De publicista ejecutiva a puta de la agencia (7)

Perdón por la demora, tuve problemas con la computadora. En este capítulo, Ramón --ahora el dueño de Lola/Victoria-- la lleva a un lugar muy singular, para que le pongan su marca de propiedad.

DE PUBLICISTA EJECUTIVA A PUTA DE LA AGENCIA (VII)

Mi nombre es Lola. Tengo 37 años y, por desgracia para mí, el tipo de redondeces que suele interesar a los hombres. Como era inevitable, mi dueño Ramón me ha ordenado escribir otra carta, para que todos ustedes puedan conocer pormenorizadamente los recientes sucesos de mi vida, ahora convertida en una de sus putas. Él espera que de este modo, terminen de desaparecer los pocos humillos que aún puedan quedarme. Y por supuesto, lo está logrando. El reciente episodio que paso a contar, es una prueba de ello...

Todo empezó unos diez días después de mi llegada al departamento del barrio de Núñez. Me había hecho muy amiga de Kitty y Rita, mis nuevas compañeras. En cuanto a Ramón, había estado disfrutando del "juguete nuevo" durante toda la semana. Se aparecía casi a diario y me gozaba a placer. Aunque exigía sumisión absoluta a todos sus deseos, hay que decir que me hacía el amor de manera bastante civilizada; salvo por su gusto de pellizcarme a cada rato los pechos y la cola, para hacerme gritar un poco...

Pero empecemos por el principio.

Al día siguiente de mi llegada, Ramón pasó a buscarme para recoger algunas pertenencias de mi antiguo departamento. Como Ramón me había traído completamente desnuda, no tenía nada para ponerme. Pero Rita tenía medidas muy parecidas a las mías, y con gusto me prestó algunas cosas. Me vestí, pues, con una remera tubo verde manzana --muy ceñida, de tejido muy ligero-- y una ajustada minifalda blanca. El tejido de la remera era tan tenue que el relieve de mis pezones se marcaba claramente.

Llegamos a mi edificio, y apenas Ramón estacionó el auto, puse instintivamente la mano en la manija de la puerta para abrirla.

--¡¡¡Aaaayyy...!!!

Un dolor horrible me atravesó en pecho izquierdo.

Igual que la noche anterior, Ramón me había aprisionado con fuerza el pezón, a través de la delgada tela de la remera, y tironeaba brutalmente de él. No podía hacer otra cosa que volverme para mirarlo.

--¿Te di permiso para bajar?

--¡No, señor! ¡¡Aaaayyy..!! ¡Perdón, señor...! ¡¡¡Aaaaiiiaaa...!!! --dije, con las lágrimas saltándome de los ojos.

Ramón mantenía mi pezón fuertemente aprisionado entre el índice y el pulgar, y enfatizaba cada palabra con un salvaje tirón.

--¿Y entonces por qué ibas a abrir sin mi permiso?

--¡Perdón, señor! ¡¡¡Aaaaiiiaaa....!!!

--¿No fui claro, anoche?

--¡¡¡Aaaayyy...!!! ¡Sí, señor! ¡¡¡Aaaayyy...!!!

Por fin me soltó el pezón, y me ordenó bajar. Apenas tuve tiempo de masajearlo un poco, para aliviar el terrible dolor.

Al final, poco y nada pude traerme del departamento. Mis viejos libros de publicidad, marketing y economía quedaron allá. Para Ramón, eran pura basura; el tipo de cosas que alguien como yo no necesitaba saber. Mi sobrio guardarropas, compuesto de tailleurs, blusas de seda, polleras de corte clásico, etc, etc... le pareció otra basura. Ni hablar de mis zapatos y mi ropa interior. A duras penas conseguí traer mi cepillo de dientes... Ramón decidió poner a la venta todo lo que había en el departamento, junto con los electrodomésticos y todo lo demás. Al día siguiente, Kitty y Rita me acompañaron a recorrer boutiques, lencerías y zapaterías de avenida Cabildo y avenida Juramento --en pleno centro comercial del barrio de Belgrano--, y me ayudaron a comprar el tipo de ropa que Ramón quería que usara.

Un par de días después, Ramón me llevó al mismo salón de belleza en el que me habían hecho el maquillaje permanente, para que me realizaran otro en los pechos.

Esta vez no cometí la tontería de bajar directamente. Me quedé esperando a que Ramón me ordenara bajar del auto.

Bien, en definitiva, para cuando salimos del establecimiento, una hora después, mis pezones --hasta entonces de un desvaído rosado claro y de areolas pequeñas y de contornos difusos-- lucían totalmente diferentes. Ahora se veían de un pardo rojizo fuerte, y las areolas eran muy grandes, de casi diez centímetros de diámetro, con el contorno muy recortado. Ahora tenía unas tetas muy provocativas. Sentía vergüenza de sólo verlas...

Sin embargo, Kitty y Rita, que lucían pezones idénticos, se mostraron muy complacidas al verlas.

--No, boba, te quedaron muy lindas --me habían dicho cuando entré al departamento, mientras me las toqueteaban como si tal cosa...

Bien. Como estaba diciendo, unos días después, un viernes por la noche, Ramón apareció por nuestro departamento. Supuse que para gozar de mí, nuevamente. Kitty y Rita habían salido a atender a un par de clientes, viejos conocidos de Ramón. Pero en lugar de ordenarme desnudarme, Ramón me ordenó vestirme.

Para esta salida, me puse un ajustado top blanco --una simple banda de ligero tejido elastizado, a la altura de los pechos, sin corpiño, sin breteles, y con el ombligo al aire. Mis enormes areolas rojizas, de contornos muy definidos, se transparentaban a través del ligerísimo tejido blanco con toda nitidez. El atuendo lo completaban una pollera tableada roja, muy corta --con una pequeñísima tanga debajo, casi un "hilo dental"--, un par de medias negras de red, y unas empinadísimas chinelas doradas de taco aguja. Ahora todo mi vestuario era así. A lo cual se sumaba mi largo cabello enrulado y pelirrojo, y mi maquillaje permanente, recargado y chillón, con gruesas capas de rimmel en las pestañas. Aspecto de zorra barata, como quería Ramón...

En cuanto a él, se lo veía muy elegante, como siempre. De traje habano de casimir y corbata de seda terracota.

Subimos al auto y Ramón lo puso en marcha. No pregunté a dónde íbamos; a Ramón no le gustaba que preguntara, y lo último que yo deseaba era hacerlo enojar. Tomamos por Manuela Pedraza hasta Avenida del Libertador. Doblamos hacia la izquierda y cruzamos la General Paz. Continuamos por Libertador, dejamos atrás la estación Vicente López, y tres cuadras más adelante tomamos una transversal hacia la izquierda, ingresando en una elegante zona residencial. Había casetas de vigilancia en cada esquina, como en toda zona del Gran Buenos Aires en la que parece haber dinero. Hicimos media docena de cuadras, y Ramón detuvo el auto frente al portón enrejado de una lujosa residencia. Le dio sus señas a un guardia, quien consultó una planilla, y luego nos franqueó el paso. Había otros autos, muy lujosos, estacionados frente a una elegante casa de dos plantas, de arquitectura decó en piedra gris.

Aguardé a que Ramón me ordenara bajar del auto, caminamos hasta la puerta y Ramón tocó timbre. Casi de inmediato nos abrió una mucama, que saludó a Ramón en vos bajita, y en todo momento mantuvo la vista gacha. Nos pidió que tomáramos asiento, y se dirigió a los pisos superiores por una amplia escalera de mármol de Carrara.

Al poco rato, una elegante mujer de unos 40 años, alta y de cabellos azabache, bajó a recibirnos. Vestía un ceñido conjunto enterizo de seda negra, partido con un ancho cinturón de gamuza con importante hebilla; y un bolero también negro, recamado de oro y plata. Calzaba unas finísimas botas bucaneras (hasta la mitad del muslo) de cuero de cocodrilo, de tacones altos. Su maquillaje también era muy ostentoso. Pero a diferencia del mío --propio de una mujerzuela-- el de ella sugería clase y distinción.

--Hola, Ramón --dijo.

--Cómo estás, Daiana. ¿Todo listo? --preguntó Ramón, dándole un beso en mejilla.

--Solamente faltabas vos --dijo la mujer, observándome un instante, pero sin saludarme.

Bajé la mirada, avergonzada de mi apariencia.

--El gordo también trajo una puta --agregó la mujer--. Los invitados están todos.

A una orden de su señora, la mucama --que había permanecido con la mirada gacha, un paso detrás de su ama-- me tomó del brazo y me llevó hasta el fondo de la casa. Traspusimos una puerta semiescondida, y por una pequeña escalera descendimos al subsuelo. Accedimos a un corto pasillo, y entramos en una pequeña salita lateral.

--Me llamo Nina --me dijo la mucama con amabilidad--. Desvestíte y ponéte esto.

Me extendió una especie de túnica blanca de lino. Me desnudé y me la puse; me llegaba hasta la mitad de los muslos. Descalza, con esa única prenda, Nina me tomó del brazo y me condujo hasta una sala, al final del pasillo.

Había unas veinte personas, hombres y mujeres, todos elegantemente vestidos, sentados en cómodos sillones. Los asientos se habían dispuesto en una especie de semicírculo, sobre una especie de entarimado, a modo de pequeña tribuna. Las damas y los caballeros fumaban y bebían. Algunos portaban cámaras digitales. Una mucama se paseaba entre los invitados con una bandeja, ofreciendo bebidas y bocadillos. Al centro de la sala había algo que parecía una mesa, una larga y estrecha mesa de madera. En cada extremo de la mesa se veían unos gruesos listones de madera que parecían.. No parecían... Eran.

Eran cepos. Uno para los brazos y otro para las piernas. Me estremecí. ¿De qué se trataba...? De ambos lados de la larga mesa, colgaban correas de cuero con fuertes hebillas.

En un rincón de la sala, divisé a otra chica, vestida (o apenas vestida) igual que yo. Con la corta túnica blanca, y descalza. Era pequeña, delgada, de pechos pequeños, piel marrón y cabello negro. A su lado, un hombretón gordo y calvo, de elegante traje azul, le hablaba con gestos de amenaza. La chica parecía provinciana, tipo chinita del interior, posiblemente del norte del país. O tal vez de Paraguay o Bolivia, quién sabe. Tal vez, como tantas iguales a ella, hubiese llegado a Buenos Aires para emplearse como mucama. Y por una desafortunada sucesión de eventos, había terminado en manos de una organización de tratantes. O tal vez hubiese sido ingresada ilegalmente al país por una banda de traficantes, para ejercer la prostitución en Buenos Aires. Como tantas otras. Sus ojos, negros y rasgados, se veían vidriosos y muy, muy asustados. ¿Por qué?

A medida que mis ojos recorrían el recinto, fui descubriendo detalles. Lo divisé a Ramón, platicando con una sonriente señora de elegante tailleur Chanel en tono salmón. Y entonces, mis ojos se toparon con lo que tenía tan aterrorizada a la chinita.

A un par de metros de la mesa, podía verse una especie de cubo de hierro, en forma de cilindro, que se apoyaba en el suelo sobre tres artísticas patas de león. Era un brasero, un brasero encendido. De su interior asomaban dos varillas de hierro con mangos de madera. Eran herretes. Como los que se usaban para marcar el ganado...

Ramón vio el terror reflejado en mi mirada, y se acercó.

--Ahora, Lola, quiero que te portes bien --me dijo, mirándome a los ojos--. Nadie se ha muerto por esto. Portáte bien, y esto va a pasar pronto. Kitty y Rita ya pasaron por aquí, y ahí las ves. En caso contrario, no querrás saber lo que puedo hacerte. Puedo ser muy cruel, lastimarte mucho, si me das un motivo. Y lo mismo vas a tener que pasar por esto. ¿Entendido?

Asentí, llorando, muerta de miedo.

Apareció una mucama, y me condujo al lado de la otra chica. Me sacó la túnica por encima de la cabeza, y después hizo lo propio con la provincianita. Instintivamente nos refugiamos la una en la otra. Nos quedamos allí, llorosas y desnudas, abrazándonos aterrorizadas.

Ramón y el hombretón gordo y calvo, tomaron asiento en sendos sillones. El gordo aceptó una copa y encendió un cigarrillo. Aparecieron dos mucamas portando cámaras de video. Iban a filmar lo que allí sucediera. Todo el centro de la sala, la mesa, el brasero, estaban fuertemente iluminados. El resto, los elegantes señores y señoras en sus sillones --incluyendo a Ramón y el hombretón gordo y calvo--, quedaban en la oscuridad.

Mistress Daiana hizo su aparición. Pidió silencio, y se tomó su tiempo para dar la bienvenida a cada uno de los invitados. A un costado, la provincianita y yo continuábamos llorosas y asustadas, abrazadas y desnudas.

Una vez finalizado su discurso de bienvenida, Mistress Daiana se acercó a nosotras, y tomó del brazo a la chinita. Ésta rompió a llorar sin poder evitarlo. Pero se dejó conducir dócilmente, sin oponer resistencia alguna.

Entre Mistress Daiana y dos mucamas, acostaron a la chica sobre la mesa, boca abajo, y colocaron sus muñecas y tobillos en los cepos, los que fueron asegurados con dos ganchos cada uno. Mistress Daiana desplazó los cepos mediante un mecanismo de rieles, hasta dejar a la pobre muchacha estirada al máximo, cuan larga era. La provincianita lloraba en silencio, resignada a su destino. Pasaron uno de los tres juegos de correas de cuero por sobre su espalda, a la altura de sus axilas, y sujetaron las dos mitades con las hebillas, ajustándolas con fuerza. Hicieron los propio con los otros dos juegos de correas: uno sujetando su cintura, y el otro por la mitad de los muslos. Así quedó totalmente inmovilizada, con sus nalgas bien expuestas.

Mistress Daiana se dirigió tranquilamente al brasero y tomó el herrete que correspondía al cafisho gordo y calvo. Lo levantó y lo mostró en alto, humeante, al rojo, a los invitados. Éstos aplaudieron educadamente e hicieron gestos y comentarios de aprobación.

La chinita miraba aterrorizada, con los ojos fuera de sus órbitas, llorando sin consuelo.

Mistress Daiana acercó el herrete a la parte superior de la nalga izquierda, cerca de la cadera, y lo mantuvo allí un instante, a veinte centímetros de la superficie. La chinita se sacudía con todas sus fuerzas intentando inútilmente liberarse de su prisión, sustraer su cuerpo al hierro candente, al hierro al rojo, que se acercaba.

De pronto un charco de agua empezó a formarse debajo de la muchacha. Se extendió hacia los lados, y empezó a filtrarse entre los resquicios de la madera, y a gotear en el piso.

La aterrorizada muchacha se estaba orinando, de angustia, de miedo, de pavor...

De a poco, lentamente, Mistress Daiana fue aproximando el herrete a la nalga desnuda. La pobre chinita lloraba aterrorizada, mientras imploraba, se sacudía y se seguía haciendo pis. Mistress Daiana detuvo el hierro a cinco centímetros, creó un instante de suspenso, y luego lo hundió tranquilamente en la piel desnuda.

¡¡¡¡¡CHZZZZZZZZZZZZZZZZZZZ.....................!!!!!

Hubo humo, claro. Un humo blanquecino, que por momentos casi ocultó la mano de Mistress Daiana.

Y hubo un grito, desde ya. Un grito salvaje, de animal herido. El grito desgarrador de la víctima indefensa...

Pero sobre todo, para mi sorpresa, hubo un sonido.

En ningún momento había pensado en el sonido. Había imaginado un débil, ligero siseo.

En cambio, lo que se oyó me heló la sangre. Fue un estridente, prolongado sonido de fritura, como cuando se coloca una lonja de carne en la parrilla.

Era el sonido del calor intenso, del hierro candente a 800 grados, evaporando los fluidos vitales en una fracción de segundo, y haciendo estallar cruelmente todas las células del tejido humano. Durante cinco interminables segundos sólo se oyó la crepitación, el chisporroteo estremecedor de la carne quemándose...

Mistress Daiana levantó el herrete humeante, que ahora tenía adheridos restos de piel ennegrecida y carne chamuscada. Lo acercó a su nariz, cerró los ojos, y olisqueó suavemente, embriagada por el aroma. La provincianita se sacudía de dolor, llorando y llorando.

Desengancharon los cepos, abrieron las correas, y dos mucamas se llevaron a la muchachita a la rastra, todavía goteando orina. No sé si fue mi imaginación, pero hasta se sentía un husmillo a carne asada...

Se encendieron las luces, y todos aprovecharon para relajarse un poco, hacer comentarios, y comer algún bocadillo. Se los veía alegres y distendidos. Cuando todos hubieron terminado y se hubieron acomodado nuevamente en sus asientos, se volvieron a apagar las luces. La función continuaba...

Vino Mistress Daiana, y me tomó del brazo.

Traté de ser valiente. Dócilmente me dejé conducir. Sin oponer resistencia, me dejé colocar sobre la mesa. Quedé momentáneamente en cuatro patas. Mis redondos pechos, de grandes areolas rojizas, quedaron colgando hacia abajo, oscilando provocativamente, y despertaron comentarios en voz baja. Me hicieron echarme boca abajo sobre la mesa, y mis pechos se aplastaron contra la madera. Quedé extendida cuan larga era, con los brazos hacia adelante y las piernas hacia atrás. Sentí en mi vientre y en mis muslos el frío de la madera húmeda, mojada por la orina de la infortunada chica. Coloqué sumisamente las muñecas en los dos huecos del cepo de adelante, y dejé que Mistress Daiana bajara el madero superior y lo asegurara con una par de ganchos. Coloqué sumisamente los tobillos en los dos huecos del cepo de atrás y dejé que Mistress Daiana lo cerrara y asegurara. En esa incómoda posición, mi pie derecho empezó a acalambrarse. Lo reacomodé lo mejor que pude. Puesto que yo era más alta que la chinita, Mistress Daiana debió correr los cepos, hasta dejarme totalmente estirada. Temí que fuera a descoyuntarme. Nina y otra mucama me sujetaron fuertemente con las correas de cuero. A la altura de la espalda, a la altura de la cintura, y a la altura de los muslos. Estaba inmovilizada, ofrendada, indefensa. Verme así hizo que mi valentía empezara a resquebrajarse. Empecé a llorar en silencio.

Y entonces Mistress Daiana se dirigió al brasero. Tomó el herrete correspondiente a Ramón, y lo mostró en alto --humeante, candente, al rojo-- a los invitados. Nuevamente hubo educados aplausos y comentarios de aprobación. Mistress Daiana se empezó a acercar, blandiendo el hierro en su mano. Apreté los dientes. Cuando el hierro estaba a veinte centímetros de mi nalga, percibí el calor.

Y ahí mi valentía se derrumbó. Contra mi voluntad, sin poder evitarlo, empecé a gritar y a sacudirme, a llorar y a implorar, mientras veía aterrorizada, impotente, cómo el hierro se iba aproximando, centímetro a centímetro, lenta e inexorablemente, a la blanca superficie de mi piel desnuda.

De repente sentí un calorcillo debajo de mi vientre. Lo reconocí de inmediato. ¡Me estaba haciendo pis, yo también, de angustia y terror...!

Mistress Daiana detuvo el hierro candente a cinco centímetros de mi nalga izquierda, para crear un instante de suspenso. Yo lloraba y suplicaba, ya sin el menor resto de orgullo. A esa distancia, ya el hierro al rojo empezaba a quemar.

Y entonces, con toda naturalidad, Mistress Daiana bajó el hierro y lo hundió en mi piel desnuda.

¡¡¡¡¡CHZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZ......!!!!!

Un dolor imposible de describir, fuera de toda medida humana, me recorrió de pies a cabeza, como si todo mi cuerpo se estuviese abrasando en aceite hirviendo...

Alcancé a oír el prolongado chisporroteo del hierro candente haciendo estallar la carne desnuda: mi propia carne...

Alcancé a oír un aullido salvaje, desgarrador: mi propio grito...

Alcancé a ver, por un segundo, la sonrisa anhelante de Mistress Daiana, ante el espectáculo fascinante de la carne salvajemente lacerada...

No alcancé a ver ni a oír nada más...

........................................................................

--¿Cómo estás?

Kitty me apartó el cabello de la cara, mientras me miraba con ternura. Intenté cambiar de posición, pero de inmediato un dolor terrible, lacerante, me recorrió toda la nalga izquierda.

--No, no, quedáte así como estás --dijo Kitty.

Volví a ponerme de costado, casi boca abajo.

--Por unos días vas a tener toda la cama para vos solita --agregó, sonriendo-- Nosotras nos vamos a acomodar por ahí.

Mecánicamente me llevé la mano hacia la nalga izquierda. Tenía un grueso apósito, fijado con tela adhesiva.

--No te lo toques --me dijo--. Te va a doler feo por un par de días. Después se te va a empezar a pasar. ¿Querés un Tafirol...?

De pronto salió con una pregunta que me sorprendió.

--¿Te hiciste pis? --dijo sonriendo.

La miré un instante. Bajé la mirada y asentí.

--Yo también --dijo--. Es casi inevitable...

Lo pensó, y agregó:

--Esa tal Mistress Daiana estará contando la platita, en este momento. Por supuesto, Ramón también se llevó su parte.

Como puse cara de no entender, Kitty me explicó.

--Buenos Aires está llena de gente muy perversa, y muy adinerada. Dispuesta a pagar muy bien, para disfrutar de un espectáculo. Además de lo que pagaron por presenciarlo en vivo, Mistress Daiana les habrá vendido copias del video, seguro. En algún momento van a ir a parar a la Web, o a Internet, o como se diga. Y todos contentos...

Como pude, le conté algunos detalles.

--Sí, conmigo fue igual --dijo Kitty--. Y con Rita también.

--Hubiera preferido que me lo hicieran en primer lugar --balbuceé--, para no tener que ver lo que vi antes...

--Pero no, Lola --dijo Kitty--. A vos seguro te iban a dejar para el final. La otra chica, esmirriada, negrita, era el aperitivo. Vos, blanca, tan pulposa, eras el plato principal...

Y concluyó:

--Y ojo, no vayas a creer que esto fue una marcación de las peores. Aunque te parezca mentira, esto fue hecho con un hierro bastante finito, y no tan profundo. No fue como la marca que se le hace a una vaca, ni tampoco como las que antiguamente les hacían a un esclavo, o a un delincuente....

Y agregó:

--Pero la marca la vas a llevar toda la vida, eso sí.

Sonó el teléfono. Kitty se fue a atender.

--...sí, ya se despertó... ...sí, tiene buen aspecto... ...un poco dolorida, pero eso es natural...

Volvió al dormitorio.

--Era Ramón. Quería saber cómo estás.

--¿Y Rita...?

--Tuvo que ir a atender a un cliente. Ramón quiso que yo me quedara. Para cuidarte. ¿Tenés hambre?

Kitty se fue a la cocina, y volvió al rato con una bandeja. Traía una sopa y un poco de pan. Tomó la cuchara y me dio de comer en la boca, como una madre a su bebita. Y me hizo tomar un analgésico.

Al tercer día el dolor empezó a bajar. Kitty o Rita me cambiaban el apósito todos los días, aplicando un antiséptico en cada cambio. La herida estuvo supurando durante una semana, y empezó a formar una costra. Poco a poco dejó de dolerme, pero ahora la picazón era insoportable. Dejó de supurar y empezó a cicatrizar. La costra se secó y se fue descascarando. Al octavo día, todavía con costra en varias partes, me animé a mirar en el espejo.

--Ahora la tenés así, muy gruesa y de color rojizo --me dijo Rita--. De a poco va a ir cambiando.

Estábamos las dos desnudas, frente al ancho espejo de cuerpo entero del dormitorio.

Los trazos se veían como surcos, ligeramente hundidos.

--Con el tiempo se va a ir poniendo más finita y de color marrón --agregó--. Y te va a quedar así, marrón oscuro, ¿ves? Como la mía.

Seguí mirando en el espejo. En la parte superior de mi nalga izquierda, en donde llevaría la marca una res, se podía leer en gruesos trazos encarnados: "PROPIEDAD DE".

Y debajo, en letras más grandes: "R.T.F."

Eran las iniciales de Ramón. Y ésa era su marca de propiedad. La que le gustaba poner en todo lo que le pertenecía.

En las semanas siguientes, mi vida cambió poco. Ramón quería que me repusiera bien de la experiencia, y no parecía tener apuro en ponerme a trabajar. Había sacado buen dinero por la venta de las cosas de mi departamento. Y otro buen dinero por parte de Mistress Daiana.

A Kitty le había gustado cuidarme como a una criatura.

Cuando me veía triste o deprimida, se acercaba, me abrazaba, me besaba. Me llevaba suavemente hacia el sofá, se sentaba y me atraía, haciéndome apoyar la cabeza en sus enormes pechos. Me rodeaba con sus brazos, me arrullaba, me acunaba como a una bebita.

--Pobrecita Lola, pobre bebé...

Me daba besitos en la frente, en los ojos, cerca de la boca. De a poquito me iba sacando el baby-doll. Me bajaba un bretel, dejándome un pecho al descubierto. Me tomaba el pezón y lo acariciaba con dos deditos, como si amasara una bolita. Me susurraba cositas al oído, me iba desnudando de a poquito, entre besos y caricias.

Yo nunca me había considerado lesbiana. No sé si me gustaba. Pero no me disgustaba; de hecho, me reconfortaba un poco.

Continuaba bajando su mano hasta mi cadera. Como sin querer empezaba a bajarme la tanguita (si tenía) y hundía su mano entre mis muslos. Me acariciaba la vulva morosamente, con suavidad, jugueteaba con mi botoncito, terminaba de desnudarme. Me masajeaba la cola, bajaba por la raya, me rascaba el agujerito. Al final conseguía arrancarme un gemido. A veces un estremecimiento. Incluso, hasta un orgasmo, tranquilo, silencioso...

Y así, en algún momento, primero yo y después ella, nos quedábamos dormidas, abrazadas.

En fin, cosas de putas...

Así es mi vida ahora. No tan mala, en este momento. Claro, todavía Ramón no me puso a trabajar. Creo que quiere dar un último paso previo: poner a la venta el producto, ofrecerlo en el mercado. Sé que Kitty y Rita tienen ambas su aviso en Internet. Seguramente voy a tener pronto el mío. Y entonces sí, me será difícil negar que soy una puta, en todo el sentido de la palabra.

Lola