De publicista ejecutiva a puta de la agencia (3)

Luego del terrible castigo de su jefe Esteban, Victoria debe soportar nuevas humillaciones en su lugar de trabajo. Todo como parte de su entrenamiento como puta.

DE PUBLICISTA EJECUTIVA A PUTA DE LA AGENCIA (III)

Mi nombre es Victoria Pilar y soy una mujer de 36 años, con bastantes atractivos físicos. Esperaba no tener que escribir una nueva carta, narrando con lujo de detalles cómo transcurren mis días en la agencia, de humillación en humillación. Pero Esteban, mi jefe --y ahora flamante vicepresidente de la agencia--, así lo dispuso. Y yo, acorralada por las deudas, casi una prófuga de la justicia, he terminado por ser un simple títere de sus designios.

Como había contado en la carta anterior, todas las mañanas, apenas llegaba a la agencia, debía comparecer en el despacho de Esteban, con mi diminuto uniforme de "Sub-cadeta Junior": un ligerísimo y ajustado vestido blanco de seda, bastante traslúcido --casi un camisoncito de dormir--, que por arriba a duras penas ocultaba mis pezones con dos triangulitos, y por abajo apenas llegaba a cubrirme la cola; sin corpiño ni bombacha. La entrepierna completamente depilada, unas empinadas sandalias de taco aguja (que apenas tenían una tirita en el empeine y otra en el tobillo), y un maquillaje escandaloso --como de puta callejera--, completaban mi atuendo. Si Esteban encontraba satisfactoria mi apariencia (y luego de la terrible reprimenda del primer lunes, me aseguraba muy bien de ello), mi comparecencia podía ser relativamente llevadera. En tales casos, Esteban se limitaba a manosearme un rato, me daba una breve paliza en la cola (para recordarme mi lugar), me llenaba de leche por algún orificio (pòr lo general mi agujerito trasero), y luego me dejaba ir.

Pero era fuera del despacho de Esteban, donde tenía que soportar las peores afrentas a mi dignidad.

En primer lugar, estaban los hombres...

Hay algo profundamente arraigado en la psiquis masculina, una suerte de reflejo condicionado en los hombres, que les dice que una prostituta no es en realidad una mujer: es una prostituta. En tal caso, no tiene sentido --y de hecho sería ridículo-- tener los miramientos y consideraciones que un hombre debe tener para con una mujer. Una prostituta se usa y se desecha como un simple objeto, así se trate de la propia madre...

Poner a una mujer --con toda la apariencia de una prostituta-- en un lugar como éste, en el que el noventa por ciento del personal eran hombres, era como arrojar un gato en un corral de perros. Y Esteban lo sabía. Y eso se avenía muy bien a sus fines...

Desde el momento en que Esteban había oficializado mi puesto como "Acompañante Profesional Senior" (para todos los potenciales clientes de la agencia), y luego mi puesto como "Sub-cadeta Junior" (que me dejaba en el el último peldaño de la escala jerárquica de la empresa), todo el personal --hombres y mujeres-- tenían luz verde para hacer uso de mí según sus necesidades.

Para los hombres, eso significaba una sola cosa.

Y no perdieron ni un segundo. En poco tiempo, hacer una pausa para echarse una cogida con la sub-cadeta junior, se había convertido en una costumbre cotidiana entre el personal masculino de la agencia. Como hacer una pausa para tomarse un café o ir al baño. Ni siquiera necesitaban perder tiempo desnudándome. Con el primer movimiento brusco, mis grandes pechos saltaban fuera del vestido, quedando ofrendados para lo que quisieran hacerles. Y por abajo, mi vagina y mi ano estaban siempre accesibles. Simplememte, me veían pasar, me tomaban del brazo, me llevaban a algún rinconcito, me ponían contra la pared y elegían un agujero. Así de práctico...

Rápidamente, la novedad se esparció por toda la agencia, y desde otras secciones se acercaban ejecutivos y empleados comunes, para pasar un momento agradable con la sub-cadeta junior.

Sergio, un corpulento ejecutivo de otra sección, era un habitué. Se aparecía con cualquier excusa en esta sección, y me tomaba de un brazo. Me metía dentro de uno de los cubículos donde se guardaban los elementos de limpieza, y me levantaba el vestido hasta arriba.

--Estás rebuena, mamita... --me susurraba al oído, mientras empezaba a estrujarme los pechos--. Mi mujer no tiene estas tetas...

Y a continuación se ponía a gozarme como un desesperado...

Me levantaba una pierna, me metía su herramienta, y bombeaba y bombeaba hasta descargar todo su semen, emitiendo un ronco y prolongado bufido.

Antes de irse, tenía la delicadeza de volver a bajarme el vestido, me daba una palmadita en la cola, y muy orondo se volvía a su trabajo.

Otro que solía llevarme al cubículo de limpieza era Raymundo, un empleado del departamento de contaduría, un individuo de tez cetrina, flaco y fibroso.

Pero éste era harina de otro costal. El tipo era un sádico. Apenas me tenía a su merced, me ordenaba desnudarme. Todo. Incluso los zapatos. ¿Para qué? Con mi uniforme de sub-cadeta junior estaba virtualmente desnuda. Supongo que para aumentar mi humillación y hacerme sentir más desamparada e indefensa. Si ése era su objetivo, lo lograba.

Una vez que me tenía descalza y desnuda como una bebita, empezaba a darme fuertes pellizcones en todo mi cuerpo. En especial en mis pechos, grandes y redondos. Yo intentaba protegerme las tetas, pero entonces se ensañaba con mi vulva. Yo bajaba una mano intentando protegerme la concha, y él aprovechaba para pellizcarme los pechos. Si intentaba protegerme la entrepierna levantando y cruzando una pierna, él me pellizcaba la parte de abajo de los muslos. Al final no sabía cómo cubrirme. Si en la deseperación me ponía de costado, o de espaldas, aprovechaba para pellizcarme las nalgas. Era desesperante. Se divertía a mares, riendo y disfrutando con mi indefensión. Yo nunca sabía a dónde iría el siguiente pellizcón. Y cuanto más lloraba yo, más se excitaba él. Conforme aumentaban mis lágrimas, se iba agrandando el bulto de sus pantalones. Al final, conseguía tenerme llorando como una criatura --con mis pobres tetas enrojecidas como dos manzanas--, al tiempo que el bulto de su entrepierna amenazaba hacer saltar todos los botones de su bragueta. Entonces liberaba al monstruo de su prisión, me ponía de cara contra la pared, apuntaba a mi agujerito de atrás --el que más dolía-- y de una sola embestida me enterraba su daga hasta el fondo . Yo soltaba un chillido de dolor que era música para sus oídos...

Y así todos los días, con todos los hombres, durante todo el día. Al final de la jornada, mi estómago, mi útero y mis intestinos eran un banco de esperma...

Hasta los cadetes más jóvenes podían hacer uso de mí. Los primeros días, me observaban sin decidirse a actuar. Pero conforme fueron viendo la naturalidad conque los demás empleados me tomaban y me usaban, el reflejo condicionado de la psiquis masculina entró en acción, y se fueron animando.

El primero fue Andrés, un mocoso atorrante de 17 años. Hasta un par de semanas atrás, yo solía enviarlo a media mañana a traerme un capuccino del bar de planta baja, o a comprar papel o tinta para la impresora. Ahora todo se había invertido. Él era mi superior, y yo debía obedecerle y tratarlo de "usted". El me tuteaba, y podía disponer de mí. según su comodidad.

Yo estaba en uno de las salas de conferencia, vaciando los ceniceros, cuando Andrés se apareció y me tomó del brazo.

--Con eso seguís después, putita.

Y casi a la rastra, trastabillando con mis inestables sandalias stiletto, me llevó hacia uno de los pequeños vestuarios del personal de servicio. Ya mis pechos, como siempre, habían saltado hacia afuera y se bamboleaban para aquí y para allá. Era la primera vez que uno de los cadetes me trataba de esa manera.

Apenas entramos, Andrés dijo:

--Acá la tengo, muchachos.

Había dos cadetes más, a quienes conocía muy bien: Iván, un mocoso algo rollizo, no muy afecto al trabajo; y Roque, un vago de barbita candado, bastante popular entre las cadetas.

Andrés me hizo subir a una mesita y ponerme en cuatro patas. Mi ligerísimo vestido, en forma natural, ya se había enrollado hasta quedar como una delgada faja de tela a la altura de mis axilas.

--Está buena, la muy zorra -- dijo Roque, caminando en derredor, y observándome desde distintos ángulos, como si evaluara un novillo en la Rural. Rubricó su afirmación estampando una sonora palmada en mi redondo trasero, que me hizo soltar un gritito. Los tres se rieron.

Andrés había introducido dos dedos en mi vagina, juntándolos y separándolos los más posible, como si probara su elasticidad. Con la otra mano jugueteaba con mi botoncito. Iván me había tomado un pezón con cada mano, entre el índice y el pulgar, y se entretenía tironeando de mis pechos hacia abajo, alternativamente, como si fueran las ubres de una vaca y estuviera ordeñándome. Roque, después de rascarme un par de veces la entrada del agujerito, estaba introduciendo un par de dedos, aparentemente con las mismas intenciones que Andrés.

--El ojete se lo abrieron bastante --observó, divertido--. Cómo le dieron, los hijos de puta...

Era humillante. Me estaban inspeccionando como si fuera una res.

El insistente trabajito de Andrés en mi clítoris, y de Iván en mis pezones, estaba produciendo el efecto inevitable. Contra mi voluntad, tuve un estremecimiento. Andrés sacó sus dedos de mi vagina, observando que estaban mojados.

--¡Se ve que le gusta, a la muy guacha. Es una putita calentona...!

Iván había dejado en paz mis pechos, y agarrándome del cabello me había hecho levantar la cabeza. Sacó su miembro, ya completamente endurecido, y puso mi cara a una altura conveniente. Con su mano izquierda apretó varias veces su pija como si fuera un pomo, y un chorrito de sus jugos saltó a mi cara, cayéndome en los ojos. Los cerré y parpadeé un rato. Antes que pudiera volver a abrirlos, su miembro se había introducido en mi boca hasta el fondo de la garganta. Siempre teniéndome del cabello, acercaba y alejaba mi cara como si se masturbara.

--Chupá, guacha. Nos enteramos que sos una especialista...

Roque había terminado su trabajito manual en mi agujerito de atrás. Sentí cómo me frotaba su glande chorreante por todo el orificio, hasta dejarlo bien embadurnado. Tomó impulso y de un empujón lo metió hasta el fondo, hasta que sus huevos rebotaron contra mi periné. Creí que me moría. Su pene debía de ser de considerables dimensiones, y solté un grito que fue muy festejado por sus dos amigotes. En cuanto a Roque, lo hizo sentir muy orgulloso...

Entusiasmado, Andrés se acomodó por debajo, y después de algunos intentos, metió su pija en mi concha.

Los tres se entregaron a un enérgico mete y saca, cada vez más frenético. Yum, yum, yum... De a poco, en forma natural, fueron sincronizando sus movimientos. Al final lo estaban haciéndo tan enérgicamente, que yo parecía un simple muñeco, que se sacudía para aquí y para allá. De pronto, perdí el equilibrio sobre la mesita y fuimos a parar al suelo. Ninguno de los tres se detuvo. Siguieron allí, dándome sin compasión, teniéndome bien empalada, cada vez con mayor frenesí. Hasta que los tres, casi al unísono, descargaron toda su carga en mi interior.

Andrés se repuso primero. Todavía sentado en el suelo, me apoyó una bota en el trasero, y dándose impulso me empujó a un costado.

--Volvé a tu trabajo, putita.

Me puse de pie como pude, me desenrollé el vestido, y me fui a la sala de reuniones, a continuar vaciando los ceniceros...

Pero lo peor de todo no eran los hombres. Aunque los hombres me usaban a diario, en realidad no tenían nada personal conmigo. Simplemente, yo era una prostituta; y las prostitutas están para eso.

Lo peor eran las mujeres, en especial las cadetas.

Como he dicho, yo siempre había sido muy estricta y conservadora en mi modo de vestir: el cabello recogido en un rodete, tailleur gris o marrón con el ruedo a media pantorrilla, zapatos negros de taco bajo, tonalidades pastel en mi cara y uñas, etc... Y me había propuesto que todas las mujeres de mi sección observaran la misma discreción en su atuendo. Consideraba que ello predisponía mejor al trabajo y la eficiencia. De hecho, en más de una oportunidad, había debido amonestar enérgicamente a algunas cadetas, diciéndoles que éste era un lugar al que se venía trabajar; que no podían aparecerse con semejante pollerita, o con un escote tan pronunciado, o un maquillaje tan ostentoso. Y que si querían estar con esa apariencia en el lugar de trabajo, deberían buscar empleo en un cabaret, no en una empresa seria como ésta.

Aquellas chiquillas, algunas de las cuales casi podrían ser mis hijas, me detestaban. Y ahora tenían servida en bandeja la oportunidad de vengarse.

Sabiendo lo recatada y pudorosa que yo era, estaban siempre ideando maneras de hacerme pasar un mal rato.

Alguna de las cadetas me veía pasar --casi siempre llevando carpetas, o un café, o una pila de diskettes hacia alguna de las oficinas--, y arrojaba algún objeto al suelo.

--A ver, sub-cadeta Ordóñez, alcanzáme ese lápiz.

Si probaba agacharme doblando la cintura, el vestido se me levantaba por detrás hasta la mitad de la cola. Si probaba flexionar las rodillas, se levantaba por delante hasta dejar casi toda mi vulva expuesta.

--Qué horror, ¿vio, Luis? Es una indecencia. ¡A la sub-cadeta Ordóñez cada vez que se agacha se le ve todo...!

Y todas las que habían presenciado el episodio se mataban de risa, mientras me decían:

--¡Desvergonzada!

--¡Guarra, la tenés mugrienta!

Y mi cara se ponía del color del tomate...

Pero la peor de todas era Solange, una de las tres cadetas que me habían maquillado para mi humillante nombramiento como "Acompañante Profesional Senior". Acababan de ascenderla a Secretaria Junior, por lo que ahora pasaba algún tiempo detrás de un escritorio.

Esta chiquilla de18 años, a quien yo había reprendido en varias oportunidades, me odiaba. Sin embargo --cosa inesperada--, había convencido a Esteban para que mi uniforme incluyera una bombacha. En ese momento no sospeché nada malo.

Cuando Esteban me comunicó la novedad, tenía ganas de besarle los pies. Pero mi alma se vino al suelo cuando agregó:

--La tiene Solange. Tenés que pedírsela a ella.

Yo sabía que iba a tener que humillarme para que Solange me diera la prenda, y que eso era lo que la chiquilla esperaba. Pero confiaba en poder manejar la situación con cierta dignidad.

Salí del despacho de Esteban y me dirigí adonde estaba Solange. Estaba muy oronda detrás de su escritorio, hablando con tres cadetas amigas suyas.

La encaré y le dije:

--Esteban me dijo que usted tenía algo para mí.

Solange giró sobre su sillón y me miró con deliberado menosprecio.

--¿Que manera es ésa de dirigirte a un superior, sub-cadeta Ordóñez ?¿No ves que estamos conversando? ¿Dónde están esos modales?

Comprendiendo que así no llegaría a nada, me tragué mi orgullo, y repetí mi pedido, con infinita humildad y respeto.

--Buenos días, señorita Solange. Perdón que la interrumpa. El señor Esteban me dijo que usted tenía algo para mí.

--¿Algo? ¿Qué es algo? --dijo Solange con deliberada afectación--. ¿Una carpeta? ¿Algún memorándum? No sé a qué te referís...

Las otras chiquillas me miraban, cuchicheaban y se reían.

--Una... una... prenda... íntima...

Las dos cadetas que miraban eran todo risitas.

--No puedo perder tiempo con adivinanzas, sub-cadeta Ordóñez --dijo Solange como si estuviera fastidiada--. Volvé más tarde, cuando sepas mejor lo que querés.

E hizo como si continuara con su trabajo.

Con las lágrimas a punto de saltarme de humillación y vergüenza, tuve que decirlo.

--Una bombacha.

Solange levantó la vista hacia mí. Las dos cadetas empezaron a reírse sin disimulo.

--Una bombacha... una bombacha...

Miró hacia el techo, simulando estar haciendo memoria.

--Ah, sí... Puede ser...

Abrió un cajón del escritorio

--Creo que está por aquí... A ver...

A todo esto, ya se habían detenido a observar dos o tres cadetas más. De adentro de uno de los cajones, Solange sacó una prenda íntima, muy pequeña.

Eran apenas dos triangulitos con dos tiritas. Más bien una tanga. Pero era mejor que nada... Tomándola con la punta del índice y el pulgar, la hizo balancear como un péndulo ante mis ojos.

--¿Podría ser ésta? --preguntó, mientras todas las chiquillas estallaban en carcajadas.

--Sí --contesté. La humillación era imposible de describir.

Finalmente la dejó caer al suelo, delante de sus pies. Tuve que recogerla de allí.

--Gracias, señorita Solange --tuve que decir, llorando sin poder disimularlo.

Corrí con mi tesoro hacia el baño de damas, mientras oía a mis espaldas a todas las chicas riendo a carcajadas.

Entré al baño y rápidamente me la puse. La prenda era apenas un triangulito por delante y otro por detrás, pero me hizo sentir infinitamente más digna. Ahora me sentía un ser humano...

Salí muy reconfortada del baño, sin que me importara que aquelas chiquillas todavía se rieran al verme.

No había dado ni tres pasos, cuando Eduardo me llamó a su oficina.

Eduardo era uno de los ejecutivos jóvenes que había estado en la cena con Yamamoto. Su pareja en aquella oportunidad había sido Solange, con quien parecía tener cierta afinidad natural.

Entré dispuesta a recibir algún encargo. Pero en cambio de eso, me tomó del brazo y me sentó sobre sus rodillas.

Bueno, no era tan grave. Era una de las posibilidades, por supuesto.

Ya mis pechos --como siempre-- habían saltado fuera, y el vestido se me había subido casi hasta la cintura. Eduardo observó con cierta sorpresa que llevaba una tanguita. Sin darle importancia, me la bajó hasta la pantorrilla. La prenda se deslizó hacia abajo y quedó alrededor de mis tobillos, enganchada en los tacos aguja.

Eduardo entró a manosearme sin pérdida de tiempo.

Me estrujaba los senos, me retorcía los pezones, y escarbaba mi vagina y mi ano como si tal cosa. Cada vez que se me escapaba un gesto de intentar protegerme, me metía una bofetada y volvía a lo suyo.

En eso estábamos, cuando alguien golpeó a la puerta.

--Pase --dijo Eduardo, alzando la voz, sin la menor consideración hacia mí.

--Hola, Eduardo. Pasé en limpio el texto del contrato con la casa de música. Espero haberlo hecho bien...

Era Solange.

--Ah, bárbaro. Ahora lo reviso...

Solange dejó una carpeta en el escritorio. Me miró de reojo, viéndome llorosa y desnuda, y se sonrió sin el menor disimulo.

--¿Hace frío, sub-cadeta Ordóñez...?

Entonces reparó en mi bombacha, tirada en el piso. Vi con desesperación cómo se agachaba, la tomaba como al descuido... y se la llevaba.

Apenas salí de la oficina de Eduardo (toda manoseada y con más semen en mi estómago), me dirigí con desesperación al escritorio. Con el mayor respeto le pedí la bombacha a Solange.

--No es culpa mía si vos la dejás tirada en cualquier parte --me contestó, afectando seriedad--. La verdad, no recuerdo dónde la puse.

Revisó un cajón.

--Creí haberla puesto aquí, pero no está--dijo, simulando contrariedad--. Alguien se la debe haber llevado. A ver, preguntále a Noelia.

Noelia era una cadeta de 17 años --frecuente compinche de Solange--, una mocosa a la que también había tenido que reprender en un par de oportunidades. En ese momento sacaba unas carpetas de un fichero, a un par de metros de mí. No tuve más remedio que tragarme mi orgullo y dirigirme a ella.

--Señorita Noelia, ¿no vio mi bombacha? --dije, sintiéndome la persona más desdichada del mundo.

--¿Se te perdió la bombacha? --dijo la chiquilla, dándose vuelta para mirarme--. Qué contratiempo. ¿Y cómo era?

Como siempre, ya varias cadetas se habían acercado para no perderse la escena. Disfrutaban de lo lindo todo lo que estaba ocurriendo. Yo hacía lo imposible para contener las lágrimas.

--Blanca... pequeña... --respondí sintiéndome cada vez más humillada.

--Creo que Luciana me comentó algo al respecto. --dijo Noelia, sonriente--. Vas a tener que preguntarle a ella.

Al borde del llanto, me dirigí a Luciana, que estaba con dos amiguitas.

--Señorita Luciana, ¿no vio mi bombacha?

--¿Se te perdió la bombacha? --dijo Luciana, disfrutando cada palabra.

Pasé de Luciana a Sole. De Sole a Mechi, de Mechi a Paola... Todo en medio de carcajadas generales.

--Señorita Paola, ¿no vio mi bombacha? --dije, entre lágrimas.

La mocosa iba a contestar (vaya a saber qué), cuando se escuchó la voz de Solange.

--¿Podría ser ésta, sub-cadeta Ordóñez?

La flamante secretaria junior, con los pies cómodamente apoyados sobre el escritorio, sostenía mi bombacha en el extremo de una birome, y la hacía girar como una hélice. Ya las cinco chiquillas reían sin el menor disimulo.

Solange empezó a hablar afectando seriedad.

--Evidentemente --dijo, echando una maliciosa mirada cómplice a las demás--, haberle sugerido a Esteban que te dejara usar bombacha, fue una idea desafortunada.

Y luego, levantando los brazos, exclamó:

--No es posible, sub-cadeta Ordóñez. Ésta es una empresa seria. ¡Hace una hora que estamos perdiendo el tiempo con vos y tu bombacha...!

Yo apretaba los dientes para no romper a llorar. Jamás me había sentido tan humillada...

Solange continuó, implacable.

--Lo hice porque a todas nos daba mucha lástima verte siempre así, con la concha y el culo al aire.

Ya las cadetas no sabían cómo revolcarse de la risa.

--Tendré que decirle a Esteban que olvidemos definitivamente lo de tu bombacha.

Con estas palabras, dejó caer la tanguita en el canasto y continuó con su trabajo.

Allí me quebré por completo. Abatida, desesperada, rompi a llorar sin poder parar. En medio de carcajadas generales, le supliqué a Solange que me devolviera la bombacha. Que iba a tener más cuidado esta vez. Que me daba mucha vergüenza estar sin bombacha...

--Está bien, está bien --dijo Solange, simulando estar fastidiada.

Y mirando de reojo a las demás, dijo sentenciosamente:

--Sólo porque me das mucha lástima, voy a darte otra oportunidad. Espero que sepas aprovecharla...

Sin el menor rastro de orgullo o dignidad, le agradecí la oportunidad que me daba. En medio de todas las risas, corrí al canasto y saqué la bombacha, hecha un estropajo, de entre toda la basura... Y fui enseguida al baño a ponérmela.

Y bien. Desde entonces, aprovechar cualquier oportunidad para quedarse con mi bombacha, y hacerme alcanzar los niveles más bajos de humillación y vergüenza para devolvérmela, es la diversión favorita de Solange y las cadetas.

Ni falta hace decir que paso más tiempo buscándola y humillándome ante las cadetas, que teniéndola puesta. Y jamás la tengo cuando llega el momento de salir del trabajo. Mis subidas y bajadas en el ascensor, con mi ligero y ajustado vestidito, y maquillada como una prostituta, siguen siendo sin bombacha; y los hombres siguen metiéndome mano sin disimulo, durante veintiseis pisos...

Bien, espero haber escrito apropiadamente el relato de mi propia humillación, para que todos en la agencia puedan divertirse leyéndolo. Es la única manera en que podré librarme del terrible castigo de Esteban. Lo más triste de mi situación es que Esteban, poco a poco, está consiguiendo su objetivo. Me está entrenando adecuadamente para mi trabajo como "Acompañante Profesional Senior". Cada vez me cuesta más negar que soy una desvergonzada, una casquivana, una zorra. En definitiva, una puta.

V.P.O.