De profesión canguro (013)

Archivos de Lluvia Dorada.

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ARCHIVOS DE LLUVIA DORADA.

Tamara estaba jugando con la pequeña Diana y ambas rieron cuando la niñera se equivocó en el juego de palmas. La niña, para sus cuatro años, tenía un vicio increíble volteando sus manitas. De repente, el móvil de la rubia canguro sonó y, con una seña, detuvo el juego para atender la llamada.

Al ver la identificación del número que la llamaba –Mrs. Marlowe— sintió un pequeño conato de urgencia entre sus piernas. Contrariamente a otras experiencias, Tamara no se sentía atraída físicamente por esa mujer pero se sentía arrastrada por su vicio y pecado. Desde que la rubia consiguió que Elisa aceptara el extraño pacto, se habían visto en otra ocasión en la que ellas dos acabaron masturbando a Derek hasta que vertió su abundante semen sobre ellas. No hubo más contacto entre el chiquillo y ella, ni entre Tamara y su madre; tan solo una extenuante manipulación de sí misma, arrancando orgasmo tras orgasmo sin apartar los ojos de los cuerpos entrelazados de madre e hijo.

--- ¿Sí?

---Hola, Tamara, ¿qué haces? – preguntó suavemente la voz de la señora Marlowe.

---Trabajando en Haster Courtyard. ¿Ocurre algo?

---Sí que ocurre, querida –la voz se hizo más ronca. –Mi niño me está follando divinamente…

--- ¡Zorra! –susurró Tamara, apartándose rápidamente de la niña.

--- ¡Hola, Tamara! –exclamó una alegre voz juvenil que reconoció perfectamente.

---Hola, Derek. ¿Me escuchas?

---Muy bien. Mami tiene el móvil entre sus tetas, en modo altavoz –el niño se rió de nuevo.

Tamara se imaginó la escena sin pretenderlo. Elisa tumbada en la cama, sus talones abarcando las nalgas de su hijo, quien se atareaba en penetrarla mientras ambos hablaban con ella por el bamboleante móvil depositado entre los opulentos senos de mamá. Un escalofrío recorrió la columna vertebral de la rubia.

--- ¡Ya veo que os lo estáis pasando de maravilla! –Tamara habló con un tono normal al meterse en el cuarto de baño, lejos de los oídos de Diana.

---Echamos de menos tu presencia.

--- ¡Sí! No es lo mismo si tú no nos miras –repuso la voz de Derek. -- ¿Tamara?

---Dime, Derek…

---Le he pedido permiso a mami para hacerlo contigo cuando estés aquí.

---Escucha, Derek, no es tu madre la que debe darte permiso…

--- ¡Pero yo quiero follarte como a mami! ¡Te daría mucho gusto, seguro!

La excitación que se encaramaba por las piernas de la hermosa rubia desapareció, esfumándose con las palabras del chiquillo. Ahora, se sentía enfadada sobre todo con esa madre que no había sabido explicarle al ingenuo de su hijo que no podía ir por ahí, tirándose a todas las chicas que se le pusieran por delante aunque su madre le diera permiso.

---No le hagas caso, Tamara. Se pone un poco burro cuando está atareado conmigo. ¿Puedes reunirte con nosotros ahora?

---Aún me quedan unas horas, Elisa. Estoy sola con la niña que cuido. Tendría que esperar a que su madre terminase de trabajar –mintió Tamara descaradamente. Apenas le quedaban unos minutos para que la madre de Diana llegase, pero no se sentía con ganas de soportar al caprichoso Derek y su desmesurado apetito sexual.

---Es una lástima… hoy era una tarde perfecta para probar… con una mujer –la frase de Elisa terminó con un jadeo.

---Tendrá que ser otro día, pero ha sido todo un detalle. Tengo que colgar, Elisa. Nos vemos –y Tamara cortó la comunicación sin esperar respuesta.

Cuando volvió con la niña, Tamara se disculpó pero no quiso seguir jugando, así que la dejó con sus lápices de colores y un cuaderno de rellenar. Se sentó en el sofá, pensativa y seria, y así siguió hasta que la señora de la casa llegó, diez minutos más tarde. Regresó directa a casa, jugó un rato con su sobrino pero rehuyó un tanto a Fanny. No se sentía a gusto con compañía por el momento. Acabó encerrándose en su dormitorio y, en un impulso, se quitó el diario que llevaba al cuello. Algo había situado una imagen en su mente, la de ella desnuda sobre la cama de la señora Marlowe, contemplando la escena pasional e incestuosa, y las tremendas ganas de orinar que sintió. Se estremeció al rememorar la orden de la señora de hacerlo y el cálido chorro que mojó las ropas de cama y sus piernas. No era la primera vez que hacía una Lluvia Dorada pero no había maestra más sublime para ello que Fabrielle.

---Creo que estaba por aquí –musitó mientras pasaba páginas con el dedo sobre la rueda del ratón.

Encontró la entrada pertinente, correspondiente al verano pasado. Con un suspiro, comenzó a leer.

Fabrielle Dummard era una de las vocales permanentes de Las Damas de la Reina, una asociación amadrinada personalmente por Isabel II que se ocupaba de vigilar que se cumpliera cierto decoro entre los miembros pudientes de la sociedad de Derby, así como llevar a cabo otras obras sociales entre los más desfavorecidos.

Pertenecer a tan distinguido grupo consumía mucho esfuerzo y tiempo, por lo que sus miembros no solían dedicarse a otra tarea, profesionalmente hablando. Básicamente, eran señoras de mediana y madura edad, ociosas y pertenecientes a un estatus más que alto, que se habían vuelto bastante poderosas por su peso social. Amigas de políticos, jueces y altos funcionarios de la ciudad, podían presionar o apoyar con mucha fuerza.

En el caso de lady Dummard, pertenecía a la cúspide de la asociación desde que se divorció de su esposo, Emmert Gray-Scott, de mutuo acuerdo. Los intrincados negocios de importación Gray-Scott le obligaban a pasar mucho tiempo en Ámsterdam, Estambul, o Cabo Verde. Por el contrario, a su señora no le interesaba salir del condado de Derbyshire. Así que lo hablaron en profundidad y decidieron que sus intereses estarían mejor si se divorciaban. La señora recuperó sus posesiones familiares en el condado y asimiló una magnífica pensión que le permitía dedicarse a su amada asociación en exclusiva.

Tamara fue presentada a tal insigne dama por una de sus compañeras de asociación, la cual disfrutaba habitualmente de la compañía de la rubia, en la cena anual del aniversario de la fundación. Muchas de aquellas damas acudieron con sus esposos, algunas con sus amantes de turno, otras acompañadas de algún hijo, e incluso dos de ellas por sus jóvenes protegidos. Tamara acompañó a Claire Bassin, quien, para la ocasión, la vistió de Prada de pies a cabeza con la intención de jugar con ella a las manitas bajo la mesa. Tamara aparentaba más edad de la que tenía con aquella vestimenta, luciendo unas perlas que su dama le había prestado, y con un maquillaje coqueto pero discreto.

Cuando lady Dummard se sentó un rato a su mesa, charlando con unas y otras de multitud de temas, Tamara no pudo más que admirarla y suspirar en silencio. El corte de pelo le recordaba mucho al que llevaba la princesa Diana de Gales en vida, aunque era un poco más largo sobre la nuca. El cabello brillaba, destacando alguna hebras rojizas entre el conjunto castaño, pero lo que más atraía en ella era su porte. Sus maneras eran exquisitas, así como su dicción, como si perteneciera a la nobleza y hubiera estudiado y ensayado cada pose toda su vida. Según sabía la niñera, estaba muy cercana a los cincuenta años y no había tenido hijos, pero sí varios abortos que finalmente la hicieron desistir de buscar descendencia.

De figura estilizada y armoniosa, lady Dummard mantenía una silueta exquisita para su edad y una fina red de arruguitas en la comisura de sus ojos aparecía cada vez que se reía. Tamara la sorprendió mirándola de reojo a su vez en un par de ocasiones. Finalmente, Claire la presentó como la hija de unas amistades y comentó la pretensión de tomarla como becaria.

La mano de lady Dummard era suave y fría, pero su mirada llameó al encontrar la de Tamara. No había datos sobre lo que hablaron ni ella se acordaba de lo más mínimo. Todo lo que importó era seguir observando a aquella dama que reinaba totalmente sobre las demás que se encontraban en el vasto salón y ser consciente que, con mucha discreción, tal dama le devolvía el interés. Aquella misma velada, Tamara acabó con una tarjeta de la dama en su bolso antes de marcharse.

Tres días después, una llamada telefónica –supuso que Claire le habría pasado el número— de lady Dummard la sorprendió mientras estaba cuidando del pequeño de los Garland. Como si la conociera de toda la vida, la señora le habló del mercadillo de Lancouster que organizaba la Asociación para el fin de semana y del almuerzo al aire libre que se diera a continuación en los jardines del antiguo castillo. Tamara se quedó con la boca abierta, sin saber qué decir, cuando lady Dummard la invitó personalmente al evento. Sin dejarla reponerse, la señora le indicó que enviaría un coche a recogerla y, por supuesto, recordarle que se vistiera en consecuencia a un aperitivo diurno en la naturaleza.

Tamara tuvo que buscar en la red a qué se refería la dama y estuvo viendo modelos de pamelas y sombreros ridículos, así como sencillos aunque elegantes vestidos floreados y estampados. Sonrió al leer aquel dato. Recordaba que no tenía nada parecido en su armario y que tuvo que salir de compras, pues era una ocasión que no pensaba desaprovechar.

El sábado se encontraba nerviosa, esperando el coche prometido. Ni siquiera tuvo que mentirle a Fanny porque aquel mercadillo era una atracción para todo el condado. Su cuñada le dijo que estaba preciosa con la gran pamela amarillo ocre que había comprado y con el vestidito blanco de flores bordadas en hilo marfil que flotaba prácticamente alrededor de sus piernas.

A las diez en punto, el coche apareció. Se trataba de un Jaguar clásico de finales de los 90 o así, por lo poco que sabía Tamara sobre coches, pero no era un coche de alquiler ni nada parecido. Aquel coche era de propiedad, un lujoso modelo muy bien cuidado y mimado. El hombre que lo conducía estaba cerca de los sesenta años y, aunque bien vestido con un tres piezas gris con raya diplomática, no portaba uniforme. Se presentó ante ella como Abbelton y le comunicó que, en el momento en que fuese oportuno, la traería también de vuelta.

Tamara estaba encantada con todo aquello; era como vivir un particular cuento de hadas. El viejo castillo de Lancouster no era más que unas pocas paredes en ruinas que aún quedaban en pie entre otros cascotes, sobre una gran y aislada colina. Sin embargo, a su alrededor, los jardines que monjes benedictinos habían diseñado y criado en los siglos posteriores ocupaban las largas laderas de la colina, creando elaboradas plataformas de una inspiradora belleza que los senderos de blanca grava recorrían.

Al menos, un centenar de tenderetes se alzaban, repartidos en un amplio círculo que rodeaba la colina. Tamara, al remontar el sendero principal –Abbleton la había dejado abajo, en el amplio aparcamiento de tierra batida— pudo ver que en los puestos se ofrecía un poco de todo, desde artesanía y arte local pasando por ropa vintage muy cuidada, antigüedades sacadas de las mansiones más ricas del condado, hasta productos lácteos como diferentes quesos con denominación o tarros de miel. Una multitud caminaba, arriba y abajo, por los distintos senderos, curioseando aquí y allá, recateando o proponiendo intercambios antes de aceptar un precio definitivo. La tradición en aquel mercadillo era ofrecer productos propios o bien objetos reciclados con cierto interés antiguo, lo que atraía a mucha gente de fuera del condado.

Tamara nunca había estado en ese mercadillo que se celebrada un fin de semana al año, pero le habían hablado bastante sobre él. Sabía que las Damas de la Reina poseían una carpa en la cima, justo ante las ruinas. Desde allí, llevaban el control de las diversas actividades que se celebrarían; darían el discurso de cierre, y, sobre todo, se hartaban de te y pastelitos. Así que hacia allí encaminó sus pasos.

Lady Dummard parecía estar esperándola, charlando con un par de señoras mayores, apoyadas en un robusto murete de piedra. Daban la impresión que estuvieran disfrutando del sol fuera de la verde carpa que se levantaba unos metros más atrás. La dama se excusó con sus interlocutoras y se dirigió hacia Tamara, la cual se quedó estática en el sendero, sin saber muy bien qué hacer.

---Bienvenida, querida –la saludó la dama, colocando una mano sobre el antebrazo de la rubia niñera. –Me pregunto cual es tu forma preferida para nombrarte… ¿Tammy? ¿Tam?

---Tamara –sonrió la joven.

---Por supuesto… Tamara… es bien bonito – lady Dummard le devolvió la sonrisa y se cogió de su brazo, llevándola hacia la carpa, que se parecía más a una jaima que otra cosa. –Vamos, te presentaré a las Damas.

Tan solo le presentó a dos Damas, de una edad similar a la suya, que alabaron la belleza y juventud de Tamara, casi como si envidiaran la suerte de su compañera. Después de eso, lady Dummard la llevó a hacer un recorrido por los principales puestos, paseando juntas sin soltar su brazo. Tamara sentía la presión de uno de los senos de la mujer contra su brazo cuando esta se inclinaba para volcar alguna intimidad en su oído.

---Claire me habló muy bien de ti –dijo la señora, tras un largo silencio.

--- ¿Ah sí?

---No creí que fueras tan joven cuando te vi en la gala.

--- ¿Parezco mayor?

---De cerca no –rió la dama. –De hecho, fue una agradable sorpresa.

--- ¿De verdad? –Tamara parpadeó, mirando a la señora.

---Por supuesto, pero ahora debemos hablar de tus… ¿honorarios?

Tamara enrojeció –siempre le pasaba al llegar a esta cuestión. Le daba vergüenza cobrar por su acompañamiento, pero necesitaba el dinero. –y la dama pareció comprenderla.

---No debes avergonzarte, mujer. Es ley de vida, si no ¿de qué otra forma podríamos tener, unas viejas como nosotras, a una chiquilla tan bella como tú entre nuestras piernas? –argumentó lady Dummard en voz queda. –Lo que no me explico es por qué escogiste esta salida… con tu belleza podrías elegir perfectamente otra cosa…

Tamara se encogió de hombros, la mirada baja, porque no sabía qué responder realmente.

--- ¿Quieres que te pague por encuentro, o quizás te vendría mejor un cheque a final de mes?

---Como usted prefiera, señora.

---Está bien. Sé lo que te pagaba esa rácana de Claire. Seguro que yo seré mucho más bondadosa contigo a poco que se tercie. Intuyo que vamos a coincidir en ciertos gustos, jovencita –le dijo, palmeándole el dorso de la mano.

A la hora del almuerzo, una empresa de catering colocó largas mesas en la explanada justo por debajo de las ruinas, sobre las que expusieron todo tipo de aperitivos, ensaladas de varios tipos, sándwiches fríos de pavo y pollo y deliciosos bocaditos de postre con mil formas. La gente se servía en platos de rígido plástico y se alejaban a dar cuenta de ellos entre macizos de rutilantes flores, a la sombra de achaparradas encinas, o bien, como hicieron Tamara y lady Dummard –a la que ya estaba empezando a llamar Fabrielle—, que extendieron una usada manta a cuadros que trajo Abbleton en un recuadro de suave césped y se sentaron sobre ella cómodamente.

Mientras picoteaban su almuerzo, la dama le estuvo preguntando sobre su vida, a lo que se dedicaba y lo que pretendía conseguir. Tamara, por algún motivo que no supo reconocer, le respondió con la verdad. Le habló de la muerte de sus padres, de cómo su hermano la acogió, o de la especial amistad con su cuñada. Le contó de lo que disfrutaba trabajando como nanny, de su atracción hacia las damas elegantes y maduras, y de cómo comenzó a “acompañar” a señoras para ciertas citas.

Fabrielle asentía, sonreía o la animaba según la confidencia, y, de vez en cuando, alzaba una mano para saludar a otras señoras o parejas que pasaban cerca de ellas. Lady Dummard era una pieza clave del entramado que gestionaba Las Damas de la Reina y todo el mundo le mostraba su respeto. Tamara se estaba imaginando lo que pensarían sobre ella y los hechos pecaminosos que inventarían en consonancia. Nadie se creería que era una becaria, pero lejos de avergonzarla, este pensamiento consiguió desatar cierta calentura en ella que no esperaba.

Mordisqueaba su sándwich con la cabeza baja y la pamela le escondía prácticamente la cara. Fabrielle le echó la pamela hacia atrás con un dedo, admirando sus rasgos. Tamara no levantó la cara pero sí alzó sus ojos celestes para clavarlos con una dulce mirada en los de la señora.

---Acábate eso que vamos a dar un paseo –le indicó la señora.

Tamara se tragó el resto de sándwich en dos bocados y lo ayudó a bajar con lo que le quedaba de cola en el vaso. Fabrielle se puso en pie y alargó la mano. La chiquilla extendió la suya y se aferró a ella para ponerse en pie. La señora la condujo por el sendero, rodeando parte de la colina y ascendiendo por detrás de la carpa. Como si no fuera la primera vez que seguía esa ruta, la dama la condujo al interior de las ruinas hasta detenerse detrás de un cóncavo y grueso muro de piedra que, aunque medio derruido, medía al menos dos metros y medio de altura. En la dirección contraria, se alzaba la gran jaima verde que las ocultaba de cualquier mirada.

Tamara no tuvo que preguntar por qué estaban allí. Los ojos de la dama brillaban, llenos de deseo por ella. Sus dedos la tomaron por la barbilla, atrayendo su boca hasta devorarla deliciosamente con ternura. Esa dama sabía besar como los ángeles. Tamara le echó los brazos al cuello, apoyando su espalda contra el viejo muro. Las manos de la dama se apoderaron de su cintura y recorrieron lentamente sus caderas. Tamara notó el vientre palpitarle con nerviosismo. La boca de Fabrielle sabía a Sherry y nueces.

Sin ser consciente de ello, las piernas de Tamara se abrieron en el momento en que los dedos de la dama se insinuaron bajo el dobladillo de su vestido. Atrapando con sus labios la lengua de lady Dummard, la succionó con un quedo gruñido y adelantó la pelvis en un instintivo movimiento sexual.

Fabrielle sonrió y despegó su boca un par de centímetros de la joven, contemplando la preciosa expresión de deseo y anhelo que se dibujaba en el rostro de la joven; los ojos cerrados, la boca entreabierta. Llevó sus manos a la parte trasera de los muslos, levantando el vestido de Tamara y acariciando la tersa piel desnuda. Repasó el ceñido culotte que dejaba al aire la parte inferior de los redondos glúteos para acabar introduciendo ambas manos por la elástica cintura de la prenda interior hasta abarcar con fuerza las nalgas, apretando como si les pertenecieran.

Tamara gimió en su boca, rotando al mismo tiempo las caderas. Apretó aún más los brazos contra la nuca de la dama, con la intención de fundir su cuerpo con el de ella. Las maneras autoritarias de Fabrielle se unían a la tensión del peligro de ser descubiertas, aumentando así su libido como nunca antes.

---Abre más las piernas, niña –le susurró la dama cuando se hartó de magrear sus nalgas.

Tamara bajo sus manos, abandonando el cuello de su señora, y las apoyó en las piedras del muro. Entonces, separó las piernas en un gran ángulo, quedándose recostada, perdido su equilibrio. Una mano de la señora atrapó una gran parte de su melena, inclinándole la cabeza a un lado, mientras que la otra levantó la tela del vestido, desvelando los muslos abiertos y tensos. Tamara jadeaba, impaciente. Notaba que su vagina estaba a punto de convertirse en arcilla moldeable y húmeda a poco que la tocara. La mano de la dama descendió lentamente bajo la prenda, repasando el lampiño pubis hasta alcanzar los anhelantes labios.

--- ¡Dios bendito! ¡Que coñito tan tierno y suave! –exclamó Fabrielle.

Tamara abrió los ojos y la miró. Se estaba estremeciendo por la deliciosa sensación que le producían aquellos dedos palpando el exterior de su vagina. Tragó saliva y dijo:

---Gracias… mi señora…

---Tengo que ver ese coñito… bájate las bragas y sujeta el vestido sobre tu talle –indicó la señora.

Tamara obedeció de inmediato. Juntó de nuevo sus piernas para mantenerse en pie y poder bajar la prenda, la cual dejó a la altura de sus rodillas, y aferró con una mano la caída del vestido, arrugándolo sobre su vientre. Fabrielle se extasió al contemplar aquella piel nívea, sin marcas, sin vello. Pasó su dedo índice encima del depilado pubis, arriba y abajo, hasta que la otra mano de Tamara la aferró por la muñeca, obligándola a meterle el tieso dedo en el interior de la ansiosa vulva.

---Ah, qué putilla eres –dijo la dama con una sonrisa.

Le metió otro dedo, convirtiendo los apéndices en un gancho que exploró a placer la cavidad, encontrando otros interesantes rincones que pusieron a Tamara de puntillas. Fabrielle admiró la pose de la jovencita. Apoyaba la espalda contra el muro, las bragas caídas en las pantorrillas y el vestido remangado. No soltaba la muñeca de la señora, como si así pudiera controlar mejor la hábil masturbación a la que estaba sometida. De vez en cuando, el duro tirón de cabello que le otorgaba su señora, la encendía un poco más.

Cuando los dedos abandonaron el interior de su cueva, impregnados en deliciosos humores, para apoderarse de un clítoris que bramaba en silencio, estuvo a punto de caerse, las rodillas demasiado flojas. Pero la señora la sostuvo por el pelo con más fuerza aún, alzándola con una facilidad que mostraba las horas de gimnasio que trabajaba diariamente.

Hundió su boca en la de Tamara, aspirando saliva y gemidos por igual, al mismo tiempo que pellizcaba duramente el clítoris. Las caderas de la niñera rebotaban contra el muro como si una pequeña corriente eléctrica estuviese pasando por ellas. Fabrielle apartó la boca pero se quedó muy cerca, admirando cuanto estaba animando las facciones de la joven rubia el inminente orgasmo que la encrespaba. Observó como aquellos labios gordezuelos pintados de rosa chicle se fruncían formando un delicioso piñón; como los blanquísimos dientecitos mordían levemente el inferior y los párpados se apretaban con fuerza, bajando el ceño, mientras que todo su cuerpo se estremecía y vibraba al paso de un poderoso y raudo orgasmo.

--- ¡Hija de mi vida! Parece como si lo estuvieras necesitando – susurró en su oído la dama. Tamara solo pudo asentir y sonreír ligeramente, intentando recuperar el fuelle. –Anda, súbete las bragas que es hora de decirle a Abbleton que volvemos a casa.

Cuando salieron al claro, delante de la carpa, Tamara tuvo la impresión que todo la persona con la que se cruzaban sabía de dónde venían y qué era lo que habían hecho. Tenía las mejillas arreboladas y el pelo despeinado, pero se sentía flotar yendo de la mano de su señora. Abbleton las precedió, llevando la manta sobre la que habían almorzado bajo un brazo.

Cuando se subieron al Jaguar, Fabrielle tan solo le soltó la mano cuando Tamara se arregló el peinado. Sacó dos gomillas de su pequeño bolso y con experta eficacia se hizo dos coletas que encantaron a la señora, ya que aniñaban aún más a su acompañante. Volvió a tomarla de la mano, en silencio, hasta llegar a la casa familiar de los Dummard.

Tamara no tuvo tiempo de fijarse en la mansión. Fabrielle prácticamente la arrastró por unas impresionantes escaleras de madera hasta el piso superior y a través de un ancho pasillo decorado con retratos familiares y algunos oscuros veladores sobre los que descansaban grandiosos jarrones sin flores. La señora la introdujo en un gran dormitorio donde una enorme y alta cama con dosel presidía un extremo, iluminada por dos grandiosos ventanales. No dispuso de más tiempo más que para echar un relampagueante vistazo a un gran armario de varias puertas, una gran cómoda con espejo y lo que parecía un escritorio bajo otro ventanal, ahora cerrado y oscuro.

Fabrielle la empujó sobre la cama en la que rebotó como si fuera elástica. Tamara se asombró de su firmeza pero también era suave y mullida a poco que los cuerpos presionaban sobre ella. No se parecía en nada a la suya. Con una sonrisa, pensó que tendría que pegar un salto para bajarse de ella. La boca de la señora no la dejó seguir pensando. Su cuerpo se afirmó sobre ella, aplicando sus labios ardientes con toda premura. Las lenguas retomaron un combate que ya conocían, una encendida lucha que llevaba la libido de cada una hasta un fiero impulso primario.

Sin una palabra, Fabrielle pivotó sobre codos y rodillas hasta colocarse sobre el pubis aún cubierto de la joven y esta, a su vez, tuvo la falda de la señora sobre sus ojos. El reclamo del sesenta y nueve estaba bien claro. Las manos de ambas se atarearon en descubrir las piernas y caderas de la otra, alzando los vestidos hasta arrugarlos sobre las cinturas. Las prendas íntimas resbalaron por sus piernas con ciertos malabares equilibristas.

La primera en deslizar su lengua por la sensible piel de la vagina fue lady Dummard. Desde que había metido sus dedos allí dentro, media hora atrás, estaba muy deseosa de catar el regusto de aquel icor. Tamara, por el contrario, estaba ocupada en friccionar fuertemente el capuchón clitoridiano con su dedo corazón. Su otra mano entreabría los oscuros labios menores dispuesta a introducir varios dedos a continuación. La señora lucía un pequeño penacho triangular de vello muy corto sobre el pubis. La zona de la vulva no tenía vello alguno, así como hendidura de las nalgas.

---Ah, cariño… sabía que lo bordarías –musitó la señora cuando el índice y el corazón de la mano izquierda de Tamara se colaron en su vagina suavemente.

Como recompensa, atrapó el erecto clítoris de la rubia y lo succionó con deleite, todo lo fuerte que pudo. Tamara alzó su pelvis creando un puente sobre la ropa de la cama. Tuvo que cerrar los ojos y morderse el grueso labio inferior para mantener la cordura. Un enervante dedo presionó su esfínter con insistencia, así que ella hizo lo mismo con el ano de su señora.

Sin tener que hablarse, como si sus mentes estuvieran sincronizadas por el placer, se detuvieron antes de dejarse resbalar por la excitante pendiente del orgasmo, y se desnudaron mutuamente. Jadeantes y de rodillas sobre la colcha, admiraron el cuerpo que tenían enfrente. Tamara era una perfecta muñeca de blondos cabellos y piel nacarada. La tez de sus mejillas se teñía de un rubor muy erótico. El cuerpo de la señora estaba trabajado a diario, fiel seguidora de las rutinas y tablas que le imponía un severo entrenador personal. El corte pixie de largo flequillo estaba echado a perder por el revolcón, sus castaños cabellos disparados en varias direcciones, y eso la volvía aún más bella a los ojos de la rubia.

Casi con timidez, Tamara alargó una mano hacia los pechos de grandes aureolas. Como dándole permiso, Fabrielle aferró sus senos con las manos, juntándolos y ofreciéndolos. La canguro se volcó sobre ellos, lamiendo, sorbiendo, pellizcando y, finalmente, mamando como si pudiera sacarle toda la leche del mundo.

La mano de Fabrielle se posó sobre su nuca, empujándola hacia abajo, en busca de la húmeda caverna que casi humeaba. Tamara se tumbó de bruces ante ella, mientras que la señora se abría completamente para allanar el camino.

---Oh, maravillosa putilla, qué lengua más caliente tienes…

Tamara se estremeció al escuchar esas palabras y redobló su lamida, buscando volcar toda su pericia en aquel reducto del que emanaba un perfume intrigante. De todas formas, no habría podido retirarse ya que las dos manos de su señora cayeron sobre su cabeza, empujando con firmeza su faz contra el hirviente pubis. Fabrielle no gemía, más bien bufaba. Resoplaba en cortos estallidos que a veces surgían más silbantes que otras. Sus caderas temblaban y vibraban, sin demasiados aspavientos pero indicando que el éxtasis pronto tomaría el control. Tamara mordisqueó suavemente el inflado clítoris y la señora saltó como un resorte.

--- ¡Joder, joder! ¡No me hagas esoooooo…!

Con una sonrisa, Tamara volvió a morderla, esta vez con algo más de presión.

--- ¡Aaaaah… cacho de guarraaaaaa! –gritó Fabrielle, tirando con fuerza del cabello de Takmara pero sin conseguir apartarla. –Ay… me corro… mala puta… ¡Me voy TODA!

Tamara nunca se esperaría la reacción de su señora, al menos hasta que el chorro impactó sobre su nariz, haciéndola cerrar los ojos. Una mano de Fabrielle aún la retenía contra su entrepierna mientras que la otra intentaba separar sus labios mayores para que la repentina meada impactara en la cara de la sorprendida niñera.

--- ¡Tú tienes la culpa, putita, así que abre bien la boca y traga! –exclamaba la señora, con un rictus cruel en su rostro. -- ¡Abre, Tamara, que me mee en tu boca!

La rubia intentó apartarse pero la mano de la señora era un cepo. No le quedó más remedio que obedecer pero tan solo recogió el último chorrito con la lengua. Todo la demás orina se había perdido sobre la cama.

---Lo siento… lo siento… no lo sabía –barbotó entre lágrimas. --- No quería hacerle eso… por favor… mi señora…

---No… no te preocupes, Tamara –dijo la señora, medio incorporada y mirando los dulces labios de la rubia manchados de orina. –Es mi punto débil… si me muerdes el clítoris, me meo…

---No lo sabía, perdóneme.

---No, perdóname tú a mí. Te he obligado a recibir mi emisión… a lo mejor es algo que te disgusta –Fabrielle le acarició el labio con los dedos.

---No sé… no lo había hecho nunca. Me ha cogido de sorpresa.

---Vamos a cambiar las sábanas antes de nada. Ayúdame –la señora le dio una suave palmada en una nalga al mismo tiempo que se tiraba de la cama.

Con la cama limpia, Fabrielle sacó un delgado consolador de una de las mesitas de noche y se lo enseñó a Tamara con una sórdida sonrisa pintada en su cara.

---Espero que no seas virgen –bromeó.

---No, mi señora, pero antes tengo que ir al baño –Tamara indicó así que ella también tenía que soltar líquido.

---Espera, voy contigo –le dijo, tirando el consolador sobre la cama y dándole la mano para conducirla a un gran cuarto de baño anexo. –Ven, métete en la bañera.

Con algo de extrañeza, Tamara obedeció, imitando a la señora quien ya se había metido en una alta bañera ovalada de altas y curvadas paredes que parecía más una canoa que una bañera.

---Ábrete de piernas, niña –le indicó Fabrielle y, al mismo tiempo que se abría, ella se sentaba en el suelo de la bañera, debajo de ella, el rostro casi pegado a la entrepierna de Tamara. –Vas a orinar sobre mí… la Lluvia Dorada…

---Pero… --Tamara no lo tenía muy claro.

---No seas chiquilla… te gustará, ya verás. Ahora, méate en mi cara, putilla mía.

Tamara lo intentó, pero estaba coartada por aquella depravación y su vejiga se negó a soltarse.

---No puedo –musitó.

---Vale. Déjame a mí –Fabrielle estiró el cuello y aplicó sus labios a los íntimos de la niñera, quien cerró los ojos al sentir la deliciosa y suave caricia.

Levantó los brazos y se aferró a la barra redonda de la cortina de baño que era de resistente acero inoxidable. Sus coletas se agitaron casi al ritmo de la lengua intrusa que la estaba volviendo de nuevo loca. Cerró los ojos y se dejó caer un poco hacia delante, sujetándose con fuerza a la barra de la cortina. Su boca se entreabrió exhalando un dulce gemido cuando notó la vejiga distenderse.

Ni siquiera avisó a la señora, derramándose en el interior de su boca. fabrielle no se apartó en absoluto, sino que cuando su boca estuvo llena dejó que la cálida orina manara por las comisuras, recorriendo su cuello, sus hombros y, finalmente, sus senos. Cuando Tamara abrió los ojos y contempló cómo estaba mojando totalmente a su señora, un nuevo roce de su lengua detonó el orgasmo más fastuoso que hubiera experimentado jamás.

Sus rodillas fallaron con el placer y se quedó colgada como una mona de la barra, su pubis contra la nuca de su señora, notando en sus muslos la humedad de la meada, y se sintió la perra más sucia de la Tierra, y eso le gustó mucho, mucho… quizás demasiado.

(CONTINUARÁ)...