De publicista ejecutiva a puta de la agencia (2)

El inescrupuloso esteban comienza el entrenamiento de Victoria, destinado a convertirla en una verdera puta, al servicio de los potenciales clientes de la agencia.

DE PUBLICISTA EJECUTIVA A PUTA DE LA AGENCIA (II)

Mi nombre es Victoria, tengo 36 años, y mi jefe Esteban me ordenó escribir esta nueva carta, para que todo el personal de la agencia pueda seguir divirtiéndose viendo publicada en letra impresa todos los pormenores de mi humillación. Y como siempre, me ordenó hacerlo a consciencia, sin olvidar el menor detalle. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Acorralada por las deudas como estoy, con la mitad de los acreedores amenazando con enviarme a la cárcel, Esteban me tiene en su poder.

Lo que sigue, es lo que ocurrió en las semanas siguientes a mi nombramiento oficial como "Acompañante Profesional Senior". Es decir, mi nombramiento formal como puta oficial de la agencia, encargada de complacer los requerimientos de todos los eventuales clientes masculinos de la empresa...

En realidad, aunque ésa era mi principal función en la agencia, mis servicios solamente eran requeridos cuando se presentaba la ocasión. La mayor parte del tiempo debía continuar trabajando en la agencia, como cualquier empleada.

En previsión de eso, Esteban había creado un puesto para mí: el de "sub-cadeta junior". El nombre lo decía todo. Me dejaba, lisa y llanamente, en el útimo peldaño de la escala jerárquica de la empresa. Dicho en pocas palabras: todos los trabajadores de la agencia --hasta los cadetes y cadetas-- pasaban a ser mis superiores y podían ordenarme lo que quisieran.

Si esto podía parecer humillante, aún me esperaban más sorpresas. Porque Esteban --de acuerdo a sus planes--decidió que mi uniforme de sub-cadeta junior fuera un ligerísimo y ajustado vestido de raso blanco, cortísimo por debajo y provocativamente cavado por arriba (apenas me cubría los pezones), muy similar al que había tenido que usar para mi humillante encuentro con el señor Yamamoto. Desde ya, sin corpiño ni bombacha; lo que dejaba casi toda mi anatomía expuesta. Y la entrepierna perfectamente depilada. Todo ello complementado con las desnudísimas sandalias rojas (una tirita en el empeine y otra en el tobillo) de doce centímetros de taco aguja, que hacían sobresalir mi cola de manera escandalosa. Y las uñas de manos y pies esmaltadas de rojo furioso. Las uñas de mis manos, además, debían estar siempre bien largas, larguísimas.

--Total --había dicho Esteban--, tu único trabajo en la agencia va a ser abrir bien las piernas.

Un escandaloso, recargado maquillaje de prostituta callejera --como el que había debido utilizar el día de mi nombramiento oficial como Acompañante Profesional Senior-- completaban mi uniforme de sub-cadeta junior. Como detalle adiconal, llevaba un prendedor, un rectangulito de plástico que rezaba: "Victoria Pilar Ordóñez. Sub-cadeta Junior". Así vestida, debía presentarme cada mañana en la agencia.

Como podrán imaginar, el trayecto desde mi departamento hasta mi lugar de trabajo, era todo un problema. Había tenido que vender mi auto, y la idea de viajar en algún transporte público con semejante apariencia ni se me cruzaba por la cabeza... Encima, con las empinadísimas sandalias stiletto de doce centímetros, y las uñas de la manos larguísimas, me sentía totalmente indefensa y vulnerable, incapaz de valerme por mí misma. Lo más que podía hacer, era tomar un taxi o un remise. Ello me solucionaba la mitad del problema, más allá de tener que aguantar al taxista o remisero de turno, observando sin disimulo por el espejo retrovisor mis grandes pechos, apenas cubiertos... Pero llegar al edificio de la agencia, atravesar el gigantesco hall de entrada, y subir los veintiséis pisos en el ascensor, era otra cuestión. Con los amplios ascensores abarrotados de gente en esas horas pico, mi apariencia era una invitación para que cualquier hombre empezara a manosearme sin perder un segundo. Y no lo perdían...

El ascensor comezaba a subir, y ya en el tercer piso estábamos como sardinas en lata. Enseguida sentía que una mano anónima me rozaba la cola como al descuido. Y al ratito otra vez, ahora con más decisión. La tercera vez, la mano apoyaba su palma completa sobre uno de mis glúteos. A continuación, irguiéndose sobre los cinco dedos como una araña inquieta, la mano echaba a caminar alegremente por toda la redondez de mi trasero. Yo ni me animaba a poner al aprovechador en su lugar, como hubiera hecho una mujer decente. Con semejante vestido y semejante maquillaje, resultaría evidente para todos que yo me lo había buscado... Mi falta de reacción envalentonaba al atrevido. Acto seguido, un dedo descarado se deslizaba por el pliegue inferior de mi nalga, yendo y viniendo, para terminar en dirección a mis zonas más íntimas. Hasta que --inevitablemente-- descubría que no llevaba bombacha... ni nada. Y ahí sí. Sabiendo que había luz verde, la mano se sentía libre de hurgar toda mi entrepierna con un descaro total. Ahora la araña se posaba brevemente en la cara interior de mis muslos, preparando su expedición hacia territorios más inexplorados. Decididamente, la mano se sumergía en lo más recóndito de mi intimidad. Me deslizaba un dedo infame por toda la vulva, me tironeaba de los labios, llegaba hasta mi botoncito y lo frotaba con insistencia. Volvia a desandar mi vulva, e introducía un dedo --a veces dos-- en el calor de mi vagina indefensa. Se demoraba allí, entrando y saliendo hasta aburrirse, y continuaba alegremente hasta mi orificio anal. Probaba alojar un dedo, forzando el apretado esfinter: uno, dos, tres centímetros... Etc, etc, etc... Y así todos los días, los veintiseís pisos, a la entrada y a la salida del trabajo. Podía considerarme afortunada si salía del ascensor sin que al menos tres hombres me hubieran metido mano a su antojo.

Apenas entraba en la agencia, debía presentarme en el despacho de Esteban. Ya no me ordenaba desnudarme. ¿Para qué? Con mi uniforme de sub-cadeta junior, estaba prácticamente desnuda... Lo que hacía en cambio era inspeccionar mi atuendo, que debía estar acorde con mis nuevas funciones en la empresa, y con los planes que él tenía para mí.

Aquel primer lunes, llegué a la agencia y me apersoné en su flamante despacho de vicepresidente de la empresa.

--Buenos días, señor --dije, permaneciendo de pie frente a su escritorio, con los pies juntos y la vista gacha.

Esteban rodeó el escritorio y, como siempre, paseó morosamente sus manos por todo mi cuerpo, y por mi pobre entrepierna, que ya había tenido bastante.

--¿Viajaste bien, putita? --preguntó Esteban, riendo para sus adentros.

--Sí, señor --le dije con un devastador sentimiento de humillación.

Acto seguido me tomó la mandíbula, y observó mi maquillaje. Yo permanecía con la vista gacha, sin animarme a enfrentar su mirada.

Sorpresivamente sus dedos se cerraron sobre mi mandíbula con la fuerza de unas tenazas. Creí que me iba a fracturar. Lo hizo con tal violencia que casi me levantó en vilo sobre mis inseguros tacos aguja.

--¿Ëste es el maquillaje que te ordené que usaras, zorra barata? --atronó su voz como un rugido--. ¿Éste es el maquillaje de una puta?

Presa del terror, intenté contestar. Pero me aprisionaba la mandíbula con tanta fuerza, que apenas podía mover la boca. Esteban aflojó un poco la presión.

--Perdón, señor... --fue todo lo que alcance a balbucear, casi ahogándome.

--¿Que clase de maquillaje es éste? --rugió Esteban sin compadecerse de mis lágrimas, que ya corrían abundantemente.

--Traté de obedecer sus órdenes, señor... Es que me da... mucha vergüenza... la gente me mira...

--¿Verguenza? ¿Ahora las putas tienen vergüenza? --se mofó Esteban.

--Ahora escucháme, putita reventada--me dijo Esteban volviendo a aprisionarme la mandíbula, y levantándome hasta casi suspenderme en el aire--. En cualquier momento puede aparecer un posible cliente, potencialmente importante. Necesito que nomás verte se dé cuenta qué cláse de mujerzuela sos, y con ese culo y esas tetas tenga muchas ganas de cogerte. Ahí empìeza mi trabajo.

Me agarró de un brazo, y de un tirón me subió al escritorio y me puso de espaldas. Me ordenó levantar y separar las piernas y agarrarme los muslos para mantenerlas en esa posición. Tomó una lámpara y empezó a inspeccionar mi entrepierna.

--¿Asi te depilás la concha, zorra mugrienta? ¿Esto es depilarse? --volvió a rugir.

Tomó uno de mis labios entre el índice y el pulgar, y lo pellizcó y retorció sin la menor compasión. Lancé un chillido de dolor, e intenté juntar las piernas. Me gané un terrible, furibundo bofetón que me dejó medio atontada y con el oído zumbando. De inmediato volví a separar las piernas y permanecí así, llorando y temblando, tomándome los muslos con las manos, intentando mantenerlos lo más arriba y separados que podía.

Esteban salió del despacho. Yo estaba tan aterrorizada que en todo el tiempo que permanecí sola, no me atreví a bajar o juntar las piernas. Llorosa y temblorosa, continuaba en esa humillante postura, con las piernas bien levantadas y separadas, cuando Esteban regresó, al cabo de diez minutos. Traía una pinza, como de mecánico o electricista.

Volvió a tomar la lámpara y la acercó a mi entrepierna. Tomó la pinza, y con todo el terror del mundo, la vi desaparecer entre mis piernas. Sentí en mi vulva que tironeaba un poquito, y de pronto...

--¡¡¡Aaayyyy...!!! -- un terrible alfilerazo, un dolor indescriptible me recorrió la vulva y parte de los muslos como si me hubiesen aplicado corriente eléctrica. Tomó otro vello y volvió a pegar un tirón, arrancándolo de cuajo sin conmiseración alguna. Esteban sabía cómo hacerlo. No pegaba un tirón seco, lo que hubiera arrancado el vello con brevísimo dolor. Ni tampoco de a poco, lo que hubiera debilitado el agarre gradualmente. Lo arrancaba con la fuerza exacta para producir el máximo dolor. Cada vello arrancado, me hacía proferir un grito.

--¡¡Ay!! ¡Aaayyy! ¡Por favor...! ¡¡¡Aaaiayyy...!!!

Cada vez que yo amagaba a juntar las piernas, me aplicaba un tremendo bofetón. Y volvía a su labor. Entre gritos, ahogos y sollozos, yo intentaba defenderme con lo único que tenía: mis súplicas y mis lágrimas.

Pasó a inpecionar la región de mi ano.

--¿Esto qué es? ¿Así te depilás el orto, puerca inmunda? --volvió a rugir.

Volvió a tomar la pinza.

--¡¡¡Aaaayyyy...!!! ¡¡Noooo!!! ¡Perd...! ¡¡¡Aaaaiiiiaaa!! ¡¡Aiiiaa...!

Esteban continuaba implacable, vello tras vello, absolutamente insensible a mis súplicas. Llorando como una criatura, traté de explicar que esa zona del cuerpo era muy difícil de depilar.

--¡¡Aaaayyyy...!! ¡Esa... esa part...! ¡¡¡Aaaaaaaaiiaaa!!! ¡...es... es...! ¡¡...difícil... aaaiiiaaa...!!

--Eso es problema tuyo, putita inmunda --fue su respuesta--. Quiero más dedicación y esmero...

El suplicio se me hizo interminable. Entre vulva, ano, y zonas aledañas, debe de haber arrancado más de un centenar de vellos. Cada vez que parecía haber terminado, encontraba otro pelo, o pelito, o un cabito asomándose.

Cuando terminó, mi vulva y mi ano habían quedado sin el menor rastro de vello, con la piel totalmente lisa y desnuda, igual a la de una bebita recién nacida. Y yo lloraba como si lo fuese...

--Bien --dijo Esteban dejando a un costado la pinza, y corriendo la lámpara--, esto en cuanto a la depilación. En cuanto al maquillaje...

Sin darme tiempo a reaccionar, me arrancó del escritorio, se sentó en su sillón y me colocó boca abajo sobre sus rodillas. Me levantó la parte de abajo del vestido hasta enrrollármelo en el cuello dejándome casi desnuda, con mis nalgas ofrendadas. Acto seguido, apoyó lentamente su mano derecha sobre mi redondo trasero. Ahí mismo empecé a sollozar y lloriquear sin el menor asomo de orgullo, de sólo pensar lo que me esperaba.

Despegó su mano de la superficie de mi glúteo izquierdo y... ¡¡¡Chasss!!!

La mano de Esteban se estrelló contra mi piel desnuda con una violencia salvaje, desomunal. Sentí un dolor que me llegó hasta los huesos y se irradió como un relámpago por todo mi cuerpo. Así comenzó un castigo impadioso.

¡¡Chas!! ¡¡Chas!! ¡¡Chas!!

Cada golpe era un suplicio aparte. Su mano subía y bajaba azotando sin piedad mis nalgas desnudas.

Una vez el cachete izquierdo, la siguiente vez el derecho...

Una vez el izquierdo, la siguiente vez el derecho...

Una vez...

Yo lloraba, me retorcía, y pataleaba como una criatura, sintiendo que en cualquier momnto iba a desmayarme.

Continuó así, una y otra vez, totalmente indiferente a mis súplicas y ruegos.

Y no se dió por satisfecho hasta que mis nalgas quedaron de un encendido color carmín, como dos tomates maduros. Yo no paraba de llorar, sintiendo mi castigado trasero salvajemente lacerado.

Cuando creía que eso había sido todo, y que no podría hacerme más daño, la contemplación de mi trasero desnudo y enrojecido despertó en él sus instintos más salvajes y primitivos. Se levantó del sillón, y me acomodó rápidamente contra el borde del escritorio como si yo fuera un muñeco de trapo. Me hizo inclinar boca abajo, y apoyó una mano en mi nuca, aplastándome la cara contra la dura superficie de madera.

Y de un sólo golpe enterró su falo enhiesto, duro como el metal, en mi pequeño agujerito sin la menor consideración. Pegué un aullido que debió oírse en todo el edificio, sintiendo que me rasgaba a todo lo largo de mi cuerpo, de la cabeza a los pies. Empezó a bombear como un poseso, agarrándome de la cintura y atrayéndome hacia él en cada arremetida, como si quisiera asegurarse que en cada embestida su sable me llegara hasta el fondo del alma. Su herramienta de castigo entraba y salía de mi desgarrado orificio una y otra vez, cada vez con mayor violencia. Sentí que iba a desmayarme. Al cabo de un tiempo que me pareció interminable, se llenó los pulmones de aire, arqueó su espalda como un felino a punto de saltar sobre su presa, y en medio de un rugido salvaje, gutural, descargó toda su carga de semen en mis intestinos. Permaneció unos segundos sobre mí, jadeando y recuperando la respiración. Yo lloraba con la cara apoyada sobre el escritorio, sintiéndome toda desgarrada por dentro.

Se incorporó de inmediato, y sin la menor consideración me arrojó a un costado, como si se librara de un objeto inservible.

--Ahora, zorra mugrienta, vas a ir a maquillarte como es debido -- dijo, volviendo a sentarse en su sillón y subiéndose el nudo de la corbata--. Y no aparezcas por acá a menos que tengas el aspecto de una ramera barata, que es lo que ambos sabemos que sos.

A duras penas conseguí ponerme de pie, con mi vulva todavía dolorida como si me hubieran clavado un millón de alfileres; la cola ardiéndome, peor que si me hubieran arrojado aceite hirviendo; y mi pobre orificio anal lastimado, como si me hubieran hundido una espada calentada al rojo. Apenas me sostenían las piernas. Con el rostro bañado en lágrimas, me bajé el diminuto y ajustado vestido lo mejor que pude, para al menos cubrirme un poco, agarré mi cartera y salí del depacho de Esteban. Temblorosa y tambaleante, haciendo equilibrio sobre mis empinadísmas sandalias de taco aguja, caminé vacilante en dirección a los baños.

Entré al servicio de damas, y me paré frente al amplio espejo de los lavabos. Sabía que más me valía no volver a presentarme ante Esteban, a menos que estuviera maquillada como una verdadera puta. Entre lágrimas y sollozos, saqué el lápiz para cejas, el delineador para ojos, la sombra para párpados verde turquesa, máscara para pestañas, polvo compacto blanco rosado, rubor rojo cereza, lápiz labial rojo furioso y brillo para labios. Me apliqué todo esto en forma generosa y abundante. Ante la duda, me ponía más y más; mi pobre trasero no podría soportar otra paliza...

De allí en adelante, me aseguraba muy bien de tener toda mi entrepierna perfectamente depilada, sin el menor asomo de vello. Cada mañana --antes de salir para el trabajo-- hacía toda una serie de grotescas contorsiones y acrobacias para poder revisarme bien la vulva y el ano, reflejados en un espejito... Y me aseguraba de ir a la agencia maquillada como una auténtica puta de la calle. Toda la vergüenza y humilación eran preferibles, antes que despertar la ira de Esteban. Ël me inspeccionaba diariamente, observando al mismo tiempo --con sádico deleite-- cómo el miedo y el terror de la incertidumbre se reflejaban en mi tembloroso rostro. Cuando por fin salía del despacho de Esteban, sintiéndome una puta barata en todo el sentido de la palabra, comenzaba mi día en la agencia, en donde me aguardaban nuevas, vergonzosas afrentas a mi dignidad.

Bien, así suele comenzar para mí un típico día de trabajo en la agencia, en mi triste condición de sub-cadeta junior... Espero haberlo descripto bien. Si tengo suerte, tal vez Esteban se dé por satisfecho, y no me obligue a escribir una nueva carta

Como siempre, por indicación de Esteban he cambiado los nombres que aparecen en este texto, con excepción del mío. Esteban dice que nadie debería avergonzarse de lo que es, incluso una simple putita como yo.

V.P.O.