De publicista ejecutiva a puta de la agencia

El flamante vicepresidente de una importante agencia de publicidad, machista y ambicioso, hace carrera en la empresa a expensas de una de sus empleadas.

DE PUBLICISTA EJECUTIVA A PUTA DE LA AGENCIA

Mi nombre es Victoria, y soy una atractiva mujer de 36 años que ocupa (es decir, ocupaba) un importante cargo directivo en una conocida agencia de publicidad en Buenos Aires. Debo escribir este texto, para que mi jefe y mis ex-compañeros de trabajo (ahora todos ellos son mis superiores) puedan divertirse viendo mi humillación publicada en letra impresa.

Siempre he sido una eficiente y aplicada empleada ejecutiva en la empresa. Aunque sé que no carezco de atractivos, nunca he mezclado mi vida privada con mi trabajo. A tal punto, que mi rigor y sobriedad en horas de trabajo, tanto en mi actitud como en mi apariencia, se han hecho proverbiales en la empresa.

Hace aproximadamente ocho meses, perdí una acerba pelea por el puesto de vicepresidente de la agencia. Esteban, que fue quien obtuvo finalmente el cargo, era hasta entonces un compañero de trabajo. Ahora es mi jefe.

Dados mis excelentes antecedentes de casi veinte años en la empresa, yo había recibido (off the record) la total seguridad por parte del presidente de la agencia, de que el cargo sería para mí.... Dándolo por hecho, loca de contento, entré en un frenesí incontrolable de comprar y comprar, embarcándome irresponsablemente en planes de pago muy por encima de mis posibilidades de ese momento. Entre otras cosas, un auto 0 kilómetro y la renovación de todo mi guardarropas. Para mi desgracia, el presidente de la agencia no resultó ser un hombre de palabra, y en definitiva nunca obtuve el puesto...

Entonces descubrí que el ahora flamante vicepresidente de la agencia --es decir Esteban-- no pensaba desaprovechar mi apremiante situación económica para sacar partido de ello. Dos días después de su nombramiento, me llamó a su despacho. Me explicó que no estaba seguro de poder mantenerme en la agencia, debido a la amarga disputa que ambos habíamos mantenido por el puesto de vicepresidente. Agregó que había oído que yo estaba fuertemente endeudada, y él no quería un ejército de acreedores apareciendo a cada rato por la agencia.

Desesperada por conservar mi trabajo --y así poder empezar a pagar mis cuantiosas deudas-- le dije que estaba segura que podría trabajar muy bien a sus órdenes, y que era hora de dejar en el pasado nuestra enemistad. Cuando comprendí que esto no lo convencería, las lágrimas acudieron a mis ojos, y le rogué y supliqué que reconsiderara su decisión. Le aseguré que haría cualquier cosa por conservar mi trabajo.

Para hacerla corta, en menos de un minuto me encontré desnuda, de rodillas, y con su miembro entrando y saliendo de mi boca. No conforme con esto, me ordenó inclinarme boca abajo sobre el borde del escritorio, y separar las piernas. Allí mismo se entregó a un frenético e interminable mete y saca, por uno y otro orificio, mientras me estrujaba y pellizcaba los pechos y los pezones, diviertiéndose con mis grititos...

A partir de ese día, Esteban se apropió completamente de mi persona; e hizo conmigo todo lo que le vino en gana. Acostumbraba llamarme a su despacho, me ordenaba desnudarme por completo, incluyendo los zapatos, y luego me hacía escuchar mis obligaciones de ese día. Me daba una fuerte paliza en la cola, como a una criatura, cada vez que cometía una falta. Me hacía sentar en sus rodillas, totalmente desnuda, y me manoseaba a su antojo, mientras me explicaba que era ridículo que una mujer quisiera ocupar una cargo directivo en una empresa...

Conforme pasó el tiempo, Esteban --un halcón astuto y ambicioso-- comenzó a planear cómo hacer prosperar la agencia (y su propia carrera), a costa de mi desgracia. Me ordenó que nunca más debía usar ni corpiño ni bombacha estando en la agencia, y que a partir de ese día mi pubis debía estar siempre perfectamente depilado. Lo que sigue, es la historia que él quiere que todos conozcan.

Esteban me llamó a su oficina un viernes por la tarde, a eso de las cuatro y media. Como de costumbre, apenas entré me ordenó cerrar la puerta y desnudarme por completo. Permanecí allí, desnuda y descalza, esperando sus órdenes. Él rodeó el escritorio, y abrió una caja envuelta en papel de regalo. De allí extrajo un diminuto y ligerísimo vestido de brillante raso negro.

--Ponéte esto, putita --me dijo.

Me puse el vestido por arriba, tironeando y deslizándolo dificultosamente por encima de mis generosos pechos. El vestido era poco más que un camisoncito de dormir. Y tan ajustado, y de una tela tan ligera, que se pegaba a cada curva de mi cuerpo. Por la parte inferior, a duras penas me cubría los glúteos. Y por la parte superior, era tan cavado que tuve que centrar con mucho cuidado los dos triángulitos de tela, para que al menos me ocultara los pezones. Los breteles eran tan finitos, y estaban tan tirantes, que tuve miedo que terminaran saltándose, incapaces de sostener el peso de mis voluminosos pechos. Esteban giró en derredor mío, observándome satisfecho y pasando sus manos por todo mi cuerpo.

--Fuiste hecha para que te cojan --dijo con una sonrisa. A continuación, sacó de la caja un par de zapatos rojos de taco alto. Eran unas sandalias, con apenas una finísima correa para abrazar los dedos, y otra igual rodeando el tobillo; más desnuda, imposible. Los delgadísmos tacos aguja debían de tener diez o doce centímetros de altura. Me ordenó ponérmelos, y observó el resultado. Con semejantes tacones, mi trasero, bastante redondo de por sí, sobresalía de manera francamente provocativa.

--Es como si llevaras un cartel que dijera CÓJANME --sonrió Esteban--. Bueno, zorra, ya estás lista para pasar una divertida noche en la ciudad. Una limusina te espera abajo. Te va a llevar al aeropuerto, para que te encuentres con el señor Yamamoto. ¿Te acordás de Yamamoto, Victoria?

Por supuesto que me acordaba del muy cerdo. Dos años atrás, en una reunión, había intentado varias veces propasarse conmigo. Había terminado poniéndolo en su lugar delante de todo el mundo, estampándole una sonora bofetada.

--Yamamoto preguntó por vos. Vas a hacerle muy buena compañía, para que pase un momento muy agradable en Buenos Aires --me ordenó Esteban--. Vas a complacer cada uno de sus deseos, además de adularlo en todo momento y estar enteramente a su disposición. Y cuando quiera que abras esas piernas, como la putona que en definitiva sos, lo vas a hacer, igual que lo hacés conmigo. Y te va a gustar hacerlo. ¿Está claro? Si llego a tener el menor atisbo de queja del señor Yamamoto, mañana mismo estás en la calle. ¿Entendido, zorrona?

Completamente devastada, le dije a Esteban que había entendido.

Cuando la limusina me dejó frente al hotel del aeropuerto, me sentía una verdadera puta. El vestido que llevaba puesto, me cubría poco y nada. Y sin prenda alguna debajo, me sentía totalmente expuesta y vulnerable. Los dos pequeños triángulos, precariamente sostenidos por los delgadísimos breteles, apenas me cubrían la zona de los pezones, dejando el resto completamente al descubierto. Cualquier movimiento un poco brusco, haría desacomodar mis pechos, dejando mis pezones a la vista de todos.

Y ahora, así vestida, debía encontrarme con el hombre al que dos años antes había repudiado con todo mi ser. El cual tenía ahora el derecho de disponer de mi cuerpo a su antojo.

Sintiéndome prácticamente desnuda, intenté atravesar lo más rápido posible el gigantesco lobby del hotel, agachando la cabeza para ocultar mi rostro de todas las miradas. Para empeorar la situación, con los tacos aguja de doce centímetros ni siquiera podía caminar muy rápido, por miedo a que cualquier tropezón o movimiento en falso, hiciera que mis voluminosos pechos --que se bamboleaban preocupantemente de aquí para allá-- saltaran fuera del vestido. El trayecto se me hizo interminable. Podía notar que estaba atrayendo todas las miradas, sin poder hacer nada para evitarlo. Por fin, casi a punto de empezar a llorar de vergúenza, pude llegar a los ascensores.

Mientras caminaba hasta la puerta de la suite de Yamamoto, mi estómago era un revoltijo. Una joven empleada me abrió y me invitó a tomar asiento. Me senté en el sofá, bajé la vista, y de un salto volví a pararme. ¡El vestido era tan corto, que al mirar hacia abajo, podía ver asomarse los gruesos labios de mi vulva! Entonces apareció Yamamoto.

--Señorita Ordóñez, qué placer volver a verla --dijo en bastante buen castellano.

--Encantada de estar aquí --contesté, forzando una sonrisa.

--Viene usted vestida de manera muy diferente a la última vez que nos vimos --comentó con una sonrisa lasciva, después de echarme una buena mirada.

--Me he vestido así para agradarle, señor --le contesté, sintiéndome completamente humillada.

Atravesar el lobby del hotel abarrotado de gente, fue ahora peor que la primera vez. Dado que Yamamoto era bastante mayor que yo, y dada mi apariencia, resultaba obvio para todos los que nos veían pasar que yo era una prostituta. La limusina nos llevó a un restaurante de sushi, en el que Esteban había hecho reservaciones para una cena esta noche.

Mi humillación fue aun mayor cuando nos condujeron a nuestro reservado. Allí, sentados sobre almohadones frente a las mesas bajitas, estaban tres hombres de la agencia, que trabajaban bajo mis órdenes: Samuel, Eduardo, y José. Habían traído a tres jóvenes cadetas, también de mi sección, como acompañantes.

Pude ver, mientras se levantaban para saludarnos, lo asombrados que estaban todos ellos de verme vestida como lo estaba. Yo siempre había vestido de manera sumamente formal en la agencia. Traje sastre gris, blusa de seda blanca, medias y zapatos negros, y el cabello recogido en un rodete. Y ahora, ellos veían a su sobria y conservadora jefa, vestida (o apenas vestida) con un atrevido, pequeñísimo vestido, que prácticamente dejaba todo a la vista. Por supuesto, no preguntaron los motivos, dado que era la acompañante del señor Yamamoto. Se limitaron a obsequiar a Yamamoto, resaltando cuán bella se veía su acompañante.

Cuando llegó el momento de tomar asiento frente a la mesa bajita, me quise morir. De acuerdo a la usanza japonesa, tuve que arrollidarme en uno de los almohadones. Hice un intento desesperado, e infructuoso, por estirarme la pollera siquiera un par de centimetros. Intenté juntar los muslos y mantenerlos fuertemente apretados, hasta casi acalambrarme. Todo fue inútil. Mientras comíamos, podía ver a los tres hombres mirando reiteradamente en dirección a lo que --yo sabía-- era mi vulva depilada, totalmente expuesta...

Terminamos de cenar, y llegaron las conversaciones de negocios. Y puesto que esa noche yo no era parte del equipo, tuve que escuchar, callada y en silencio, cómo los tres jóvenes ejecutivos le exponían a Yamamoto el plan que yo misma había desarrollado.

Yamamoto, de excelente buen humor (ni falta hace decir por qué), encontró muy interesantes todas y cada una de las propuestas que le fueron presentadas. Había que reconocer, en medio de todo, que Esteban era un zorro insuperable para estas cosas. Con sólo un par de encuentros previos, conocía a Yamamoto mejor que él mismo.

La reunión terminó, se cerraron importates contratos, se estamparon firmas, se hicieron los brindis y se estrecharon efusivamente todas las manos. Yamamoto y yo partimos presurosamente rumbo al hotel, donde el empresario nipón se tomó cumplido desquite del desaire de dos años atrás. Con la más sumisa complacencia de mi parte, y un vigor inesperado en un hombre de su edad, estuvo cogiéndome a su antojo durante toda la noche, de todas las formas que se le ocurrieron, por todos los agujeros que encontró. Fue humillante. Pero aún me esperaba lo peor.

El lunes siguiente, noté que todos los hombres de la sección a mi cargo entraban y salían del despacho de Esteban. Yo no había sido invitada. Todos salían con una amplísima sonrisa en el rostro, mirando en dirección a mí. Finalmente, a eso de las tres y media de la tarde, las tres jóvenes cadetas que habían estado en la cena del viernes, me pidieron que las viera en el baño de damas. Una vez adentro, se apoyaron contra la puerta, impidiéndome salir. Debo decir que yo nunca había sido precisamente popular, ni entre los hombres, ni entre las mujeres de la empresa. Mi aspecto severo y conservador, y mi insistencia en que todas las empleadas de mi sección observasen el mismo rigor en su vestimenta, no habían contribuido a mi popularidad. Era evidente que aquellas chiquillas casi adolescentes, veían ahora el momento de vengarse. De un portafolios, sacaron el pequeñísimo vestido de raso negro y las sandalias rojas de taco aguja, y me dijeron que me los pusiera. Tuve que hacerlo; era evidente que Esteban estaba detrás de todo esto. Nuevamente mi aspecto era el de una puta desvergonzada, como la noche del viernes. Una de ellas sacó del portafolios unos cosméticos, y las tres procedieron a maquillarme. Me aplicaron polvo facial blanco rosado en la cara, gruesas capas de rimmel en los ojos, sombra turquesa en los párpados, una buena cantidad de rubor en las mejillas, y un labial rojo furioso en los labios. Con una maquinita de afeitar hicieron desparecer mis cejas, las que fueron reemplazadas por dos trazos muy delgados de lápiz para cejas. Finalmente, me aplicaron unas importantes pestañas postizas, que engrosaron generosamente con máscara para pestañas. Una de las cadetas, con una risita, rubricó la labor estampándome un lunar en la mejilla izquierda, con la punta del lápiz para cejas. ¡Cuando terminaron y pude verme en el espejo, mi aspecto era el de una prostituta que hace la calle!

Me arrastraron fuera del baño, y luego a través del pasillo principal. Noté que nadie estaba en su escritorio. Me introdujeron en el despacho de Esteban; éste les agradeció, y las tres cadetas se marcharon entre risitas. Y allí supe dónde estaban todos. Todo el personal de la agencia, todos los ejecutivos y secretarias, se hallaban allí

Esteban me condujo al centro de la sala, y se dirigió a los presentes.

--Señores, todos ustedes conocen a la señorita Victoria Pilar Ordóñez. Ha sido durante muchos años, una eficiente trabajadora de nuestra agencia.

Esteban carraspeó un par de veces, y continuó.

--Sin embargo, deben saber que en más de una oportunidad, ella me había manifestado confidencialmente que en realidad no la complacía su trabajo.

Yo permanecía con la cabeza gacha, totalmente avergonzada de mi apariencia.

--Pues bien --continuó Esteban--. Puedo decir que, finalmente, la señorita Ordóñez ha descubierto su auténtica vocación, aquélla que se corresponde con su verdadera naturaleza.

Oí un par de risitas masculinas a mis espaldas.

--Con tal finalidad, como vicepresidente de esta prestigiosa empresa, he creado especialmente para la señorita Ordóñez, el puesto de "Acompañante Profesional Senior".

Apenas tuve fuerzas para escuchar en qué consistíría mi nuevo trabajo, aunque temía saberlo ya.

--A partir de ahora --continuó Esteban--, el trabajo de la señorita Ordóñez consistirá en acompañar oficialmente a todos los potenciales clientes masculinos de la agencia, atendiendo a todas sus necesidades, tanto las de carácter profesional como las de otra índole.

Acto seguido, hicieron salir del despacho a las sorprendidas secretarias, quedando solamente en la sala los sonrientes hombres.

Esteban volvió a tomar la palabra.

--Como todos comprenderán, y a fin de que la Acompañante Senior Profesional pueda cumplir eficientemente con su labor, es muy importante que todos los ejecutivos de la empresa puedan describir apropiadamente a los eventuales clientes, los abundantes atractivos de la señorita Ordóñez.

Y Esteban, con la mayor naturalidad, se dirigió a mí, que a esa altura apenas podía contener las lágrimas.

--Bien, Victoria. Fuera ese vestido. Quiero que camines lentamente por la sala, muy despacio, para que todos tus compañeros tengan tiempo de juzgar y sopesar tus encantos. Y no olvides agradecer a cada uno de los señores la colaboración que han prestado para ayudarte en tu nueva función.

Totalmente shockeada, con las lágrimas cayéndome por todo el escandaloso maquillaje, dejé caer mi vestido y empecé a caminar por la sala.

¡Fue terriblemente humillante tener que dejar que todos aquellos hombres --conocidos por mí desde hacía muchos años-- tocaran y manosearan mi cuerpo desnudo sin la menor consideración, mientras realizaban toda clase de comentarios soeces!

¡Y tener que agradecerles por ayudarme en mi nuevo trabajo!

Tal es, pues, mi actual situación en la agencia. Situación que he terminado por aceptar. Según mis cálculos, en un par de años --tres, a lo sumo-- habré terminado de saldar mis deudas. Pero me temo que, para ese entonces, las referencias que cualquiera pueda dar sobre mi persona no serán muy halagadoras. No me va a ser fácil conseguir un trabajo bien pago..., salvo alguno muy parecido a éste.

Bien, ésta es la historia que Esteban me ordenó que les contara. Por indicación suya, cambié los nombres de todas las personas involucradas en el relato, con la única excepción del mío. Después de todo, como dice Esteban (que en reconocimiento a sus méritos pronto será el nuevo presidente de la agencia) a una putita como yo, no puede importarle demasiado que todo el mundo sepa lo que es.

Y me temo que en este caso, él tiene razón...

V. P. O.

(Inspirado en una carta publicada por la revista norteamericana Nugget, en abril de 1995. )