De profesión canguro (011)
La viuda Halloran y su hijo
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La viuda Halloran y su hijo.
Tamara detuvo su Skoda Cítigo en el paso de peatones escolar. Puso punto muerto y aprovechó el interludio para contestar un mensaje que le enviaba su cuñada Fanny. Terminó en segundos y se dedicó a contemplar la larga fila de niños de todas las edades que cruzaban ante ella, en dirección al colegio Duston que se levantaba a la vuelta de la esquina. Una voluntaria de la Asociación de Padres, vistiendo chaleco reflectante y señal de Stop en la mano, se aseguraba que ningún conductor se despistara, silbato en boca.
Un chico de unos dieciséis años se acercó al paso de peatones, subido a una gran bicicleta de cambios. Se mantenía erguido sobre sus pies, la espalda curvada, mientras charlaba con otro chico que caminaba entre el grupo de escolares. Adecuaba la velocidad de la bicicleta al paso de su amigo y ambos reían, a pesar de ser las ocho de la mañana.
Tamara parpadeó al reconocer los rasgos del chico de la bici. Entrecerró los ojos en un intento de mejorar su visión y asegurarse de que se trataba de quien ella pensaba. No había dudas, aunque hacía un par de años al menos que no le veía.
― Jeremy – musitó para sí misma.
Había crecido, indudablemente, y sus formas se veían más sólidas y definidas, sin duda por practicar algún deporte, pero poseía el mismo cabello rubio, lacio y cortado en un simpático casquete redondo cuyo abundante flequillo se recortaba justo sobre los párpados, ocultando sus rubias cejas. Recordaba aquella nariz respingona, de punta redondeada, y los labios finos, casi inexistentes.
Le miró atravesar la calle, luciendo su equilibrio sobre la bicicleta para no poner un pie en el suelo, sin dejar la charla. Le vio maniobrar con el manillar en diferentes zigzags para no perder el paso de su amigo, y acabaron girando en la esquina de la manzana.
Tamara suspiró y metió primera. Al pasar por la puerta del colegio, ya no le distinguió entre los demás estudiantes y padres allí reunidos. Agitó la cabeza, en un intento de apartar los recuerdos que habían despertado la visión del chico. Había estado despierta gran parte de la noche con el bebé Fedelhson, y aunque no tenía sueño, se sentía embotada. Era lo que más le molestaba de su trabajo, sustituir a una madre de madrugada, cuidando de un recién nacido, pero era parte de la tarea y había que hacerla cuando era necesario.
En aquel instante, regresaba a casa tras pasar la noche dando cabezadas al lado de la cuna de roble con algo más de doscientos años de antigüedad. La señora Fedelhson había sido ingresada la mañana anterior por una complicación con su cesárea y su marido la llamó urgentemente para que se ocupara del bebé, el cual no tenía más que dos días de vida.
Sabiendo lo que le tocaba, Tamara estaba dispuesta a dormir hasta bien entrada la tarde, antes de regresar. Le habían dicho que la señora Tinkes, la madura doncella que prácticamente había criado al señor Fedelhson, se hacía cargo de la criatura hasta que ella volviera para pasar la noche nuevamente.
Aparcó un poco por debajo de la casa de su hermano y usó sus llaves para abrir. Fanny estaba en la cocina, con ese pijama que le dejaba el vientre al aire. No se acercó a ella para besarla porque su hermano estaba sentado a la mesa, vestido y leyendo el periódico, pero la miró con intención y la rojiza Fanny sonrió, comprendiendo.
― ¿Cómo te ha ido la noche? – le preguntó su cuñada.
― Dura. El niño no ha dejado de lloriquear – contestó.
― Come algo y vete a la cama. estarás cansada – repuso su hermano.
― Claro – Tamara se sentó frente a Gerard y Fanny le sirvió una taza de café con leche, al que añadió tres cucharadas de azúcar. -- ¿Jimmy sigue dormido?
― Sí. ¿Quieres tostadas? – le preguntó Fanny.
― Dos, por favor.
― ¿Tienes que volver hoy? – le preguntó su hermano Gerard desde detrás del periódico.
― Sí. Cenaré allí y me quedaré toda la noche también.
― Es lo normal si mantienen a la señora en observación – opinó Fanny, metiendo dos rebanadas en el tostador.
Desayunaron hablando de vaguedades, de chismes del barrio, y, finalmente, Gerard se marchó a trabajar. Fanny, tras besarla varias veces, se puso a fregar los platos y tazas del desayuno, en espera que su hijo Jimmy despertara y la reclamara. Tamara se duchó y se encerró en su dormitorio, enfundada en una gruesa bata de baño que ocultaba sus desnudeces.
Una vez frente al espejo de su armario, se despojó de la prenda, posando traviesamente en varias posturas.
“Tengo que admitir que estoy buena, las señoras hacen mucho hincapié en ello. Quizás tendría que recortarme la melena, un cambio de look podría venir bien”, se dijo, atusando el mojado pelo. “No sé, a muchas les gusta el pelo así, largo y lacio.”Bajó una mano hasta su suave entrepierna y soltó una risita. “Esta es la única melena que no debo dejar crecer. Siempre rasuradito, Tamara.”
Entonces, la imagen del chico sobre la bicicleta apareció en su mente, haciéndola suspirar.
Jeremy, su primer amante masculino.
Atrapó su colgante pendrive, que había dejado en el joyero para ducharse, y lo insertó en el portátil. A continuación, se sentó en la cama, desnuda, replegando las piernas en la postura de loto, mientras aparecía la ventana que le pedía la larga clave de acceso. Una vez dentro de sus íntimos archivos, buscó las primeras entradas del pendrive, ya que estaba segura que había inaugurado el ingenio de datos por aquella época. En efecto, hacía dos años y tres meses que había trabajado para la viuda Halloran.
La señora Halloran era una mujer de mediana edad, muy apegada a la iglesia baptista de Mullecham, y que se había quedado viuda hacía poco, tras una larga y asfixiante enfermedad de su esposo. Le había estado cuidando de día y de noche, ella sola, hasta que expiró. En las últimas semanas de su agonía, contrató a la joven Tamara para ocuparse de sus hijos, Arthur, de once años, y Jeremy de catorce, pues no disponía de tiempo ni de fuerzas para ello.
Tamara llevaba poco tiempo dedicándose al tema de cuidar niños pero tuvo varias recomendaciones que atrajeron la atención de la viuda. Día tras día, Tamara admiraba el tesón de aquella extraordinaria mujer, totalmente dedicada a paliar el deterioro de su marido, la lenta agonía, el dolor de su desmadejado cuerpo, y, sobre todo, el lodo que vertía su mente amargada y deprimida. Mildred era una mujer valiente y comprometida con su fe. No necesitaba trabajar para mantener a su familia, gracias a una amplia renta familiar, pero no permitió que nadie se ocupara de Hervest, su esposo. Estuvo siempre sobre él, pendiente a sus caprichos, sus desencantos, sus quejas y sus arranques de desesperación. Le limpió, le bañó, y le consoló cada día, como la esposa entregada y perfecta, sin levantarle nunca la voz ni maldecir su suerte. Lo asumió todo en silencio, con una liviana sonrisa en sus labios, hasta el final.
Tamara la admiraba por ello y también por la autoridad que desplegaba con sus hijos en cuanto salía de la alcoba de su marido. Era como si renaciera y adoptara una nueva personalidad, un carácter fuerte y conciso que imponía ciertas reglas concretas en los niños. Este control atraía muchísimo a Tamara, quien se plegó totalmente al dominio de la señora. Sin embargo, el empeoramiento del esposo mantuvo a la señora Halloran retenida en el dormitorio de su esposo, olvidándose de los pequeños juegos que disfrutaba con la nueva niñera.
Cuando el señor Halloran falleció, Tamara creyó que su trabajo en aquella casa se acabaría, pero Mildred habló con ella y le pidió que se quedara unas semanas más para que ella pudiera reponerse cómodamente. Fue una época interesante, podía recordar. Tamara llegaba a la enorme casa temprano, y preparaba desayuno mientras los chicos se lavaban y vestían. Después, les acompañaba al colegio privado y continuaba hasta el suyo. Los recogía por la tarde y los llevaba a casa. Su madre les estaba esperando a todos, con los brazos abiertos y la merienda preparada. Los chicos hacían sus deberes tras merendar, mientras Tamara se encerraba en la salita de trabajo de la señora Halloran, donde la vigorosa viuda la solía follar cada tarde con varios cinturones fálicos, antes de regresar a casa y hacer sus propios deberes. La señora Halloran gruñía y se agitaba afanosamente sobre ella, ambas desnudas, clavándole uno de los muchos consoladores que poseía, derramando soeces epítetos que volvían loca a Tamara.
Por supuesto, hacía meses que Tamara había sido desflorada por su cuñada, usando un pequeño vibrador. Desde entonces, muchas cosas entraron en su vagina, desde amables dedos hasta el rodillo de cocina. No era una mojigata en ese aspecto pero, por otro lado, nunca había estado con un chico. Mildred fue quien le brindó la oportunidad de probar un macho; algo que ella no se hubiera imaginado en la vida.
Una tarde, tras la penetración de rigor, Mildred acariciaba un mechón del rubio pelo de Tamara, las dos abrazadas sobre el amplio canapé Burdeos, las desnudas piernas entrelazadas. Entre beso y beso, la señora le dijo:
― ¿Has estado alguna vez con un hombre, Tamara? – la chiquilla la miró, frunciendo las cejas y negó con la cabeza. -- ¿No te gustan?
― No me atraen, Mildred.
― Entonces, ¿tu virginidad?
― Fue otra mujer.
― Te voy a contar un secreto, Tamara, algo que no puedes contar a nadie porque sabré enseguida que te fuiste de la lengua, ¿comprendes?
― Sé guardar un secreto – asintió Tamara.
― Hervest fue el hombre que me desfloró, pero no fue el único de mi vida, sobre todo cuando la enfermedad le arrebató el deseo.
― Es algo natural, Mildred. Buscaste afecto fuera de casa.
― No, no sucedió fuera de mi casa – respondió ella con aplomo, mirándola.
― ¿Aquí? ¿Quién…? – Tamara calló y abrió mucho los ojos, adivinando.
― Jeremy siempre ha estado muy apegado a mí. Muchas noches dormía conmigo debido a que los gemidos de su padre le aterraban. Tener un efebo tan bello en la cama no es la mejor forma de alejar la tentación, querida – suspiró Mildred. – Empecé con lentas caricias, con roces sutiles, frotando piel contra piel… Jeremy tenía diez años cuando le metí por primera vez entre mis piernas y no dejé de llorar mientras me corría, al comerme el coño deliciosamente.
― Oh, Dulce Señor – la exclamación de Tamara sonó más a envidia que a otra cosa.
― De ahí a que me tomara como mujer, pasó poco tiempo. Debo decir que Jeremy es extraordinariamente sumiso a todos mis deseos, pero que es todo un semental.
― ¿Aún lo hacéis? – preguntó Tamara, mirando aquellos ojos pardos que empezaba a ver llenos de malicia.
― Cada vez más, querida. Te diré que cuando sueles irte a casa, Jeremy suelen venir a preguntarme qué hemos hecho y hacer muchas preguntas sobre ti. Creo que mi niño se ha colado por ti, Tamara. Por eso, me preguntaba si… te atreverías a probarle.
Escuchar aquella proposición dejó a la jovencita aturrullada, sin saber qué contestar. No sentía atracción por los hombres pero Jeremy no era un hombre, o, por lo menos, aún no. Era bello de una forma totalmente suave y femenina, sin vello en su cuerpo, sin formas aún definidas ni agresivas, y, además… la perversa señora Halloran empezó a susurrarle que ella estaría con ellos en todo momento, dirigiendo el encuentro, metiendo sus manos entre sus cuerpos, aspirando sus olores corporales…
Tamara suspiró, dejando la postura de loto sobre la cama y estirando mejor su cuerpo desnudo. Amplió la fotografía que había de la viuda Halloran en el archivo, posando desnuda para ella en el sobado diván de su salita. Bella y perversa, pensó Tamara, notando como el vello de sus brazos se erizaba con la onda lujuriosa que recorrió su cuerpo. Con un nuevo suspiro, la chica se sumergió en la lectura de su diario repleto de fotografías adjuntas y otros recuerdos.
― ¿Quiere que Jeremy… y yo lo hagamos? – balbuceó la pregunta ante la sonriente Mildred.
― Quiero que Jeremy te folle después que a mí y así darle ese capricho que parece tener contigo. Por otra, parte, quiero que le cuides completamente, mi bella nanny – contestó la señora, acariciándole suavemente la mejilla. -- ¿Te desagrada?
― No lo sé… no creo – la voz de Tamara apenas fue un susurro, como si hablara para ella misma. – Jeremy es un efebo muy hermoso, no es un hombre… No, no me desagrada.
― Bien, bien… mañana le incluiremos en nuestro juego, querida. Ya verás qué bien lo vamos a pasar…
A la tarde siguiente, Tamara y Mildred estaban desnudas, sentadas en el gran diván y entregadas a los juegos preliminares que solían iniciar tras el té de las cinco, cuando la señora se levantó y se asomó a la puerta de la salita, llamando a su hijo mayor con un par de gritos.
Jeremy no tardó en aparecer. Sus mejillas lucían arreboladas por el pudor y sus ojos, tan parecidos a los de su difunto padre, se mantenían bajos, para no delatarse quizás con las desnudeces de su madre y su niñera. Mildred le empujó suavemente hacia el interior de la salita y cerró la puerta con llave.
― Jeremy, le he hablado a Tamara de lo que sientes por ella – dijo su madre, pasándole un brazo por los hombros. – Espero que no te importe ya que ella ha respondido muy favorablemente, querido. Sin embargo, no ha estado jamás con un chico, ni de tu edad, ni mayor. Es una chica sin experiencia, mi vida. ¿Vas a ser cuidadoso?
― Sí, mamá – respondió suavemente el chico, mirando primero a Tamara, la cual mostraba las mejillas aún más rojas que Jeremy, y después a su madre.
― Bien, muy bien, mi niño. Ahora, quítate la ropa y quédate tan desnudo como nosotras.
Tamara recordaba perfectamente la erección que Jeremy lucía al bajar su slip, quedando desnudo y avergonzado ante ellas. Era un pene realmente bonito, de casi una quincena de centímetros y delgado como una pequeña flauta. El glande estaba a la vista, pero aún era rosado e infantil. Un suave vello rubio crecía sobre su pubis pero los testículos parecían limpios de pelo. Tamara miró a Mildred, sonriéndole. Era como decirle lo hermoso que era su hijo y ella la entendió sin más.
― ¿Te importa que Tamara nos mire mientras me metes tu cosita, cariño? – le preguntó la madre al hijo mientras le llevaba hasta el diván. El chiquillo meneó la cabeza y miró de reojo a la rubia niñera que seguramente llenaban sus pensamientos en las noches.
Mildred se tumbó en el diván, arrastrando a su hijo hasta tenerle sobre ella. Sus rodillas se abrieron, abarcando el esbelto cuerpo de Jeremy, y le alentó a devorar sus medianos y aún hermosos senos. El chiquillo no se lo hizo repetir y se afanó como un ser hambriento, lamiendo, succionando y mordisqueando los erguidos pezones. Mildred empezó a gemir dulcemente inmediatamente, como si hubiera estado esperando aquello toda la tarde, incluso demostrando más lujuria que cuando era Tamara la que ocupaba el sitio de su hijo. Arrodillada en un lado del diván, Tamara no podía apartar sus ojos de la escena, comprendiendo que el morbo de ser su hijo quien martirizaba sus pechos era el mayor incentivo de la señora.
La mano de Mildred se introdujo entre su cuerpo y el de su hijo, apoderándose de su enhiesto pene y, con toda maestría, lo condujo hasta su vagina, insertándolo allí como si fuese un termómetro médico. Con un movimiento de riñones, la madre enfundó totalmente el órgano de su hijo y abrió la boca, en un silencioso “oh” dichoso. Sacó viciosamente su lengua, entregándola a los húmedos besos que Jeremy inició inmediatamente.
El chiquillo culeaba lentamente, adoctrinado por las manos de su madre, posadas sobre sus blancos y pequeños glúteos. Los talones femeninos subieron y se aferraron a la parte trasera de sus muslos.
― Ahora más rápido, Jeremy – le instó su madre, antes de lamerle toda la cara.
― Sí, mamá.
Tamara se vio impulsada a deslizar un dedo por la suave espalda del efebo hasta llegar a la cúspide de sus nalgas cuando incrementó su movimiento. La niñera admiraba la expresión de extremo gusto que mostraba el rostro de Mildred. Por un momento, ambas miradas se cruzaron y las mejillas de la señora se llenaron de rubor.
― ¿Has visto… lo bien que… que me folla… mi hijo? – murmuró.
Casi de forma inconsciente, la mano de Tamara acabó abriéndose camino entre las nalgas masculinas y jugueteó con un dedo en el aún infantil ano. El chiquillo incrementó aún más las embestidas, intentando escapar de aquella caricia a la que no parecía estar acostumbrado. Su garganta dejó escapar un débil lamento que abrió los ojos de su madre.
― ¿Qué le… estás ha…ciendo, putilla? – jadeó la pregunta más bien.
― Le insinúo un dedo en el culo.
― Ooooh, joder… ¡el cabrón me está machacando el coño! – exclamó, levantando a su hijo con la fuerza de sus caderas. -- ¡Dios mío, nunca había llegado tan… tan… profundoooooooooooooooo…!
Aquella fue la primera vez que Tamara vio a la viuda Halloran experimentar un orgasmo tan pleno y largo, aferrando a su hijo con brazos y talones y gruñendo con la boca pegada a uno de los esbeltos hombros del chiquillo. Tamara sintió de nuevo envidia de ella, sin ser totalmente consciente de ello. Jeremy ni siquiera había eyaculado, acostumbrado a los largos juegos de su madre. Pero, ahora, alzó la cabeza mirando cómo ella se recuperaba y sin saber qué hacer con la polla que aún mantenía metida en la vulva materna.
― Le toca a ella ahora… cariño. Te la vas a follar por fin, ¿no es eso lo que querías desde que está en casa? – susurró Mildred, señalando a Tamara.
Jeremy se puso de rodillas, sacando su pene del interior de su madre y extendió una mano hacia la niñera, tomándola de la muñeca. Tamara notaba su coñito goteando, más caliente y húmedo que nunca. No tenía ni idea de por qué la calentaba tanto aquel efebo, cuando nunca antes había atraído su atención. En aquel momento, no era aún consciente de qué factores la convertían en una hambrienta fiera sexual. Tardaría en ello un par de años…
Mildred tumbó a su hijo sobre el diván y le masajeó la erguida polla con mimo; después, hizo un gesto, indicando a Tamara que se subiera a horcajadas sobre Jeremy. Fue como si la última pieza de un puzzle encajara por fin. La vagina de la niñera, tras un par de roces con el órgano masculino, se apoderó de él con la precisión de una Venus atrapamoscas, y sus rodillas cedieron para deslizarse totalmente sobre el miembro.
Tamara ya había tenido otros objetos más grandes insertados en su vagina, por lo que no fue ningún impedimento tragarlo completamente. Miró el rostro del chiquillo, que sonreía abiertamente, tal y cómo debía hacerlo la mañana de Navidad al pie del árbol. Jeremy subió sus manos hasta abarcar los menudos senos de la niñera, pellizcándolos suavemente, con ternura y devoción, rotando deliciosamente los endurecidos pezones como si fuesen diales.
Tamara le cabalgaba sin dejar de mirarle, siguiendo las indicaciones de la mano de Mildred. Cuando el chiquillo se mordisqueó el labio inferior, la viuda le sopló:
― Cabálgale fuerte, Tamara… está a punto de correrse…
En treinta segundos, el jovencito clavó sus dedos en sus senos botadores y clavó sus ingles bajo ella. Tamara notó perfectamente la humedad en su interior, la recompensa seminal. Ella aún no había llegado al orgasmo pero se sintió orgullosa de haber realizado el coito tradicional. Jeremy balbuceó algo que ella no pudo entender y pareció dormirse, al relajarse.
― Venga, guarra, pon el coño en la boca a mi niño – la instó Mildred y Tamara la miró, sin comprenderla. – Te lo va a comer todo, con leche incluida. A él le encanta y hará que te corras como una loca… ¡Venga!
La fuerte palmada que recibió sobre una nalga la animó a obedecer. Se alzó para que el pene saliera de su vagina y avanzó sobre las rodillas hasta colocar su entrepierna sobre el rostro de Jeremy. Las manos del efebo se adueñaron de sus caderas y la boca se aplicó, cual ventosa, a su vulva. La lengua ahondó con una pericia que hablaba de largas horas de práctica, extrayendo todo el esperma que se encontraba para ser tragado con deleite.
Tamara apoyó las manos sobre el brazo cabezal del diván, hundiendo la espalda y dejando caer la cabeza. Su rubia melena le ocultó el rostro, no permitiendo que ni madre ni hijo vieran cómo sacaba la lengua con el largo gemido que Jeremy le arrancó; una lengua que parecía un animal en busca de aire para apagar el fuego que se apoderaba de su cuerpo. Dejo caer un reguero de baba sobre la tela aterciopelada del “futon” a la par que sus caderas se agitaban, presas de un anhelado orgasmo.
― ¿Ves cómo tenía razón? – le dijo Mildred, tomándola del pelo y consiguiendo que volviera el rostro hacia ella. Entonces, le metió la lengua en la boca, tratando de aspirar sus últimos estremecimientos.
Se estuvieron besando largamente, mientras que Jeremy seguía atareado lamiendo entre las esbeltas piernas de Tamara, sobre todo dedicado a atormentarle el clítoris. Mildred la acogió entre sus brazos cuando se derrumbó, abatida por un posterior orgasmo debilitante.
Aquella tarde marcó un cambio en la rutina de las dos mujeres y, por supuesto, la que Jeremy tenía con su madre. Mientras su hermanito hacía deberes o veía la tele, el mayor se beneficiaba a las dos mujeres, con más o menos éxito. Cuando desfallecía prontamente, se quedaba mirándolas amándose, fusionando sus blancos y suaves muslos en una danza que al efebo se le antojaba misteriosa y secreta.
Por su parte, Tamara llegó a la conclusión, con la práctica, que podía soportar un macho de ese tipo, sumiso y juvenil, y que era agradable cambiar de vez en cuando. En cuando a la madre, había alcanzado una cota más de poder y autoridad, fusionando a su amante hijo con su sometida niñera. Se podría decir que Mildred había creado un nirvana personal muy logrado.
El hecho es que lo que iban a ser algunas semanas se convirtieron en meses y Tamara pasó con la familia todo el verano, ocupándose de Arthur, ayudando al mayor a recuperar las asignaturas suspendidas por las horas perdidas retozando con su madre primero y con las dos después, y retozando en la cama de Mildred en largas siestas, a las que terminaba uniéndose Jeremy en más de una ocasión.
Todo ello, todo ese ejercicio con madre e hijo mayor durante todo un verano supuso un terrible ajetreo para la niñera, quien acabó perdiendo cuatro kilos por los excesos. Tamara sonrió, regresando al presente. Aquella familia resultó ser insaciable.
Cuando Jeremy, justo al empezar las clases, comenzó a buscarla, por su cuenta y riesgo, Tamara comprendió que no podría seguir con el ritmo. El chico trataba de obtener de ella lo que no podía y se atrevía a conseguir de su madre. Así que la perseguía por toda la casa, esperando a tener una oportunidad de tirársela en cualquier lugar, bajo cualquier pretexto.
Al principio, Tamara se sintió adulada por el interés y aquellos tiernos placeres, sobre todos por los sorprendentes y explosivos asaltos. Un buen magreo en la despensa, manitas durante la merienda, ofreciéndose para una rápida lamida en el descanso de los deberes, y la mejor de todas, el asalto en el baño. Allí, Tamara solía morderse un nudillo en la boca para acallar sus gemidos, mientras Jeremy la enculaba apoyada sobre la taza del inodoro. El efebo ponía el alma en aquellos encuentros, consiguiendo que Tamara estuviera siempre nerviosa y excitada.
Por eso mismo, tuvo que despedirse, alegando no disponer de tiempo para acabar su bachillerato si seguía al servicio de la viuda Halloran. Ésta, ya muy recuperada y entera, entendió perfectamente el asunto y le dio un buen finiquito.
Sin embargo, Tamara acabó pensando que la viuda estaba deseando quedarse a solas con sus hijos, ahora que habían catado a una chica mucho más joven que su madre, pero… ¿Quién era ella para pensar algo así?
Contemplando una de las últimas fotos que había realizado en aquella casa, se llevó una mano a la entrepierna, entreabriendo su vulva ya mojada y ansiosa. En la fotografía, Mildred estaba echada de bruces sobre el diván, las poderosas nalgas alzadas por una almohada. Las gotas de sudor se deslizaban por la nariz de Jeremy hasta caer en el hueco de la espalda de su madre. El chiquillo bombeaba con todas sus fuerzas en el recto de su madre, la cual sonreía extasiada.
Aquel efebo ya no tenía nada que ver con el chico que había visto en el paso de peatones escolar. Ya era casi un hombre, más alto, más fuerte, más vigoroso, y carecía de la belleza dulce y tierna de aquel infante efebo podía follárselas toda una tarde.
Quizás para su madre había mejorado. Sin duda, Mildred estaría contenta de tener a su lado a un hijo con aquellas condiciones y tan sometido a ella que ni siquiera se buscaría una novia si su madre no se lo permitía. Además, estaba casi segura que, en este momento, el efebo sería el maravilloso Arthur.
Su boca se posó sobre la imagen de la voluptuosa Mildred en el mismo instante en que sus dedos arrancaban el orgasmo a su clítoris. Se lamió los dedos, cerró el portátil y se durmió casi instantáneamente.
CONTINUARÁ...