De profesión, canguro (08).

Acuerdo entre colegialas.

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Acuerdo entre colegialas.

El dedo de Tamara pasaba archivo tras archivo de su diario secreto, sentada al escritorio de su dormitorio. Afuera, el día no podía ser más gris y lluvioso. Era sábado por la mañana y Fanny, su pelirroja cuñada, había ido al centro comercial Eroski, de Flattour Park, a treinta kilómetros de Derby, llevándose con ella tanto a hijo como marido. Así que estaba sola en casa, sola y aburrida. Mal asunto.

Pensó en llamar a alguna conocida, pero se echó atrás por vagancia. Buff, arreglarse tan de mañana para tener una cita. ¡Ni que estuviera desesperada! Por eso mismo, había sacado el viejo pendrive de su escondite y estaba actualizando entradas. También era divertido rememorar asuntos del pasado, ¿no?

Sus ojos se detuvieron ante una fecha clave. Con una sonrisa, abrió el archivo y comenzó a leer distendidamente, arrullada por la calefacción de su cuarto y el cómodo sillón que utilizaba para el escritorio.

Violette era una de sus mejores amigas. Llevaban juntas desde párvulos y, encima, eran casi vecinas. Al menos, vivían en la misma barriada. Habían ido a la misma escuela de primaria y a la misma clase. Cuando comenzaron secundaria, Violette pidió ser trasladada a la clase de Tamara, para no perder el contacto. Incluso formaron una pequeña pandilla de chicas que iban y venían del instituto juntas, todas del mismo barrio. Pero tuvieron que separarse cuando los padres de Tamara murieron en aquel accidente de ferry. Tamara se mudó a otra ciudad, con su hermano, y, aunque mantuvieron el contacto a través de Internet, la confianza se fue degradando.

Violette tenía su misma edad, de hecho, era cuatro meses más joven, y era tan rubia como ella. A veces las creían hermanas, ya que, en verdad, se parecían en ciertos aspectos. Violette era más menuda que ella, con el rubio pelo cortado a lo garçon, pero sus rostros eran muy parecidos, de narices rectas y algo respingonas, labios delgados y bien dibujados, y ojos azules.

A los doce años, cuando empezaron a hablar de chicos y planes fantásticos para el futuro, Violette inició una conversación muy íntima, las dos haciendo los deberes en el dormitorio de ésta.

―           Pienso dejar de ser virgen cuando cumpla quince años – dijo, haciendo que Tamara la mirase con incredulidad.

―           ¿Tan pronto? – le preguntó.

―           ¿Te parece pronto?

―           Un poco. Mamá insiste en que debes saber lo que buscas cuando te decidas…

―           Pues yo pienso que cuanto antes mejor – musitó Violette, trazando una raya perfectamente medida en su cuaderno, con la ayuda de una pequeña regla. Cuando se aplicaba a sus tareas, solía sacar la punta de su lengua entre los labios. – Estuve hablando con mi prima Aby, ya sabes, la que va a la universidad. Contó lo que hacen allí para divertirse. Tengo muy claro que para cuando yo acuda a una universidad, tendré perfectamente aprendido lo que es hacer el amor. ¡No quiero desaprovechar oportunidades por ser una pardilla!

―           Vaya… – suspiró Tamara, mirándola bobamente, con una mano en la mejilla.

―           ¿Y tú?

―           No lo sé. Aún no he conocido a ningún chico que me atraiga como para pensar en ello.

―           A mí tampoco, pero hay que tener claro el concepto.

―           ¿Y si no encuentras a ninguno a los quince? O sea, que no te guste ninguno, me refiero…

―           No me lo he planteado – reflexionó Violette, mordiendo el capuchón de su bolígrafo.

―           Además, ya sabes lo que dirán de ti, ¿no?

―           ¿A qué te refieres? – Violette enarcó las cejas, mirándola.

―           Que serás una golfa, una guarra, que serás una chica fácil que se va con cualquier chico.

―           ¡No me importa!

―           Puede que a ti no, pero ¿y tu familia? ¿Tu hermana menor va muy cerca de muestro curso? Ella escuchará los comentarios en el instituto.

Violette se echó hacia atrás en su silla. Era evidente que no había pensado en ese detalle. Su padre era muy exigente con la reputación familiar. Si se enteraba de una cosa así, podría significar un gran problema para ella. Incluso podía enviarla a un internado…

―           Tienes razón, Tamara. No lo había pensado. ¿Qué piensas hacer tú?

―           No lo sé, la verdad – se encogió de hombros Tamara. – No es algo que me preocupe demasiado. Llegará en el momento oportuno, siempre lo he creído así.

―           Ya te veo virgen aún al doctorarte – bromeó Violette.

―           ¡Uuy! ¡Qué viejecita! – se rió Tamara.

―           Podemos hacer un pacto entre nosotras – sugirió la rubia de pelo corto.

―           ¿Sí?

―           Ajá. ¿Qué te parece si para cuando cumplamos dieciséis aún somos “inmaculadas”, nos ayudamos la una a la otra a deshacernos de “eso”.

―           ¿Entre nosotras? – Tamara abrió muchos los ojos.

―           Pues sí. Tenemos confianza, nos hemos visto desnudas un montón de veces, y no tiene que ser muy difícil, usando un cacharro de esos.

―           ¿Cacharro? – Tamara no comprendió.

―           Ya sabes, un consolador…

―           ¡Dios, Violette!

―           ¿Qué pasa? ¿No has visto ninguno? – sonrió la pizpireta Violette.

Tamara negó con la cabeza, bajando la mirada. Su amiga encendió el ordenador de sobremesa que se encontraba en un extremo del escritorio.

―           Mira, tonta – la llamó a su lado, una vez que abrió el pertinente programa que accedía a la red.

Tamara, con los ojos desorbitados, contempló una extensa panoplia de fotografías sobre consoladores de todos los colores, tamaños, texturas, y funciones. Los había para el agujerito trasero, para rozarse contra ellos, para cabalgarlos en el suelo, sumergibles para la bañera, larguísimos para compartirlos…

―           ¿Es que te da corte? – le preguntó Violette al oído. Tamara sólo pudo encogerse de hombros. – A mí no. Sería más fácil contigo que con un chico – repuso de nuevo, como si se lo dijera a sí misma.

En aquellos momentos, Tamara aún no sabía nada de su tendencia lésbica, ni de cómo cambiaría su vida en unos cuantos años. Sólo sabía que su mejor amiga le estaba haciendo una proposición muy seria, para dejar de ser niñas.

―           ¿Lo prometes? – insistió Violette.

―           Sí, lo prometo – musitó finalmente Tamara.

―           Bien – Violette le echó un brazo al cuello, atrayéndola hasta depositar un beso en su mejilla. – Yo también lo prometo.

Por raro que pareciese, Tamara le estuvo dando muchas vueltas a aquella promesa durante semanas, pero el tema no volvió a surgir entre las dos chiquillas. Sus vidas siguieron llenándose de tareas y cosas nuevas, hicieron nuevas amigas, discutieron sobre chicos, y, desgraciadamente, los padres de Tamara murieron.

Dos o tres veces por semana, Tamara y Violette hablaban por Messenger o por cam. Tamara le contaba como era Derby, una ciudad mucho más pequeña que Londres, y Violette le explicaba que todos los chicos que conocía eran retrasados mentales.

―           ¡Estoy a punto de buscarme un universitario! – exclamó Violette con un bufido.

―           No creo que estén interesados en niñas como nosotras – meneó la cabeza Tamara, ante su monitor.

―           Ya lo sé, a no ser que me levante la falda delante de uno. Dicen que siempre están salidos.

―           ¿Te atreverías a hacer eso?

―           ¿Estás loca? Tan sólo bromeaba – la tranquilizó su amiga. – Pero se acerca la fecha límite – musitó de repente, sobresaltando el corazón de Tamara.

―           ¿Qué fecha? – preguntó, como si ya no se acordara de su promesa.

―           Joder, niña, ya sabes. Nuestra promesa…

―           Ah…

―           ¿No te echaras atrás ahora? – Violette agitó su índice ante la cámara.

―           No, no… sólo que… es mejor un chico, ¿no?

―           A falta de pan, buenas son tortas, como dicen los españoles.

―           Ya.

El problema es que Tamara ya conocía esas tortas, desde hacía unos meses. Solía dormir con Fanny dos o tres veces por semana, cada vez que su hermano se ausentaba, y su cuñada se había encargado de hacer desaparecer el molesto himen.

Tamara empezaba a ser consciente de cuanto le gustaba el sexo sáfico, aunque aún no conocía su faceta gerontofílica. Sin embargo, ya no sentía ningún recelo a la hora de imaginarse desflorando a su amiga. No era algo que la ilusionara especialmente, pero tampoco la desagradaba. Su amiga era guapa y simpática, y tenían mucha confianza entre ellas, pero había un problema que había que solucionar si llegaba el momento. Estaban separadas físicamente.

Violette seguía en Londres, y Tamara se encontraba en una ciudad del centro de la isla. Violette podía invitarla un fin de semana. Gerard, el hermano de Tamara, no podría ninguna pega por ello. La subiría a un tren y la enviaría a la capital. Pero una vez en casa de Violette… ¿tendrían intimidad para llevar a cabo lo que pretendían?

Sin embargo, Violette lo tenía todo pensado y preparado. Durante el tiempo que llevaban separadas, se dio cuenta que echaba muchísimo de menos a su amiga, y que sería mucho más bonito y dulce, que se desfloraran mutuamente que someterse al bombeo de un macho que tan sólo buscaría su propio disfrute.

Siendo consciente, desde hacía meses, de lo que quería, preparó una semana de reunión de antiguas alumnas del colegio, con la ayuda de varias veteranas de último año. El colegio privado era célebre por varios motivos y uno de ellos era por la cantidad de alumnos que esperaba su ingreso y por los que tenían que abandonar el centro a mitad de curso. La propuesta de aquel grupo de trabajo gustó a la dirección del colegio. Durante una semana, antiguas alumnas podrían recordar su estancia en el centro, en una especial invitación. Acudirían a clase, podrían acceder a toda la instalación, vestir el uniforme… todo cuanto hicieron anteriormente, y todo ello constaría en su ficha escolar.

Tamara reconoció el ingenio de su amiga cuando la invitación llegó al departamento administrativo de su actual escuela. Podría acudir con todos los gastos pagados encima. Violette lo había arreglado con sus padres para que durmiera en su casa, en su dormitorio, durante su estancia. ¡Incluso había conseguido un consolador y todo!

Así que, cuando llegó el momento, un domingo por la tarde, Gerard la acompañó a la estación para tomar un tren hasta Londres. Como buen hermano, encargó al revisor que le echara un ojo a su inocente hermanita, hasta llegar a la capital.

El tren la dejó en la estación de West Hampstead, donde Violette y su padre la estaban esperando. Las dos chiquillas se abrazaron con fuerza, besándose las mejillas. Louis, el padre de Violette, de origen francés, colocó sus brazos por encima de los hombros de ambas, y las condujo al coche.

Cenaron temprano y se fueron a la cama inmediatamente. Tenían muchas cosas que contarse y debían madrugar al día siguiente. Tamara no le contó nada de su lío amoroso con su cuñada, ni de que había perdido ya su virginidad, pero se pasó todo el rato mirando a su amiga a los ojos, abrazada a ella.

En aquel año de separación, los cuerpos de ambas habían cambiado. Tamara era ya toda una mujer, de pechos medianos y caderas desarrolladas, aunque esbeltas, y Violette había redondeado sobre todo las nalgas. Aún tenía pecho menudo y cara de niña, pero sus piernas y trasero eran de primera. Aún llevaba aquel corte de pelo como un niño, con el flequillo caído sobre un ojo, pero ahora casi rubio platino, debido a un buen tinte.

A la mañana siguiente, Violette insistió en que se ducharan juntas. Tamara aceptó y se enjabonaron mutuamente, sin ir más lejos. Parecía que Violette quería tomarse las cosas sin prisas, y a Tamara le pareció bien. Una vez secas, peinadas, y ligeramente maquilladas, Violette le entregó el uniforme escolar. Estaba algo retocado para subir el largo de la falda escocesa, de cuadros negros sobre fondo rojo, una cuarta por encima de la rodilla. Los altos calcetines blancos acababan justo ahí, dejando una franja de piel a la vista de apenas tres dedos. El clima aún no estaba siendo muy malo para ir sin medias. Zapatos negros cerrados de cuña, cómodos y ligeros, camisa blanca de manga larga, corbata corta a juego con la falda, y un chaleco suéter, gris oscuro, completaba el uniforme.

Al mirarse las dos en el espejo de la puerta del armario, pensaron que estaban monísimas y provocativas, lo que cualquier colegiala buscaba en el fondo.

Entraron en la escuela cogidas de la mano. Violette la presentó sus amigas en el recreo, y de ella, dijo que era su primera y mejor amiga. Marla, Beth, y Lyla eran chicas típicamente londinenses. Marla era de ascendencia zulú, Beth era una pecosa hija de de irlandeses, y Lyla era una mestiza asiática de tercera generación. La verdad es que cayeron muy bien a Tamara.

Aquella tarde, repasando un par de temas escolares en la habitación de Violette, ésta le preguntó si había salido ya con chicos. Tamara se levantó del escritorio y se sentó en el borde de la cama de matrimonio donde ambas dormían.

―           No he salido con chicos, Violette. No me gusta ninguno, hasta ahora.

―           ¿No? Yo he salido con dos, pero me cansé enseguida.

―           ¿Demasiado “pulpos”?

―           Ni te cuento – se rió Violette, sentándose a su lado y tomándola de la mano.

―           Pero sí he salido con chicas – dijo de repente Tamara, no entrando más en detalles. No pensaba decirle que se entendía con su propia cuñada.

―           ¿Con chicas? ¿Te gustan las chicas, Tamara? – se asombró su amiga.

―           Sí, creo que sí.

―           ¿Desde cuando?

―           No lo sé – se encogió de hombros. – Lo he descubierto hace poco. Aún estoy… experimentando, digamos.

―           ¡Qué callado te lo tenías! – la recriminó dulcemente Violette.

―           No es algo que se diga de pasada.

―           Entonces… ¿te gusto yo? – Violette se llevó una mano al pecho.

―           Bueno… eres muy guapa y eres mi amiga. Sí, me gustas.

―           ¡Mucho mejor! ¿No?

―           Para mí, sí. ¿Y para ti?

―           No lo he hecho nunca con una chica.

―           Ni con un chico tampoco, vamos.

―           ¡Pécora! – Violette le soltó un manotazo en el hombro. – Pero creo que me gustará probar contigo.

―           ¿Por qué?

―           Porque sí. Ya te quiero como amiga y estás guapísima con ese uniforme. Beth me lo ha dicho al oído. Ella también es un poco… de la otra acera, ¿sabes? Me dijo que ha tenido que contenerse para no meterte mano por debajo de la falda – susurró Violette en confidencia.

―           ¿De veras?

―           Lo juro. ¿Te gusta?

―           No lo sé. Todas esas pecas me confunden.

―           Te puedo asegurar que tiene los pelos del pubis rojos, rojos – gesticuló Violette, con una mano, luciendo una bella sonrisa.

―           Buuagg… que asco… ¡Pelos en el coño! – Tamara se llevó un índice a la boca, simulando una arcada.

―           A ver, ¿qué es eso de pelos en el coño? ¿Tú no tienes? – esta vez, su rostro se puso serio.

―           Ni uno. Me paso la cuchilla cada dos días. Es más higiénico y queda mucho mejor.

―           ¿Por qué? – Violette elevó las palmas de ambas manos con la pregunta.

―           ¿Tú meterías la lengua allí, entre todos esos pelos?

―           ¿La lengua en…? Oh, ya comprendo – las mejillas de Violette enrojecieron.

En el segundo día, Violette la llevó a merendar a una pastelería célebre, junto con sus amigas. Estuvieron hablando un poco de todo y hartándose de pasteles. Violette dejó caer que Tamara tenía experiencia con chicas y tanto Beth como Marla hicieron preguntas, curiosas. Lyla mantuvo una expresión de asco durante todo el tiempo.

―           Creo que Beth se ha interesado aún más por ti, al saber que te van las chicas – le dijo Violette, metiéndose en la cama. Portaba una vieja y larga camiseta de Elton John, que dejaba sus piernas desnudas a partir de medio muslo.

―           Es más curiosidad que otra cosa – repuso Tamara, saliendo en bragas del baño de su amiga. Tiró su sujetador sobre una silla.

―           ¿Duermes desnuda? – se asombró Violette.

―           Sí. He intentado durante estas dos noches con el camisón, pero no me siento cómoda. ¿Te importa, Violette?

―           No, no, que va, pero yo no podría.

―           ¿Por frío?

―           No exactamente.

―           ¿Por pudor? Aquí nadie te ve.

―           No lo sé, será la costumbre.

―           A ver, cuéntame más cosas sobre Beth. ¿Por qué dices que es medio lesbiana? – preguntó Tamara, metiéndose bajo las mantas.

―           No sé… siempre está tocándonos, abrazándonos, y suele dar picos a todas las chicas. ¿No es raro?

―           No demasiado. ¿La habéis visto besar en serio?

―           ¿Con lengua? – un atisbo de asco se deslizó por su rostro.

―           Sí.

―           No, creo que no.

―           ¿Y competiciones sexuales? ¿Ha hecho alguna?

―           ¿A qué te refieres? – Violette no entendió el término.

―           A proponer que comparéis los pechos, a ver quien alcanza antes el orgasmo masturbándose, y cosas así…

―           Bueno, lo hicimos… una vez… las cuatro… en la ducha – murmuró Violette, enrojeciendo.

―           ¿Todas juntas?

―           No, no… cada una en una ducha. Estábamos solas en los vestuarios – negó rápidamente la rubia de pelo corto.

―           Así que no os veíais las unas a las otras, pero si os escuchabais…

―           Sí.

―           ¿Lo propuso Beth?

―           Creo que sí.

―           ¿Y tú? ¿Qué sentiste? – preguntó Tamara, apoyando su frente en la cabeza de su amiga. Las dos testas quedaron unidas, Violette con los ojos bajos, Tamara intentando ahondar en su expresión.

―           No sé… creo que estaba tensa – murmuró Violette.

―           ¿Tensa? ¿Por qué?

―           Las escuchaba jadear… Marla era la que más gemía… que cerda – sonrió levemente.

―           Dime, Violette, ¿en qué pensabas tú mientras te tocabas?

―           Esto… déjalo, Tamara – agitó una mano.

―           Venga, dímelo, anda. ¿Pensabas en algún chico?

Violette, con los ojos bajos, negó con la cabeza.

―           ¿Imaginabas a tus amigas, verdad? Tocándose bajo el chorro de agua, apoyadas en los azulejos, con las piernas abiertas, las caderas agitándose…

―           Joder, Tamara, no seas tan gráfica – se agitó Violette.

―           Pero… es así, ¿no?

―           Sí – suspiró finalmente Violette. – Aquellos gemidos me pusieron muy mala… como nunca me he excitado.

―           ¿Lo habéis hecho más veces?

―           No – y la corta respuesta indicó perfectamente su frustración.

―           Pues habrá que proponerlo de nuevo, ¿no?

―           ¡Estás loca! – negó Violette.

―           ¿Crees que ellas no se calentaron lo mismo que tú? Supongo que todas acabasteis, ¿no?

―           Al menos, eso aseguraron – dijo Violette, consciente del calor que emanaba del cuerpo que tenía a su lado.

―           ¿A quien te hubiera gustado tener en la ducha contigo? Sé sincera.

―           A Lyla… pero no creo que lo aceptara… Ya viste el gesto de asco que hizo…

―           Eso no quiere decir nada. Puede ser una simple máscara, algo que hace para que no sepamos lo que realmente siente. ¿Admitió haberse corrido?

―           Sí.

―           Ya ves entonces. Ahora bien, ¿te has imaginado tocando el coñito de Lyla?

―           Joder… ¡qué directa que eres!

―           Ya no es momento de medias tintas, Violette. Ya sabes a lo que he venido aquí… Seguro que te has masturbado un montón de veces con la imagen de Lyla… después de ir a la piscina y verla en bikini, o el recuerdo de una sauna…

El rostro de Violette se había vuelto carmesí y procuraba no mirar a su amiga.

―           Así que he dado en el clavo. Quizás incluso tienes algunas fotos de ella, tomadas en momentos un tanto íntimos… ¿Acierto?

El gesto de Violette no podía ser más evidente. Mordisqueaba una de sus uñas, nerviosamente.

―           Es natural. Lyla es muy hermosa, con esos ojos achinados, del color de la miel, y una piel de porcelana – musitó Tamara, tomando la mano de su amiga, la que tenía en la boca. – Te has imaginado cómo sería pasar tu mano por su piel, puede que muchas veces, pero, ¿has tocado alguna vez la piel de una mujer, aparte de la de tu madre?

Violette negó con la cabeza, casi de forma violenta.

―           Ahora tienes la oportunidad, Violette. Estoy aquí por ti… recuérdalo – le dijo Tamara, llevando la mano de su amiga hasta su clavícula desnuda y depositándola allí.

Tímidamente pero sin temblar, la mano de Violette descendió desde el hueco del hombro de Tamara hasta la pequeña pirámide que formaba su erecto y delicioso pezón. La mano volvió a recorrer aquel camino, pero esta vez ascendente, deleitándose en la sedosidad de la piel, en el cálido tacto. Tamara la miraba y sonreía levemente, animándola a seguir probando.

Los trémulos dedos no tardaron en apoderarse del pezón que soliviantaban, acariciándolo, pellizcándolo, atormentándolo, hasta que, enrojecido y muy sensible al tacto, obligó a Tamara a quejarse y cerrar los ojos. Tomó la mano y la desplazó sobre su otro pezón, para que realizara allí la misma función.

Tras unos minutos, Tamara hizo descender la mano de su amiga hasta su ombligo, donde dibujó lentos arabescos sobre su vientre, consiguiendo que ondulara como el de una bailarina del susodicho.

―           ¿Quieres meter tu mano en mis braguitas, Violette? ¿Quieres tocar mi coñito? – le preguntó Tamara, el rostro girado hacia ella, los ojos prendidos en los suyos.

Violette tan sólo asintió y tragó saliva, dejando que Tamara tomara de nuevo su mano y la llevara hasta su destino. Bajo la prenda íntima, el pubis era un horno. Con los muslos abiertos, Tamara esperaba el encuentro con aquellos dedos. Concentrándose en el sentido del tacto, Violette imaginó cómo debía de ser la vagina de su amiga. La vulva parecía estar hinchada, muy mullida, y de fino tacto. Los labios vaginales se abrían como los pétalos de una singular flor tropical, perlados de humedad, insuflados por el ardor. Se dijo que Tamara tenía razón, sin vello era mejor. Paseó el nudillo del dedo índice sobre el monte de Venus y apretó el clítoris con fuerza, arrancando un hondo suspiro de su amiga.

“¡Madre del amor hermoso, qué bueno es esto!”, se dijo, relamiéndose mentalmente.

El dedo corazón buscó, él solo, por intuición, el camino al interior de la vagina de Tamara, hundiéndose lentamente en aquel diminuto pozo del más exquisito placer.

―           Estás muy mojada, Tamara – murmuró, admirando el perfil de su rostro.

―           Estoy muy… cachonda – admitió, haciendo reír a Violette. – Me excitas muchísimo…

―           ¿Yo? – se asombró Violette.

―           Sí. Tú y tu súbita timidez… ¿Quién lo habría dicho, amiga? ¿Quién podía imaginar que toda tu exuberancia no fuera más que palabrería?

―           Calla, por favor – gimió Violette, hundiendo sus dedos todo lo que pudo en aquel coño que deseaba saborear, pero que no se atrevía. – No digas guarrerías…

―           Aaahhhh – suspiró Tamara, echando hacia delante las caderas.

―           Ssshhh… calla, que nos van a escuchar – dijo Violette, tapando con su mano desocupada la boca de su amiga.

―           No pienso t-tocarte aún… Violette – Tamara se interrumpió, deslizando su lengua entre los dedos que tapaban su boca. – Aparta esa mano y llévala a tu coñito… mastúrbame y háztelo tú misma, al mismo tiempo… vamos… amiga… lo estás deseando…

Sin pensarlo más, la mano libre de Violette se deslizó bajo su propia camiseta de Elton John y se coló en sus bragas de algodón. Inmediatamente, comprobó que su vagina estaba tan mojada como la Tamara, incluso podía ser que más… Su coño se abrió, aceptando la presión de su dedo índice, más ansioso que nunca. Usó el índice y pulgar de cada mano para friccionar y comparar los clítoris. El de Tamara estaba más crecido e inflamado, y la hizo botar sobre la cama con la sensual maniobra.

Las dos estaban boca arriba en la cama, la colcha medio retirada, los rostros enfrentados, una mirando a la otra, y Violette frotaba enérgicamente ambos pubis.

―           Estoy a p-punto de… correrme… Violette – balbuceó Tamara. – No dejes… de m-mirarme… mientras me… ¡oh Dios! Me… corrooooo… – se dejó ir con aquellas palabras, sacudiendo su pelvis con un estremecimiento.

―           Oooh… madre santa… que guarraaaaaaa me sientooooooooooo… -- Violette no pudo resistir más morbo y siguió a su amiga, apretando sus dedos contra ambos coños.

Durante veinte segundos no hubo más palabras, ni más movimiento, las dos sumergidas en ese mundo espiritual que nace con cada orgasmo y que se desvanece al abrir los ojos, un instante después.

―           Creo… que me he meado – confesó Violette en un murmullo.

―           No, más bien es que nunca te habías corrido así, ¿verdad? – se rió Tamara.

―           Puede. ¿Siempre es así con una mujer?

―           No lo sé… sólo tengo experiencia con una. Tú eres la segunda, y me ha encantado, así que puedo contestarte que sí.

Aquella noche, durmieron mucho más juntas, Violette abrazando a Tamara desde atrás, haciendo una perfecta cuchara pegada.

En el recreo del tercer día, Violette no la llevó a encontrarse con sus amigas, sino que la llevó a un ala cerrada del colegio. Allí, entre sábanas con polvo acumulado, y rincones penumbrosos, se besaron y tocaron largamente. Violette estaba muy frenética y se corrió al poco que Tamara metió una rodilla entre sus muslos, friccionando expertamente el rubio coñito de su amiga.

Aquella misma tarde, Tamara depiló cuidadosamente el pubis y la raja del culito de su amiga, en el cuarto de baño. Se entretuvo en introducir un dedo bien lubricado en el ano de Violette, divirtiéndose con las débiles pedorretas que se le escapaban, entre suspiros y gemidos.

Durante la noche, Tamara subió el termostato lo suficiente como para quedarse desnudas sobre la cama, la colcha en el suelo, y mantuvo la cabeza de Violette más de una hora entre sus piernas, enseñándole a comer como Dios manda un coño. Finalmente, cansada por tantos orgasmos, obsequió a su excitadísima amiga con un frotamiento de coño usando tan sólo su pie y el dedo gordo.

Tal y como había dicho Violette en un par de ocasiones, pareció orinarse encima, pero sólo se trataba de líquido prostático. Violette tenía la suerte de ser una de esas mujeres eyaculadoras.

En la noche del cuarto día, Tamara le devolvió la atención a su amiga. Ni siquiera la dejó ponerse su camiseta de dormir. Nada más cenar, se encerraron en el dormitorio, y Tamara la desnudó rápidamente, en la cama. Le hizo un verdadero traje de saliva, repasando todo el cuerpo de Violette con la lengua, succionó su ano en profundidad y le hizo lamida tras lamida hasta que se quedó dormida, debilitada por los orgasmos. Aquella noche, en más de una ocasión, Tamara creyó que los padres aparecerían en la habitación, debido a los largos quejidos de su hija.

Y llegó el quinto día, el elegido para el gran momento por la propia Violette; la tarde del viernes. Las dos llevaban toda la mañana más calientes que dos pinchos morunos en la feria de Sevilla. Incluso durante el almuerzo en la cafetería, habían estado haciendo manitas bajo la mesa.

―           ¿Podemos escaparnos de las actividades de esta tarde? – le preguntó Tamara en un susurro.

―           Sí, tenemos Moda y Complementos y una charla de Ética, pero no podemos abandonar el colegio hasta las cinco – cuchicheó Violette.

―           No importa. He encontrado el escondite del consolador y me lo he traído en la mochila.

―           ¿Qué? – Violette se obligó a bajar la voz tras la sorpresa.

―           Que pienso follarte esta tarde, aquí, en el colegio. Un sitio interesante para perder la virginidad, ¿no te parece?

―           ¡No, loca, aquí no!

―           Oh, sí. Así que ya puedes buscar el sitio más seguro para ello – la informó Tamara, muy seria.

Cuando acabaron de almorzar, Tamara la tomó de la mano. Notó que Violette temblaba, quizás nerviosa, quizás ansiosa, y la sacó casi a rastras del comedor, buscando despistar a las amigas. Violette la condujo de nueva a aquella ala en la que se escondieron el tercer día, pero ésta vez subieron a una especie de desván, lleno de material deportivo, tanto nuevo como usado.

―           El gimnasio estará cerrado hasta el lunes, así que nadie subirá aquí – musitó Violette, conduciéndola hasta un montón de colchonetas amontonadas.

Era como disponer de una cama enorme, oculta detrás de apilados caballos de cajones, espalderas medio rotas, y enormes cestas llenas de balones de diferentes tamaños.

―           Ay, Violette, ¡qué ganas tenía de pillarte a solas! – exclamó Tamara, abrazándola. – Hoy vas a dejar de ser una niñata y florecerás como mujer.

Violette tembló aún más al escuchar aquellas palabras, y hundió la lengua en la boca de su amiga, con un gruñido. Estaba más que dispuesta a hacerlo. De hecho, estaba ansiosa. Sus lenguas se enredaron en una batalla colosal en la que cada una pretendía ser dueña y señora, pero ninguna conseguía ventaja. La saliva resbalaba por las comisuras de ambas chicas, mojando los chalecos al caer.

Tamara fue la primera en quitárselo, pero cuando su amiga quiso imitarla, ella lo impidió.

―           No te quites la ropa, cariño. Quiero follarte con ese uniforme puesto que tan cachonda me pone – sonrió Tamara.

―           ¿De verdad te pone?

―           Bufff… no sabes tú lo que daría por estar en otro colegio privado. Le iba a meter mano hasta el conserje…

Las dos se rieron y siguieron besándose, pero Violette ya no hizo ningún intento de desnudarse. Rodaron sobre las colchonetas, abrazadas y besándose, incluso mordiéndose suavemente. Tras unas cuantas caricias, Tamara comprobó que su amiga ya chorreaba y le quitó las braguitas lentamente, con las miradas prendidas, lujuriosas. Después, la colocó a cuatro patas y le subió la falda escolar hasta la cintura, mostrando esas nalguitas tan sensuales, que Violette meneó pícaramente.

―           Así, así… muéstrame lo puta que puedes llegar a ser con tal de que te meta ese pedazo de polla de plástico, guarra – susurró Tamara, inflamando aún más el deseo de su amiga.

―           Por favor… házmelo ya… zorrón…

Tamara se arrodilló obscenamente a la grupa de su amiga, levantando su propia grupa. La falda se le subió más de la cuenta, revelando que, aquel día, Tamara había decidido ir sin bragas al colegio. Sus senos colgaban, bamboleándose levemente cada vez que pasaba un dedo sobre la mojada vulva de Violette. Ésta no hacía más que gemir y menear sus caderas, muy deseosa de lo que le había prometido Tamara.

―           ¿Lo quieres ya? – preguntó Tamara suavemente.

―           Oh, sí… lo quiero ya – respondió Violette, con un sensual gruñido.

Tamara abrió la mochila y sacó el aparato de látex, de unos quince centímetros de largura, por cuatro de circunferencia. Representaba un falo masculino, de pálida textura y rugosidades muy realistas. Tenía un ensanchamiento en la base, que simula el inicio de un escroto, y la base era roja por debajo, donde se instalaban los controles del vibrador. Tamara se lo metió en la boca para humedecerlo, mientras su amiga la contemplaba con mucho deseo. Finalmente, lo puso en la boca de Violette para que la ayudara.

La rubita de pelo corto dejó caer regueros de saliva sobre el consolador, sin dejar de mirar a su compinche sexual.

―           ¿Por qué no hicimos esto antes? – preguntó Violette, dejando la boca libre un par de segundos.

―           No lo sé… por mi parte, no he experimentado todo esto hasta ahora, al mudarme… Ni siquiera sabía que podía existir algo tan erótico…

―           Sí – sonrió Violette. – Yo creía que las bolleras eran unas señoras bastas como camioneros y súper feministas.

―           Las habrá, no te lo discuto, pero también hay chicas normales, como nosotras, que gustan de usar lencería fina… maquillarse, ir a la moda… Trae, golfa, deja de chupetear ya – Tamara le quitó el consolador de la boca.

Violette miró muy atentamente, por encima del hombro, como su amiga acercó el consolador a su vulva, rozando largamente los labios menores. El aparato comenzó a vibrar suavemente, masajeando toda la zona, hasta incidir sobre el inflamado clítoris. Un profundo suspiro surgió de lo más profundo del esbelto cuerpo de Violette.

Tamara tuvo buen cuidado de llevar a su amiga a un clímax tan cercano al orgasmo que, cuando situó la cabeza del consolador sobre el estirado himen, fue la propia Violette la que dio un caderazo para introducirse el aparato.

―           Ah, joder…

―           Sin prisas, Violette, déjame a mí – la retuvo Tamara.

―           Duele – jadeó su amiga.

―           Lo sé, pero se pasa enseguida. Ya verás.

Tamara comenzó a mover el húmedo instrumento muy despacio, sacándolo y metiéndolo tan sólo un par de centímetros. Lentamente, las caderas de Violette adoptaron el mismo ritmo, moviéndose en un corto círculo. La otra mano de Tamara pellizcaba suavemente los cachetes del trasero expuesto, enrojeciéndole poco a poco.

Los zapatos de Violette se movieron al engurruñir los dedos de los pies en su interior cuando Tamara profundizó un poco más. Sentía como su coñito se abría al paso del consolador, calmando un hambre que llevaba arrastrando meses.

―           Te lo voy a meter hasta el fondo, ¿preparada? susurró Tamara.

―           S-síí…

El empuje fue suave, pero, al mismo tiempo, decidido. El glande de látex topó con su cerviz, produciéndole un nudo emotivo en la garganta. Sus cerrados ojos se humedecieron. Ya no era virgen, se dijo.

―           ¿Lo notas?

―           Oh, Dios, como un puto alien dentro de mí – bromeó con un jadeo.

―           Pues procura que no te salga por la boca – continuó la broma Tamara.

―           Calla y dale caña, tonta…

Y así empezó un mete y saca cada vez más rápido e intenso. Violette hundía la cabeza entre los brazos estirados que la mantenían a cuatro patas, gruñendo como una cerda. Se sentía muy libre y muy perra, notando las manos de su amiga en su entrepierna. El calor que nacía de su vagina la sofocaba y no podía dejar de rotar sus caderas, abriéndose totalmente para los embistes.

Tamara alternaba la frecuencia del consolador, con tocarse ella misma. Su vagina estaba licuándose como nunca, terriblemente excitada por lo que estaba haciendo. Sus dedos bajaban a su entrepierna cada pocos segundos, friccionando con fuerza hasta sentir ese pico de tensión que la medio calmaba durante un instante.

Y, en uno de esos instantes, escuchó el murmullo detrás de ella.

Se giró rápidamente y pescó a Beth espiándolas. Estaba apoyada con una mano sobre la superficie acolchada de un potro de anillas, y la otra metida bajo su falda. Su rostro pecoso había adquirido el mismo tono que su cabellera y mantenía la mandíbula descolgada. Tamara dio una fuerte palmada en una nalga de Violette, obligándola a girar la cabeza y mirar por encima del hombro, mordisqueando uno de sus dedos.

―           ¿Qué coño…? – empezó a decir, pero se calló al ver aparecer las cabezas de Marla y Lyla.

―           ¿Ves, cacho de guarra? ¡Te dije que no te acercaras tanto, que te iban a descubrir! – amonestó la negrita a la irlandesa. – No, la señora tenía que ver mejor para hacerse un dedo…

―           ¿Nos habéis seguido, putas? – preguntó Violette, resoplando.

―           Pues claro – admitió Lyla. – Estabais muy raras, joder.

―           ¿Cuánto tiempo lleváis espiándonos? – esta vez fue Tamara la que preguntó.

―           Desde que le has metido toda esa cosa – dijo Beth, aún con la falda remangada en la mano.

―           ¡Pues me habéis cortado el puto rollo! – exclamó Violette, arrodillándose. – Estaba a punto… muy cerca…

―           Lo siento – se excusó la mestiza asiática, bajando la cabeza. – Ha sido la culpa de la salida ésta… sólo queríamos mirar…

―           Pues podéis sentaros ahí – Tamara señaló una alta cajonera – y mirar. Cuando consiga que Violette se corra como una perra, la que lo desee puede ocupar su lugar.

―           ¡Tamara! – exclamó su amiga, abriendo mucho los ojos.

―           ¿Qué? ¿No ves como están de calientes? ¡Están deseando de probar! ¿No es cierto?

Ninguna contestó, pero todas apartaron la mirada, enrojeciendo las mejillas. Finalmente, se sentaron sobre el cuero sintético, levantando sus faldas para que los jugos que rebosaban ya sus prendas íntimas no las mancharan. Tamara le dio otra palmada a su amiga.

―           Venga, échate de espaldas y abre bien las piernas le dijo.

Se arrodilló de nuevo, esta vez encarando a Violette, y volvió a introducir el consolador, el cual, esta vez, se deslizó como sobre seda. Violette la miró a los ojos, algo incómoda con la presencia de sus otras amigas, pero pronto todo aquello desapareció de su mente, cegada por el rápido frotamiento del látex. Gemía y se agitaba de nuevo como si no hubiera un mañana.

Las tres chicas sentadas sobre el potro se mordían las uñas. Ninguna de ellas quería reconocerlo en voz alta, pero estaban locas por probar. Tamara giró el rostro hacia ellas y dijo:

―           Necesito que una de vosotras me acaricie y me calme, porque sino no podré seguir – su voz estaba entrecortada, muy excitada.

Las tres amigas se miraron entre ellas y la pelirroja Beth fue la más decidida, levantándose y arrodillándose al lado de Tamara. Ésta la tomó de la muñeca, conduciendo una de sus manos entre sus ardientes muslos.

―           ¿Sois todas vírgenes? – esperó al cabeceo de las tres. -- ¡Joder, cómo me voy a divertir hoy!

Con una sonrisa en los labios y un hábil dedo en su coñito, Tamara retomó su sensual tarea. Al poco, eran varias las gargantas que gemían en aquel rincón casi olvidado, y ninguna mantenía ya el uniforme puesto.


“No hay nada mejor que unas amigas bien avenidas para soportar las tediosas horas de colegio, ¿no?”, era la último que escribió en aquella entrada. Sus recuerdos de aquella semana de vuelta a su antiguo colegio eran muy buenos, ahora revitalizados. El fin de semana lo pasaron las cinco juntas, en casa de Lyla, ya que sus padres se ausentaban habitualmente.

Con aquella imprevista comunión, Tamara comprendió que aunque no le diría que no a una oportunidad así, no era lo que más la atraía. Por aquel entonces, Fanny estaba en su corazón y en su cabeza, y resultaba mucho más atractiva que una chica de su edad, inexperta y tonta. Pero el morbo que había sentido iniciando a Violette y luego a las otras, había estado genial.

En aquella época, aún no comprendía lo ambivalente que era su mente, lo que podía buscar en ambos extremos… Sonrió, quitando el pendrive y guardándolo en su escondite.

Lo último que sabía de Violette es que había cambiado de carrera para seguir a Lyla a Antropología y Arqueología. Al parecer, compartían piso y cama…

Continuará…