De publicista ejecutiva a puta de la agencia (6)
Esteban decide vender a Victoria a un rufián, por una buena suma de dinero. Nuevas desdichas aguardan a la señorita Ordóñez.
DE PUBLICISTA EJECUTIVA A PUTA DE LA AGENCIA (VI)
Mi nombre es Victoria Pilar.
Perdón, quise decir: mi nombre era --hasta no hace mucho-- Victoria Pilar. Tengo 37 años, y un físico cuyas medidas (36D-65-95) parecen haber sellado mi destino.
Escribo una nueva carta, narrando los sucesos recientes de mi vida, Pero esta vez no lo hago por orden de mi jefe (ahora ex-jefe) Esteban, sino por orden de mi actual dueño, Ramón. Al igual que mi ex-jefe Esteban (de quien tomó la idea), mi dueño Ramón considera que estos relatos de puño y letra son un excelente entrenamiento para una puta en formación como yo. Alguien que alguna vez ocupó un cargo ejecutivo en una prestigiosa agencia de publicidad en Buenos Aires, y tal vez aún conserve algunos humos que es necesario erradicar.
¿Que cómo terminé siendo una de las putas de Ramón? Es una larga historia, que paso a contar.
En las siguientes semanas, mi vida en la agencia continuó por los carriles normales. Y fuera de la agencia, también. Es decir: continué siendo el blanco de todos los comentarios maliciosos en el edificio donde vivía: "la putona del quinto". A la entrada y a la salida del trabajo, los hombres siguieron metièndome mano durante veintiséis pisos en el ascensor. En mi condición de "Sub-cadeta Junior", los empleados de la agencia siguieron, día tras día, llenándome de leche por todos los agujeros. Y Solange y las cadetas, siguieron robándome la bombacha, obligándome a humillarme hasta lo indecible para devolvérmela, y amenazándome con llevarme nuevamente a la farmacia para que me pusieran otra enema.
Y, por supuesto, en mi condición de "Acompañante Profesional Senior" continué siendo el juguete sexual de todos los potenciales clientes de la agencia. Esteban logró cerrar en términos muy ventajosos un par de contratos más, y hasta me felicitó por mis evidentes progresos como puta...
Pero el destino me tenía reservada una sorpresa, un giro inesperado.
Un miércoles por la noche, cuando ya me disponía a irme a casa, fui llamada al despacho de Esteban. Cuando entré, resultó que no estaba solo. Lo acompañaba el misterioso personaje que había estado presente el día de mi maquillaje permanente, el que había asesorado a Esteban. El tal Ramón, que me había mirado con insistencia durante toda aquella sesión. Esteban me lo presentó formalmente, y ahi supe que era nada menos que un rufián, un cafisho... ¿Qué estaba ocurriendo? Permanecí de pie, sin saber que esperar.
Esteban había empezado a hablar, y ahora se dirigía a mí.
--...por eso, Victoria, llegué a la conclusión que puedo manejar mejor las cosas, recurriendo a escorts profesionales. Ello me dará más posibilidades de encontrar el tipo de mujer más adecuado al perfil de cada cliente. Vos fuiste, por así decir, una experiencia piloto. Que me sirvió de mucho. Ahora Ramón me hizo una oferta muy interesante que no puedo dejar de considerar.
Ramón no respondía en absoluto a la imagen que yo tenía de un rufián. Siempre los había imaginado de traje llamativo, con anillos en los dedos, y un clavel en el ojal, como en las películas...
Por el contrario, Ramón --alto y fibroso, de cabello y bigote negros-- iba elegantemente vestido, con un sobrio traje gris; un hombre de evidente buen gusto.
Esteban continuaba explicándome...
--Ramón se hará cargo de tus deudas, que quedarán canceladas de inmediato. No más problemas con la justicia. Y yo, a cambio de cierta suma, me comprometo a salir de tu vida, y dejarte en manos de Ramón.
En una palabra, me estaba vendiendo. A Ramón, un rufián...
Agaché la cabeza y empecé a llorar, sintiéndome la criatura más desamparada del mundo.
Sin embargo, pasada la desazón inicial, una parte de mi mente empezó a pensar.
En realidad, tal vez fuera lo mejor para mí. Difícilmente Ramón fuera a resultar peor que Esteban. Y ya no tendría que aguantar las humillaciones diarias en la agencia. Y mis deudas quedarían saldadas. Sólo eso era música para mis oídos. Y de todos modos, fuera con Esteban o con Ramón, ya era una puta. Y más adelante, cuando Ramón hubiera considerado que había recuperado su dinero y obtenido buenas ganancias, seguramente me dejaría en libertad.
Y en definitiva, no me estaban consultando; me lo estaban comunicando. Ya lo habían decidido ellos.
Para cuando Ramón me ordenó desnudarme y descalzarme, y permanecer de pie, con las manos detrás de la nuca, yo ya había aceptado mi destino.
Ramón empezó a inspeccionarme centímetro por centímetro, como si fuera una mercadería. Iba a pagar cierta suma por mí, y quería asegurarse de hacer una buena compra. Con una mano apretó mis glúteos, los palmoteó y estrujó. Después hizo lo mismo con mis pechos. Yo era sólo un objeto.
--Areolas pequeñas, de un rosado demasiado pálido --comentó, hablando más para sí mismo--. Tendremos que hacer algo al respecto.
Después de esta inspección general, que pareció dejarlo conforme, fue hasta el escritorio, metió una mano en una hielera en la que habían colocado una botella de champán, y tomó un cubito.
Volvió y empezó a pasármelo por los pechos, las axilas, el cuello. Brrrrrrrrrr........ Continuó así hasta que mis pezones se hincharon, y quedaron duros y tiesos, apuntando hacia el frente.
--Buen tamaño --comentó.
Tomó un pezón entre el índice y el pulgar y lo apretó con fuerza. Solté un gritito. Observó cómo se volvía a hinchar. Ramón hacía todo esto sin demostrar el menor interés sexual. Estaba comprando un producto y quería asegurase de hacer un buena adquisición.
Me tomó de un brazo y me hizo acostarme sobre el escritorio, boca arriba. Me hizo levantar y separar las piernas, y sostenérmelas con ambas manos.
Hundió tres dedos en mi vagina, haciéndome soltar una breve queja, y comprobó su elasticidad.
Pasó a examinar mi ano. Se ensalivó un par de dedos y los introdujo con fuerza.
--¡Agghh...!-- grité.
Me dijo que contrajera el esfínter, como si aguantara las ganas de evacuar. A diferencia de Esteban, Ramón me decía las cosas con suavidad. Me sentía como una nenita en el consultorio del pediatra... Pareció conforme con el resultado.
--En este último tiempo ha adquirido buena elasticidad --hizo notar Esteban, improvisándose como un buen traficante de putas.
Yo seguía con las piernas levantadas y separadas.
Ramón volvió a meter la mano en la hielera y sacó otro cubito. Lo aplicó con fuerza contra mi ano. Di un salto, y me estremecí. El cubito quemaba... Lo dejó allí un rato, sin oír mis quejidos. Mi anillo esfinteriano se contrajo fuertemente.
Acto seguido, forzó un dedo en mi agujerito para comprobar cómo se había cerrado.
--¡Urfff...! --me quejé.
Pareció satisfecho.
Me hicieron bajar del escritorio, y me llevaron hasta un sofá. Allí me quedé, desnuda, arrodillada sobre los almohadones, mientras los dos hombres volvían al escritorio para hablar de dinero....
No podía oír mucho, hablaban en voz baja, pero estaban trenzados en un "tira y afloje".
--...está bien, pero ya tiene treintisiete años...
--... pero tiene potencial, vos lo sabés...
--...lo que estás pidiendo, y encima las deudas, con esa plata puedo comprar una puta más joven...
--¿Con ese culo y esas tetas? ...todavía tiene para unos cuantos años. ...si la hacés laburar bien, vas a recuperar rápido toda la plata, y a partir de ahí entrás a tallar...
Finalmente parecieron llegar a un precio aceptable para los dos. La operación se concretó en efectivo. Ramón metió una mano en el bolsillo interior de su saco y extrajo tres fajos de billetes. No pude ver de cuánto, pero eran verdes, atados con una fajita. Era el precio exigido por Esteban para salir de mi vida y dejar todo el camino expedito a Ramón.
Esteban se guardó el dinero en el bolsillo del saco, los dos hombres se dieron la mano, descorcharon la botella de champán, llenaron las copas, y brindaron por la transacción.
A partir de ese momento, pasé a ser una de las putas de Ramón.
Ni siquiera me dieron tiempo para ponerme el vestido o los zapatos. Era como si Ramón, ahora mi dueño, quisiera llevarse solamente el artículo que había adquirido. Así desnuda como estaba, me puso su saco sobre los hombros, y los tres salimos del despacho. Ramón me llevaba de un brazo, caminando a paso vivo. Ya era la una de la madrugada, y parecía no haber quedado un alma en el edificio, salvo el encargado. Hacía bastante frío. Tirité al sentir el aire que corría en el pasillo desierto, y la baldosa fría bajo mis pies. Traté de abrigarme un poco más con lo único que me cubría, el saco de Ramón. Bajamos por el ascensor hasta el garage, entramos en el auto de Esteban, y abandonamos el edificio. La fresca noche de Buenos Aires nos recibió con una fina llovizna.
A un par de cuadras, el auto se detuvo. Esteban se volteó hacia mí y me miró. No sin sorpresa de mi parte, me sonrió, y me rascó la barbilla: un gesto de una ternura inusitada en un hombre tan duro e implacable como él. Era su manera de despedirse.
Ramón me sacó del auto y rápidamente me metió en el suyo. Me dejó allí, y volvió al auto de Esteban, donde los dos hombres se quedaron conversando un buen rato. Finalmente volvió, puso el motor en marcha y arrancó. Dobló en la segunda esquina, y tomó por avenida Santa Fe.
Avanzamos en dirección a Palermo. Yo intentaba abrigarme con la única prenda que tenía encima: el saco de Ramón, puesto sobre los hombros.
--¿A dónde vamos...?
Fue como si no hubiera preguntado nada.
--Lo primero es encontrarte un nombre --dijo Ramón, después de un rato--. Victoria no es nombre de puta. Victoria está bien para una señora fina y distinguida. No es eso lo que quieren los clientes.
Ramón hablaba sin dejar de mirar al frente, como si yo no existiera, o no fuera tan importante como para que valiera la pena mirarme. Ahora que podía observarlo, me pareció bastante joven. No más de 35 años. Probablemente fuera menor que yo.
--Necesitamos un nombre que sugiera que sos una muñequita, que estás para divertirlos y complacerlos. ¿Tenés un segundo nombre?
--Pilar...
--Peor todavía --dijo sonriendo.
No era mal parecido, pensé. Con seguridad no le habían faltado mujeres.
--Una chica llamada Pilar seguramente es una devota, educada en un colegio de monjas...
Lo pensó un rato.
--Lola. Eso está mejor. Suena alegre. A partir de ahora te llamás Lola, ¿entendido?
--Sí, me parece bien, señor.
--No pregunté si te parece bien o mal. Eso no importa. Te pregunté si entendiste que ése es tu nombre ahora.
--Sí, señor. Soy Lola.
Intenté cerrarme lo más posible el saco de Ramón. Descalza como estaba, tenía los pies helados. Mis pezones estaban duros y tiesos.
--¿Tenés frío?
--Sí, señor...
Subió el vidrio de su ventanilla y encendió la calefacción. Ramón era una extraña mezcla de autoritarismo despótico, y algunas delicadezas propias de un caballero.
--Esta noche vas a dormir en un departamento en la zona de Núñez. Ahí vas a vivir, con otras dos chicas. Mañana pasamos a buscar tus cosas.
Pasamos bajo el Puente Pacífico, y continuamos por avenida Cabildo. Dejamos atrás Juramento, y unas diez cuadras más allá, doblamos por una transversal. Luego de algunas vueltas, Ramón detuvo el auto frente a un edificio, a una cuadra de Estación Núñez. Eran pasadas las dos de la mañana y la calle se veía desierta y en silencio.
Instintivamente empecé a abrir la puerta. No llegué a hacerlo...
---¡¡¡Aaaaaggghhh...!!!
Sentí un dolor horrible que me hizo soltar un chillido. Ramón había aprisionado mi pezón izquierdo y lo apretaba fuertemente entre el índice y el pulgar. De un tirón me hizo volver a sentarme en mi lugar.
--¿Te di permiso para bajar? --preguntó, sin dejar de tener mi pezón fuertemente aprisionado. Mi pecho izquierdo se estiraba brutalmente hacia él, y me obligaba a mirarlo.
--No, señor --dije, con las lágrimas saltándome de los ojos. No me atrevía a intentar sacar su mano de donde estaba, por miedo a aumentar su enojo.
Lo soltó y bajó del auto. De inmediato tomé mi maltratado pezón entre los dedos y empecé a masajearlo con desesperación. De a poco fue pasando el dolor.
Ramón estaba en el pórtico del edificio llamando al portero eléctrico. Alguien atendió.
--Ramón --dijo simplemente.
Un rato después, apareció una chica envuelta en un tapado de piel; introdujo la llave y abrió la puerta (la inseguridad y la delincuencia en Buenos Aires, habían vuelto casi inútiles los porteros eléctricos). Estampó un beso en la mejilla de Ramón, y mantuvo la puerta entrabierta. Ramón se aseguró que no hubiera nadie a la vista y me bajó del auto. Rápidamente me introdujo en el hall y tomamos el ascensor. Yo permanecía con la vista gacha, mirando de soslayo a la mujer. Exhibía un ostentoso maquillaje parecido al mío, y tenía el cabello negro azabache, largo y enrulado. Salvo el color del cabello --pelirrojo en mi caso-- se la veía con una apariencia semejante.
Bajamos en el séptimo y entramos a un departamento. Resultó una sorpresa.
La estancia era muy amplia, bien iluminada y calefaccionada, con varias habitaciones y balcón terraza. Había imaginado a dos pobres chicas arrumbadas en un sórdido cuchitril; pero nada más alejado de la realidad.
Allí estaba la otra chica, con el mismo ostentoso maquillaje, pero con el cabello rubio platinado, largo y lacio. Estampó un beso en la mejilla de Ramón.
--Ésta es Lola, a partir de hoy vivirá con ustedes. Lola, ella es Kitty --dijo Ramón señalando a la rubia platinada.
--Hola, Lola --dijo Kitty, adelantándose con una gran sonrisa y estampándome un sonoro beso en la mejilla.
Kitty no parecía muy joven. Se la veía mas bien madura. En todo caso, distaba de ser una jovencita. Lo primero que me había llamado la atención en ella, era el tamaño de sus senos. Eran enormes, como dos melones. Esto era evidente, ya que sólo llevaba encima un camisoncito de tul muy transparente. Después supe que tenía 47 años. Diez más que yo.
--Ella es Rita --dijo Ramón, señalando a la que había bajado a abrirnos.
--Hola, Lola --dijo Rita, poniendo sus manos en mis hombros y atrayéndome hacia ella--. ¡Chuic!
Rita era más joven. Pero no creía que fuera menor que yo. No me hubiera extrañado que el más joven allí fuera el propio Ramón.
Ambas parecían excitadas y contentas de tener una nueva compañera. Hablaban mucho, las dos al mismo tiempo, compitiendo por atraer mi atención. Estábamos las tres sentadas en un sofá, mientras Ramón nos miraba desde un sillón, cómodamente sentado.
Kitty había empezado a contarme que tenían un televisor de 26 pulgadas en el dormitorio. En eso estaba, cuando Ramón la interrumpió.
--Kitty, andá a preparar unos bocadillos y traé algo para tomar.
El fastidio en el rostro de Kitty fue evidente. Tal vez porque estaba justo en lo mejor de su detallada descripción del dormitorio. O tal vez porque, siendo bastante mayor que Rita, esperaba que fuera su compañera quien tuviese que ir.
En todo caso, su gesto de fastidio duró menos de un segundo. Enseguida se borró de su cara, dando paso a una mirada de culpabilidad y turbación en dirección a Ramón.
Ramón tenía su mirada clavada en ella. Clavada en el sentido literal de la palabra. Sus ojos eran dos lanzas atravesando a Kitty de lado a lado.
--Vení acá --le dijo Ramón, señalando el piso frente a él, con una dureza en la voz que no había escuchado hasta ese momento.
Kitty, con la cara de una niñita que sabe que ha hecho una bien gorda, dejó el sofá y fue hasta donde estaba Ramón. Permaneció de pie frente a él, con las manos a los costados, los pies muy juntos y la mirada gacha.
--¿Qué pasa? ¿Cuál es el problema? --preguntó Ramón, mirándola con el ceño fruncido..
--Yo... le quería contar.... a Lola... --dijo Kitty con un hilillo de voz.
--¿Y lo que vos querés es más importante que lo que yo te ordeno?
--No, señor...
--¿Entonces, qué es eso de poner mala cara?
--............................
--Te hice una pregunta.
--Yo... yo... Perdón, señor...
--Ésa no es una respuesta. ¿Por qué ese gesto...?
--............................
--¿Perdón, Kitty? No escuché.
--............................
--Hacé lo que te ordené. Y rápido --dijo Ramón, mientras encendía un cigarrillo.
--Sí, señor... --dijo Kitty con una voz casi inaudible. Kitty era la imagen perfecta de la sumisión. Conteniendo las lagrimas, se fue presurosamente a la cocina sin apenas levantar la vista.
Rita, con el camino libre, empezó a contarme que tenían muchas plantas en la terraza, y que ella las cuidaba.
Kitty volvió enseguida con una bandeja con canapés, vasos y bebidas; la dejó en una mesa ratona frente al sofá. Pero en lugar de volver a sentarse con nosotras, hizo algo que me tomó de sorpresa.
Sin mediar orden alguna, Kitty se quitó el camisoncito transparente, su única prenda, y se dirigió de inmediato al centro de la habitación, en donde se puso de rodillas sobre el suelo, y se quedó esperando, con la mirada gacha. Kitty, además de tener unos pechos enormes, exhibía unos pezones y unas areolas no menos impresionantes. Éstas no debían tener menos de diez centímetros de diámetro. Eran unas tetas muy provocativas. También su trasero era muy grande. Su aspecto general era muy exuberante
Sin ninguna prisa, Ramón se levantó de su sillón, y se colocó de pie frente a ella con las piernas separadas y los brazos en jarra. Kitty empezó a desabotonarle el pantalón, y con delicadeza empezó a hurgar en el interior de su bragueta. Extrajo con cuidado un pene ya totalmente endurecido.
La pija de Ramón parecía muy larga. Tal vez no lo fuera tanto. Unos veinte centímetros. Pero era recta como una espada, lo que hacía que pareciera más larga de lo real. Es decir, su pija se parecía a él. Sólo le faltaba el bigote, se me ocurrió pensar...
Kitty lo tomó respetuosamente con la manos y se lo introdujo en la boca, con tal vehemencia que el glande chocó contra el fondo de su garganta y le provocó una arcada. Allí empezo a succionar y lamer, sin detenerse. Sus descomunales pechos se bamboleaban al ritmo de su trabajo. Sus labios, muy gordos y rellenos, parecían moverse con vida propia. Todo esto hacía que la escena resultase casi obscena. Cada tanto volvía a sacar el pene de su boca, y volvía a introducirlo con fuerza, provocándose nuevas arcadas. Continuó así un par de minutos, castigándose a sí misma con el pene de su amo. De a poco, Ramón empezó a sentir el trabajo de Kitty, y comenzó a entornar los ojos, sin abandonar su postura de amo dominante. Cinco minutos después, respiró hondo tres veces, y vació todo el aire de sus pulmones descargando todo su esperma en la boca de Kitty.
Pero Kitty no lo tragó. En lugar de ello, sacó la lengua cuanto pudo, exhibiendo en ella el semen de su señor. Permaneció en esta posición, de rodillas, con la mirada gacha y la lengua bien afuera.
Ramón la dejó en esa posición, y se dirigió a un barcito que había en un rincón, donde sin prisa alguna se sirvió una copita de licor de cereza. Con la copita en la mano regresó al sillón, donde se sentó para continuar su conversación con nosotras; es decir, Rita y yo.
Muy contenta, sin ninguna competidora, Rita continuó explicándome a sus anchas, todas las comodidades con que contaba el departamento y cómo me agradaría vivir aquí.
La pobre Kitty continuaba allí, en la misma postura, arrodillada y desnuda, con la mirada gacha, exhibiendo en su lengua el esperma de su señor. Mientras tanto, todos empezamos a dar cuenta de los bocadillos, y a servirnos las bebidas. Debia de ser frustrante para Kitty verse reducida a tan poca cosa, más aun teniendo en cuenta que era por lejos la persona de mayor edad de las que allí estaban.
Ramón prendió otro cigarrrillo, apuró lo que quedaba de su copita de licor, y recién entonces --desde la comodidad de su sillón-- le dio permiso a Kitty para tragar su semen.
Kitty tragó. Acto seguido, se acercó de rodillas hasta el sillón de su amo. Tomó su miembro ya fláccido, y empezó a darle chupaditas hasta vaciarlo de cualquier resto de semen que pudiera haber quedado. Luego tomó en sus manos una buena porción de sus propios cabellos platinados, y con ellos empezó a secar el pene de su señor. Se esmeró en ello, hasta asegurarse que había quedado bien seco. A continuación lo besó, y cuidadosamente lo introdujo en el pantalón y cerró la bragueta. Permaneció allí de rodillas, con la cabeza gacha, esperando una orden de Ramón.
Lo que acababa de presenciar era, evidentemente, un ritual de sumisión. Con él, Kitty lavaba la imperdonable falta de haber exteriorizado fastidio ante una orden de su amo. De ese modo, demostraba conocer cuál era su lugar, reiteraba su total peretenencia a su dueño, y su sumisa aceptación de todo lo que su señor dispusiera para ella.
La conversación continuó en los términos de siempre, con Rita poniéndome al tanto de todo lo concerniente al departamento. Ramón se sumaba a la charla de vez en cuando, ignorando a Kitty como si ésta no existiera. Era imposible imaginar la frustración de Kitty, teniendo que presenciar impotente cómo Rita tomaba todo el protagonismo y acaparaba toda mi atención, sin poder hacer nada al respecto.
Había pasado un buen cuarto de hora, cuando Ramón envió a Rita a buscar algo de helado a la cocina. Ramón le hizo una seña a Kitty, quien por fin pudo abandonar su postura de sumisión, e integrarse a la charla, aún con Rita en la cocina. Me pareció evidente que era la forma de decirle a Kitty que estaba perdonada. La expresión de alivio en la cara de Kitty, me lo confirmó. Rita volvió al cabo de algunos minutos, con cuatro copas rebosantes.
Un rato después, Ramón se dispuso a irse. Le tuve que devolver el saco, y pudorosamente intenté cubrime con las manos. Nos dijo que nos portáramos bien, y Kitty y yo le dimos un beso. Rita, la única que no estaba desnuda, lo acompañó hasta la planta baja, para abrirle la puerta del edificio.
Kitty, muy contenta de no tener competencia por un rato, me llevó al dormitorio para enseñármelo. No estaba mal. Se lo veía acogedor. Sólo me llamó la atención que no había camas individuales. Sólo había una cama de dos plazas.
--Sí, ahí dormimos las dos. No te preocupes --me dijo con una sonrisa--. Donde caben dos, caben tres. Ramón considera que dormir así juntitas es bueno para las putas.
Rita volvió rápidamente y se nos unió en el dormitorio.
Dejó caer el tapado, y las tres desnudas nos subimos a la cama y nos pusimos a platicar.
Noté, con bastante alivio, que ambas parecían sentir cierto afecto por Ramón. Supuse que eso demostraba que no era tan malo. Claro, Kitty y Rita eran ambas muy sumisas y obedientes.
--Por supuesto, nos castiga --dijo Rita, la más parlanchina de las dos--. Pero sólo cuando lo merecemos.
Ahora que podía mirarlas con detenimiento, empecé a notar detalles.
Kitty tenía la nariz ligeramente aguileña, y me llamaron la atención dos zonas oscuras debajo de sus ojos, propias de una persona que ha tenido sus excesos. Todo en su apariencia parecía excesivo.
Pero no parecía mala chica. De hecho, era muy dulce y tenía un algo de ingenuidad. Tanto ella como Rita parecían buenas chicas. Me hicieron sentir bienvenida.
--Cuando Ramón nos dijo que esta semana iba a comprar una puta, y la iba a traer a vivir con nosotras, nos pusimos muy contentas --dijo Rita.
Rita era de facciones redondeadas. Allí supe que tenía 39 años. A diferencia de Kitty --y de mí misma--, Rita era de tez mate, y tenía un tipo incontrastablemente mediterráneo. Sus pechos --sin llegar a lo de Kitty-- eran también muy grandes; más que los míos, que nunca habían sido chicos. Las grandes areolas nada tenían que envidiar a las de Kitty. En ese momento no le di importancia a esa semejanza.
Pero fue cuando Kitty me dio la espalda un momento, que noté algo que me había pasado inadvertido hasta entonces.
Kitty exhibía, en la parte superior del glúteo izquierdo, una marca que no parecía un tatuaje. La miré bien y parecía...
Cuando Rita se volteó para tomar el control remoto del televisor, pude ver la misma marca, ahora más de cerca. Parecían marcas hechas con un...
Sí, no había duda. Era una marca de hierro, hecha con un hierro al rojo, como la que se le hacía al ganado...
Podía leerse en letras pequeñas: "PROPIEDAD DE". Y debajo, en caracteres más grandes, tres iniciales: "R.T.F."
--Ah, sí, a Ramón le gusta que no queden dudas sobre las cosas que le pertenecen --dijo Kitty, con la mayor naturalidad.
Traté de no pensar en ello. Pero no me era fácil. Si lo había hecho con Kitty y con Rita, no había razón para que no lo hiciera conmigo...
Finalmente, desnudas como estábamos, nos metimos en la cama. Kitty y Rita quisieron que yo ocupara el lugar del medio, para que ambas pudieran hablar conmigo.
--No, esto que ves no es natural --decía Kitty, con algo de tristeza--. Me lo tuve que ir agregando, para mantenerme en el oficio. Ya no soy joven...
Al parecer, Ramón había observado que había hombres a los que les daba mucho morbo tener sexo con una puta madura. Sobre todo si tenían lo suyo. Y había decidido explotar ese segmento. Y había resultado un buen negocio.
--Primero me tuve que agrandar las tetas --decía Kitty--. Las mías eran más chicas que las tuyas. Después de la primera operación, eran como las de Rita ahora. Cuando pisé los cuarenta, me las hizo agrandar un poco más. Y desde hace dos años, están como las ves. Al principio me daba mucha vergüenza, pero ya me acostumbré... Lo mismo la cola. Ramón me hizo operar dos veces, para que tuviera este trasero.
Los labios de Kitty, que me habían llamado la atención durante el ritual de sumisión, también eran producto del bisturí.
--Eran comunes y corrientes. Ahora se ven muy gordos, muy provocativos. Ramón dice que a los clientes les encanta meter la pija en una boca así...
Me mostró los labios de la vulva. También se veían muy gruesos.
--Operados.
Y los pezones, que tenían un tamaño muy acorde con sus pechos.
--Operados.
Y las areolas, enormes y rojizas, con el contorno muy definido.
--Dermopigmentación --dijo Kitty--. Igual que las ojeras...
--¿Las ojeras...? --dije, simulando piadosamente no saber a qué se refería....
--Ramón sabe que a los hombres les da mucho morbo cogerse a una puta reventada... --concluyó Kitty con tristeza.
Y agregó:
--Pero qué más puedo hacer. No sé hacer otra cosa. Mientras siga con Ramón, sé que él se ocupará de mí. No es tan malo....
Rita, bastante más joven, sólo había tenido que agrandarse los senos. Además de la dermopigmentación en las areolas, que se veía muy grandes y rojizas, con contornos muy recortados, como las de Kitty.
Lo único que por el momento yo compartía con ellas, era el ostentoso y chillón maquillaje permanente...
--Pero no creas que somos las únicas putas que tiene Ramón --me dijo Rita--. Nosotros somos las maduritas. Hay otras dos, en un departamento en Palermo. Son jóvenes y no tuvieron que hacerse nada, todavía...
No pude averiguar mucho sobre el propio Ramón.
--Su padre también estaba en el negocio --me dijo Kitty--. Ramón se inició al lado de su padre desde muy jovencito. Incluso resultó mucho más hábil que el padre. Ya era un cafisho consumado a los veinte años. Yo era una de las putas del padre. Cuando Ramón tenía veintitrés o veinticuatro años, tuvieron una violenta discusión. Tenían distintas ideas sobre cómo se debía tratar a una puta. Le pagó al padre una buena suma y se fue, llevándome con él, junto con otra chica. Para mí fue mejor. Ramón me trata bien. Al padre le tenía mucho miedo. A Ramón también, pero solamente cuando hago una macana. Si no, no es malo...
Así continuamos el resto de la noche, conversando e intercambiando anécdotas y comentarios, hasta que de a poco nos fue venciendo el sueño. Me alegré que me hubieran tocado dos compañeras como Kitty y Rita. Parecían buenas chicas.
De modo que ahora soy una de las putas de Ramón. Vivo con dos putas más, Kitty y Rita, en un departamento en el barrio de Núñez. En cuanto a Ramón, está cumpliendo su parte. Mis deudas estan siendo rápidamente canceladas. Aunque también está empeñado en recuperar rápidamente su inversión, claro. Seguramente tendré que contar eso en otra carta. Por mi parte, ya no trato de engañarme a mí mísma, y he terminado por aceptar lo que soy: simplemente, una puta.
Lola