De publicista ejecutiva a puta de la agencia (4)

Continúa el entrenamiento de Victoria. Esteban la pone a disposición de cinco ejecutivos españoles. Y hace algunos retoques a su apariencia.

DE PUBLICISTA EJECUTIVA A PUTA DE LA AGENCIA (IV)

Mi nombre es Victoria Pilar, tengo 36 años, y --por desgracia para mí-- un cuerpo no carente de atractivos. Una vez más, mi jefe Esteban me ha ordenado poner por escrito el relato de mis vicisitudes en la agencia de publicidad en la que trabajo. Saber que todos podrán leer y enterarse de las cosas que me están ocurriendo, es en extremo humillante. Pero para Esteban, de eso precisamente se trata...

Los inescrupulosos planes de mi jefe parecían marchar viento en popa. Acorralada por una montaña de deudas que parecían imposibles de pagar, Esteban --ya asentado en su cargo de vicepresidente de la empresa-- me tenía en su poder. Y me estaba utilizando para hacer prosperar la agencia, e impulsar su propia carrera.

En las pocas semanas que habían transcurrido desde mi humillante nombramiento como "Acompañante Profesional Senior", Esteban había conseguido cerrar importantes contratos con tres firmas extranjeras. Siempre recurriendo al expediente usado inicialmente con el señor Yamamoto: primero, estudiar muy bien los gustos personales del potencial cliente. Luego, si el perfil del mismo era propicio, ofrecerle mis servicios. Y a continuación, esperar a que estuviera de excelente humor y un tanto achispado; y entonces, conseguir que estampara su firma en algunos papeles que no hubiera firmado de haber estado con mayor lucidez.

En cuanto a mí, había tenido que complacer, en distintos momentos, los más sórdidos y lúbricos deseos de tres ejecutivos alemanes, dos brasileños, un suizo y cinco españoles. Además de unos cuantos argentinos.

Con los españoles había tenido algunos problemas. El plan de Esteban no había funcionado, y por causa mía.

Todo empezó un jueves del mes pasado. Se me había ordenado llevar tres cafés al despacho de Esteban. Obedecí. Como "Sub-cadeta Junior", todos en la empresa eran mis superiores.

Golpeé la puerta, y a una indicación de Esteban entré.

Ëste se encontraba con dos señores de elegante traje, sentados frente al escritorio. Por la curiosidad con que me observaban, seguramente habían estado hablando de mí.

Yo llevaba el "uniforme" de Sub-cadeta Junior que Esteban había dispuesto: un ajustadísimo vestido blanco de seda, muy cavado por arriba y muy corto por debajo. Sin ninguna ropa interior. Y unas sandalias stiletto muy descubiertas, de doce centímetros de altura. Y un escandaloso maquillaje propio de una prostituta callejera...

Pidiendo permiso, apoyé la bandeja, y distribuí los pocillos.

Esteban me ordenó acercarme. Me tomó de la cintura y me atrajo hacia él. Pasó lentamente su mano por todo mi trasero y miró a los dos hombres.

--Ésta es nuestra sub-cadeta junior, y también la Acompañante Profesional Senior de la agencia. Victoria es muy dócil y obediente y le encanta complacer a los hombres. ¿Verdad, Victoria?

--Sí, señor --respondí, bajando los ojos.

Los dos empresarios me miraban sonrientes, con la mirada que suelen destinar los hombres a una mujerzuela.

Un rato después salí del despacho. Al parecer, los dos ejecutivos ibéricos habían mordido el anzuelo.

Esteban y sus dos visitantes, continuaron conversando, y entre hombres se entendieron rápido. Quedó arreglado que tres representantes de la agencia y los cinco que representaban a la firma española (indumentaria deportiva), se reunirían en el hotel en el que éstos se hospedaban, y darían allí los últimos toques a una serie de contratos para una campaña multimedia en Argentina.

A las 21.30 del sábado, un taxi me llevó hasta un conocido hotel del microcentro de Buenos Aires. Como siempre, iba con mi atuendo acostumbrado, sintiéndome una ramera barata. Traté de hacer caso omiso a las miraditas del sonriente taxista.

Siguiendo las instrucciones de Esteban, atravesé el hall de entrada, tomé uno de los ascensores, y bajé en el piso octavo. Y llamé a la habitación 813. Llegaba ligeramente retrasada.

En la habitación estaban tres ejecutivos jóvenes de la agencia (conocía a uno de ellos, Roque, una suerte de mano derecha de Esteban, muy habilidoso); los dos españoles que había visto en el despacho de Esteban, de nombres Joaquín y Francisco; y otros tres españoles a quienes veía por primera vez. Estos últimos se veían bastante jóvenes; posiblemente estuvieran haciendo sus primeras experiencias como hombres de negocios. Todos de elegante traje.

El de nombre Joaquín, de unos 50 años y cabello completamente blanco, caminó hacia mí y sin apenas saludarme me alargó un vaso de whisky, lleno hasta la mitad.

--Bebe --dijo, con una voz rasposa.

Era una orden, no una invitación.

Alcancé a escuchar que el de nombre Francisco, bajo y barrigón, decía "Sí, ya está acá", y apagaba su celular. Evidentemente se había comunicado con Esteban.

No estaba acostumbrada a una bebida tan fuerte, y empecé a atragantarme y a toser. Esto provocó algunas risitas, y el enojo de Joaquín.

--Anda, zorra, que no tenemos toda la noche --me dijo, mientras me tomaba la mandíbula entre sus fibrosos dedos, los cerraba hasta hacerme abrir la boca, y volcaba en ella todo el contenido del vaso.

Tragué como pude. Acto seguido me condujeron hasta el centro de la habitación, en donde había una mullida alfombra color mostaza. Desparramados por la alfombra había toda una serie de elementos de lo más variado.

Vibradores, consoladores, vibradores anales, bolas chinas, vibradores de doble penetración, vaselina líquida, gel lubricante, etc... Incluso algunas hortalizas y frutas de formas previsibles: zanahorias, bananas, pepinos, etc... Permanecí de pie mirando todo aquello. ¿De qué se trataba?

--Qué esperas, golfa, desvístete de una vez, que para eso estás --me dijo Joaquín.

Empecé a sacarme el vestido por arriba. Conforme mi cuerpo fue quedando a la vista, empezaron los comentarios.

--...que está pulposa, la puta, Manuel...

--...buenas asentaderas, Rafa, como deben ser las tías...

El momento de hacer pasar el ajustadísimo vestido por sobre mis voluminosas tetas fue muy festejado por todos. Conforme pasaba el vestido, mis pechos se levantaron, se estiraaaaaaaaron hacia arriba..., y ¡pum!... ¡pum!... volvieron a caer.

--Mira qué par de ubres tiene la muy zorra, Paco, que apenas le pasó el vestido... Ja, ja...

Joaquín se acercó a mí, y se entretuvo un par de minutos pasando varias veces sus dedos por mi vulva, lisa y sin vello como la de una bebita. Tomó mi vestido, y lo arrojó distraídamente al otro lado de la habitación.

--Quítate los zapatos, y date prisa, que parece que debemos decírtelo todo...

Me descalcé. Joaquín pateó mis sandalias stiletto rojas hacia algún rincón y me ordenó arrodillarme sobre la alfombra. Habian dispuesto algunas lámparas para que hubiera mejor iluminación. Los tres ejecutivos jóvenes habían tomado sendas videocámaras y se paseaban a mi alrededor. Los demás hombres habían tomado asiento en distintos lugares de la habitación, fumando y bebiendo.

Me acercaron otro vaso de whisky, que también tuve que apurar hasta la útima gota.

--¡Vamos, zorra, empieza de una vez, hace una hora que estamos esperando! --me ordenó Joaquín.

Lo que querían era, simplemente, que me masturbara... Querían un show, un buen espectáculo.

Yo estaba shockeada. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Y delante de ocho hombres? ¿Y encima con tres videocámaras? A pesar de mi poca experiencia, no era tan ingenua como para no saber que no pasaría mucho tiempo antes que esos videos terminaran en la Web...

Permanecí arrodillada, sin saber qué hacer, con los ojos vidriosos y los labios temblorosos.

Francisco se acercó y me aplicó una bofeteada que me tiró sobre la alfombra. Hizo traer otro vaso, y literalmente lo vació en mi boca. La mitad se desbordó y formó hilos de líquido sobre mi cuello y mis pechos.

--¡Vamos, puta, que no tenemos toda la noche! --rugió.

Me quedé allí, llorando sobre la alfombra, sintiéndome totalmente indefensa y desamparada. Lentamente me llevé una mano vacilante a la entrepierna y torpemente empecé a acariciarme la vulva.

--¡Con más entusiasmo, coño! ¡Como si nunca lo hubieses hecho... !

Hubo carcajadas.

--¡Usa la otra mano, o eres manca, zorra inútil!

Con la otra mano, empecé a estrujarme los pechos. Me agarré un pezón entre los dedos y traté de estimularlo.

Hacía todo esto mecánicamente, sin poder contener la lágrimas. Percibía a mi alrededor ruido de pisadas, gente que caminaba, sonido de vasos, humo de cigarrillos.

--Esto es un fiasco, Joaquín. La tía no sirve ni para una paja...

Alguien activó su celular. Reconocí la voz de Joaquín.

--Oiga, Esteban, usted nos dijo que la zorra era más puta que las gallinas --decía Joaquín--. Pues vamos, hombre, que la tía es más mojigata que la Virgen Santísima...

Acto seguido, me levantó en vilo de la alfombra, agarrándome de un brazo. Temí que fuera a dislocarme el hombro. Me puso el celular en la mano.

--Habla con tu jefe, a ver si entras en razón, mujerzuela estúpida.

Entre el sopor de los tres vasos de whisky escuché la voz de Esteban. Me asusté. Estaba furioso. Me preguntaba qué creía estar haciendo... Que lo estaba echando todo a perder... Que había estado amasando ese contrato durante tres semanas... Y que no iba a perderse el negocio por mi culpa... Que si aquello no me gustaba, no sabía lo que me esperaba cuando él se ocupara de mí...

Joaquín me arrancó el celular de la mano y me devolvió al centro de la alfombra.

--A ver si ahora has entendido, golfa barata, que ya estamos hartos de mojigaterías.

Intentando escapar de la ira de Esteban, volví a intentarlo. Volví a hundir una mano en la entrepierna, y llevé la otra hacia uno de mis pechos. Traté de estimularme un pezón.

--Esta golfa es lo único que sabe hacer... --dijo alguien, provocando carcajadas entre los más jóvenes.

--Anda, zorra, usa el vibrador.

Tomé uno de los vibradores. Tenía la apariencia de un enorme pene, con venas grisáceas y un glande púrpura muy prominente. Nunca había usado uno, y no acertaba a encenderlo.

Francisco se acercó, me lo arrancó de las manos, y visiblemente malhumorado hizo girar la base. ¡Rrrrrrrrrrrr!

Me lo apoyé en la vulva y sentí un estremecimiento.

--¡En el coño, zorra, métetelo de una vez...!

Hice lo que me decían.

--¡Muévelo, estúpida...! ¡Coño... es más burra que...!

Traté de moverlo dentro de mi vagina...

--¡Mételo y sácalo...!

...y de hacerlo entrar y salir.

--¡Por el culo, pánfila! --gritó alguien. Me quedé sin saber qué hacer..

Joaquín se acercó y tomó el consolador de doble penetración. Lo embadurnó de vaselina, me puso de espaldas, me levantó una pierna, lo echó a andar, y sin la menor delicadeza lo enterró en mi vagina y ano. Sentí que me desgarraba y solté un chillido.

--¡Muévelo, anda, zorra, con entusiasmo, como lo haces en casa! --dijo alguien, provocando risas generalizadas.

Francisco se acercó, tomó el vibrador que había quedado a un costado, y lo metió en mi boca.

--Tómalo y chupa. ¡Y con entusiasmo!

Traté de hacerlo, pero saber que estaban todos esos hombres allí, y grabando cada detalle, me hacía sentir cohibida y avergonzada, como nunca lo había estado.

--¡Chupa con más entusiasmo, como la guarra inmunda que eres...!

Todos me gritaban cosas...

--¡Mira a la cámara, con cara de viciosa...!

Traté de hacerlo. Todos se rieron...

--¡Magréate las tetazas, zorra!

--¡Pon cara de puta reventada, coño...!

Y ahí me quebré. Ya no podía más. Echada de lado sobre la alfombra --con el artilugio de doble penetración vibrando en mi interior-- hundí la cara entre las manos y rompí a llorar convulsivamente, sin poder parar. Jamás había sido tan humillada, tan vejada, tan abusada...

Joaquín se acercó y me estampó dos bofetadas que me hicieron ver ls estrellas. Francisco me agarró de los cabellos, instándome a continuar, con toda clase de amenazas e improperios. Me negué, me negué y me negué... Ya no podía seguir...

Se encendieron las luces de la habitación.

--Deja eso, Paco --dijo Joaquín a uno de los que tenían la videocámara--. También vosotros. ¿Qué vamos a grabar? ¿A una puta llorando?

Entre insultos y abucheos, todos se fueron yendo hacia una mesa, llena de carpetas y documentos, dejándome sola allí, llorando sobre la alfombra, todavía con el doble vibrador encendido y trabajando en mis agujeros.

En un clima totalmente desfavorable, con los españoles --en especial Joaquín y Francisco-- visiblemente malhumorados, argentinos y españoles se pusieron a revisar y estudiar una serie de documentos. Nadie parecía acordarse de mí, que seguía echada sobre la alfombra, hecha un ovillo, llorando en silencio. Y estremeciéndome al pensar en Esteban...

Los tres ejecutivos de la agencia, liderados por Roque, hicieron lo que pudieron. Intentaron alegrar el ambiente, asegurándoles a los españoles que aún no habían saboreado lo mejor. Les hablaron de mis cualidades en la cama como puta sumisa y complaciente. Ellos podían hablar con conocimiento de causa, porque me gozaban casi a diario, ja, ja...

Pero los españoles estaban muy desencantados y no bajaron la guardia, ni se fueron de copas. A pesar de toda la esgrima dialéctica de Roque y sus dos compañeros, los ejecutivos ibéricos no tenían un pelo de tonto, y no se dejaron engatusar. Leyeron atenta y lúcidamente toda la letra pequeña, y sólo firmaron los contratos en los términos previamente acordados. No estamparon su firma en ningún papel adicional, ni hicieron concesión algúna. Ni una cláusula, ni un inciso.

Roque y sus dos compañeros, forzando una sonrisa, saludaron y se marcharon. Yo tuve que quedarme. Por supuesto, los cinco españoles, tal como les había sido prometido de antemano, disfrutaron de mí durante toda la noche...

El lunes siguiente llegué a la agencia muerta de terror. Sabía que Roque le habría pasado a Esteban un informe totalmente negativo sobre mi desempeño.

En efecto, apenas llegué a la agencia, Esteban me llamó a su despacho. Entré llorando sin poder evitarlo, de sólo pensar lo que me esperaba.

Sin embargo, para mi sopresa, Esteban parecía muy tranquilo.

Me hizo una seña para que me acercara. Lo hice dubitativamente, con el rostro bañado en lágrimas y el miedo claramente reflejado en mis ojos.

Esteban me hizo sentar en una de las sillas delante de su escritorio, y me miró. Permanecí con la mirada gacha. Hizo girar hacia un lado su sillón, juntó ambas manos por las yemas de los dedos, miró un punto perdido en el cielo raso, y empezó a hablar.

--Lo del sábado fue un absoluto fracaso. Nos hemos perdido una oportunidad única. Tenía a esos gallegos en la palma de la mano, y se me escurrieron entre los dedos.

Temiendo lo peor, empecé a balbucear una sucesión de súplicas y pedidos de perdón...

--Sin embargo, a pesar de tu pobre desempeño de esa noche, debo reconocer, Victoria, que en general has hecho importantes progresos. Sé que te has esforzado y has puesto lo mejor de ti, para llegar ser una auténtica puta, en todo el sentido de la palabra. Y de a poco lo estás logrando.

Sumisamente, agradecí sus palabras. Era mucho mejor que un castigo, como los que uno podía esperar de Esteban. Y además, parte de lo que decía era tristemente cierto...

--Sin embargo --continuó--, he observado que a pesar de todo ese progreso, hemos llegado a un período de estancamiento. Lo he estado pensando, y si alguien tiene la culpa de ello, soy yo. De hecho, lo he consultado con alguien que conoce bien el paño.

Esteban se enderezó en su sillón y me miró. Apenas podía enfrentar su mirada...

--Al parecer, el problema radica en que solamente te sentís una puta cuando estás aquí, en la agencia. Cuando llegás a tu casa, al final de del día y durante todo el fin de semana, volvés a sentirte una mujer decente, aunque está claro que ya no lo sos. Por consiguiente, la cuestión que se nos plantea, es cómo hacer para que dejes de engañarte a vos misma, y en ningún momento olvides lo que indudablemente sos.

Esteban tomó una hoja de una carpeta y la consultó.

--Después de hacerme asesorar a este respecto, acabo de hacer los arreglos necesarios para que te sometas a un tratamiento de dermopigmentación facial. También llamado maquillaje cromático permanente. Como mujer, habrás oído hablar de eso...

Claro que había oído hablar. Yo misma había barajado más de una vez el someterme a esa clase de tratamiento. Utilizando una técnica semejante a la del tatuaje, la dermopigmentación dibujaba un maquillaje igual al que se obtenía con los cosméticos convencionales. Pero quedaba en forma permanente; y duraba como mínimo tres años. Cinco, en una piel como la mía. No se iba ni con el agua, ni con la transpiración, ni con desmaquillador, ni con nada.

Pero el maquillaje que en ese entonces había pensado para mí era, desde ya, muy sobrio. Una fina base en tonalidades pastel para ahorrarme tiempo todas las mañanas. Que eventualmente podría reforzar con cosméticos convencionales para alguna ocasión más especial. No era eso, seguramente, lo que Esteban tenía planeado paa mí...

En efecto. Tres días después, me hallaba sentada en un sillón, en uno de los gabinetes de un instituto de belleza.

Se hallaban presentes Esteban y un amigo suyo, de nombre Ramón. Era éste un individuo espigado, de abundante cabello negro y elegante bigote. Me observaba con un interés inocultable, que en ese momento no supe cómo interpretar. Una dermatóloga esteticista de mediana edad, de ajustado guardapolvo celeste, estaba delineando mi rostro con cosméticos convencionales. Yo no podía ver lo que iba ocurriendo, ya que no había ningún espejo a mi disposición. Pero Esteban y Ramón le iban haciendo indicaciones. La dermatóloga trabajaba ahora en el delineado de mis ojos.

--Un poco más --decía Esteban--. Más, un poco más grueso... Creo que así está bien.

Consultó con la mirada a Ramón, quien hizo un gesto de aprobación.

Ahora la dermatóloga trabajaba en mis labios.

--Un rojo más intenso --decía Esteban--. El más chillón que tenga... El labio superior, un poco más grueso... No olvide delinear los bordes, con un color más oscuro.

Cuando Esteban y Ramón estuvieron satisfechos con el resultado, la dermatóloga me condujo hacia una camilla. Allí me acosté, y la profesional me limpió el cutis con una esponja embebida en una solución de jabón dermatológico. Me aplicó una crema anestésica, y acercó una mesita rodante con una gran cantidad de pigmentos. Tomó un aparato cromado de aspecto intimidatorio, parecido a una pistola, y la puso a andar. El artefacto empezó a emitir un suave zumbido.

Con gran cuidado, utilizando el instrumento como un lápiz, la mujer empezó a marcar las zonas delineadas. El proceso era ligermante doloroso, pero tolerable. En total, estuvo trabajando más de seis horas, con algunas pausas para que todos descansáramos. Una y otra vez cargó el aparato con nuevos pigmentos, y cada tanto pasaba una pequeña esponja embebida en una solución acuosa, para limpiar la zona y observar el resultado. Esteban sonreía con una mezcla de fascinación y satisfacción. Para Ramón, nada de aquello parecía ser novedoso. Si algo observaba con interés, era a mí, de pies a cabeza. Parecía estar usando visión de rayos equis, a través de mi vestido.

Finalmente, la mujer apagó el aparato y el trabajo quedó terminado.

Recién entonces me alcanzaron un espejo, y pude ver el resultado. Me quise morir. Todo mi rostro estaba fuertemente maquillado como el de una puta de la calle. Pero no con rimmel, no con rubor, no con lápìz labial. Sino con una técnica muy semejante a la del tatuaje. De manera indeleble, permanenente.

A continuación, me sometieron a una sesión de rayos láser para desinflamar la zona y acelerar la cicatrización.

La dermatóloga le explicó a Esteban --entre otras recomendaciones-- que debía enviarme de vuelta en tres semanas para reforzar los colores y fijarlos en forma definitiva.

Nos despedimos de la mujer y de Ramón. Esteban me metió en su auto, y me llevó hasta mi edificio.

Entré a mi departamento y me dirigí al baño. Y ahora, al observarme con detenimiento frente al espejo, quedé conmocionada.

Salí del baño, me senté en el borde de la cama, hundí la cara entre las manos... y rompí a llorar sin consuelo.

¿Como iba a estar con semejante rostro las veinticuatro horas del día? ¡Y durante los próximos cinco años...! Cualquiera que viera a una mujer con esa apariencia, daría por sentado que se trataba de una mujer fácil.

De pronto, una idea cruzó pòr mi cabeza, y dejé de llorar. Empecé a tranqulizarme. Se me había ocurrido una posible solución.

Me hice de todos los cosméticos que tenía en casa, y me puse frente al espejo. Con un hisopo, con mucho cuidado, empecé a aplicarme polvo facial en la región de los ojos. Conseguí llevar los gruesos trazos de rimmel a un delineado bastante discreto. Acto seguido, superpuse una sombra lila sobre el chillón verde turquesa. Hice lo mismo con los labios, que quedaron de un rosa pálido, muy sobrio. Continué así con las cejas, el rubor, etc... El resultado, en general, me pareció bastante aceptable. Ya me sentía mejor.

Incluso, Esteban me había hecho un favor. Podía ir sobriamente maquillada hasta la agencia y, antes de entrar. meterme en el baño de algún bar y removerme todo, dejando a la vista el maquillaje permanente de prostituta.

Me llamaba la atención que Esteban, a quien nunca se le escapaba una liebre, no hubiera pensado en algo tan obvio. Pero me sentía bien. Al menos por una vez, yo había vencido...

Al día siguiente, me levanté con un poco de antelación, y empecé a aplicarme cosméticos como el día anterior, para ocultar todo ese maquillaje tan escandaloso. Recién allí me di cuenta todo el tiempo que llevaba hacerlo. Si maquillarse normalmente lleva tiempo a una mujer, nadie puede imaginar lo que significa tener que usar los cosméticos para convertir un maquillaje chillón y escandaloso, en algo más discreto. Tratando de no desesperar, lo hice como pude. Y salí corriendo hacia la agencia. Poco antes de llegar, me metí en el baño de un restaurant, y removi el maqullaje que me había aplicado. Y corrí hacia la agencia.

Al día siguiente, apenas levantada y mal dormida, tuve que repetir todo el proceso (además de controlar que mi entrepierna estuviera perfectamente depilada). Era terriblemente fastidioso. Pero valía la pena. Terminé, y partí hacia la agencia.

Lo seguí haciendo obstinadamente durante el resto de la semana. Pero cada vez con peores resultados. Era agotador.

Finalmente, en algún momento de la segunda semana, me di por vencida. Estaba harta de semejante trabajo, cada mañana.

Además, conforme avanzaban los días, me iba acostumbrando a ver mi rostro con esa apariencia. Ya no me parecía tan escandaloso como al principio...

Y en definitiva, si los hombres querían mirarme y pensar que era una cualquiera, que lo pensaran. Allá ellos...

Con este estado de ánimo salí a la callé, y tomé el primer taxi que encontré.

Y allí, mientras el joven taxista me echaba miraditas por el espejo retrovisor, caí en la cuenta que Esteban, en realidad, lo había calculado todo. Siempre había sabido que ello ocurriría.

Y como siempre, había vencido...

Tres semanas después, Esteban me llevó a la dermatóloga para que reforzaran y fijaran el maquillaje. Esteban aprovechó la visita para hacer que me agregaran un par de lunares del lado izquierdo. Uno en la mejilla y otro cerca de la comisura de los labios. Allí mismo, en el salón de belleza, mi cabello color miel y suavemente ondulado, fue teñido de pelirrojo, y convenientemente enrulado. Cuando me pude ver en el espejo, quise morir. Parecía una ramera barata.

A partir de ese día, tuve que acostumbrarme a todas las consecuecias de mi nueva apariencia.

Todos los hombres con los que me cruzaba a diario, en la calle o en algún negocio, me miraban sin disimulo. Si estaban con alguien más, se ponían a cuchichear, y terminaban riendo, mientras volvían a mirarme. Y yo sólo atinaba a desviar la mirada, o bajar los ojos, avergonzada.

Iba por la calle, y en cualquier momento, desde un auto o un camión, solían gritarme cosas...

--Negra, ¿cuánto cobrás...?

--¿Sos puta o sos traba? ¡Ja, ja...!

Y yo me moría de vergüenza. Ni hablar, cuando tenía otras personas al lado...

En el edificio --al que me había mudado hacía poco para reducir gastos-- todos daban por sobreentendido lo que yo era. Para todos mis vecinos yo era "la putona del quinto".

Los hombres me miraban de reojo, se sonreían por lo bajo, y seguían su camino.

Más de una vez, bajando en el ascensor, se abría la puerta en algún piso, y me encontraba con alguna madre con su hijito. Al toparse conmigo, la mujer desistía de tomarlo, volviendo a cerrar la puerta para que el ascensor continuara...

Constantemente, alcanzaba a escuchar a las vecinas comadreando, y hablando de mí.

--¿La putona del quinto? Ésa qué va a ser un gato... Un gato tiene un poco de categoría. Ésa es un yiro que labura en la Panamericana... Ja, ja...

Poco a poco me fui acostumbrando. No porque me diera menos vergüenza, pero lentamente aprendí a convivir con ella, como se aprende a convivir con todo. Cada vez lloraba menos y me resignaba más. Fui aceptando mi nueva condición.

Ni falta hace decir que Solange y las cadetas se divirtieron a mares con mi nueva apariencia.

--No, sub-cadeta Ordóñez --me dijo Solange--, si te queda bárbaro. Refleja muy bien en lo que te estás convirtiendo. Lo que en definitiva siempre supimos que eras. ¿No, chicas?

--Claro, sub-cadeta Ordóñez.

--¡Es perfecto para vos!

--Gracias, señorita Solange --tuve que decir, completamente humillada...

--¿Qué línea de cosméticos usás? --dijo una--. ¿Max Factor? ¿Avon? ¿Helena Rubinstein?

Todas estallaron en carcajadas... Yo me mordía los labios para contener las lagrimas.

Solange lo pensó rápidamente y agregó:

--Te digo más, te vamos a ayudar a completar adecuadamente tu atuendo. Le vamos a pedir permiso a Esteban para llevarte a comprar ropa que vaya de acuerdo con ese maquillaje. La clase de ropa que le puede gustar a una putita como vos.

--Gracias, señorita Solange --dije, bajando la cabeza. Y me fui corriendo de allí, hundiendo la cara entre las manos, mientras todas volvían a estallar en carcajadas.

Así que mis perspectivas no son buenas. Sé que ya hablaron con Esteban, y éste estuvo de acuerdo. Solange es muy habilidosa para conseguir su aprobación. Si se salen con la suya, sospecho que Esteban querrá que lo cuente en una próxima carta. Sobre todo, si ello sirve adecuadamente para terminar de convertirme en una verdadera puta.

V.P.O.