los pájaros y el ulular del viento moviéndose en las copas de los árboles. Nos acostamos sobre las toallas lentamente, yo boca arriba y él de costado, mirándonos de frente. Sus labios y su lengua fresca recorrieron mi pecho y bajaron hasta mi cintura, y tuve un escalofrío que nunca había sentido. Ël repitió lo que yo había hecho con su estoque, pero agregó un toque de novedad: entreabrió mis piernas y sus dedos hallaron mi orificio. El escalofrío volvió a repetirse, esta vez con inusitada duración. Mi piel se erizó como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
Un golpe de aire fresco me sacudió por todos lados. Volvió a arremeter contra mi miembro y al mismo tiempo empujaba su dedo índice dentro del culo, para volver a provocar un estremecimiento. Durante unos segundos sentí que me quedaba suspendido en el espacio, que me hallaba unido a la tierra únicamente por esa boca y ese dedo que se introducía dentro de mí. Cuando terminó aquella sensación él se había incorporado un poco, y con sus manos movía mi cuerpo para voltearlo completamente boca abajo. Sentí su cuerpo deslizándose sobre mi espalda, hasta llenarla por completo, echándome su aliento sobre la nuca. Su falo se había colocado directamente sobre el centro de mis glúteos y se frotaba suavemente, sin ninguna prisa. Se levantó hasta quedar de rodillas, y tomando mis caderas impulsó mis nalgas hacia arriba. Con una mano colocó su miembro exactamente en el centro de mi orificio, pero yo sentí un pinchazo de dolor cuando intentó penetrarme, e intenté ponerme de costado. Espera, dijo él, con la voz transida por el ansia.
Puso saliva en todo mi culo y también en su verga, y volvió a colocarla, dando ligeros masajes circulares. De vez en cuando sentía la presión directa de su glande queriendo apropiarse de mi virginidad. De repente aumentó la presión, y una punzada de dolor me anunció la presencia de cuerpo dentro del mío. Intenté moverme, sacarlo de allí, pero él me tomaba firmemente de las caderas. Espera, repetía, espera un poco, ya va entrando.
Un extraño y repentino calor subía por mi espalda desde mis glúteos, mientras él intentaba avanzar un poco más, un poco más, decía. Hasta que se alojó por completo, y yo sentí la temperatura de su pelvis pegada a mí. Me liberó un poco, y con una de mis manos comprobé que tenía alojado ese cilindro de carne dentro de mí. Empezó un movimiento de caderas y la sensación de ardor en trasero aumentó. Su glande se estrellaba contra mis intestinos, su verga gruesa y dura ensanchaba su refugio. Esto nunca lo había sentido ni soñado, y sin embargo estaba sucediendo. Poco a poco me fui adaptando al grosor de aquel palo que perforaba mi ser, y el ardor se fue mitigando. Mi primo cooperaba un poco, moviéndose con suavidad, de manera lenta y armoniosa. Pero luego fue incrementando su ritmo y profundizó la penetración. Yo sentía su estaca hasta el pecho, presionando contra mis centros vitales. Mi corazón estaba a punto de estallar. Introducía sus manos por debajo de mis brazos y me jalaba de los hombros, apoyándose en ellos para profundizar su ataque.
En cada embestida yo exhalaba un pujido, y me aferraba al suelo para que aquel vendaval no me tirara. Cuando no hacía eso se aferraba a mis caderas y empujaba todo cuanto podía, quedándose allí, en el fondo, suspendido en el tiempo. Fue una eternidad. Pero poco a poco fue moviéndose más rápido, más y más rápido, hasta que sentí que se derrumbaba sobre mi espalda con un largo gemido. Su boca abierta exhalaba sobre mi espalda un vapor caliente, que salía entre jadeos de triunfo. Cayó a mi lado, mientras que yo sentía una corriente de aire que llegaba a refrescar mis partes humedecidas por su saliva y su semen.
Caí sobre él, besando su miembro todavía erecto, mientras él se estremecía de placer. Cada uno de sus gemidos aumentaba en mí la sensación de complacerlo, de abrir sus carnes y hacerlo gozar como nunca lo hubiera hecho. Con mi lengua recorrí sus huevos grandes, hinchados y rojos, y acaricié la fina línea que conducía hasta su ano. El dio un respingo, pero se dejó hacer. Me la debía. Como un alumno que lo ha aprendido todo del maestro, volteé su cuerpó y lubriqué su entrada, colocando mi pene que lucía ahora en todo su esplendor, tal vez hasta más grande de lo normal, en el centro de su culo. Se lo ensalivé muy bien, porque no quería hacerlo sufir como lo había hecho él conmigo, y después de unos suaves movimientos circulares se lo dejé ir. El bufó en señal de haberlo captado, y poco después estaba yo follándolo como nadie lo había hecho. No sé si había un dejo de venganza, pero en todo caso no había ira cuando le pagué con la misma moneda. Y nunca sabré si él sintió lo mismo que yo sentí cuando le otorgué mi virginidad. Alojé en él una explosión de semen, y me dejé caer a su lado, temblando de la emoción y del placer.
Nos bañamos nuevamente, esta vez en silencio permanente, y después de vestirnos nos fuimos al rancho. Esa noche dormimos nuevamente abrazados, con un sueño tranquilo y el cuerpo saciado.